Tras la guerra el país había quedado falto de divisas. Aunque escondida bajo los estertores de la contienda y de los últimos bombardeos que había sufrido la ciudad, flotaba en el ambiente una necesidad de industrializarse, para intentar recuperar el esplendor que cien años antes se había puesto en marcha, cuando fue proclamada la libertad de industria, que sentó las bases de la revolución industrial, y Barcelona se reveló como un enclave óptimo para albergar vaivenes migratorios y para que la burguesía desarrollara sus anhelos a pesar de las muchas revueltas que trastocaron el ritmo vital del siglo. De pronto, todo se ponía del lado de las pretensiones de aquel universitario con fondos. Jenaro Baldrich pasó por una universidad diezmada, reducida a unos cuantos privilegiados. Probablemente fue por eso, sentirse presionado ante una oportunidad auténtica, por lo que le entraron prisas y se empeñó en acabar la carrera a curso por año.
La Escuela de Peritaje se ubicaba en la avenida del Generalísimo, a la que se seguía llamando Diagonal, a las afueras de la ciudad, por lo que cada mañana Jenaro Baldrich se veía obligado a tomar un tranvía que hacía casi la totalidad de la ruta por esa avenida carente de tráfico, repleta de aspereza. Desayunaba la leche aguada y el pan con una porción de chocolate que servía la patrona, y abandonaba la casa cuando ya todos los demás inquilinos habían salido. Acudía a las clases impecablemente vestido. Se mojaba el pelo antes de peinarlo. Él mismo se limpiaba los zapatos. Tomaba café en un bar cercano a la facultad y se hizo amigo de estudiantes de Derecho y de Ingeniería, algunos con ínfulas de poetas y otros, más haraganes, con todo hecho antes de empezar a estudiar. Era 1940. La guerra había pasado por Barcelona dejando la universidad desplumada, y bajo la jurisdicción del espíritu nacional. El autogobierno había sido abolido. Ni una clase era impartida en catalán. Una España única, grande y libre iniciaba una posguerra que poco le importaba a Jenaro Baldrich.
La ausencia de mujeres en las aulas era una evidencia notable, pero tampoco suficiente para que Baldrich se preguntara por ello. Un fin de semana en que Jenaro volvió a Tarragona para reunirse con los suyos, el padre le hizo saber que los Iborra, la familia que le acogía en Barcelona, tenían una sobrina que sería bueno que conociera.
El padre de Jenaro se había enterado de ello por medio de Quimet. Habían hablado de todo un poco hasta que Eustaqui Baldrich le sacó el tema. La chica vivía con sus padres, hermana y cuñado de Petra, en Torredembarra, pero el sábado siguiente visitaría a su tía, la patrona de Jenaro, por su cumpleaños. Ante la pregunta de si la moza festejaba con alguien, Quimet dijo que no sabía nada y que todo se arregla. Igualmente, Eustaqui Baldrich le hizo saber a su hijo que la chica, antes de ir a Barcelona, haría un alto en Tarragona, y pasaría por la pastelería de Quimet para recoger un pastel. Luego sugirió que no estaría de más que se lo llevara él y que la acompañara en el trayecto.
Aquella semana Jenaro Baldrich la pasó dibujando en su mente un esquema visual y detallado de cómo sería esa muchacha. Esos días, que en realidad no dejaron de transcurrir mansamente, el joven estudiante los aprovechó para observar con más detenimiento las facciones de su patrona, la tía de la chica con quien iría en tren el sábado siguiente, para tratar de obtener una imagen más precisa. No descubrió en sus patrones rasgos que animaran su corazón. El viernes, al acabar las clases, de vuelta a Tarragona para regresar al día siguiente, es probable que se diera cuenta del despropósito de la situación, pero se dijo a sí mismo que el tema de la mujer cuanto antes se solventara mejor, porque así sería un problema menos y podría dedicarse de lleno a lo suyo.
Sin embargo don Eustaqui Baldrich, contra todo pronóstico, no habló a su hijo, a su llegada a casa, de la muchacha del día siguiente, sino de su primo Ignacio Párbole, hijo de Dolores Baldrich, la hermana de don Eustaqui, y de su inmediata marcha a la Argentina. El motivo del viaje de los sobrinos de Eustaqui Baldrich, según él, no era otro que el de instalar un negocio en el Río de la Plata, probablemente en Buenos Aires. Jenaro Baldrich vio venir la pregunta y escurrió el bulto.
—Yo no me quiero mover de Barcelona.
—¿Tienes proyectos?
—Sí.
—Pues no hay más que hablar. Un hombre sin proyectos es un hombre muerto. Me quedo tranquilo.
Esa fue la primera vez que Jenaro Baldrich habló a su padre de sus aspiraciones. Fue todo lo conciso que pudo y lo dejó caer después del postre. La madre, Cinta Campà, se había levantado y debía de andar por la cocina. El servicio empezaba a retirar migas de pan y restos de fruta del mantel. Padre e hijo estaban cara a cara.
—No sé de qué, pero yo voy a ser jefe. Me voy a casar, y después de casarme, montaré el negocio. Mira, padre, en Barcelona vivo con obreros que se levantan a las cinco de la mañana todos los días. Son capaces de hacer cualquier cosa por un trozo de pan, para mojarlo en la sopa. Si yo les doy dos trozos, ellos trabajarán el doble. Lo tengo aquí… en la cabeza… La guerra ha abierto el atajo que quería, ya me he dado cuenta de que todo tiene un precio, así que no me lo repitas. Pero ¿a qué hora viene la sobrina de Quimet?
—A las nueve, que el tren sale de Torredembarra a las siete. Me gusta que veas que los que mueven todo son esos, los que se levantan a las cinco, por eso te he mandado allí, para que aprendas y veas, pero ojo, que tú también tienes que madrugar y estar al quite. Haz lo que quieras, pero que tus primos ni en América ni en ninguna parte se rían de ti jamás. Ya me entiendes…, ya se han reído bastante de tu hermano.
—¿Los primos son rojos?
—Los primos son malos. Aunque saben hacer dinero.
—¿Y la tía Dolores también va?
—Mi hermana Dolores se está muriendo y no va a llegar ni a la semana que viene. No pasa nada. Es la vida. Así que ya lo sabes.
A la mañana siguiente, avisó Quimet a don Eustaqui de que su sobrina se hallaba en la tienda. El padre de Jenaro Baldrich encontró a su hijo pasándose el peine por el pelo mojado delante del espejo de uno de los baños. Allí mismo le ayudó a ajustar el nudo de la corbata.
—Venga, hijo, que te espera. Si te gusta, bien, y si no también.
—¿Cómo se llama?
—No me acuerdo. Pregúntaselo tú.
Se llamaba Sagrario. Era menuda y con la cara chata. El pelo moreno, rizado y con la raya a un lado otorgaba a su apariencia un reflejo de bondad que podría parecer desmedido. Le cubría el cuerpo un abrigo de paño que le llegaba hasta los tobillos. Cuando sonreía bajaba la cara y su barbilla cincelada se perdía bajo las sombras de su cuello. Caminaron hasta la estación. Soplaba raso el viento de octubre y se podían respirar indicios de salitre, aura del mar que la brisa acercaba hasta los bancos del andén. Para evitar el frío, los viajeros esperaban en los pasillos de la estación, donde olía a indigencia. Jenaro Baldrich no se acordó de llevarle el pastel hasta que llegó el tren, y la vio subir con las dos manos ocupadas, en el dulce y en el bolso, sin tener donde apoyarse. Entonces Baldrich le dijo:
—Espera, mujer, dame el paquete.
—Gracias, muchas gracias.
En el trayecto hasta Barcelona, aquella mañana de sábado, Jenaro Baldrich inició un monólogo que no encontró ninguna negativa. La incidencia del sol a través de la ventana dibujaba rayos de polvo que calentaban el compartimento y separaban a ambos. Pronto pasó el revisor y Jenaro Baldrich le entregó los dos billetes. Sagrario dejó su bolso encima de las piernas. Al otro lado del cristal, arrugando los ojos, podía distinguir las olas del mar y la espuma. Luego, ya más cómoda, con el vagón traqueteando, dejó el bolso en el asiento de al lado. Se desabrochó el abrigo y mostró la falda. Jenaro Baldrich hizo lo propio con el suyo y colocó el paquete con el pastel sobre una estantería. Después de un cuarto de hora de silencio y breves carraspeos, que aprovechó para escrutarla y habituarse a su estatura, le habló de la necesidad que él entreveía de crear un negocio, para empujar la economía de un país cuya prosperidad los rojos habían tirado por la borda. De las asignaturas que cursaba en la carrera de Peritaje, que era una especie de Ingeniería Técnica; de las máquinas que debían crearse para construir carreteras y puentes; de empotramientos; de motores; de la velocidad que podrían adquirir los vehículos en un futuro próximo; de la generosidad que caracterizaba a su familia, conocida en toda la comarca; del comportamiento aerodinámico de las cilindradas; de las invenciones de máquinas que harían posible la reactivación económica de España; de propulsores; de la importancia del dinero, necesario para todo, para comer, para viajar, para dormir, para vestirse, y ahí se le iluminaron los ojos, porque la ropa es muy necesaria y hay muy poca, dijo, y también era importante el dinero para pagar; para pagar la luz, la leña, los médicos, el pastel que le llevaba a su tía por su aniversario o el café que tomarían esa misma tarde por las Ramblas, en una de las granjas de la calle del Pino o Petrichol.
—A mí el café no me gusta —se atrevió a decir Sagrario.
—Ya verá como el chocolate en la Dulcinea sí que le gusta, con nata y azúcar, y la ensaimada mojada, ya verá, Sagrario, se le hará la boca agua. A mí no me diga que no…
Y esa fue la primera y la única vez que le habló de usted. Para cuando llegaron a Barcelona parecía que a Jenaro Baldrich se le había parado la cuerda de la lengua, y eso fue algo que incomodó a los dos. Antes de descender Sagrario tosió un par de veces, su acompañante la miró con recelo y ella confesó que era asmática, sobre todo en primavera, a lo que Baldrich agregó «Eso se pasa, mujer». Jenaro, en esta ocasión, después de bajar del tren en el apeadero del paseo de Gracia, ayudó a la chica a cargar con los bultos, y le mostró lo que él había descubierto escasas semanas antes: los altos edificios, la vía férrea de la calle Aragón y la cercanía de la casa de su tía, a la que fueron caminando.
Era la hora de comer. Jenaro Baldrich tenía copia de las llaves de la puerta, por lo que no fue necesario llamar a gritos a la patrona o dar unas palmadas para que desde el balcón lanzara la llave. Al entrar por la puerta del piso, Jenaro y Sagrario recibieron como un golpe en la nariz el olor a caldo que emanaba de la cocina y que describía aquella casa. Para no mezclar a la familia con los inquilinos, la tía de Sagrario había preparado para ellos la mesa en la cocina. Se sentaron a dar cuenta de la escudella mientras la patrona abría entusiasmada el pastel que le enviaban su hermana y su cuñado Quimet por el cumpleaños. Era de chocolate y nata, y abultado hojaldre dorado de caramelo. Enseguida propuso probarlo, y ahí fue cuando Jenaro Baldrich le guiñó un ojo a Sagrario y en voz baja, con la cuchara humeante al borde de la boca, le susurró «No comas mucho, que luego no te cabrá la ensaimada», lo que arrancó a la joven una breve risa.
A las seis de la tarde el sol ya empezaba a ponerse en aquel octubre frío de Barcelona. Tenía el día una extraña prisa por anochecer. Pesaba en el cielo el tiempo cuarteado. El viento desplazaba las hojas desde las aceras al asfalto de las vías. La ciudad, vacía de paseantes salvo escasos gabanes presurosos que se perdían de vista a las primeras de cambio, dejó libre a Jenaro Baldrich y a Sagrario el paseo de Gracia para que él le mostrara tres fachadas modernistas, que él llamó modernas, y descendieran juntos hasta la plaza de Cataluña, en cuyas inmediaciones se juntaban carruajes y algunos coches con olor a gasógeno. En ese punto, y aprovechando un golpe de viento, Jenaro Baldrich ofreció su brazo izquierdo para que Sagrario lo cogiera. Ella aceptó sin cavilaciones, como hace un animal manso, y atendió a las indicaciones que sobre el paseo y los distintos vehículos le contaba Jenaro. Desde allí, tomaron las Ramblas hasta internarse por el barrio Gótico, lo justo para dar con la penumbra de la calle Petrichol, estrecha y húmeda, al inicio de la cual seguían intactos un par de calcos de alquitrán con proclamas de José Antonio.
La ensaimada mojada en el chocolate se deshizo en la boca de Sagrario. Jenaro Baldrich observó su mueca de asombro y placer, y se permitió agregar que estaba seguro de que su tía Petra no había probado en su vida algo semejante, y que más le valdría copiar las recetas. Luego le dijo que le gustaba cómo comía porque se le inflaba la cara, y parecía que fuera a soplar la leña del hogar, y a la vez pensó, algo sorprendido, que esa costumbre de comer con la boca cerrada era señal de que estaba bien educada. Las palabras de Jenaro Baldrich hicieron subir los colores a Sagrario, que se llevó una servilleta a la boca para limpiarse, la arrugó y la dejó sobre el plato sin atreverse a levantar la vista. Para cuando Sagrario terminó de masticar, Jenaro Baldrich ya sabía que se casaría con ella. No había oído un no en toda la jornada. Le pareció absurdo desperdiciar la oportunidad, y dejar para más adelante algo que podía finiquitarse de un plumazo. No había mucho más donde escoger. Lo vio claro y se reafirmó en lo que la noche anterior había confesado a su padre. Se casaría y empezaría a pensar el modo de articular su negocio. Le pondría un nombre diferente, quizás extranjero, para desvincular la imagen de su empresa de la España gris que les esperaba fuera de la cafetería, y que cargaba el cielo de aquella ciudad agotada y renqueante, y llamar así la atención de la clase humilde, esa que al fin y al cabo, se dijo, es la que trabaja, y hará que yo sea rico.
—¿Vamos?
—Sí, que mi tía se enfadará si no estoy con ella.
Jenaro Baldrich pagó la cuenta y dejó unos céntimos de propina ante la mirada de Sagrario, que pareció, mientras él se ponía la chaqueta, querer contar las monedas que quedaron sobre el plato. De camino a casa, no serían más de las ocho, en las calles ya no se veía prácticamente a nadie. Pese al frío y la neblina, en algunas esquinas aún quedaban mujeres vestidas de negro, serían viudas, que vendían picadura a precio regalado. Una Vía Layetana huérfana de tránsito los llevó hasta Urquinaona. Allí, en mitad de la plaza y ante las escaleras que descendían al metro trémulamente iluminado, pensó Baldrich si no habrían caminado demasiado, y si no sería conveniente tomar un taxi para que no se cansara Sagrario, pero desde aquel lugar enseguida encontraron la calle Gerona, y la remontaron cogidos del brazo. Así subieron calle arriba, sin hablar, quizás pensando en ese periodo que les aguardaba y que ya no aceptaría conjeturas. A Sagrario debían de dolerle los talones. No obstante, antes de llegar al portal, Jenaro Baldrich detuvo el paso y preguntó:
—Pero, mujer, ¿y cuántos años tienes?
—Diecisiete.
—Diecisiete, me gusta, justo los que aparentas, ni más ni menos.
Una mala noticia alteró el humor de la familia Baldrich. Dolores falleció ese mismo día. Jenaro se enteró nada más entrar en casa. Se lo comunicó la tía de Sagrario. Había llamado Quimet desde Tarragona al teléfono de la cafetería de dos calles más abajo, el café del Centro, cuyo dueño se apresuró a avisar a la señora, que bajó escopetada y escuchó la noticia por voz de Eustaqui Baldrich. Los oficios se celebraban en el transcurso de esa semana en su pueblo natal, Comarruga. Así pues, Jenaro tendría tiempo de ver a su primo Ignacio Párbole antes de que partiera hacia América.
La difunta hermana de Eustaqui Baldrich había tenido una vida estática. No fue a la escuela, ayudó en la casa desde que nació, se casó, se fue con su marido y le dio dos hijos. Desde que abandonó el hogar y hasta que nació su primer hijo no había hablado ni un solo día con su hermano, de modo que Eustaqui Baldrich no tenía una conciencia educada para con su hermana. Una infección en los ovarios se la llevó al otro mundo de un mes para otro. Sus hijos Ignacio y Carlos Párbole, unos meses menores que Jenaro y Gonzalo Baldrich, emprendieron, de forma premeditada, camino a América junto a su padre, Constantino Párbole, empresario hostelero de Lérida, la semana siguiente al funeral. Sin embargo, antes de partir Ignacio quiso hablar a solas con su primo Jenaro. Se acercó hasta él después del funeral y, a continuación de estrecharle la mano y de recibir el pésame, le dijo:
—Primo, ya me han dicho que festejas con una de Torredembarra.
—Más o menos.
—Felicidades.
—Gracias, parece buena moza.
—Lo es.
—¿La conoces?
—Comarruga y Torredembarra casi se tocan. Te digo que es buena, primo, nada más que eso… He hablado con tu padre y me ha contado algo…
—Sobre qué…
—Sobre tus planes, que vas a piñón fijo. Yo me marcho a Buenos Aires, allí hay libertad para montar cosas.
—Aquí también hay libertad y posibilidades, más que nunca.
—No te creas, primo, si necesitas algo, ya sabes. Te dejo este número, por si acaso, es el de unos familiares por parte de mi padre, exiliados…
—Rojos.
—Refugiados, diría yo.
—Yo los llamo rojos, y no creo que necesite nada, buen viaje.
Se dieron la mano nuevamente, obligados por la inercia, y no volvieron a verse hasta muchos años después.