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Las estrellas reinaban en lo alto del cielo nocturno de Luthien. Ellas y los fantasmas que vagaban sin rumbo por las calles eran los únicos que vieron pasar al hombre vestido de negro. Se movía con una agilidad que habría sorprendido a aquellos que lo conocían como Taizo Homitsu. Aquel MechWarrior nunca corría. Incluso renqueaba un poco.

Homitsu entró en el recinto de almacenamiento y salió momentos después. El macuto negro que llevaba al hombro no parecía más lleno que antes, pero los fantasmas sabían que contenía la herramienta que había escondido durante tanto tiempo.

Mientras bajaba la calle a toda prisa, Homitsu se sentía inquieto. Aquél no era el momento que él habría escogido, pero se había visto forzado. Jaime Wolf venía a Luthien. Todavía había trabajo que hacer, cosas que preparar.

Se detuvo a dos bloques de distancia del complejo. Le molestaba sentir su respiración entrecortada. No era el momento para riesgos mortales. Se refugió en un callejón y se apoyó contra la pared para recuperar el aliento. La calma tardó en llegar, pero llegó. En ese punto, la prisa podía traicionarlo y él estaba decidido a cumplir su promesa a cualquier precio.

Una vez se hubo recuperado, se apartó de la pared. Reanudó la marcha. Permanecía en silencio, a solas con la noche. Nadie advirtió su presencia. Las estrellas del cielo lo observaban, pero no se lo dijeron a nadie. Los fantasmas estaban callados.

¿Quién podía detener al hombre que no temía a la muerte?

Dechan Fraser cazaba tantos fantasmas en sus sueños que estaba familiarizado con ellos, pero eso no hacía que sus visitas fuesen menos perturbadoras. Los fantasmas de Misery eran los peores, y ésos eran los que se le habían aparecido esa noche.

Salió de la cama, sorprendido de que Jenette no se hubiese despertado con su ajetreo. ¿O también su ajetreo era parte del sueño? Caminó por la madera noble del suelo del dormitorio, las tablas pulidas frías y firmes bajo sus pies. Abrió la pantalla y miró hacia el jardín.

Las estrellas de Luthien parpadeaban en el cielo que precedía al crepúsculo, un último hurra antes de la mañana. Muchas de aquellas estrellas tenían sus propios planetas. Para los mundos de esos sistemas, cada estrella era un sol cuya ardiente luz abría un nuevo día, mientras que aquí, cada estrella de aquéllas no era más que un simple parpadeo entre las múltiples luces de la noche.

En una ocasión Dechan recibió el nombre de estrella emergente entre los Dragones de Wolf, pero ahora, aparte de los fantasmas, ¿cuántos Dragones se acordaban de él?

A lo lejos distinguió la oscura mancha del palacio imperial entre las luces de la ciudad. Takashi Kurita dormía allí esa noche, satisfecho. El embajador Inochi había regresado con la noticia de que Jaime Wolf había aceptado el duelo, y en el último informativo de la noche se había hablado mucho de la historia. Pero Dechan Fraser no había recibido ningún aviso previo de Theodore ni de ninguno de los kuritanos que conocía. Tampoco los agentes de los Dragones le habían avisado. Una vez más, Jaime Wolf iba a Luthien y Dechan quedaba en la oscuridad. Se preguntaba si Michi se había enterado del duelo. De ser así, ¿estaría contento o enfadado?

Dechan no conocía ni su propia mente, ¿cómo podía predecir la reacción de su viejo amigo?

Eso si era cierto que Michi había sido su amigo y no un manipulador más. Parecía que todo el mundo se aprovechaba de Dechan cuando le convenía y lo olvidaban cuando tenían otros asuntos más importantes. Todo el mundo excepto Jenette. Ella le había sido tan fiel como él a ella. Seguía durmiendo; ni la duda ni la ira la perturbaban. Era una carga que no quería dejar sobre ella.

Todavía estaba mirando por la ventana cuando ella se despertó y se incorporó por detrás de él para darle un soñoliento abrazo.

—Has madrugado —dijo ella besándolo en la nuca.

—Me apetecía ver la salida del sol.

Se recostó en él y Dechan la abrazó por la cintura.

—Esta es bonita —dijo ella al tiempo que apoyaba la cabeza en su hombro—. Deberías haberme despertado.

—No quería molestarte. Dormías tan plácidamente —él le besó el pelo—. Habrá otras mañanas.

—Pero nunca otro hoy —se acercó a él—. Podríamos empezarlo ahora mismo.

Él sintió cómo su mano le acariciaba el estómago y seguía bajando. Su cuerpo se adelantó a su mente, pero cuando él la besó, se dejó seducir por su amor. Al menos por un rato, el resto del mundo se desvaneció.