MEJOR CONSERVANTE EN MANO QUE SALMONELA VOLANDO
Una consecuencia de la quimiofobia que impera en nuestra sociedad, y que sobrevuela todo lo relacionado con la alimentación, es el hecho de que sigue pareciendo mejor un producto en cuyo etiquetado diga en grande «Sin conservantes ni colorantes» que otro del que no se diga nada. A mí que me digan que algo no tiene conservantes me preocupa, y mucho. De la misma forma que tú te comes algo, un bichito como una bacteria o un hongo también se lo puede comer, y si te comes estos parásitos puedes tener problemas de salud más o menos serios. Gracias a los conservantes tenemos a raya enfermedades como la salmonelosis, el botulismo y la brucelosis. También se olvida que gracias a estos compuestos hay más comida cada año, puesto que permitimos que la comida se mantenga durante más tiempo y evitamos tener que tirar toneladas de alimentos. Obviamente es mejor comerse una hamburguesa con la cantidad de nitritos permitida que sin nitritos, pero con shigella o brucelosis. Eso no evita que continuamente leamos noticias de que tal conservante produce cáncer, que otro produce adicción y que otro produce hiperactividad infantil. Pero ¿son ciertas?
Antes de internet ya circulaban de mano en mano fotocopias con la lista de aditivos y sus presuntos peligros. Lo más curioso es que este miedo empezó cuando tuvimos una legislación que catalogaba y organizaba estos aditivos alimentarios en función de su utilidad y les daba una letra (E, para indicar que se regula por la legislación europea, y un número) cuya centena indica qué tipo de compuesto es; por ejemplo, los «trescientos» no son guerreros espartanos sino antioxidantes. No obstante, pensar que los conservantes existen desde que se regularon a nivel europeo es como pensar que el tiempo existe desde que se inventaron los relojes. El uso de conservantes es tan antiguo como la civilización. Nuestras abuelas no están libres de pecado.
CONSERVANTES: A LA ABUELA TAMBIÉN LE IBA LA MARCHA
La conservación de alimentos ha sido uno de los principales objetivos de la civilización desde el inicio de la agricultura, hace unos diez mil años. Hay que tener en cuenta que la mayoría de alimentos básicos tienen un carácter estacional, pero hay que comer todos los días, si es posible. La conservación de alimentos también tiene un importante valor estratégico. Las latas de conserva fueron inventadas por el pastelero francés Nicolas Appert en 1810 como respuesta a un concurso convocado por Napoleón Bonaparte, que buscaba una forma segura de suministrar alimentos a sus soldados durante las largas campañas y que ello no dependiera de los recursos de los países conquistados. La conservación de alimentos se ha abordado desde diferentes aspectos: los arquitectónicos (construcción de graneros, silos, hórreos o similares), químicos (conservantes), tecnológicos (neveras, cámaras de congelación) o físicos (envasado al vacío, deshidratación, liofilización).
No obstante, muchas técnicas culinarias no son más que una forma de conservar alimentos. Por ejemplo, los ahumados y los secados, que permitían conservar durante más tiempo alimentos perecederos. La elaboración de lácteos como los yogures, el kumis o el kefir tiene como objetivo permitir que la leche se conserve durante más tiempo, aunque cambie sus propiedades, ya que el ácido producido por las bacterias o los hongos actúa como conservante.
Ya que hablamos de ácidos, ¿cuántos platos tradicionales utilizan el vinagre en su composición? Lord Byron decía que el matrimonio viene del amor, como el vinagre del vino. Y posiblemente a partir de la elaboración del vino empezara el uso del vinagre en la cocina, puesto que es el producto de una fermentación dejada demasiado tiempo o contaminada por bacterias, lo que provoca que el etanol se oxide y devenga ácido acético. En muchos vinos de mala calidad se puede apreciar un olor que recuerda al pegamento Imedio. Esto es el primer síntoma del picado, ya que el ácido acético reacciona con el etanol para formar acetato de etilo, responsable del olor a pegamento. Aunque el vinagre es vino echado a perder, los antiguos aprendieron a aprovechar los pequeños beneficios de las grandes derrotas y observaron algunas características interesantes, como su peculiar sabor ácido y sus cualidades para conservar alimentos, superiores a muchos otros compuestos. En el Antiguo Testamento se encuentran cinco referencias al vinagre, la más lejana en Números 6,3. En la antigua Roma también se usaba con alegría, puesto que el libro De re coquinaria, escrito por el gastrónomo Apicio en tiempos de Tiberio, ya lo menciona.
Químicamente, el vinagre es un ácido orgánico débil. Su carácter de ácido dificulta el crecimiento de algunas bacterias y hongos, por lo que sirve de conservante. En este carácter ácido se parece al limón, rico en ácido cítrico. Por lo tanto, platos de esos que hacía la abuela, como encurtidos, escabeches y otras especialidades gastronómicas tradicionales, no se elaboraban solo por el sabor, sino por ser una forma de almacenar alimentos perecederos, sobre todo pescados, verduras o incluso huevos. Esta acidez es capaz de desnaturalizar proteínas, lo que induce a un cambio en el aspecto y textura; por ejemplo, el boquerón en vinagre o el ceviche de pescado (plato típico de Sudamérica que se realiza con limón) no se parecen en nada al pescado crudo, aunque no hemos utilizado calor en su elaboración. También previene la oxidación de frutas y verduras, por eso un poco de vinagre o limón en el guacamole hace que no se ponga negro. Para todo lo que he nombrado es indistinto utilizar vinagre o limón, salvo que prefieras un sabor u otro, que no está solo determinado por el ácido que contienen sino por el resto de compuestos. Por cierto, el ácido cítrico del limón reacciona con muchos metales, por lo que sirve para quitar manchas de óxido. Esta capacidad de secuestrar metales también aumenta las características conservantes del zumo de limón, ya que estos metales son necesarios para que crezcan algunas bacterias u hongos que pueden contaminar la comida.
Sin embargo, el vinagre tiene otra propiedad que lo diferencia del limón. Como os he dicho antes, es un ácido orgánico débil. Esta propiedad le permite atravesar fácilmente las membranas de las células de los hongos y matarlos desde dentro. Actúa como un caballo de Troya. Y no solo el vinagre. El ácido propiónico y el ácido sórbico funcionan de forma similar, y por eso se utilizan también como conservantes. Algunos frutos del bosque como las grosellas deben su acidez a la presencia de ácido sórbico, por eso su conservación en forma de mermeladas es tan buena: ya llevan el conservante incorporado de casa. No hay que olvidar que hongos como el Zygosaccharomyces baily causan millones en pérdidas a la industria alimentaria,[1] y no es casualidad que sea el que evolutivamente ha desarrollado un mecanismo de defensa más eficiente contra el vinagre. Por lo tanto, ya tenemos un plato tradicional, que en el fondo no es más que una forma de utilizar un conservante. Esta es la misma razón por la que la abuela ponía vinagre o limón en las mayonesas, para evitar que crecieran hongos o bacterias.
Otros platos tradicionales como los salazones son formas de conservar alimentos muy perecederos, como el pescado o la carne, aprovechando el poder desecante de la sal. Cuando cubrimos con sal cualquier alimento, lo que estamos haciendo es forzar a que esta absorba el agua de dentro de las células que lo forman. Esto también dificulta el crecimiento de las bacterias, que necesitan agua para vivir, y además confiere unas características diferentes a los alimentos. Así es como tenemos la mojama y todos los salazones de pescado. A veces, para secar los alimentos, no hace falta cubrirlos por completo de sal, sino que basta con poner un poco y dejar que se sequen al aire… Así, de una pierna de cerdo obtenemos un jamón, o de una de ternera, una pieza de cecina.
A veces los salazones han tenido aplicaciones macabras. En la Inglaterra medieval, la cabeza de los ajusticiados se exponía para que sirviera de ejemplo. La cabeza a secas se la comían los pájaros y en breve quedaba una calavera, que no tenía demasiado efecto disuasorio. Hasta que descubrieron que hirviéndola con agua salada podía mantenerse durante meses a la intemperie como advertencia a los delincuentes. Una técnica de conservación de alimentos aplicada a la justicia, aunque por suerte ya en desuso.
Con el avance de las técnicas de conservación de alimentos, algunas comidas de toda la vida como la carne en salazón han ido desapareciendo, porque los nitritos hacen mejor ese trabajo y la carne queda con mejor sabor y textura. Las mermeladas se basan en el mismo principio que los salazones, solo que aquí la desecación no se obtiene por sal, sino por azúcar, aunque la idea es secuestrar toda el agua e impedir el crecimiento de microorganismos.
Otro uso de las especias que ha dado lugar a platos tradicionales tiene un origen bastante innoble. Hoy tenemos unos cánones de seguridad alimentaria muy estrictos, y ante cualquier señal de mala conservación (aparición de moho, enranciamiento…) tiramos el alimento. Hasta no hace mucho, la mayoría de la gente no se podía permitir el lujo de tirar el alimento, y si se ponía malo había que comérselo sí o sí. Solo hay que ver el inicio de El acorazado Potemkin, donde la revuelta empieza por los gusanos en la carne. Platos como el gulasch, con muchas especias y mucho picante, se hacían para enmascarar el mal sabor de la carne podrida. Por eso, durante mucho tiempo, las especias fueron un mercado estratégico, porque eran la única forma de conservar o de hacer comibles alimentos que no lo eran.
Por lo tanto, los conservantes no son algo nuevo ni una sustancia que ponen los industriales para que comamos química, sino una necesidad que tenemos desde hace milenios y que ha dejado su huella en la gastronomía. Algo similar sucede con los colorantes. Los alimentos, como las personas, entran por la vista. Un alimento basado en frutas con un color vivo tendrá un aspecto más agradable y apetitoso que si tiene un color apagado. Un asado de carne nos parecerá más sabroso si tiene un color marrón con vetas negras que si tiene un color blancuzco, porque en nuestro subconsciente asociamos estos colores con un mejor sabor. De hecho, se han realizado experimentos con carne teñida de color verde y hacérsela comer a alguien con los ojos cerrados. Al ver después lo que se estaba comiendo vomitaba.[2] En nuestro cerebro, el color verde en la carne se asocia con podredumbre, aunque la carne sea de buena calidad; por eso, las gallinas que ponen huevos de color verde están prácticamente extinguidas. Nadie compraría huevos de ese color, a pesar de tener la misma calidad que el resto.
Los colorantes también son tan antiguos como la civilización. La misma palabra química procede de alquimia, que es una adaptación del árabe al-chmer, que a su vez viene del egipcio keme y hacía referencia a la tierra negra de las orillas del Nilo que se utilizaba como colorante.[3] El púrpura que utilizaban los romanos para teñir la ropa de los senadores, y que es el origen histórico del color que utilizan los cardenales de la Iglesia católica, procede de la fermentación del caracol marino Murex brandaris, que también se puede utilizar como alimento (los solemos llamar cañadillas). Obviamente, si un alimento tiene coloración es porque alguna molécula de las que contiene le aporta color; si no, toda la comida sería transparente, de la misma manera que un encurtido o un salazón no son más que conservantes disfrazados de alimentos tradicionales.
También hay formas «naturales» de colorear un alimento: el azafrán, la cúrcuma o el pimentón son especias que se valoran más por su capacidad como colorante que por el sabor que aportan a los alimentos. Añadiendo caléndula al pienso de las gallinas se obtiene la yema de un color naranja vivo, y el color anaranjado de la carne de pollo, que consideramos como más natural, o más de campo, se puede obtener añadiendo al pienso betacarotenos, ya sean naturales (zanahoria), ya sean directamente en pastilla. Ni el color de la cáscara o la yema del huevo, o el color de la carne de pollo tienen influencia en las cualidades nutricionales. Es decir, blancos o amarillos, son igual de buenos.
¿Alguien se imagina comerse una paella blanca? Pues a mí me ha pasado una vez que se me olvidó el azafrán, perdón, la tartrazina (E-104) vendida como colorante alimentario, que el presupuesto en aquella época no llegaba para el azafrán en hebra. No se puede evitar pensar que la paella está mala, aunque con los ojos cerrados su sabor es indistinguible a una en la que hayamos puesto colorantes. Culpa de nuestro cerebro, que utiliza la vista para identificar los alimentos y asocia a ellos determinadas cualidades; por eso, para tranquilizar a nuestro cerebro y aumentar la sensación placentera de la comida, se utilizan los colorantes. Cuando yo era pequeño, por ejemplo, en Valencia la pasta o el arroz blanco eran algo que parecía muy pobre, por lo que era bastante normal que los macarrones sin tomate o el arroz a la cubana se tiñeran con azafrán.
También tenemos colorantes ilustres como el oro (E175) o la plata (E174). Por supuesto, vas a encontrar pocos alimentos en el súper que utilicen estos colorantes, ya que a pesar de que su uso está regulado solo se utilizan como decoración en la comida de alto standing, como era de esperar. El oro es muy inocuo; en cambio, un consumo exageradamente elevado de plata puede hacer que se acumule por debajo de la piel y darte un aspecto de Estela Plateada o de pitufo metálico. A esta enfermedad se la llama argiria, pero contraerla te va a salir muy caro. Otros metales que se utilizan como colorante son los óxidos e hidróxidos de hierro (E172), que además previenen la anemia, y el dióxido de titanio (E171), que es inocuo y sirve para hacer que la leche tenga ese color blanco puro que demanda el consumidor (la leche «natural» suele ser amarillenta).
¿COMIDA CON CONSERVANTES, O COMIDA HECHA A LA MEDIDA DE LOS CONSERVANTES?
Un requisito que le exigimos a un conservante es que moleste lo menos posible, es decir, que aumente la vida útil del alimento pero que no aporte sabor, olor ni cambios en la textura. Queremos conservantes efectivos, pero que sean inocuos para nuestra salud y que además no alteren el alimento. Curiosamente, a lo largo de la historia no hemos sido tan tiquismiquis y muchos alimentos corrientes tienen el aspecto, textura y sabor actual porque en algún momento se utilizaron en ellos conservantes.
Por ejemplo la cerveza. ¿Alguien se imagina que no fuera amarga? Esta bebida se inventó en Mesopotamia y se extendió a diferentes culturas, como Egipto, donde se concibió la primera botella de cerveza (hasta ese momento se bebía directamente de la cuba). En la antigua Europa prerromana también se preparaba algo similar a la cerveza, el hidromiel, llamado así porque al preparado se le añadía miel. Y en Centroeuropa, en el siglo VI, los monjes empezaron a «profesionalizar» la elaboración de la cerveza respondiendo a la máxima «Liquida non fragunt ienum» (el líquido no vulnera el ayuno). Hasta esta época, la cerveza era una bebida de temporada, y con un sabor muy dulzón que hoy en día no reconoceríamos. No obstante, actualmente se empieza a utilizar en su elaboración una hierba, el lúpulo. Esta planta tiene un alto contenido de unas moléculas llamadas terpenos y humulonas, que actúan como conservantes y le otorgan un sabor amargo. Por lo tanto, gracias a un conservante la cerveza es una bebida amarga y no dulce.
El bacalao salado pasó de ser un alimento de pobres y campesinos a un alimento caro a medida que se iban agotando los caladeros. Tradicionalmente, las piezas grandes y de mejor calidad se dedicaban al salazón, mientras que las piezas pequeñas o mal cortadas se vendían frescas. En Francia, la palabra morue séchée designa al bacalao en salazón y cabillaud al bacalao fresco. En 1972, el restaurante de lujo L’Archestrate ofertó en el menú cabillaud rôti como forma de legitimar la versión fresca. El plato, sin embargo, no tuvo ningún éxito, al menos hasta que la dirección del restaurante decidió cambiar el nombre original por el de morue fraiche rôti (bacalao fresco asado), con el que triunfaron. Para el cliente medio, cabillaud y morue hacían referencia a dos pescados diferentes. Nadie pareció percatarse de que eran dos versiones diferentes del mismo pescado. Para hacer el plato atractivo solo hubo que «maquillar» el nombre asociado con la mayor calidad.
Había otra característica interesante en la cerveza, el hecho de que en su proceso de elaboración se calentara y de que contuviese alcohol la convertían en una bebida sanitariamente más segura que el agua de las ciudades. En aquella época se utilizaba el río para beber y también como desagüe. Mientras la población era pequeña, el río diluía la basura, pero a la que bajaba el caudal y la población crecía, una epidemia de cólera o tifus podía diezmar rápidamente a la población. Cuando se popularizó el consumo de la cerveza, y gracias al lúpulo se pudo consumir durante todo el año, la población de las ciudades aumentó, y eso fue un factor decisivo para la transición del románico al gótico. Podemos decir, pues, que las pirámides de Egipto se construyeron gracias a los botellines de cerveza, y las grandes catedrales góticas también. La cerveza es el verdadero pilar de la tierra que no mencionó Ken Follett en su libro.
Otro alimento tradicional que tiene la forma que tiene gracias a los conservantes es el pan. Comer pan no es tanto una necesidad como una consecuencia de la necesidad de almacenar el grano. Guardar la semilla tal cual sale de la espiga es poco práctico porque esta puede enmohecerse o germinar antes de tiempo, mientras que si mueles el grano para hacer harina ahorras espacio y es más fácil conservarlo. La harina también tenía otro interés: para convertir el grano en harina necesitas un molino; por lo tanto, controlando el molino controlas el grano que produce cada uno, de la misma forma que ahora Hacienda, controlando el dinero que tienes en el banco, sabe de tus ingresos (excepto si te llamas Bárcenas). Quien tenía el molino tenía el poder y podía recaudar impuestos; por eso, de la necesidad de moler el grano se creó una obligación.
Como ya se ha comentado, hacer pan integral era más barato, puesto que se aprovechaba la cáscara del grano, mientras que si se pelaba este último el pan quedaba blanco, aunque era más caro. Curiosamente, el pan integral es mucho más nutritivo por el aporte de fibra alimentaria, minerales y vitaminas, pero, eso sí, engorda aproximadamente igual que el blanco. La gente quería comer pan blanco porque era de ricos. Los romanos se dieron cuenta de que si hacían el pan con la harina recién molida esta tenía un color amarillento, pero si la dejaban dos o tres meses se blanqueaba por la oxidación. Madurar la harina tres meses a veces supone un problema de conservación, por lo que tradicionalmente se han utilizado todo tipo de aditivos para acelerar este proceso, desde el cloro gaseoso al bromuro de benzoílo pasando por la azocarbonamida. Hoy están prohibidos la mayoría de ellos.
Como vemos, lo de los colorantes no viene de ahora, pero es hoy cuando controlamos que no sean perjudiciales. Otra necesidad hecha virtud fue que la harina se conseguía del molino local y en muchos pueblos solo se horneaba una vez por semana, lo que implicaba que había que buscar alguna forma para que el pan se mantuviera fresco más tiempo. Uno de los primeros aditivos fue la grasa o la manteca. La harina tiene menos de un 1 por ciento de grasa, la adición de un 3-5 por ciento de grasa aumenta el volumen final un 20 por ciento. Este efecto también se consigue añadiendo leche o huevos. La palabra ensaimada viene de saïm, el apelativo balear de manteca de cerdo. Por lo tanto, el origen de la bollería y de la pastelería no era más que la necesidad de mantener el pan en condiciones durante más tiempo.
Otro aditivo panario típico era la cisteína, que añadido a la masa la hace más esponjosa. La cisteína es un aminoácido esencial, es decir, tenemos que ingerirlo por la dieta y su carencia puede causar problemas serios de salud. Sin embargo, en algunos países está prohibido su uso como aditivo y en otros hay que etiquetarlo con su correspondiente número. ¿Por qué una masa a la que se ha añadido cisteína para hacerla esponjosa no se anuncia como pan enriquecido con aminoácidos esenciales? ¿A que suena mejor que pan con aditivos? Pues las dos afirmaciones son correctas. Cosas de la legislación.
Hemos visto los aditivos que puede tener la harina, pero es que la harina en sí misma también puede ser un aditivo, concretamente un espesante. Si calentamos la harina en agua se rompen los enlaces del almidón, permitiendo que el agua se integre en la estructura, en un proceso denominado gelatinización. Esta propiedad es la base de la utilización de la harina como espesante en salsas, guisos y sopas.
¿ENFERMEDADES DEBIDAS A LOS ADITIVOS?
Muchos conservantes y aditivos alimentarios se han utilizado alegremente durante mucho tiempo sin ningún tipo de control y sin que nadie se quejara. En cambio, ahora que los tenemos evaluados, estudiados y catalogados es cuando nos entran las manías. De hecho, es frecuente ver informaciones alarmistas de aditivos que producen no sé cuántas enfermedades, principalmente cáncer. Este miedo tiene una base histórica. En 1958 el congresista por el estado de Nueva York Jim Delaney consiguió que se aprobara una cláusula a la Ley Federal de Alimentos, Medicamentos y Cosméticos de 1958 con el fin de proteger la salud de los riesgos de pesticidas y aditivos alimentarios. Esta ley se basaba en el «riesgo cero», es decir, que ante el menor indicio de que cualquier sustancia que se encontrara en alimentos procesados o maquillajes pudiese provocar algún peligro para la salud, esta se prohibía. El problema es que en aquella época los ensayos para detectar la peligrosidad de una sustancia eran muy burdos, y los análisis tenían una sensibilidad de una parte por mil. Pero la ciencia fue avanzando y los análisis de hoy en día pueden detectar hasta partes por trillón. También se fueron refinando los ensayos para ver si una sustancia era cancerígena, por lo que si antes los análisis eran de blanco o negro, ahora los resultados hablan de tanto por ciento de posibilidades de producir un cáncer en equis años. De repente, sustancias como el zumo de limón eran cancerígenas, en proporciones ridículas, pero obviamente su riesgo no era cero. A medida que la química analítica y la toxicología fueron avanzando, nos dimos cuenta de que el riesgo cero no existe. ¿Tú puedes estar seguro de que no te va a caer un meteorito cuando sales a la calle? No, existe una posibilidad, pero la asumes y vas a comprar la prensa al quiosco sin angustiarte. La cláusula Delaney fue sufriendo modificaciones, hasta que en 1966 fue finalmente revocada.
Actualmente, la regulación de pesticidas y aditivos alimentarios se basa en el principio de «certeza razonable». Sin embargo, quedaron metidos en el subconsciente dos conceptos muy erróneos. Uno: exigir el riesgo cero cuando es imposible. Y dos: que los aditivos producen cáncer. Desde ese punto de vista, exigiendo el riesgo cero tendríamos que prohibir el agua, puesto que ya hemos visto que puede producir la muerte en los casos de potomanía, al margen de las miles de muertes por ahogamiento que se producen cada año. Actualmente, el nivel que se calcula para estipular la «ingesta máxima diaria» se basa en hacer una compilación de todos los datos toxicológicos disponibles en humanos, en animales o en cultivos celulares; a partir de ahí, se hace un compendio del NOAEL (No-Observed-Adverse-Effect-Level; nivel sin efecto adverso observado) y se da un margen de seguridad, que suele ser cien veces menor, y a esto se le llama la ingesta diaria admisible (IDA). Dicho de otra manera, si alguna vez ves en una etiqueta que comiéndote un kilo de carne llegas al nivel máximo diario, realmente tendrías que comerte cien kilos para que experimentalmente alguien hubiera demostrado que puedes sufrir algún efecto. Antes te mueres de un empacho.
Para hacerte una idea, una sustancia se elimina por cancerígena si en un período de setenta años aumenta en un 1 por ciento la probabilidad de sufrir un cáncer. Aunque hay excepciones. El tabaco y el alcohol son cancerígenos reconocidos que estamos consumiendo alegremente. De ahí la paradoja de que la gente se preocupe por los sulfitos del vino y no por el alcohol. Si hoy en día alguien descubriera el café y quisiera obtener su autorización para el consumo, nunca la obtendría y en Europa no beberíamos café. Esta bebida contiene al menos veinte compuestos que individualmente están catalogados como cancerígenos, aunque no hay ningún estudio que relacione un consumo moderado de café con el cáncer. Hay que tener en cuenta la dosis en la que se encuentra, y que es una mezcla compleja que contiene otras moléculas como antioxidantes que pueden neutralizar los efectos perniciosos.
¿CONSERVANTE NATURAL O PÉRFIDO NÚMERO E?
A pesar de que a muchos les produzca aprensión ver un número E en una etiqueta de un alimento y piensen que es señal inequívoca de que es un alimento industrial (como la mayoría, vamos) y artificial, hay que tener en cuenta algo que ya hemos comentado: el número E solo hace referencia a que su uso como aditivo alimentario está regulado por la Unión Europea, no dice que sea natural o artificial; de hecho, muchos números de esa lista son compuestos naturalísimos.
El número E tiene tres dígitos y en general el primero indica la función. A grandes rasgos, E1XX indica que se trata de colorantes, E2XX de conservantes, E3XX de antioxidantes, E4XX de emulgentes, estabilizadores, espesantes y gelificantes (todos ellos destinados a regular la textura del alimento), E9XX de edulcorantes, y otros, como acidulantes, correctores de la acidez, antiaglomerantes, antiespumantes, agentes de carga, soportes y disolventes soportes, sales fundentes, endurecedores, potenciadores del sabor, agentes de tratamiento de la harina, espumantes, agentes de recubrimiento, humectantes, almidones modificados, gases de envasado, gases propulsores, gasificantes y secuestrantes, pueden aparecer en el resto de números (o alguno incluido en las categorías descritas). En todas estas familias encontraremos viejos conocidos, que con un número E parecen más feos. Por ejemplo, el colorante E101 es la riboflavina (vitamina B12), el E160d es el licopeno responsable del color rojo del tomate, el E160a son carotenos, como la vitamina A, y el E163 son antocianinas… Es decir, todos estos colorantes que acabo de mencionar son asimismo vitaminas y antioxidantes, por lo tanto uno puede tenerle manía a los números E, por ser artificiales, y a la vez atiborrarse de inútiles complementos vitamínicos que los lleven todos. Para colorante natural, natural, el que destaca es el E120, el cochinilla o ácido carmínico, también llamado colorante rojo natural número 4, utilizado en pinturas de labios, alimentación, vinos… Se obtiene de un insecto, la cochinilla (Dactylopius coccus), que aporta un color rojo vivo. Por lo tanto, que en la etiqueta aparezca alguno de los colorantes mencionados no quiere decir que no sea natural. Por cierto, el colorante más utilizado es el E150a, el naturalísimo caramelo o azúcar quemado.
A veces la historia de estos números es más divertida. La Stevia rebaudiana es una planta que se ha utilizado tradicionalmente en Sudamérica como edulcorante. La ley europea exige que, para ser autorizado, un alimento que no se consume históricamente en Europa debe cumplir la estricta legislación de nuevos alimentos. Esto ha supuesto problemas para algún que otro gran chef, que ha servido platos que contenían algún alimento no autorizado. Por ejemplo, Carme Ruscalleda tuvo que dejar de servir medusas en su restaurante porque su consumo no está autorizado. La estevia estaba también en este caso, puesto que nunca se ha consumido en Europa, por lo que hasta que no superara la regulación su consumo estaba prohibido. Esto no ha sido impedimento para que determinados grupos promovieran su consumo, aunque fuera ilegal. Entre estos grupos de comedores de estevia destaca la dolça revolució de Josep Pàmies (que no se pierde una). El problema es que además anunciaban una serie de propiedades medicinales que realmente no están demostradas. Es cierto que la estevia es una planta de sabor dulce que puede ser consumida por diabéticos sin alterar los niveles de azúcar en la sangre, pero de ahí a decir que cura la diabetes, como propugnan algunos, hay un trecho, de la misma manera que nadie dice que la sacarina cure la diabetes. No obstante, esto no era problema, y echaban mano de la conspiranoia, diciendo que si la estevia no se autorizaba para el consumo era por culpa de las farmacéuticas y las grandes corporaciones, que no querían que les hundiera el negocio de los medicamentos para la diabetes y de los edulcorantes artificiales con sus plantas mágicas.
El problema de la estevia es que realmente sí que tiene compuestos con actividad farmacológica, específicamente unos llamados estevioles que pueden bajar la tensión arterial, por lo que no se puede consumir alegremente. Finalmente se autorizó el uso del compuesto que le da el sabor dulce a la estevia (el esteviósido), actualmente E960. El epílogo de esta historia es divertidísimo. Se supone que las grandes corporaciones eran las que luchaban contra la estevia, ¿no? Bien, pues una vez autorizado su uso como edulcorante, Coca-Cola ha sacado una versión con estevia (en verde) y una versión de Sprite, también con estevia. Natreen, propiedad de la multinacional alimentaria Sara Lee, también tiene una línea de edulcorantes con estevia. O sea, que toda la lucha que han hecho por la autorización de la estevia ha servido para que las grandes compañías hagan más negocio.
Hay que tener en cuenta que las grandes empresas en general cumplen la legislación, pero, eso sí, la exprimen al máximo, o cuando pueden presionan para cambiarla. Por ejemplo, ¿alguien se acuerda del «sucedáneo de chocolate» que existía hace unos años? La ley marcaba que solo podía llamarse chocolate si se utilizaba cacao en su elaboración. Si se añadían grasas de otro origen (lo cual abarata los costes, pero puede disminuir la calidad) debía etiquetarse como «sucedáneo». No obstante, la presión de los fabricantes hizo que se cambiara la ley y hoy se etiqueta como chocolate tanto el que se hace solo con cacao como el que tiene grasas añadidas. Por eso hay que leer siempre las etiquetas.
A veces esta fobia por los aditivos artificiales y querencia por los naturales puede llevar a engaño. Cuántas golosinas, dulces o helados de fresa has visto etiquetados con «Solo con ingredientes naturales» o «Solo con aromas naturales», y te pueden llevar a pensar que se han utilizado fresas en su elaboración. Gran error. El truco es que te dicen que es natural, pero no que sea de fresa. Solo hay que hacer números. No hay bastantes fresas en el planeta para dar sabor a todos los dulces con sabor a fresa que se venden cada día; es pura aritmética. Lo único que te dice esta etiqueta es que los compuestos que han utilizado se han extraído a partir de productos naturales, pero no que tenga fresas en su composición; es más, se suele utilizar una mezcla de clavo (la especia, no lo de los cuadros en las paredes) y de raíz de lirio. Por cierto, el sabor de las fresas es, como todos los sabores, una combinación compleja de muchísimos compuestos diferentes, pero el mayoritario es el butirato de metilo, que se puede obtener fácilmente en el laboratorio a partir de la reacción entre dos compuestos tan naturales como el ácido butanoico (presente en la mantequilla) y el metanol, también llamado alcohol de madera, ya que antiguamente se obtenía de la destilación o de la pirólisis (descomposición por calor sin oxígeno) de la madera. Pero, claro, eso no es natural. ¿Por qué no utilizar zumo de fresa, que también es rico en butirato de metilo? Porque es muy caro y no hay suficiente producción en todo el mundo para la cantidad de helados y caramelos de fresa que se venden. El sabor a fresa que aporta al producto el butirato de metilo es más intenso y cercano al sabor real de la fresa que muchos aromatizantes «naturales» que no tienen nada que ver con la fresa.
Entre los números E que peor fama tienen se encuentran los más necesarios, principalmente los nitritos (E249-50) y los sulfitos (E221-8). Estos compuestos son conservantes que se utilizan para impedir el crecimiento bacteriano en carnes y embutidos o en líquidos como el vino. El nitrito tiene la ventaja de que, además de impedir el crecimiento de bacterias patógenas, reacciona con la hemoglobina presente en la carne y la mantiene con un color rojo apetecible, no con el color verdoso que presenta la carne a las pocas horas de entrar en contacto con el aire por la oxidación. Cabe señalar que estas moléculas se utilizan desde la antigüedad (o sea, que tradicionales sí que son) y que su popularización y regulación es la que ha salvado millones de vidas, puesto que el botulismo y la brucelosis todavía eran frecuentes en Europa hasta hace unas décadas. Como todos los compuestos, el veneno está en la dosis, y comer sulfito o nitrito a cucharadas es tóxico. Pero es que para que sea efectivo solo hacen falta miligramos de este compuesto, así que para llegar a la dosis peligrosa deberías comerte una tonelada de carne o centenares de litros de vino. Insisto: a mí de los embutidos me preocupa su contenido en grasas saturadas y en colesterol, y del vino el alcohol. Los nitritos y los sulfitos, no. Mejor nitrito y sulfito que intoxicación letal.
Por lo tanto, muchos conservantes y colorantes, con su número E a cuestas, pueden ser la mar de naturales, y si se utilizan es por algo en concreto. La regulación asegura que el margen en el que los ingieres está muy por debajo del nivel de toxicidad, por lo que no te preocupes, salvo que cojas el bote del producto puro y te lo comas a cucharadas.
NI LOS ANTIOXIDANTES SON TAN BUENOS NI LOS CONSERVANTES TAN MALOS
La paradoja más grande de este miedo a los conservantes y colorantes es el papel de los antioxidantes, con una categoría para ellos solos en la lista de números E. Si aparecen en la etiqueta como E no sé cuántos dan yuyu, pero, surrealistamente, todos queremos que nuestra comida tenga antioxidantes y nos atiborramos de ellos pensando que son una especie de fuente de la eterna juventud. Por ejemplo, que en una etiqueta ponga que el producto contiene vitamina C lo convierte en atractivo, pero el E-300 o el ácido ascórbico no suenan tan bien, a pesar de ser lo mismo. Lo más paradójico de la situación es que les damos a los antioxidantes unas propiedades que no siempre son reales. El problema es que desde hace millones de años, concretamente desde que a la evolución le dio por inventar la fotosíntesis, vivimos en una atmósfera rica en oxígeno, que tiene la mala costumbre de ser muy reactivo. Si reacciona con la comida puede alterar sus propiedades, tanto de aspecto como de sabor o nutricionales; por eso utilizamos los antioxidantes: para prevenir esta reacción con oxígeno llamada oxidación.
Dicho esto, en nuestras células también estamos continuamente oxidando moléculas, de forma controlada, para obtener energía. Pero a veces se escapan unas moléculas muy reactivas que son los temidos radicales libres, que dañan todo lo que pillan. Esta oxidación puede producir enfermedades como el cáncer o provocar que las células envejezcan antes, por lo que se pensó que atiborrándonos de antioxidantes en la dieta preveníamos el cáncer y el envejecimiento. Aquí estamos en las mismas que el crecepelo para un calvo. Nadie quiere envejecer ni tener un cáncer, por lo que el mercado de los antioxidantes es muy goloso. El problema es que muchas veces se exagera una muy débil o inexistente evidencia científica a favor de estos compuestos, y en otras ocasiones circulan conceptos equivocados. Hay que insistir que muchas veces la investigación es complicada, y hay que hilar muy fino para distinguir si el efecto beneficioso de un alimento se debe al antioxidante que contiene o a otros muchos.
Por ejemplo, se vio una correlación entre una menor incidencia de cáncer de próstata y un mayor consumo de tomates. Concretamente, la gente que comía más de diez platos a la semana que contenían tomate tenía un 45 por ciento menos de posibilidades de tener cáncer de próstata. Además funcionaba mejor el tomate frito o cocinado que el crudo, ya que, como pasa con la vitamina A, el cocinado y la presencia de aceite facilitan la biodisponibilidad del licopeno, que es soluble en aceites. Pensaron en el licopeno (utilizado por la industria como colorante E160d) porque es la principal molécula que utiliza el tomate para protegerse de la oxidación, pero, claro, no se podían descartar otros compuestos. Se hicieron experimentos con ratas a las que se les inducía cáncer de próstata, y a unas se les alimentó con polvo de tomate y a otras con licopeno… Sin embargo, lo que funcionaba era el polvo de tomate, no el licopeno aislado.[4]
Y esto puede estar pasando con muchos suplementos y con otros alimentos que anuncian alegremente que contienen tal molécula maravillosa, que te vas a los estudios y resulta que no es para tanto. Hay que tener en cuenta que los primeros estudios se hacen siempre in vitro, y luego en cultivos celulares o en animales, y las extrapolaciones no siempre son inmediatas, a pesar de que a veces los fabricantes caigan en la falacia de la generalización inadecuada, puesto que hay que considerar cómo se absorbe el compuesto en el intestino, cómo se transporta a las células y cómo se excreta. Por ejemplo, en algún momento se ha aconsejado tomar cantidades elevadas de vitamina E o vitamina C. Concretamente en 1992, después de un congreso, se firmó la declaración de Saas-Fee, en la que prestigiosos científicos venían a decir que cuanto más de estas vitaminas, mejor. Hoy sabemos que el mayor beneficio habrá sido prevenir la oxidación de las alcantarillas, puesto que la cantidad en exceso se elimina principalmente por la orina.[5]
Tomar más cantidad de un antioxidante no siempre es mejor. Tampoco son un remedio para muchas enfermedades, puesto que en algunos casos la oxidación no es tanto el motivo de la enfermedad como el síntoma. El mismo compuesto puede ser ángel o demonio, depende de la dosis. Tomemos como ejemplo los naturalísimos carotenos. Su déficit está relacionado con enfermedades como la xeroftalmia o ceguera seca, endémica en poblaciones del sudeste asiático donde la dieta se basa en arroz y es pobre en estos compuestos. De hecho, la vitamina A es esencial, por lo tanto su necesidad está fuera de toda duda, pero ¿qué pasa con su exceso? La sabiduría popular afirma que comer muchas zanahorias mejora la visión nocturna. Estamos otra vez con la gasolina del coche. El primer síntoma de la falta de vitamina A es la pérdida de visión nocturna, pero una vez que tenemos el nivel necesario no mejora mucho más.
Esta leyenda urbana tiene un origen histórico. Durante la batalla de Inglaterra, en la segunda guerra mundial, los alemanes se dieron cuenta de que sus bombarderos caían abatidos por los cazas de la RAF a pesar de que los ataques se hacían de noche, con el fin específico de evitar el riesgo. Los espías alemanes descubrieron que el alto mando había dado la orden de alimentar a los aviadores a base de zanahorias para aumentar su visión nocturna y así poder hacer frente a los bombarderos. Bueno, realmente esa información la hizo circular el alto mando británico, de forma interesada, para despistar a los alemanes (que picaron el anzuelo y se lo tragaron con caña y pescador). Lo que no querían los británicos que supieran los alemanes es que habían desarrollado el radar, y ese era el secreto del éxito de la RAF que impedía los bombardeos nocturnos. No obstante, todavía se sigue oyendo que comer muchas zanahorias mejora la visión nocturna. No es cierto; fue un ardid de la inteligencia británica.
A todo esto, cuando se desató el frenesí por los antioxidantes, se hicieron estudios para ver qué pasaba con dosis altas de betacarotenos. En la mayoría de los casos, el efecto era irrelevante, ni bueno ni malo, pero se vio que, en los fumadores, dosis anormalmente altas de betacarotenos podían provocar un aumento de la mortalidad.[6] Por lo tanto, los llamemos malvados E3XX o maravillosos antioxidantes, se aplica la máxima de que, para todo, la cantidad es la que determina que tenga un efecto beneficioso, irrelevante o perjudicial.
También hemos tenido presuntos alimentos milagro que multiplicaron sus ventas debido a que su alto contenido en antioxidantes les daba unas propiedades casi mágicas. De hecho, algunos de estos alimentos han sido como los artistas de la canción del verano, que han arrasado una temporada y luego se han olvidado. ¿Os acordáis del año en que todos íbamos locos por comer bayas de goji? Este es un genial ejemplo de cómo las modas, los conceptos equivocados sobre antioxidantes y, sobre todo, la pseudociencia pueden encumbrar un alimento y luego olvidarlo. Como la mayoría de las modas, la locura por el goji llegó de Estados Unidos, y el promotor fue un tal Earl Mindell, que, para que nos entendamos, es una versión yanqui de Txumari Alfaro, con la misma querencia que nuestro herborista patrio por exhibir un currículum plagado de títulos no reconocidos por ninguna universidad y con mucho éxito mediático. Este personaje escribe un libro cada temporada y aprovecha para vender suplementos de un determinado alimento, nuevo cada año para no aburrir a la clientela. Ha sido adalid del vinagre de manzana o de la soja, antes de que le tocara el turno a las bayas de goji. Adornó su presentación con una historia épica en la que los monjes que oraban en un templo budista donde crecían estas bayas llegaban a los ochenta años con todo el pelo y los dientes, hasta que se dieron cuenta de que era porque las bayas se caían en el agua del pozo. También contó la historia de Li Qing Yuen, que comió bayas de goji todos los días y llegó a la edad de doscientos cincuenta y dos años, casándose catorce veces por el camino. Por supuesto, el tipo dice que las que vende él son mejores que las de la competencia porque ha puesto a punto un sistema de obtención del zumo que preserva todas las propiedades.[7]
La moda cruzó el Atlántico y llegó a España, convenientemente exagerada. Mirando la lista de propiedades cuando empezó a anunciarse parecía más la piedra filosofal que una fruta de bosque. Antienvejecimiento, anticancerígeno, antioxidante y un larguísimo etcétera. Uno llegaba a preguntarse cómo podía haber sobrevivido la civilización occidental sin conocer estas bayas mágicas. Lo más divertido era el cuento chino que utilizaban para adornar la historia. Lo del monasterio budista de Earl Mindell se olvidó. En España, webs como http://www.bayasdelgoji.es/ hablaba de los hunza, un pueblo de extraordinaria longevidad que vive en un valle del Himalaya. Se supone que ahora las bayas del goji ya no crecen en la tapia de un lamasterio, sino en el Himalaya, el Tíbet y Mongolia. Primera objeción: no existen los hunza como tal. El valle del Hunza se encuentra en Pakistán y en él conviven tres etnias distintas, por lo que no existe la etnia «hunza», sino que se puede referir a la etnia shinaki, a la burushaski o a la wakhi. Pero ¿qué tiene de mágico este valle? Pues que se dio a conocer en Occidente por la novela de James Hinton y posterior película de Frank Capra Horizontes perdidos, donde se localizaba allí el mítico valle de Shangri-La. También es raro que las bayas se encuentren en el Tíbet y en Mongolia, sin mencionar a los tres mil kilómetros de estepa china que los separan. Cuesta creer que unas bayas silvestres tengan orígenes tan diferentes… ¿Serán las mismas y con las mismas propiedades? Como mínimo resulta curioso.
Realmente el goji tiene de tibetano lo que yo de mongol. El goji (Lycium barbarum) es primo hermano de las bayas silvestres europeas, y concretamente esta especie surge del Mediterráneo. Por lo tanto, de remedio milenario nada de nada. Como mucho centenario, ya que llegó al Tíbet de la mano de algún misionero o algún comerciante de seda. Bueno, digo el Tíbet porque dicen que ahí es donde se cultiva y que sus propiedades mágicas se deben a que crece a cuatro mil metros sobre el nivel del mar y se recolecta a partir de las matas silvestres. La fisiología vegetal y la botánica más elemental nos dicen que a cuatro mil metros no hay baya que crezca, por muy supergoji que sea. Además, es técnicamente imposible que la producción silvestre sea suficiente para inundar el mercado europeo y americano.
El goji que arrasó el mercado tenía una procedencia mucho más prosaica: se cultiva en China a mucha menor altura y se exporta como cualquier otra fruta. La tontería orientalista venida de Estados Unidos hizo el resto. Por cierto, los importadores ya han recibido algún toque de atención por el escaso control sobre fitosanitarios y contaminantes que hay en China, como denunció la OCU en su momento.[8]
Al final, ¿había algo de cierto en la moda del goji? Las propiedades de las bayas de goji son tan buenas como las de cualquier otra fruta similar, léase arándanos o moras, pero ni mejores ni peores. Lo que consiguió el marketing pseudocientífico es que mucha gente pagara más por algo similar a otros productos más baratos.
En definitiva, los antioxidantes, como todo, son necesarios en su justa medida, pero no hay alimentos mágicos. Con una dieta rica en frutas y verduras tienes todos los que necesitas. Huye de remedios milagro.
Y respecto a los números E, incluyendo los E3XX, que son los antioxidantes, ten en cuenta que para conservar la comida o mejorar sus cualidades es necesario poner aditivos, no de ahora sino de toda la vida; la diferencia es que ahora sabemos lo que ponemos, cuánto ponemos, y que a los niveles a que los utilizamos no son peligrosos. De hecho, el problema sería no disponer de ellos, lo que haría felices a muchos bichos patógenos indeseables.