DIETAS FILOSÓFICAS O RELIGIOSAS
Se pueden seguir una dieta o unas normas alimentarias para estar más delgado, por tener determinadas intolerancias alimentarias o por motivos de salud como sobrellevar una diabetes. Pero no son los únicos motivos. Por ejemplo, hay gente que elige vivir su vida según los preceptos de determinada religión o determinada filosofía. Un aspecto fundamental de la vida de cualquier persona es su alimentación, por lo que si se supone que sigue unas reglas que rigen su vida, es muy frecuente que esas normas afecten también a su modo de alimentarse. A veces estas normas son más o menos lógicas, o más o menos incompatibles con llevar una alimentación equilibrada. Lo que ocurre demasiadas veces es que los partidarios de esas filosofías o religiones tratan de justificar a posteriori la bondad de esa dieta y argumentar que está avalada por motivos de salud o dietéticos, es decir, que tiene base científica. No nos engañemos, cuando alguien sigue una dieta por su filosofía o su religión y trata de justificarlo por otros motivos, se basa siempre en argumentaciones muy sesgadas y partidistas, de la misma forma que un católico siempre argumenta que para no coger el sida es mejor la abstinencia que un preservativo, o un musulmán o un judío insisten en que la carne de cerdo es mala para la salud. Están primando los motivos religiosos sobre los científicos. Esto no quita que estas dietas, como todas, tengan sus aspectos positivos y sus aspectos negativos… ¿Los vemos juntos?
VEGETARIANISMO: EN EL CORAZÓN DE LA LECHUGA
Existen diferentes religiones y filosofías que defienden el vegetarianismo. Tampoco conviene olvidar que históricamente una de las muchas modas surgidas a partir del New Age fue la de hacerse vegetariano. Ese mensaje, que ya practicaban algunas religiones, caló en determinados movimientos políticos, ecologistas o de protección de los animales. Este vegetarianismo ideológico favorece que la información que encuentras sobre él tienda a mezclar conceptos ideológicos con científicos y nutricionales. No hay ninguna objeción científica a un vegetarianismo ovolácteo, pero tenemos que hilar más fino cuando se trata de algunos grupos más radicales, como los veganos estrictos (nada de origen animal), los crudívoros (ni animal, ni cocinado: todo crudo) o las diferentes religiones que propugnan una dieta vegetariana más o menos estricta. Entre estas religiones encontraríamos el jainismo, el hinduismo, diferentes corrientes del budismo e incluso algunas iglesias cristianas.
Entre las corrientes filosóficas estaría la de aquellos que son vegetarianos por respeto y defensa de los animales. Piensan que si comen vegetales no matan animales. ¿Están en lo cierto? Nosotros, como animales, tenemos el problema de ser heterótrofos, es decir, que a diferencia de las plantas solo podemos alimentarnos de algo que antes ha estado vivo (o que continúa estándolo, como las bacterias de las frutas o el pulpo en un restaurante coreano). Así que, a diferencia de una planta, nosotros no podemos alimentarnos de aire y de tierra. Nos tienen que dar el carbono, nitrógeno y azufre que necesitamos ya incorporado a la materia orgánica. No comer carne por no matar animales es una postura bastante acomodaticia y poco real, más bien autocomplaciente. No es que quiera hacer una defensa de las plantas, de cuya depredación nadie parece apenarse… Pero ¿por qué ningún vegetariano se acuerda de ellas, pobrecitas mías? Hay varios detalles que los vegetarianos que no quieren matar animales no tienen en cuenta. Cultivar un campo significa luchar contra las plagas. Para que una verdura llegue a tu mesa han tenido que utilizar insecticidas y fitosanitarios que matan bichos, por lo tanto por el camino has ido dejando cadáveres animales.
Pero no es el único problema. Un terreno destinado a la agricultura antes ha sido un terreno salvaje, por lo tanto cuando se ha roturado un trozo de bosque para sembrarlo se ha tenido que eliminar buena parte del ecosistema. Eliminar el ecosistema implica quitar espacio para que se desarrolle la vida salvaje. El problema es más evidente en las zonas tropicales, donde el terreno agrícola se gana quemando parcelas de selva y abrasando a todo animal que viva allí; por lo tanto, si te comes una fruta o verdura procedente de alguno de estos países, ya sabes lo que hay detrás.
Además, la cercanía a la jungla supone otro problema añadido: el impacto que la fauna salvaje puede tener sobre los cultivos. Es bastante frecuente que un tigre ataque a un agricultor, o que una manada de elefantes arrase la parcela, lo que implica que los agricultores se defiendan. En los últimos años, la mortalidad de especies protegidas se debe más a la actividad agrícola que a la caza furtiva. Por lo tanto, cada vez que abres la boca, aunque te comas un vegetal, algún animal se ha muerto. Es lo que tiene ser heterótrofo.
Muchos vegetarianos argumentan en cambio que su postura no es tanto por proteger a los animales como por cuidar la salud. En general es cierto que una dieta rica en grasas animales se asocia con enfermedades cardiovasculares. La dieta vegetariana evita el colesterol y las grasas saturadas, de modo que adoptarla disminuye notablemente el riesgo de accidente cardiovascular. El contenido calórico medio también es menor, por lo que una dieta vegetariana ayuda a controlar el sobrepeso y la tensión arterial, aunque no olvidemos que siendo vegetariano también se puede estar gordo si comes mucho, sobre todo alimentos como azúcar, patatas fritas de bolsa o legumbres a cubos.
En general, un vegetariano se suele ahorrar el sermón del médico diciéndole que, o baja el colesterol, o no llega a los cincuenta por un infarto. Pero también hay problemas en la dieta vegetariana. Existen ciertas carencias asociadas al vegetarianismo más estricto, sobre todo entre los poco cuidadosos en su dieta. La más conocida es la carencia de aminoácidos esenciales. Un buen filete tiene una distribución de aminoácidos en la que están representados todos los esenciales; de modo que si en nuestra dieta hay algún cadáver de animal, no hay carencias de aminoácidos esenciales. El problema son las plantas. Las legumbres son deficientes en cisteína y metionina, y los cereales en lisina, por lo que una dieta exclusiva en uno de estos dos alimentos puede acabar en carencias de aminoácidos esenciales que pueden ser fatales. Entre los pocos vegetales que tienen una proporción de aminoácidos óptima se halla la soja, por eso es tan apreciada en piensos y en suplementos nutricionales. El riesgo existe, pero es fácilmente evitable si incluimos cereales y legumbres en el menú, soja o con una dieta ovoláctea.
Algo similar ocurre con la vitamina D, que es muy infrecuente en plantas, pero abundante en la leche y en los huevos. Un vegetariano también puede tener problemas relacionados con los micronutrientes como el hierro o el zinc. Muchas verduras son ricas en estos dos elementos, pero el problema es que muchas veces el hierro queda secuestrado por la fibra o por otros componentes como el fitato, el oxalato o el citrato, por lo que a pesar de que la concentración (cantidad total) es alta, la biodisponibilidad (cantidad que podemos asimilar) es muy baja. Por eso las anemias pueden ser frecuentes entre vegetarianos. Y no acaban aquí los problemas. Estos secuestrantes tienen la mala costumbre de formar piedras en el riñón. En condiciones normales, el riñón va eliminándolas, pero con una dieta vegetariana estricta el riñón puede saturarse y aparecer los temidos cálculos renales.
Una dieta que excluya completamente alimentos de origen animal también puede presentar un déficit en ácidos grasos esenciales, y aquí está la paradoja. Un déficit severo en un tipo de ácido graso (los n-3 poliinsaturados), junto con un déficit en vitamina B12, que también se puede dar en vegetarianos, puede conducir a que las plaquetas no funcionen como deben, lo que llevaría a un riesgo elevado de trombosis y a aumentar el riesgo de accidente cardiovascular. Por lo tanto acabamos de cerrar el bucle. Una dieta rica en carne aumenta el riesgo de infarto, pero también existe un riesgo de infarto asociado a las dietas vegetarianas estrictas si se dan estas dos carencias. Llegado el caso, creo que lo peor no sería el infarto en sí, sino la cara que pondría la gente cuando le contaras que no es por ponerte morado de hamburguesas en el McDonald’s y de cocido con tocino y oreja, sino por comer mucha lechuga. La conclusión sería que se puede llevar una dieta equilibrada siendo vegetariano, pero sigo insistiendo en que es aconsejable incluir leche y huevos, que eliminan la mayoría de problemas relacionados con el vegetarianismo estricto.[1]
Quizás el argumento más favorable a favor del vegetarianismo no sea el beneficio para la salud, o el hecho de no matar animales, sino el beneficio para el medio ambiente. La carne es más cara que las verduras, y esto es así porque las verduras las cultivamos y nos las comemos, con un impacto ambiental por el uso de suelo, fertilizantes, pesticidas y demás limitado. En cambio, los seres vivos somos muy poco eficientes energéticamente y desaprovechamos mucha energía. Si esa cosecha la utilizamos para alimentar animales, perderemos por el camino gran parte de la energía acumulada en las plantas más la necesidad de energía en forma de comida, agua potable y climatización de las granjas. Por lo tanto, sumamos el impacto ambiental o la huella ecológica de criar a los animales al de cultivar las plantas con las que los hemos alimentado. Ello puede llevar a concluir que el impacto ambiental de la producción de carne es mucho mayor que el de la verdura. Sin embargo, es de justicia decir que muchos de los cálculos que hacen los grupos ecologistas o vegetarianos están sesgados porque no tienen en cuenta un factor: a menudo el ganado come forraje o pasto, es decir, comida que no se ha cultivado y que es inaprovechable. Pero, por otro lado, es verdad que gran parte de las emisiones de efecto invernadero, sobre todo las de metano, se deben a la ganadería. Por cierto, la ganadería en pasto o la ecológica tienen unas emisiones de gases de efecto invernadero muy superiores a la convencional en establos.
VEGETARIANISMO RELIGIOSO
Dentro del vegetarianismo hay diferentes clases, más allá de los que esgrimen motivos ambientales, para la salud o por respeto animal. Muchos vegetarianos no tienen problema en consumir productos de origen animal si no se ha matado a los animales en su elaboración. En cambio, los veganos estrictos no comen absolutamente nada de origen animal, ni leche, ni huevos, ni miel. Algunos, como los ligados a organizaciones animalistas radicales, tipo el Animal Liberation Front, frecuentemente acompañan sus reivindicaciones de actos violentos. Otros como PETA (People for Ethical Treatment of Animals) directamente tienen un mal gusto rayano en la crueldad. PETA es conocida más que por el calado de su mensaje por la costumbre de despelotar a chicas jóvenes de muy buen ver en sus reivindicaciones. Al alcalde de Nueva York Rudolph Giuliani le diagnosticaron cáncer de próstata pocos años después de participar en una campaña a favor del consumo de leche. PETA puso paneles en Nueva York con la frase «Got prostate cancer? Drinking milk contributes to prostate cancer». Y haciéndolo se aprovecharon de un drama personal para dar un mensaje sin base científica. El consumo de leche en adultos no se ha relacionado con ningún tipo de cáncer y sí con una menor incidencia de infartos. Por cierto, PETA no está para dar lecciones a nadie, ya que ha sido denunciada porque sus presuntos hogares de acogida de animales, para los que recaudaba generosas contribuciones, han sido reiteradamente denunciados por exterminar a los animales sobrantes.[2] En el veganismo más estricto encontramos el crudivorismo, que no tolera la cocción de alimentos. Esta opción es muy reciente y está muy relacionada con filosofías tipo New Age, pero sin ninguna lógica antropológica, filosófica o científica. Antes de ser Homo sapiens sapiens, nuestros antepasados evolutivos ya cocinaban los alimentos, porque mejora su asimilación. Ninguna religión ni civilización en la historia de la humanidad ha defendido la ingesta de alimentos crudos. No olvidemos que es una opción que puede ocasionar muchos problemas para la salud de no seguirse con un estricto cuidado. Cocinar es la forma más elemental de higiene alimentaria y de conservación de alimentos. Nuestro entorno occidental es seguro, pero cuando vas a países exóticos el primer consejo sanitario es consumir solo alimentos cocinados, nada crudo. Aunque da igual. Siempre pasa que en la excursión al lugar más remoto y pintoresco, hay alguien a quien le apetece una ensalada, un helado artesanal o un zumo de frutas locales. En su pecado llevan su penitencia. Tomar un alimento crudo en un lugar remoto es garantía segura de que el atrevido va a pasarse el resto de las vacaciones a no más de treinta segundos de distancia de un retrete. También tenemos la concepción de que cocinar los alimentos hace que se pierdan nutrientes, lo cual es cierto a veces. Por ejemplo, el pimiento es de las hortalizas que más vitamina C acumula. De hecho, el químico Szent-Györgyi aisló esta vitamina a partir de zumo de pimiento, pero, a no ser que te los comas crudos, al cocinarlo se pierde.
El que acabamos de mencionar sería el único argumento a favor del crudivorismo, aunque hay miles en contra, muchos desde el mismo punto de vista de la nutrición. Los tomates son ricos en vitamina A, una vitamina liposoluble (no se disuelve en agua, pero sí en aceite). Si te comes el tomate en ensalada asimilas poco de esa vitamina A debido a que la fibra dificulta la absorción; en cambio, si fríes el tomate el aceite disuelve las moléculas lipofílicas. ¿Te has fijado en que el aceite coge el colorcillo del tomate? Por lo tanto, el aceitillo será rico en vitamina A, que además disuelta en aceite se asimila de maravilla. Las proteínas y los hidratos de carbono cocinados también facilitan su asimilación.
Incluso hay algún caso más extremo. Los antiguos mayas ya hervían el maíz con sosa. Este proceso (llamado nixtamalización) cambia la textura de la harina de maíz y posibilita la elaboración de diferentes especialidades vigentes en la comida mexicana actual como las tortillas de maíz. Pero además este proceso se carga el ácido fítico y aumenta la biodisponibilidad de minerales y de niacina (o vitamina B3). Cuando el maíz llegó a Europa se extendió su uso como sustituto del trigo para hacer harina, pero no la cultura asociada ni el tratamiento con sosa. En muchas zonas húmedas o de montaña de Europa, el maíz se adaptó muy bien al cultivo, por lo que acabó siendo la base de la alimentación en sustitución del trigo y otros cereales; pero al no hacer el tratamiento que hacían los antiguos mayas la dieta pasó a ser deficitaria en vitamina B3. Un déficit en esta vitamina produce una enfermedad conocida como «pelagra», que se caracteriza por que la piel expuesta al sol se vuelve rojiza y escamosa, junto con otros síntomas como cansancio, pérdida de peso y diarrea que a la larga puede ser fatal. Por lo tanto, cocinar verduras no tiene por qué ser malo, y mojar pan en el aceite de freír tomate, tampoco.
Existe un crudivorismo aún más radical, asociado a algunas ramas del budismo, que es el frutarianismo. Solo permite alimentarse de partes de la planta que se puedan recoger sin dañarla (fruta o semillas). Huelga decir que es el que más problemas de salud puede presentar por lo limitado de la dieta. Como es obvio, seguir cualquier religión consiste en asumir de forma acrítica una serie de dogmas y normas de comportamiento convertidos en preceptos. Las dificultades aparecen cuando, milenios después de haberse establecido esa religión, se siguen llevando a la práctica algunas de esas obligaciones, que vistas desde un punto de vista contemporáneo pueden resultar bastante pintorescas.
Y por último tenemos un vegetarianismo más exótico, el vegetarianismo Su, practicado por algunos grupos budistas e hindúes, que además de excluir cualquier alimento de origen animal excluye vegetales del género allium (cebollas, ajo, puerros…). Hay otras ramas del hinduismo y también en la religión Sij que sí permiten el consumo de carne, siempre que no sea de vaca. Pero puestos a ver preceptos alimentarios peculiares, el más curioso es el rastafarianismo, que, según aparece en El Libro Blanco de la Nutrición en España, tiene prohibido consumir alimentos de origen animal (excepto la leche), alimentos enlatados y procesados, la sal (esto es algo absurdo porque el cloruro de sodio se encuentra en casi todos los alimentos), el café y el alcohol. Lo más gracioso es que los alimentos permitidos tienen que ser ecológicos. Ser un rastafari practicante debe de salir carísimo.[3]
El día que yo monte una religión va a ser obligatorio comer paella los domingos, cordero asado los sábados y fabada el viernes. El resto de días será libre. Seguro que no me faltarán feligreses, aunque los dietistas se quejarían, y con razón.
DIETAS MONOTEÍSTAS
Las tres principales religiones monoteístas a nivel mundial (cristianismo, islamismo y judaísmo) tampoco se libran de normas alimentarias, con las paradojas que comporta tratar de seguir en el siglo XXI prescripciones y usos de hace varios milenios. Se ha tratado de justificar la prohibición de los musulmanes y los judíos de comer carne de cerdo por motivos sanitarios. Algunos autores como Marvin Harris argumentan que quizá no fuera tanto un motivo sanitario como económico, puesto que el cerdo es un animal que requiere agua en su crianza y que no puede alimentarse de pasto o de forraje como los rumiantes, sino que requiere alimentos que también pueden servir para las personas. En un entorno desértico como el que fue la cuna de las tres religiones monoteístas, criar cerdos sería muy caro, por lo que la prohibición sería una forma de proscribir algo que consumiría muchos recursos y beneficiaría a unos pocos. Marvin Harris también argumenta que la sacralización de las vacas en la India se debe a que se obtiene mayor rendimiento de ella como animal de trabajo que como alimento.[4] En principio, las restricciones entre judíos y musulmanes son muy similares. Los cristianos tienen más barra libre.
La justificación de por qué los cristianos son los únicos monoteístas que consumen cerdo se basa en una frase de Jesús en el Evangelio, concretamente en Mateo 15,11: «No lo que entra en la boca contamina al hombre; mas lo que sale de la boca, esto contamina al hombre». Jesús y los primeros apóstoles y discípulos eran judíos, por lo tanto lo más probable es que cumplieran los preceptos de la Torá y no comieran cerdo. Sin embargo, la mayor parte de la doctrina católica es herencia de san Pablo, que fue el que entre otras cosas defendió la evangelización de los gentiles, es decir, que el cristianismo no era una doctrina solo para judíos. Esto era muy conveniente desde el punto de vista del marketing y la internacionalización: que las normas se apartaran de las judías para abrir nuevos mercados. El libro de los Hechos de los Apóstoles solucionó este problema. En el capítulo 10, versículos 10 al 16, se lee una aparición que tuvo san Pedro:
«Y tuvo gran hambre, y quiso comer; pero mientras le preparaban algo le sobrevino un éxtasis; y vio el cielo abierto, y que descendía algo semejante a un gran lienzo, que atado de las cuatro puntas era bajado a la tierra; en el cual había de todos los cuadrúpedos terrestres y reptiles y aves del cielo. Y le vino una voz: “Levántate, Pedro, mata y come”. Entonces Pedro dijo: “Señor, no; porque ninguna cosa común o inmunda he comido jamás”. Volvió la voz a él la segunda vez: “Lo que Dios limpió, no lo llames tú común”. Esto se hizo tres veces; y aquel lienzo volvió a ser recogido en el cielo».[5]
A pesar de esta aparente libertad alimentaria, en la historia del cristianismo ha habido diferentes corrientes que han propugnado normas alimentarias; por ejemplo, las órdenes de los cartujos, los cistercienses y los carmelitas siguen reglas vegetarianas, lo mismo que algunas ramas protestantes como los adventistas del séptimo día y la iglesia cristiana bíblica, o los anarquistas cristianos como León Tolstói.
Por lo tanto, dentro del cristianismo, salvo los ayunos y abstinencias de la Cuaresma y de algunas órdenes, no hay demasiadas restricciones dietéticas. Sin embargo, seguir los preceptos del judaísmo es más complicado. Las normas alimentarias del judaísmo, en las que se basan las islámicas, están definidas en el capítulo 11 del Levítico. Un judío practicante solo puede comer alimentos cashrut (o, pronunciado en yidis, kosher). De una forma muy parecida a como pasa con la alimentación ecológica, un rabino tiene que certificar que cumple las normas y ponerle el sello que lo ratifica. Igualmente, un imán debe certificar la comida apta para el mundo islámico y darle el sello halal. Dicho sea de paso, por estas certificaciones se cobra: es una de las principales fuentes de ingresos de estas iglesias.
¿En qué consisten estas reglas? La norma general es que se permiten todos los animales terrestres que tengan pezuñas hendidas y rumien, los acuáticos que tengan aletas y escamas, y también se permiten algunos insectos voladores como el saltamontes. La sangre está estrictamente prohibida, por lo que el animal debe ser sacrificado por un rabino, y ser desangrado. Tampoco se permite la grasa que rodea los órganos vitales. Pero todavía se puede liar más. Lo que no es cashrut contamina, por lo tanto ningún alimento puro puede elaborarse con utensilios que hayan sido utilizados con alimentos impuros. Si alguna vez vais a un restaurante con un judío practicante, lo más posible es que pida pescado en papillote o a la sal, debido a que en su elaboración va envuelto y no entra en contacto con la cazuela. Así puede cumplir con el precepto, aunque esté rodeado de gentiles. Los judíos pueden beber alcohol, pero el vino, para ser considerado cashrut, debe ser elaborado solo por judíos y no puede ser prensado por pies. Los musulmanes pueden beber alcohol, lo que no pueden es emborracharse, aunque hay que tener en cuenta que el Islam es una religión muy atomizada. Diferentes escuelas dan origen a diferentes interpretaciones del Corán, y las normas pueden cambiar.
Adaptar reglas de hace milenios al día de hoy siempre ocasiona problemas. Por ejemplo, los católicos tienen un problema no alimentario. La lengua oficial de la Iglesia católica sigue siendo el latín eclesiástico, pero es una lengua muerta y obviamente no tiene la evolución que tiene cualquier lengua viva. Muchos textos eclesiásticos relativos a la doctrina hacen referencia a costumbres del siglo XXI, pero ¿cómo se llaman una televisión o un ordenador en latín? No hay una palabra para ello, porque en la Roma imperial no existían. El Vaticano publica el Lexico latinitatis recentis, elaborado por una comisión que se encarga de otorgar nombres en latín a todo lo que va apareciendo en nuestra sociedad y que la antigua Roma desconocía. De esta forma, el nailon en latín se llama materia plastica nailonensis; el minigolf: pilamalleus minutus, y un ovni: res incognita volans. Bueno, pues este tipo de problemas tienen los judíos con la comida. Si en Israel vas a un McDonald’s, las hamburguesas no tienen queso, salvo que lo pidas explícitamente… Y, eso sí, te mirarán con cara de pecador. Esto se debe a que en tres apartados de la Biblia se menciona que «un cabrito no debe ser cocido en la leche de su madre» (Éxodo 23,19; Éxodo 34,26; Deuteronomio 14,21), lo que se interpreta como que está prohibido mezclar lácteos con carne. Yo entendería que no se puede hervir carne de cabra con la leche que has ordeñado de su madre, pero yo no me dedico a interpretar la Torá.
Los milenios pasan y la normativa cashrut ha tenido que ir decidiendo sobre todo aquello que no viene contemplado en el Levítico, de forma análoga a lo que hace el Vaticano con el latín. El primer problema, por ejemplo, vino con los alimentos procedentes de América, de los que el Levítico no decía nada (parece que Dios fue poco previsor en sus instrucciones con respecto a ello). Por ejemplo: ¿el pavo es puro o impuro? El tema de las aves se cita de pasada en el Levítico. Solo menciona las aves carroñeras y las rapaces como impuras, sin explicitar nada del resto. Por lo tanto, técnicamente el pavo no está prohibido, aunque sea por omisión. De hecho, la mayoría de los certificadores lo dan por bueno, aunque los más estrictos no lo comen. El problema gordo vino cuando se descubrieron los hongos y las bacterias. ¿Qué pasaba con la fauna microbiológica? ¿Es cashrut? Por regla general, todo aquello que es microscópico se considera que no altera la certificación cashrut, es decir, no se considera puro, pero tampoco estropea la pureza. Es como si no existiera. O sea, que ser microbiólogo y judío practicante viene a ser como una fractura del orden lógico del universo, puesto que está investigando algo que su religión considera que no existe. La norma desde luego es muy acomodaticia. Todo lo que comemos está poblado de bacterias u hongos y, por tanto, considerar que los microbios no son cashrut implicaría que no existiría la comida cashrut, y por tanto no sería posible seguir la norma (ni existiría el negocio de la certificación, que todo hay que mirarlo).
Pero ¿todo lo microscópico no existe? ¿Qué pasa con los gusanos, que están explícitamente prohibidos? Las larvas de muchos gusanos son microscópicas, incluso muchos en su fase adulta. En la fruta, esto no es un problema, puesto que la mayoría de parásitos están en la superficie y se pueden lavar, es decir, si ves el gusano en la manzana no es cashrut, si no lo ves te la puedes comer. Se ve que no han oído aquello de que solo hay una cosa peor que encontrarse un gusano en una manzana: encontrarse medio. Seguimos forzando la ley, pero vamos a complicarlo un poco más. El pescado tiene muchos parásitos, están en el interior y algunos llegan a ser visibles, ¿cashrut o no cashrut? Esto generó un debate encendido entre diferentes escuelas rabínicas, que no se ponían de acuerdo. Al final, el criterio elegido fue: si el pez ingiere la larva del parásito y esta se desarrolla dentro de su músculo, se supone que ya no es un organismo independiente sino que forma parte del pez, y por tanto es cashrut. Si el parásito se desarrolla en el exterior del pez o en el tracto gastrointestinal, no forma parte de él y por lo tanto es impuro e invalida la certificación cashrut. Aquí tenemos un claro ejemplo de cómo una certificación religiosa no garantiza nada en términos de salud o de seguridad alimentaria. Parásitos patógenos como el anisakis, que causan miles de intoxicaciones cada año, se considerarían cashrut. Curiosamente, ahora en Estados Unidos se ha puesto de moda consumir comida cashrut entre los no judíos por asumir que es mejor para la salud. Otro error: si quieres contribuir económicamente al judaísmo, perfecto, pero su forma de alimentarse no supone ninguna diferencia de calidad o de seguridad frente a la comida no cashrut.
Por cierto, para saber si un pescado tiene parásitos cashrut o no cashrut se utilizan técnicas de biología molecular como el proceso de PCR (reacción en cadena de la polimerasa). ¿No es paradójico? Lo más moderno para vivir de acuerdo con lo más antiguo.
A veces las alertas sanitarias también sirven para imponer normas alimentarias de carácter religioso. Cuando hubo la última crisis por peste porcina, solo un país decidió sacrificar a toda su cabaña de cerdos por un supuesto principio de precaución: Egipto. Un país musulmán; ¿casualidad? Es lo que tienen las religiones: no hacen normas basadas en hechos objetivos, sino que hacen las normas y luego tratan de que los hechos objetivos se adapten a ellas. Me parece muy bien que alguien siga una religión, pero que no intente hacer creer a nadie que además sus preceptos se justifican con una base científica o son mejores para la salud. No es cierto; son solo las ideas de alguien que murió hace milenios y que quizá tuvieran sentido en su momento, pero no ahora.