CAPÍTULO 6

QUE YO SIGA UNA DIETA SÍ QUE ES UN MILAGRO

Una de las mayores paradojas de la sociedad actual es que vivimos en un mundo en el que mil millones de personas pasan hambre y otros mil millones tienen sobrepeso. Conviene dejar algo claro de entrada: estamos ganando la guerra contra el hambre. Ahora mismo, gracias a los avances en la agricultura, al uso de fertilizantes y al diseño de nuevas variedades, está comiendo más gente que en cualquier momento anterior de la historia. El problema es que el alimento que todavía falta en algunas regiones del mundo sobra en otras, por eso no conviene bajar la guardia. La guerra todavía no está ganada.

En el mundo occidental, enfermedades como la diabetes, los accidentes cardiovasculares o algunos tipos de cáncer están relacionados con la obesidad y el sobrepeso. Esto provoca que perder peso, junto con aprender inglés y dejar de fumar, sea el principal objetivo de muchísima gente. La ley del mercado marca que lo que para unos es una necesidad para otros es una oportunidad de negocio. Lo malo es que cuando hay tanta demanda, no siempre el que vende es el más capacitado, el más acertado o el más honrado. En las librerías, en internet o en los programas de televisión proliferan supuestas dietas milagro que te prometen perder mucho peso en poco tiempo y sin esfuerzo. Primer fallo: perder peso de forma rápida es un peligro. Otra cosa que hay que tener en cuenta es que cualquier dieta para perder peso debe asegurarte que recibes todos los nutrientes que necesitas, si no las consecuencias pueden ser fatales. En 2005 irrumpió en la prensa el caso de Terry Schiavo; se planteaba el debate ético entre su marido y sus padres por desconectarla o no de la máquina que la mantenía con vida (vegetativa) desde hacía quince años. Lo que poca gente recuerda es que llegó a ese estado debido a una falta de potasio (o hipokalemia) provocada por una aberrante dieta que seguía, motivada por su bulimia. Haber comido plátanos le hubiera evitado el fatal desenlace. No es un caso aislado, cientos de personas mueren cada año por trastornos alimentarios como la anorexia o la bulimia, derivados de una enfermiza obsesión por perder peso.

En el mundo desarrollado, la obesidad empieza a ser considerada una epidemia. De hecho, muchos países han puesto en marcha proyectos para luchar contra la obesidad, sobre todo la infantil. En España, la Agencia Española de Seguridad Alimentaria (AESAN), con la financiación del Ministerio de Sanidad y Consumo, puso en marcha en el año 2005 la estrategia NAOS (Nutrición, Actividad física y prevención de la Obesidad) para luchar contra la obesidad infantil. Dentro de esa estrategia se encuadraba el código de corregulación de la publicidad de alimentos y bebidas dirigida a menores, prevención de la obesidad y salud (PAOS), encaminado a evitar la preocupante obesidad infantil en España.

Sin ir a casos tan graves, una dieta desequilibrada puede tener nefastas consecuencias para la salud, entre las que se encuentran la diabetes, problemas cardíacos, ataques de gota o enfermedades renales. Por lo tanto, antes de empezar a seguir una dieta hay que estar muy seguro de que, primero, no vaya a perjudicarte la salud y, segundo, que realmente sirva para perder peso. Quizá yo no sea la persona más adecuada para dar consejos para perder peso. Yo soy de los que todos los años triunfa con la operación biquini. Cuando llega julio puedo ponerme la parte de arriba, que relleno tengo de sobra; vamos, que estoy como para sustituir a Falete en Splash, pero en versión hetero, entre otros motivos porque ahora estoy sentado delante del ordenador escribiendo estas líneas en vez de estar haciendo ejercicio. A mí con las dietas me pasa como con el carnet de conducir, que tengo la teoría clarísima pero la práctica la saqué a la sexta. En este capítulo analizaremos algunas de las dietas o mitos más famosos. Ya de paso, como me ha tocado bucear en toda la literatura científica, he seleccionado algunos consejos contrastados y avalados por estudios que pueden ayudar de verdad a adelgazar.

LA OBESIDAD COMO PRIVILEGIO

La preocupación por perder peso es algo muy reciente y un efecto no deseado del estado del bienestar y de la clase media que surgió de la revolución industrial. Las Venus prehistóricas como la de Willendorf, relacionadas con la fertilidad, eran estatuas de mujeres orondas con exagerados genitales. En muchas épocas el canon de belleza se basaba en la gordura, y en este sentido solo hay que recordar a las Gracias de Rubens. En cambio, ahora queremos estar flacos, cuanto más mejor. Obviamente, la obesidad se correlaciona con problemas de salud y no es deseable, pero no lo hacemos por eso. Una delgadez extrema tampoco es garantía de buena salud, y muchas personas, sobre todo mujeres, mueren cada año por querer estar exageradamente delgadas.

El canon de belleza actual no tolera transitar por el límite superior del peso ideal; hay que estar cerca del umbral inferior y si puede ser por debajo. Nos hemos acostumbrado a que muchas modelos publicitarias tengan tallas aberrantemente delgadas. No obstante, durante gran parte del siglo XX, hasta los años setenta y la llegada de modelos como Twiggy o actrices como Audrey Hepburn o Mia Farrow, el canon de belleza era estar de buen ver. Solo hay que fijarse en Marilyn Monroe, a la que hoy le costaría encontrar ropa en muchas tiendas o enviarían directamente a tallas especiales. En cambio, ahora, cuando un escritor quiere pintar a un joven solitario, atormentado o víctima, o a un adulto malvado, solo tiene que hacerlo gordo… ¿Acaso no recuerdas al Bastian Baltasar Bux de La historia interminable, al Piggy de El Señor de las Moscas o a la pandilla de Cuenta conmigo de Stephen King? Encontramos malos gordos en cualquier cacique ganadero o propietario del saloon de una película de vaqueros.

Los de mi generación recordamos las pantagruélicas comidas en casa de abuelas y tías abuelas solteronas, que siempre estaban preocupadas por lo poco que comías. ¿A qué se debe este cambio? ¿Nos preocupamos por la salud de golpe? ¿Por qué de un día para otro empezamos a odiar estar gordos? Pues esto es un reflejo de cómo ha cambiado la sociedad. No ha pasado solo con el peso; fijémonos en el color de la piel. Durante muchos años, la moda era tener la piel cuanto más blanca mejor; se exageraba todo lo posible, utilizando maquillajes blanqueadores a base de metales pesados que eran tremendamente tóxicos y dañinos para la piel. Como con los michelines, de repente la cosa cambió y ahora todos queremos estar morenos para estar guapos. ¿Por qué?

La moda no es más que el intento de las clases medias y bajas por parecerse a la clase alta. Durante la mayor parte de la historia, los pobres trabajaban en el campo y los ricos, que no tenían que trabajar, se encerraban en palacio para celebrar banquetes y bailes. Estar moreno era señal inequívoca de ser pobre. Por eso la nobleza era la sangre azul, porque su palidez hacía que las venas pareciesen azules. Que la moda cree problemas de salud no es nuevo. Esta heliofobia era responsable de la gran mortalidad que había entre las clases altas por raquitismo, es decir, por falta de vitamina D, que precisa luz solar para formarse a partir del precursor. Pero llegó la revolución industrial y las clases bajas pasaron a estar todo el día encerradas en fábricas sin que les llegara un rayo de sol. En cambio, los ricos, como seguían sin tener que trabajar, podían jugar al golf, al polo o navegar con el yate y de paso broncearse. Y la piel morena se convirtió en un símbolo de estatus social. Por eso la gente pobre quería tomar el sol, para hacerse la ilusión de ser ricos.

Ahora pasa lo mismo con la obesidad. En Occidente, durante la mayor parte de la historia, la gente pobre estaba escuálida por no tener qué comer. Los ricos, en cambio, podían hacer ostentación de riqueza enseñando una oronda tripa, que significaba que podían comprar muchas cosas, entre ellas comida. Con la segunda revolución verde, en los países desarrollados hemos conseguido comida en abundancia y barata. Ahora los pobres pueden comer, pero comida basura llena de grasa. Además tienen trabajos sedentarios que les hacen acumular más barriga todavía. En estos momentos, la mejor forma de que el mundo sepa que tú no perteneces a esa clase baja es estar delgado. Un cuerpo Danone, una tableta de chocolate en el vientre y unos buenos bíceps son el mejor modo de decirles a todos que puedes permitirte evitar la comida basura, apuntarte a un gimnasio y acudir a él. Por lo tanto, realmente no adelgazamos por salud, sino por estética. Ahí radica el peligro. En anteponer estética a salud. Solo se justifica estar delgado y seguir una dieta por motivos de salud. Si te decides a seguir una, que sea porque el sobrepeso te causa problemas o aumenta el riesgo de sufrir alguna enfermedad, y siempre siguiendo criterios nutricionales, no haciendo caso a tonterías de internet o leyendas urbanas.

Si te preocupa la estética querrás adelgazar mucho en primavera para lucir tipito en la playa y confiarás en el que te prometa perder más peso en menos tiempo y, ya puestos, si es sin esfuerzo, mejor. Un calvo quiere tener pelo por estética, por eso toda la vida ha habido alguien dispuesto a vender crecepelo, aunque por el momento no existe ningún producto capaz de hacer resucitar a los folículos pilosos. Siempre han sido un timo, aunque lleven siglos vendiéndose. Por lo tanto, antes de empezar cualquier dieta la clave es saber en qué nos metemos y qué efectos puede tener en nuestra salud. La dieta que más libros vende o que más sale por la tele no tiene por qué ser la mejor.

LA ENZIMA VERGONZOSA

Si ahora hay una dieta o libro de nutrición que está arrasando en las librerías es sin duda La enzima prodigiosa.[1] Ese libro se escribió en 2005, se tradujo en 2008 en México con discreto éxito y triunfa ahora con una traducción que abusa del spanglish.

Gran parte del éxito se debe a la entusiasta defensa que hizo de él en televisión Mercedes Milá, desde el atril de ese programa ejemplar y edificante llamado Gran Hermano. El autor, Hiromi Shinya, es un tipo peculiar, un colonoscopista reconocido que ha diseñado aparatos que le han hecho famoso y que tiene un montón de años de práctica profesional. También se dice que es profesor en la Escuela de Medicina Albert Einstein de Nueva York y vicepresidente de la Asociación de Médicos Japoneses en Estados Unidos aunque cuando la periodista de El Mundo María Valero se documentó para un artículo constató que no ejerce en la mencionada escuela de medicina ni su nombre figura en dicha asociación.[2] Hiromi Shinya afirma haber examinado los estómagos e intestinos de más de trescientas mil personas en sus cuarenta y cinco años de ejercicio profesional en Japón y Estados Unidos. Suponiendo que trabaje trescientos días al año, sale a diecinueve pacientes por día; desde luego, o es muy trabajador, o es muy exagerado. Cuenta en el libro que él cuida la salud de sus pacientes de forma holística (palabra que utilizan con demasiada alegría los pseudomédicos), y que por eso, además de hacerles una colonoscopia, examina sus pechos, cuello de útero y próstata. Una praxis médica realmente particular. No sé qué tendrá que ver ser especialista en digestivo con tocarle las tetas a una paciente. También afirma Shinya que prueba en sí mismo todos los medicamentos que receta a sus pacientes por interés científico, lo cual vulnera todas las reglas médicas.

Pero vayamos al libro: La enzima prodigiosa. El título parece de divulgación bioquímica. Una enzima es una proteína (o un ARN) que puede catalizar (acelerar) una reacción química. Hay enzimas con capacidades sorprendentes, como las que se utilizan en los detergentes para quitar manchas o en la industria cárnica para hacer filetes a partir de retales de carne; pero prodigiosas, en el sentido de milagrosas, que yo sepa no hay ninguna. Todas siguen inexorablemente las leyes de la termodinámica y de conservación de la masa y energía que explicaba en el primer capítulo. No obstante, la información en la solapa del libro ya te dice que siguiendo la dieta que propone el autor no enfermarás ni cogerás cáncer ni diabetes, lo cual es raro, puesto que ya no le veo la relación con la enzima. ¿Cuántos medicamentos son enzimas? Muy pocos.

Uno espera encontrar las anécdotas derivadas de sus muchos años haciendo colonoscopias, pero no. Habla de enzimas, dietas y metabolismo. No me imagino a Linus Pauling o a Watson y Crick escribiendo un libro de colonoscopias. La teoría que sostiene el autor es que, según sus observaciones, todos tenemos una cantidad de enzimas madre que a lo largo de la vida va dando lugar a todas las enzimas que necesita el cuerpo. Hay varios factores que hacen que se agoten las enzimas. Por ejemplo, si bebemos mucho alcohol, el hígado necesitará muchas enzimas que lo descompongan, y desplazará las enzimas desde otras partes del cuerpo al hígado. Una forma de compensarlo, se dice en el libro, es comer alimentos con muchas enzimas. Esto no es posible, no es cierto. Así, sin atenuantes. No tiene nada que ver con la realidad. Las enzimas no son algo abstracto, sino proteínas o ARN codificadas en el genoma de nuestras células. La mayoría de enzimas se sintetizan y funcionan en la misma célula, aunque siempre hay algunas que son excretadas al medio, como las enzimas digestivas. Pero no son nada etéreo; de hecho, la enzimología fue de las primeras áreas que se desarrollaron en la bioquímica y donde hay más trabajo acumulado, tanto que hasta tenemos a todas las enzimas clasificadas y sistematizadas. Es algo tan frecuente que hasta un servidor caracterizó la enzima EC 2.3.1.30 de remolacha, lo que significa que lo puede hacer cualquiera.[3]

También se afirma que a través de la alimentación se adquieren enzimas. Pero, para empezar, las enzimas son una fracción ínfima del peso total de la comida, que se inactiva por calor, oxidación, frío, salinidad…, por lo que solo podemos aspirar a comer enzimas funcionales si ingerimos una fruta en el mismo árbol, lo cual es absurdo. Las enzimas, una vez masticadas y llegadas al estómago, se rompen en cachitos como cualquier otra proteína, y son absorbidas en el intestino como aminoácidos o nucleótidos (las piezas que forman las proteínas o el ARN). Imaginémonos que tú te comes algo y las enzimas siguen funcionando. ¿Si comes levadura te emborrachas? Tiene las enzimas necesarias para convertir el azúcar en alcohol, que tú no tienes. ¿Si comes un filete de vaca luego puedes comer papel o paja? Porque los rumiantes son capaces de descomponer la celulosa, algo que nosotros no podemos hacer… ¿Conocéis a alguien a quien le haya pasado algo parecido? Pues toda la teoría que expone el libro es falsa y queda rebatida por este sencillo razonamiento: las enzimas se degradan al comerse, por tanto es irrelevante que estén más o menos presentes en la dieta.

Aún mejor es buscar cuál ha sido su investigación, en qué revistas la ha publicado o en qué basa sus afirmaciones. El principal argumento que sustenta sus teorías es que él es un prestigioso médico (lo repite constantemente como argumento de autoridad) y que todo se basa en sus observaciones. No hay experimentos, no hay datos, como cabría esperarse de un texto científico, solamente un «esto es así porque te lo digo yo». Esta es la lógica y el rigor en que se mueve el libro. El autor va repitiendo argumentos peregrinos de forma desordenada, inconexa y repetitiva. Uno de ellos afirma que la distribución de los dientes en la mandíbula es una señal de que la dieta ideal se compone de un 85 por ciento de verdura y un 15 por ciento de carne. Por el camino va dando crédito a todas las leyendas urbanas sobre alimentación que hemos sufrido en los últimos años, como los prejuicios a la hora de beber leche, y da pábulo a conceptos como la energía vital, propios de la pseudomedicina. También dice que él come ecológico y sin ningún aditivo químico (no menciona que el E-300 es la vitamina C, que ha defendido antes), que el comportamiento y las emociones pueden cambiar el ADN, dando validez a una teoría científica obsoleta como el lamarckianismo —que afirma erróneamente que los caracteres adquiridos se heredan—, y así un largo etcétera. Para terminar, recomienda algunos tratamientos realmente singulares y sorprendentes, como los «enemas de café» (no, no es un anuncio por palabras en la sección «relax»), que no tienen ninguna utilidad terapéutica demostrada.

El autor exhibe su ignorancia en la química y biología más elementales cuando dice que varios antioxidantes juntos se convierten en un tanino, que el agua con cloro está oxidada y que hay que beber agua pura reductora (pese a que si es pura no es reductora, y viceversa), o que las plantas se nutren de los insectos (no las carnívoras, ¡todas!), por lo que no hay que tratar las plagas. También dice que los huevos y la leche producen alergia, y que por eso hay que comer verduras, olvidando que los frutos secos y la piel del melocotón son potentes alérgenos, que los antiácidos producen esterilidad y un larguísimo etcétera. Y aquí no ha llegado, pero en Estados Unidos además del libro se vendían unos suplementos en plan píldora mágica. Lo dicho. Ciencia, concretamente enzimología, nivel Gran Hermano.

Al final, todo el mensaje del libro es que hay que comer más verduras y menos carne. Algo que no deja de ser un consejo bastante lógico. No hace falta que nos lo diga un colonoscopista japonés que parece haber visto la luz al fondo de un endoscopio.

LA GUERRA DE LAS DIETAS: POCOS CARBOHIDRATOS FRENTE A POCAS CALORÍAS

Siendo un poco conspiranoico, uno puede llegar a pensar que el lanzamiento de La enzima prodigiosa se retrasó tanto porque hasta hace nada la moda en España eran las dietas disociativas, con Atkins a la cabeza. Estas dietas prometen perder peso comiendo buenas dosis de proteínas y/o grasa, y eliminando azúcares (hidratos de carbono). Las dietas también se rigen por modas, y de la misma manera que las hombreras van y vuelven, con las dietas pasa lo mismo. Parece que ahora las dietas disociativas han pasado un poco de moda y es cuando la editorial ha visto la oportunidad para sacar un libro como La enzima prodigiosa, que en el fondo no hace más que recomendar una dieta (o algo así) baja en calorías. ¿Realmente funcionan? ¿Cuáles son los pros y los contras de cada tipo de dieta? ¿Qué dice la ciencia de cada una?

Tradicionalmente, la forma de hacer una dieta es fijarse en el balance energético. Nosotros ingerimos una cantidad de calorías y gastamos otra. Si lo que ingerimos es superior a lo que gastamos va todo al michelín. Solución: ingerir menos y gastar más, y así quemamos el michelín. Consumir menos alimentos o alimentos menos calóricos y hacer más ejercicio debe ser la base de cualquier dieta. Pero no es tan fácil. Decía Gregorio Marañón (citado por José Enrique Campillo en Comer sano para vivir más y mejor) que «no hay parte de la medicina más mudable ni asentada sobre cimientos más movedizos que la dietética; no pasa año en que no cambie algo fundamental». Por eso, en algún momento se han demonizado el pescado azul, el aceite de oliva o los frutos secos, y ahora sabemos que estábamos equivocados. No hay que olvidar que el avance de la ciencia también consiste en admitir los errores.

Hasta hace muy poco, el estudio de la dieta consideraba al individuo como una caja negra. Entraba tanta comida, es decir, una masa y una energía, y salía tanta masa y se consumía tanta energía. No prestábamos atención a lo que pasaba dentro, entre otras cosas porque no lo sabíamos ni teníamos forma de estudiarlo. Con los avances en fisiología animal al principio, y en bioquímica, biología molecular y genética después, hemos visto que todo no es tan fácil. Para empezar, la evolución darwiniana no ha moldeado nuestro metabolismo para vivir al lado de una nevera llena sino para correr por la sabana. Hace unos diez mil años andábamos entre unos veinte a cuarenta kilómetros al día buscando comida. Era frecuente que jornadas de mucho fueran vísperas de poco, por lo que la estrategia era comer todo lo posible cuando hubiera y almacenarlo para los días malos. El ejemplo más dramático es el de los nativos americanos, que en su momento pasaron de la vida nómada al sedentarismo en una reserva india en una sola generación, lo que les supuso numerosos problemas de salud como obesidad, diabetes o problemas renales, además del alcoholismo. Otro de los problemas de no estar diseñado para la vida moderna es que la sensación saciante no está ajustada en muchos individuos. Cuando respiramos, nuestro cuerpo se autorregula en función de la necesidad de oxígeno, por eso jadeamos después de un ejercicio intenso y respiramos suavemente mientras dormimos. ¿Por qué el apetito de muchos de nosotros no lo hace? ¿Por qué hay gente que con medio plato tiene bastante y otros que tienen que comerse tres y aun así tienen hambre?

En 1994 se descubrió una hormona, la leptina, que segregan los adipocitos (las células que almacenan grasa) y que en principio es la responsable de decir que los depósitos ya están llenos y cortar el apetito. Esta hormona vendría a ser la contraria de la ghrelina, que segrega el estómago y estimula el apetito. Pero por lo que sea, el mecanismo falla en mucha gente. Ratones y personas que tienen mutadas las dos copias del gen que codifica la leptina presentan una obesidad severa y un apetito desmedido.

Bueno, ya lo tenemos. Con píldoras de esta hormona, cortamos el apetito y ya tenemos la solución. Pues no, en cuestiones de metabolismo siempre es algo más complicado. No hay un factor, sino muchos que actúan coordinadamente. Si tienes una persona que no produce leptinas por un defecto genético, una inyección de hormona funcionará, pero en otra puede que el problema no sea la síntesis, sino el transporte, la regulación o el receptor, es decir, la proteína que se encarga de recibir la señal de la leptina en la célula de destino. Es un mecanismo complejo con muchos pasos, y un mismo síntoma (el apetito desmedido) puede deberse a diferentes causas y tener diferentes soluciones.

Aquí hay que introducir otro concepto importante, que es el del factor limitante. Cuando tienes un proceso complicado, como es el metabolismo, en el que intervienen muchos elementos, cada uno de los cuales se regula de una manera, el que marca el ritmo global es el que peor funciona. Solo conseguirás una mejora global del sistema si mejoras ese factor limitante. Por ejemplo, tú quieres conseguir que un coche vaya muy rápido. Lo arrancas y no se mueve. Descubres que no tiene gasolina. Le pones gasolina y funciona. Si quieres que vaya muy rápido, ¿le haces el depósito más grande y lo llenas? ¿Cuanta más gasolina tenga más rápido correrá? Obviamente no. Si el depósito está vacío, ese será el factor limitante, pero una vez que tenga el depósito con gasolina el factor limitante será otro. Para que corra más, tendrás que mejorar la potencia del motor o el diseño, pero ponerle más gasolina en el depósito será irrelevante. Otro ejemplo: tienes escorbuto, enfermedad producida por la carencia de vitamina C. ¿Serviría un suplemento de aminoácidos, vitamina D o hierro? Son nutrientes esenciales, pero lo que te falta es vitamina C, por lo tanto ya puedes tener lo que quieras, que si no llega vitamina C a tiempo, te mueres.

Muchas soluciones prometedoras para la obesidad se han dado de bruces con el hecho de que no estaba afectando al factor limitante, entre otras cosas porque si este tiene una base genética puede ser diferente para cada persona. Otro ejemplo: en cualquier tienda de suplementos para deportistas o de dietética encontrarás pastillas de L-carnitina. En las células, la L-carnitina participa en la oxidación de los ácidos grasos para producir energía. La relación parece lógica: más L-carnitina, más degradación de ácidos grasos, más energía, más rendimiento físico y menos michelín. Pero no, error. Si no es el factor limitante puedes poner toda la L-carnitina que quieras, que será como echarle un cubo de agua al mar. La L-carnitina es muy abundante en alimentos tan frecuentes como la carne o la leche. La dieta normal te provee de toda la L-carnitina que quieras, por lo que añadir más en forma de pastillas es innecesario, ya que el paso de la oxidación de los ácidos grasos en el que interviene la L-carnitina no es el limitante. La diferencia entre tomarte la L-carnitina y no tomártela seguirá siendo cero para ti, pero muy rentable para el que te vende unas pastillas que no sirven para nada y que, por cierto, tampoco te harán adelgazar.

Otro factor determinante para la obesidad es una herencia darwiniana, el gen PPAR-gamma. Este gen es el que se encarga de regular el metabolismo del azúcar y la acumulación de ácidos grasos en el tejido adiposo. Es uno de los genes que sigue pensando que vivimos en la sabana y que tenemos que acumular por si mañana no cazamos. De hecho, la gente que tiene mutadas las dos copias de este gen es incapaz de acumular tejido graso. Fallos en este gen también se han relacionado con diferentes tipos de cáncer. Por lo tanto, las dietas bajas en calorías tienen que lidiar con la compleja regulación del apetito y la acumulación de grasas, y otro problema serio: la horrible sensación de hambre que siente mucha gente que las practica y que induce a saltárselas.

Frente a estas dietas hipocalóricas surgieron otras que eliminan del todo los hidratos de carbono. Una alimentación normal es más o menos equilibrada, con tres tipos fundamentales de nutrientes: hidratos de carbono, proteínas y grasas. Los hidratos de carbono son la principal fuente energética, los que utilizamos de primera mano, y si sobran los almacenamos en forma de grasa. Si eliminamos los hidratos de carbono de la alimentación y nos alimentamos de proteína y de grasa, despistamos a nuestro cuerpo, que no encuentra una fuente de energía rápida por una parte y además necesita más energía para procesar el alimento que entra, por lo que tiene que movilizar las reservas. Estas dietas son famosas por las pérdidas muy rápidas de peso al principio, hasta que el cuerpo se adapta a este cambio radical y a la falta de hidratos de carbono. Además producen algunos síntomas. El cambio tan radical obliga a que se active un metabolismo alternativo. La primera consecuencia es eliminar todas las reservas de glucógeno del cuerpo, que viene a ser como el calcetín con billetes que tenía la abuela debajo del colchón de los hidratos de carbono. Estas reservas, en músculo e hígado, duran bastante poco. Así que lo primero que se pierde es masa muscular y también se pierde bastante líquido. Luego empieza la movilización de ácidos grasos.

¿Qué pasa si quitamos todo el azúcar de la dieta? En situaciones excepcionales, para suministrar energía al corazón y al cerebro (los dos principales consumidores, que se alimentan sobre todo de glucosa) se utilizan cuerpos cetónicos, fabricados en el hígado a partir de la grasa. El producto de desecho es la acetona, que se exhala al respirar, provocando un peculiar olor a quitaesmalte en el aliento. Este cambio de metabolismo también puede producir problemas de descalcificación y carga de trabajo a los riñones. Cuando se popularizaron estas dietas, con la de Atkins al frente, los médicos y nutricionistas se echaron las manos a la cabeza. En el fondo lo que estábamos haciendo era simular una diabetes tipo I, es decir, una patología que consiste en que el cuerpo no puede utilizar los hidratos de carbono porque no tiene insulina que ordena a sus células que los tomen. De hecho, la pérdida rápida de peso y el aliento con acetona son síntomas propios de esta enfermedad. Algunas de estas dietas se publicitan diciendo que, siguiéndola, puedes comer toda la carne y grasa que quieras, puesto que solo tienes que eliminar los hidratos de carbono. Esto supone un problema, a pesar de los cambios en el metabolismo: si estás ingiriendo muchísimas calorías, al final acabas engordando. El metabolismo B es menos eficiente que cuando consumes hidratos de carbono, pero al final lo que ingieres también son calorías y, si ingieres muchas, engordas. La cuestión que juega a favor de este tipo de dietas es que las grasas, y sobre todo las proteínas, tienen un efecto saciante mucho mayor que los azúcares. Es decir, te llenas antes y de verdad, a pesar de tener la sensación de comer todo lo que quieres, y el aporte calórico total no es tan alto.

Sin embargo, el efecto saciante de las dietas hiperproteicas, al que se le achaca el éxito de las dietas disociativas, también está bajo sospecha. Los estudios científicos dan resultados dispares y poco claros. Ante esta falta de evidencia sólida, la EFSA dice que no hay ninguna base científica para sostener que una dieta hiperproteica tenga efecto saciante.[4] Conviene tener presente que en estas dietas estás cargándote el equilibrio y simulando una enfermedad. No todo puede ser bueno.

Se alertó de que podía haber diferentes problemas asociados a este tipo de dietas, como aumento de colesterol, pérdida de calcio o incremento de niveles de homocisteína en la sangre, que puede ser tóxica. Preparando este libro he tenido que revisar la literatura científica sobre el tema y es curioso comparar los artículos de hace diez años con los recientes. Hace diez años, la mayoría de los estudios observaban a los pacientes en períodos cortos de tiempo, y eran principalmente negativos frente a este tipo de dietas. En los últimos tiempos han aparecido estudios que evalúan períodos de un año y, sorprendentemente, los resultados no son tan desfavorables a estas dietas, aunque siguen teniendo sus riesgos. Por ejemplo: en un estudio de la revista Archives of Internal Medicine, se presentaban cinco ensayos clínicos en que se había comparado a 447 pacientes obesos, unos con una dieta baja en grasas y otros con una dieta baja en carbohidratos. A los seis meses, los de la dieta baja en carbohidratos habían perdido más peso, pero a los doce meses no había apenas diferencias entre los que habían seguido las diferentes dietas. El nivel de triglicéridos bajó de forma más favorable en los que tenían la dieta baja en carbohidratos, pero el nivel de colesterol malo (el LDL) también estaba peor.[5] En otro estudio, realizado en 2009, el American Journal of Clinical Nutrition llega a las mismas conclusiones. Pérdidas de peso similar en las dos dietas, pero aumento del colesterol en la de bajo aporte de carbohidratos, con una puntualización importante: compara dietas con el mismo número de calorías, por lo que eso de comer todo lo que quieras con las dietas bajas en carbohidratos, nada de nada.[6] Por lo tanto, la principal objeción a estas dietas sería el aumento del LDL y los problemas de descalcificación y renales. Fuera de esto, y con supervisión médica, pueden ser aceptables, pero siempre teniendo en cuenta que, al cambiar drásticamente el metabolismo, una persona que tenga algún tipo de problema puede verse afectada. Otras objeciones que se les podrían hacer a las dietas de reducción de carbohidratos es que al suprimir frutas y verduras pueden producirse déficits de vitaminas, y que las cantidades de proteínas o de grasa recomendadas en muchos casos exceden las cantidades diarias aconsejables.

Y hasta aquí lo que dice la ciencia. En general, optar por una dieta baja en calorías o por otra baja en hidratos de carbono son opciones viables, aunque yo me inclino por la primera, por la radicalidad y efectos secundarios de las dietas bajas en carbohidratos. El problema es que las dietas son un mercado y hay que vender, que esto es la selva. La competencia es feroz. Por eso, la misma idea básica puede estar en diferentes dietas, adornada y maquillada para hacerla más atractiva y para separarse de los competidores. Aquí es cuando entramos en territorio comanche y hay que activar todas las alertas. Por ejemplo, las dietas Atkins, Dukan, y otras menos conocidas en España como la South Beach o la Sugar Busters, pivotan básicamente sobre la misma idea: ¿cómo conseguir que el cliente siga tu método y no el de la competencia? ¿Cómo sacarle el máximo dinero posible? Aquí es donde está el peligro. Cuando no se conforman con venderte el libro y los vídeos, y empiezan a atiborrarte con pastillas, suplementos, programas de ordenador y recetarios, o cuando empiezan a hacer afirmaciones como que con esta dieta te curarás el cáncer o las enfermedades infecciosas.

Una de las últimas dietas bajas en hidratos de carbono es la paleodieta, que se publicita diciendo que el cuerpo humano está todavía adaptado para el Paleolítico. Hombre, está lo del gen PPAR-gamma, pero la comida que hay ahora no tiene nada que ver con la del Paleolítico, cuando la esperanza de vida no llegaba a los treinta años, así que no le veo la ventaja. Otras dietas son estrambóticas, como la dieta nasal, que consiste en restringir las calorías haciendo que te alimentes por una sonda nasogástrica. Esta dieta hace furor en Estados Unidos entre la gente que quiere perder peso en poco tiempo de cara a que le quepa el traje o el vestido en un evento, de ahí que popularmente se le llame la dieta de las bodas.

Otras son ya pseudomedicina pura, como la dieta anticáncer. Una buena alimentación elimina factores de riesgo para desarrollar algunos tipos de cáncer, pero no cura ni evita otros factores como los genéticos o ambientales. A pesar de eso, hay médicos o nutricionistas que envían este mensaje tan confuso y peligroso de que con la alimentación se puede curar el cáncer, algo que no es cierto. Por ejemplo, Odile Fernández, una de las impulsoras de las dietas anticáncer en España, tiene esta frase en su blog: «Cuando la alimentación es mala, la medicina no funciona. Cuando la alimentación es buena, la medicina no es necesaria».[7] No es cierto. A una persona en coma, con alimentación intravenosa, ¿no le va a funcionar ninguna medicina? A una persona con una dieta equilibrada y una alimentación perfecta que coja una infección por una herida, ¿no le van a hacer falta antibióticos? Si se da un golpe, ¿no puede ponerse un antiinflamatorio? Cuando una dieta se publicita argumentando unos efectos para la salud inmediatos, o directamente dice que cura enfermedades como el cáncer o el sida, hay que activar todas las alarmas. Uno de los casos más radicales es el del alemán Andreas Moritz. Este señor se anunciaba como médico, aunque realmente no lo era, algo muy típico, y propugnaba un tratamiento basado en una dieta a base de zumo de manzana y limón, y la aplicación de lavativas que aseguraba que conseguían expulsar las piedras del hígado y la vesícula. Realmente las piedras se formaban en el intestino por la acción de las sales que utilizaba en la lavativa. Moritz se forró vendiendo libros que aseguraban que sus dietas curaban todas las enfermedades y, por supuesto, hacían adelgazar, sin preocuparse de buscar ninguna evidencia científica que apoyara sus afirmaciones. Entre sus libros destaca uno, El cáncer no es una enfermedad, publicado en 2008. Creo que descubrió su equivocación de la forma más cruel posible: Andreas Moritz falleció en octubre de 2012 por una causa que su familia no ha hecho pública, aunque es más que posible que fuera por alguna de las enfermedades que según él no existían o para las que tenía un remedio sencillo. Tenía cincuenta y ocho años. Como suele pasar con este tipo de personajes, sus seguidores han empezado a extender la teoría de que su fallecimiento fue debido a una conspiración de las farmacéuticas por miedo a que sus métodos les quitaran el negocio. Sus libros siguen vendiéndose.

Tampoco existen alimentos quemagrasa. Quizá te haya llegado una cadena de internet de una receta de una sopa que hacen en los hospitales alemanes para los pacientes que tienen que perder peso antes de una operación urgente. Este mito surge del libro de Neal D. Barnard, Foods that cause you to lose weight (Comidas que te hacen perder peso). Según este autor, hay alimentos que consumen más energía en su digestión que la que aportan; por lo tanto, comer estos alimentos te hace perder peso. No hay ninguna evidencia que corrobore esto, partiendo de la base de que no se puede hacer un cálculo exacto de las calorías que consume digerir cada alimento en particular, puesto que en el estómago se digiere todo junto. Todos los alimentos aportan calorías, unos más que otros, pero todos. También si pones la teletienda o la TDT de madrugada te venderán infusiones con propiedades quemagrasa, desde el té chino de un doctor ídem, al café verde; básicamente, todas tienen en común su precio aberrante. Lo único que queman estas infusiones o extractos vegetales son tu cartera.

Otros alimentos que en algún momento han tenido fama de quemagrasas han sido la pimienta, los cítricos, el vinagre, el alga espirulina, la papaya, la piña, el café, la canela, el jengibre, las alcachofas… En los años setenta, entre muchos grupos vegetarianos vinculados al movimiento hippy o New Age se popularizó la dieta del pomelo, a la que le suponían unas propiedades casi mágicas. No es casualidad que este movimiento coincidiera con un importante excedente de pomelos en el mercado americano que algún hábil estratega de marketing supo relacionar con el movimiento de moda para librarse de él y obtener beneficios, de la misma forma que aquí comemos uvas en Nochevieja debido a una vendimia que dejó un importante excedente. Al final todo es dinero. Lo dicho, ningún alimento adelgaza ni quema la grasa. Unos aportan más calorías o más nutrientes, pero magia no hace ninguno.

Tampoco hay dietas que rejuvenezcan. Envejecer es un proceso irreversible; como mucho se puede retardar. Solo hay dos factores que frenan el envejecimiento en los que hay un consenso científico: por una parte, el factor genético (es decir, que tus padres sean longevos) y por otra, comer poco, esto es, no seguir una dieta en concreto sino pasar hambre, pasar mucha hambre, una restricción calórica severa. Aunque quizá ni eso. Los estudios son claros en ratones, en primates los resultados son controvertidos y en humanos los pocos que hay no lo dejan claro.

Y ya si nos vamos a las dietas frikis, o engañabobos totales, tenemos la dieta del grupo sanguíneo, una astracanada inventada por un tal James D’Adamo y convenientemente comercializada por su hijo Peter, que pretende hacer una dieta en función de tu sangre. Así, según tu grupo sanguíneo, eras cazador (O), agricultor (A) o pastor (B). Por cierto, en general no vale que les digas cuál es tu grupo sanguíneo, sino que te tienen que hacer ellos un análisis especial, y casualmente resulta muy caro. El grupo sanguíneo de cada persona hace referencia a unas proteínas que aparecen (grupos A, B, RH+) en la cubierta de los glóbulos rojos o que no aparecen (grupos 0, RH–), pero esto es una característica genética igual que el color de ojos, el color de pelo o tener el segundo dedo del pie más corto o más largo que el primero. No tiene ninguna relación con el metabolismo.

Y entre las dietas más peligrosas que están últimamente de moda tendríamos la dieta alcalina. Esta dieta se basa, aparentemente, en las observaciones del premio Nobel en Fisiología o Medicina del año 1931, Otto Warburg. El metabolismo de las células tumorales es diferente de las normales ya que consumen más glucosa, pero utilizan menos oxígeno, puesto que la degradan por una ruta alternativa anaerobia que produce un aumento de la acidez. A partir de esta base, la aplicación se hace delirante. El primero que propuso la teoría de alcalinizar el cuerpo fue K. Brewer, un físico sin formación médica que en 1984 propuso dar cesio (un análogo del potasio) como forma de alcalinizar las células y matar a las cancerosas; como es normal en estos casos, sin ningún ensayo clínico ni experimento serio que avalara sus espectaculares afirmaciones.

Según los seguidores de la dieta alcalina, hay que evitar los alimentos que acidifican el cuerpo (carne, café, pescado) y comer alimentos alcalinos (frutas y verduras). En principio, la dieta vendría a ser una dieta baja en calorías normal y corriente, pero el problema es la parafernalia. Para empezar, al igual que en La enzima prodigiosa, la base científica es nula, por decirlo de un modo suave. El pH del cuerpo está estrictamente regulado igual que la temperatura, porque si no las enzimas (prodigiosas o no) no funcionarían y te morirías. Cuando comes todo va al estómago, donde el pH es tremendamente ácido y se deshace todo. El pH de nuestro medio interno tiene poco margen. Por debajo de 7,35 tenemos una acidosis, y por encima de 7,45 una alcalosis. Ambos estados son patológicos y pueden ser mortales. Hay pocas formas de cambiar estos parámetros, como no sea empezar a comer bicarbonato a cucharadas, hiperventilar o estar en altura. Por lo tanto, con la dieta, aunque se llame del pH, no vas a cambiarlo. Realmente, lo único que puedes cambiar con esta dieta es el pH de la orina. Es cierto que muchas verduras alcalinizan la orina, y la carne y el pescado la acidifican, pero esto es irrelevante para el pH de tu medio interno y para tu salud. ¿Quién es el gurú de este despropósito? ¿Un médico famoso? ¿Un científico de renombre? Pues el interfecto es Robert O. Young, antiguo misionero mormón, titulado en medicina alternativa, pero no en medicina de verdad, que ha sido acusado de hacerse pasar por médico sin tener la licencia.[8] En principio puede parecer que seguir una dieta baja en calorías, aunque la base científica sea deficiente, no le puede hacer daño a nadie, pero no es el caso. El autor sostiene que siguiendo sus teorías se pueden curar el cáncer y otras enfermedades, y recomienda dejar la quimioterapia. Robert O. Young tiene un lucrativo negocio con su dieta Alkalinecare, puesto que vende sus suplementos a precios de oro.

No es el único. Otro iluminado, el exdoctor italiano Tullio Simoncini, sostenía que el cáncer lo causaba un hongo y que se curaba con bicarbonato, hasta que fue acusado por estafa y por llevar a algún paciente a la tumba.[9] Otro médico, seguidor de la doctrina de Brewer, H. Sartori, también ha pasado alguna temporada en la cárcel y ha llevado a la tumba a varios pacientes por sus inyecciones de cesio y ozono para alcalinizar el cuerpo y supuestamente vencer el cáncer (sin éxito, obviamente).[10]

LAS PASTILLAS SOLO ADELGAZAN TU CARTERA

Como parte del pack completo de muchas dietas, no solo la alcalina, nos venden pastillas o suplementos que son indispensables para que la susodicha dieta cumpla sus objetivos. Esto es la primera señal de que nos están tomando el pelo. Si una dieta es completa y correcta no hace falta ninguna pastilla ni suplemento. A todos nos gustaría encontrar alguna pastilla que nos permitiera comer lo que nos diera la gana y mantenernos esbeltos, delgados y, ya puestos, guapos. Muchas se han vendido con este fin. La mayoría de los suplementos que venden con las dietas son simplemente una excusa para sacarte el dinero y no hacen nada. El peso lo perderás por la dieta y el deporte que hagas, pero si te cobran una pasta por un suplemento no te gustará sentirte timado y pensarás que es gracias a que ese suplemento tan caro cumple su función.

En algún momento se han vendido pastillas que prometían adelgazar, siendo en el mejor de los casos un timo y en el peor un veneno. Una de las pastillas que se vendió con este fin fue el dinitrofenol, o DNP; este compuesto, que es un subproducto de la industria de los explosivos, llamó la atención porque provocaba pérdidas de peso a los trabajadores que estaban en contacto con él. Realmente este compuesto adelgaza, hasta que te conviertes en un cuerpo esbelto, pero cadáver. Lo que hace el DNP es inhibir la función de las mitocondrias, que son la central energética de la célula. El funcionamiento vendría a ser como acelerar el coche en punto muerto: quemas gasolina, pero no te mueves. El organismo ve que no produce energía, consume todo el azúcar y luego se pone a quemar grasa. Problema: necesitamos energía, no solo para movernos, sino para respirar, hacer latir el corazón, etcétera, por lo que pasarse con la dosis es caminar hacia una muerte segura, porque el compuesto te deja sin energía suficiente para las funciones esenciales. En los años treinta se autorizó como píldora adelgazante, y cinco años y numerosas víctimas después se prohibió. Actualmente se utiliza de forma ilegal en los foros de anoréxicos y de culturismo, y siguen registrándose muertes por su uso.

Otro componente típico de las pastillas de adelgazamiento son las anfetaminas, que tienen el efecto secundario de cortar el apetito. Pero son una droga que te altera, te excita y anula la sensación de cansancio, con todo lo que ello conlleva. Recientemente se ha visto que algunos medicamentos para los diabéticos también cortan el apetito; no obstante, son medicamentos, y su uso en pacientes sanos para adelgazar es una barbaridad. De hecho, a Dukan le ha caído una multa por recetar un antidiabético a pacientes no diabéticos.[11]

El mercado de las píldoras mágicas sigue siendo muy jugoso, y si no te hacen adelgazar también te pueden decir que sirven para que tu corazón vaya muy bien. A veces hasta te lo dice alguien muy prestigioso. En 1998 el premio Nobel de Medicina o Fisiología cayó en L. Ignarro, compartido con Ferid Murad y Robert F. Furchgott por sus descubrimientos sobre el óxido nítrico (NO), molécula con importantes propiedades en la fisiología animal y vegetal. Entre otras, es un potente vasodilatador, que explica por qué en caso de angina de pecho una pastilla de nitroglicerina debajo de la lengua es útil, o por qué la Viagra (que en un principio iba a ser un medicamento para los infartos y ha acabado funcionando un poco más abajo) hace lo que hace. Una vez ganado el premio, Ignarro decidió sacarle rendimiento por una vía poco ortodoxa. Al poco tiempo diseñó Niteworks, un suplemento nutricional, y publicó un libro —más cercano a la pseudomedicina que a la divulgación científica— según el cual el NO era la panacea para prevenir y revertir cualquier tipo de enfermedad cardiovascular. La patente del suplemento se la vendió a la multinacional de la herboristería Herbalife, y el mismo Ignarro entró a formar parte de la compañía como presidente del consejo asesor científico. Huelga decir que el prestigio de Ignarro y de su premio Nobel fue convenientemente publicitado por Herbalife para vender todos sus productos, en especial el Niteworks, que se comercializa con su firma en el envase y la foto de la medalla Nobel. El problema es que a pesar de su prestigio no hay ninguna evidencia científica de que el suplemento funcione. De hecho, cuando ya estaba a la venta publicó un artículo que corroboraba las supuestas propiedades,[12] pero, claro, era un artículo suyo de algo que vendía él. Aquí tenemos un claro conflicto de intereses que obligó a la revista a publicar una corrección.[13]

Herbalife ya fue multada en el pasado por hacer afirmaciones engañosas sobre las propiedades de sus productos, por la estructura de venta piramidal, y en España, por contaminación con plomo. Curiosamente, el otro premiado en el Nobel, Ferid Murad, viendo el éxito de Ignarro, trató de seguir sus pasos, y en diciembre de 2004 avaló la salida al mercado del suplemento Cardio Discovery, a imagen y semejanza de Niteworks. Parece que ya se ha bajado del carro y ha decidido retirar su nombre de la publicidad, aunque ahora estas se publicitan como «las antiguas pastillas del doctor Murad». En España no tenemos premios nobeles en ciencia vivos (para nuestra vergüenza), pero tenemos al actor porno Nacho Vidal, que también vende pastillas mágicas para el vigor sexual; eso sí, todo natural. Y para que no falte de nada tuvimos el caso de un catedrático de Bioquímica de la Universidad de La Laguna, Enrique Meléndez-Hevia, que se puso a vender un remedio para diferentes enfermedades, entre ellas la obesidad, a partir de su prestigio académico, aunque no hay ningún estudio que avale que sus píldoras funcionaran de verdad. Lo dicho, con una buena dieta y una alimentación equilibrada sobran las pastillas.

EL AGUA NO ADELGAZA

Muchos de los mitos relacionados con el adelgazamiento tienen que ver con el consumo del agua, en ocasiones convenientemente difundidos por empresas de agua mineral. Font Vella lleva décadas jugando con las palabras ligera, kilos y dietas en su publicidad, sugiriendo de forma más o menos indirecta que su agua ayuda a adelgazar. Recuerdo un anuncio muy gráfico de la marca Bonafont: en un vaso con aceite empezaban a tirar agua de esa marca, hasta que el aceite rebosaba y en el vaso quedaba solo el agua, dando a entender que esta eliminaba la grasa, algo que no es cierto. Una vez, un cocinero hiperfamoso de la tele estaba cocinando una receta de canelones con sesos y foie-gras. A media receta saca la botella de agua mineral, luciendo la marca, se echa un trago a morro y dice que esa agua es buena para el colesterol. Realmente hay unos estudios del grupo de Pilar Vaquero que indican que el consumo de agua mineral alta en sodio puede reducir el colesterol.[14] Pero frente a unos canelones con sesos ya puedes beberte diez garrafas de agua (suponiendo que fuera la del estudio y no otra) para compensar.

El agua solo es buena para la sed. Nada más. Necesitamos estar convenientemente hidratados y tener la cantidad de agua necesaria. En ambientes secos y cálidos, perderemos más agua y habrá que beber más. Pero no adelgaza, ni ayuda a quemar grasas ni nada por el estilo. En su momento se presentaron dietas consistentes en beber mucha agua, o en hacer ayunos para eliminar toxinas. Nuestro cuerpo filtra y elimina todo lo que le molesta principalmente por el riñón y el hígado, en flujo continuo. Ayunar no supone ninguna ventaja en esta eliminación. Al contrario: al tener que movilizar el glucógeno del hígado, lo que hacemos es sobrecargarlo de trabajo. Hacer circular estos mensajes falsos sobre el agua tiene sus riesgos. Beber demasiada agua en poco tiempo puede producir patologías fatales. Las británicas Jacqueline Henson y Dawn Page fallecieron por un edema cerebral producido por beber excesivas cantidades de agua en poco tiempo. De hecho hasta existe una patología, la potomanía, que es propia de gente que consume cantidades exageradas de agua con la intención de adelgazar. Además de los edemas cerebrales, otro problema asociado es que al sobrecargar de trabajo los riñones estos pueden acabar fallando. El actor británico Anthony Andrews estuvo a punto de morir por esta causa y se sospecha que el artista Andy Warhol sufría esta patología.

Otro mito asegura que es mejor pasarse al agua mineral, sobre todo a las bajas en sodio, cuando tienes hipertensión. Una dieta rica en sal hace que suba la tensión arterial. Por lo tanto, si sufrimos de hipertensión, sería el primer factor que reducir. Si el agua mineral tiene menos sal que la del grifo, pasándonos al agua embotellada ayudamos a reducir la hipertensión, ¿no? Pues no, fallan las matemáticas. En España tenemos un problema con la sal, puesto que consumimos una media de diez gramos por día cuando la recomendación es de cinco, pero ¿de dónde procede esa sal? De los alimentos, sobre todo de los procesados, en un 75 por ciento. Concretamente, el 14,2 por ciento del sodio total ingerido proviene del pan, seguido del jamón curado (11,7 por ciento del sodio total) y otros embutidos (5,6 por ciento del sodio total). En la población infantil es muy importante el que procede de las patatas fritas y los aperitivos embolsados.[15] Por lo tanto, la cantidad de sodio que lleve el agua es el chocolate del loro y no depende de la marca de agua mineral. Pásate al pan sin sal y eso que te ahorrarás.

A veces esta necesidad de publicitarse llega a lo ridículo. De acuerdo con que nos bombardeen con imágenes de pureza, de montañas nevadas y de manantiales, pero Bezoya directamente puso la imagen de su marca en manos de un charlatán japonés, Masaru Emoto. Digo lo de charlatán porque este señor dice que hablarle al agua cambia su forma de cristalizar, algo que por supuesto nadie ha contrastado y que a él le sirve para vender libros y remedios mágicos. Y una última barbaridad es decir que el agua de mar se puede beber y cura las enfermedades. Este mito tiene su origen hace más de cien años en las elucubraciones de René Quinton, que aseguraba que fue capaz de cambiar toda la sangre de un perro por agua de mar y que este sobrevivió, algo que nadie vio ni se ha vuelto a repetir. Algunos de sus discípulos, como el colombiano Laureano Domínguez, van más allá y proponen que puede ser una cura para el hambre en el mundo. Según ellos, la percepción que tenemos de que beber agua de mar es malo se debe a los sospechosos habituales, conspiración de las farmacéuticas, envidia…

Importante: el agua de mar no se puede beber, es tóxica. ¿Qué pasa cuando bebemos o nos inyectamos agua de mar? Dentro de nuestras células, la concentración de sales debe estar absolutamente controlada, puesto que, igual que ocurre con el pH, todas las reacciones enzimáticas que tienen lugar necesitan una concentración de sal determinada para llevarse a cabo. No solo eso, algunos procesos vitales como el impulso nervioso se producen por el flujo de iones a través de la membrana de las neuronas. Este medio salino interno se consigue principalmente regulando la concentración de sodio, que es el ion mayoritario, y de potasio. Si bebemos agua salada, esta arrastrará el agua del interior de las células, provocando una deshidratación y una diarrea segura; por tanto, más sed. Si la situación se alarga, se produce un aumento de la concentración salina en el interior de la célula que puede resultar fatal. Por lo tanto, el agua de mar, siempre por fuera. Y para beber, mejor una caña en el chiringuito.

ALGUNOS CONSEJOS

Hasta aquí los mitos relacionados con las dietas. Pero ya que he aprovechado para empollarme todo lo que he podido sobre metabolismo y dietas, puedo compartir algún truco o pauta para ayudarte a perder peso. En general, la información sobre metabolismo y nutrición puede cambiar, pero lo que te comento lo he visto referenciado en más de un sitio y con estudios detrás que lo avalan. Y antes que nada, un consejo: ten en cuenta que no hay ninguna dieta que haga milagros. Solo tu esfuerzo y tus ganas harán que pierdas peso, y todo cuesta. La mejor dieta es la del cucurucho: comer poco y correr mucho. ¿O no era «correr»? Adelgazar no es tanto demonizar un alimento o comer solo de otro, sino una suma de pequeños gestos. Mira a ver si puedes cumplir alguno de los que siguen:

— Sal a correr, a saltar, a hacer lo que quieras, pero muévete y haz deporte. El sedentarismo es una de las principales causas de obesidad, así que deja de leer y muévete un poco.

— Limita las bebidas refrescantes o pásate a las light. No tiene sentido que pidas sacarina para el café si antes te has tomado dos vasos de coca-cola. ¿Has mirado la composición que viene en las latas? Una lata de coca-cola tiene el contenido de seis sobres de azúcar (36 gramos). Por lo tanto, dos coca-colas en una comida equivalen a doce sobres de azúcar. Tómate la coca-cola light y el café con azúcar, y te ahorrarás once sobres de azúcar (66 gramos).

— No caigas en la autocomplacencia. Las causas genéticas en la obesidad son muy raras y seguro que no es tu caso. ¿Te has fijado si cuando comes con gente eres el único que repite? ¿O si eres el que en el menú de la cafetería pide escalope milanesa o albóndigas en salsa en vez de emperador a la plancha? Ese es el motivo por el que engordas, y no por tu metabolismo o tus genes. No eres ningún enfermo, solo tienes que cambiar algunos hábitos.

— En las bebidas light realmente se elimina todo el azúcar (ante la duda consulta la etiqueta), pero para el resto de productos light es suficiente con un 30 por ciento menos de calorías o sal que el convencional para que se considere como tal. Si compras embutido light y comes el doble porque es light, ingieres un 40 por ciento más de calorías y vas a engordar mucho. Una mayonesa light sigue siendo lo que más engorda de la ensalada, aunque en la propaganda salgan dos chicos con un tipazo que no veas. Mejor si en vez de a lo light te pasas a la fruta, a la verdura y a la ensalada sin mayonesa. Aunque las lechugas no sean light engordan menos que el chorizo ídem.

— Limita los snacks y patatas fritas embolsadas. Aproximadamente el 30 por ciento del peso de una patata frita es aceite y grasas. Son de los alimentos que más calorías tienen. Cambia de aperitivo. ¿Por qué no frutos secos? Contienen ácidos grasos esenciales y su consumo se ha demostrado beneficioso para la salud, sobre todo las nueces.

— Huye de los alimentos en cuya composición aparezcan grasas vegetales o aceites vegetales sin definir cuál es el aceite. Suelen llevar aceite de palma o coco, ricos en grasa saturadas y por tanto no recomendables.

— Haz deporte, que ya te lo he dicho antes. Yo no puedo porque estoy escribiendo, pero haz deporte, levántate del sofá y hazlo.

— No bajes la guardia ante los primeros resultados positivos, no pienses que es fácil y vuelvas a las viejas costumbres. Mucha gente que ha recurrido a técnicas radicales para perder peso como la cirugía, después de perderlo lo ha vuelto a ganar. Insisto: no es una batalla de unas semanas o unos pocos meses, sino que hay que seguir unas pautas diarias durante mucho tiempo. Ni siquiera tiene por qué ser un esfuerzo; una vez que te acostumbres ni te darás cuenta.

— Pásate al pan y la harina integrales. Uno de los problemas de nuestra dieta es el exceso de azúcares rápidos (técnicamente, que tienen el índice glucémico muy alto), como el azúcar de mesa o la harina blanca. El problema de estos azúcares es que se asimilan con celeridad y disparan la insulina, se consumen muy rápido y van directos a los michelines. Abusar de este tipo de azúcares es fatal para el páncreas y para la obesidad, sobre todo a medida que te haces mayor. Hay fuentes de hidratos de carbono, como las frutas y las verduras, para las que esta digestión es más lenta, lo cual es mejor para tu metabolismo. Además, uno de los problemas de la dieta es que comemos menos fibra de la que deberíamos. La fibra contribuye a disminuir el apetito, a aumentar la masa fecal y además tiene efecto prebiótico (es bueno para tu flora intestinal). Así que con el pan integral matas dos pájaros de un tiro; aunque ten en cuenta que tiene prácticamente las mismas calorías que el blanco, así que tampoco te atiborres.

— Lee las etiquetas de los alimentos procesados. No me gusta demonizar un alimento por el simple hecho de que esté procesado, pero sí que es cierto que los fabricantes, para hacer más apetecible un alimento, suelen abusar de la sal, el azúcar o las grasas saturadas, productos que debes evitar. Las grasas saturadas te suben el colesterol y engordan. La sal es mala para la hipertensión y en España comemos demasiada, de modo que plantéate rebajarla. El azúcar a veces aparece como tal, o como glucosa, dextrosa, almidón, fécula o como jarabe de maíz. Tiene el índice glucémico muy alto y no conviene abusar por lo que ya he dicho en el punto anterior. Otros alimentos procesados, en cambio, mejoran a los frescos. Por ejemplo, la verdura congelada, como las espinacas, las acelgas o los guisantes, se congela a pie de huerta y si no se rompe la cadena del frío conserva todas sus propiedades; en cambio, la versión fresca va decayendo mientras va del campo al supermercado y del supermercado a tu mesa.

— Aumenta el consumo de fruta, verdura y pescado en la dieta, y baja el de carnes grasas y embutido.

— No hay alimentos mágicos ni alimentos que adelgacen, pero sí que hay alimentos que tienen mejores propiedades que otros. Las moras y frutas del bosque tienen fama de contener muchos antioxidantes con múltiples propiedades beneficiosas, aunque el efecto a veces se exagera. ¿Y qué tal las semillas de lino? Tienen fibra, secuestran el colesterol y son ricas en ácidos grasos esenciales. Diríamos que aúnan varios caracteres positivos en un solo alimento. No estaría mal que te tomaras una cucharadita de vez en cuando, o mejor todos los días. Eso sí, mira a ver si las encuentras en algún supermercado, porque como vayas a una herboristería o tienda de productos ecológicos, la clavada te puede dejar tieso.

— Dicho esto, consumir alimentos con propiedades interesantes no es una carta de invulnerabilidad de un juego de rol que te permite hacer lo que quieras. No vale tomar semillas de lino y luego hincharse a pan con mantequilla. Los alimentos saludables se toman «en vez de», no «además de».

— Huye de las barritas energéticas, las bebidas isotónicas y los alimentos para deportistas. Están pensados para gente que tiene mucho desgaste y sufre pérdidas específicas por practicar deporte de forma regular. Si los consumes sin hacer mucho deporte, no te aportan nada, solo calorías. Tomarse una barrita de esas no te convierte en deportista ni te da el cuerpo de un atleta.

— ¿Pero qué demonios haces que todavía estás leyendo y no estás haciendo deporte? ¿Quieres mover tu hermoso trasero de una vez?