CAPÍTULO 5

ASUSTAR ES FÁCIL

Los números lo dicen alto y claro: nunca hemos tenido una seguridad alimentaria comparable a la que tenemos en la actualidad. Hoy podemos ir a cualquier hipermercado, supermercado, tienda de barrio, mercadillo, restaurante, bar o merendero playero y comer con la seguridad de que es muy poco probable que suframos alguna intoxicación debida a la comida en mal estado. Enfermedades relacionadas con la seguridad alimentaria o la falta de potabilización del agua como el botulismo, el tifus, el cólera, la disentería o la brucelosis prácticamente han desaparecido. No obstante, esto no evita que últimamente haya una creciente ola de quimiofobia naturofílica que pretende hacernos creer que por culpa de la industrialización nos estamos intoxicando todos. El problema es que cuando uno empieza a separar el grano de la paja y trata de comprobar la evidencia o los datos objetivos que apoyan estas afirmaciones es como tratar de coger arena con la mano abierta; se escurre entre los dedos y te quedas con nada.

Para empezar, los datos de esperanza de vida al nacer en España son demoledores. En el año 1900 era de 35,70 años para mujeres y de 33,85 para hombres. En 1998, de 82,16 y 75,25 para mujeres y hombres respectivamente.[1] Por lo tanto: ¿dónde está el problema con la industrialización? Yo diría que al contrario, hemos ganado calidad y esperanza de vida. No olvidemos que en 1900 el 50 por ciento de la gente se dedicaba a la agricultura y vivía en el campo, y no era una vida sana, ni regalada, y al que lo dude le vuelvo a remitir a Los santos inocentes y al inconmensurable Paco Rabal diciendo «Milana bonita, milana bonita». Lo más llamativo es que hoy en día una persona de sesenta años puede aspirar a vivir veinte más, mientras que hace cien años aspiraba a vivir unos pocos años. Para llegar a este estado han confluido muchos factores: sociales, sanitarios y también alimentarios. Las enfermedades pueden ser estacionales, endémicas o epidémicas, pero comer, comemos todos los días. Si no tuviéramos una seguridad y unas garantías higiénicas en la comida estaríamos jugando todos los días a la ruleta rusa y tendríamos bastantes posibilidades de coger alguna enfermedad que pudiera ser mortal. La nevera ha salvado más vidas que la penicilina. De hecho, la primera necesidad para países en vías de desarrollo es la potabilización de aguas y la alimentación segura.

A pesar de esta demoledora verdad estadística, la percepción general es que actualmente, por culpa de la industrialización, la alimentación cada vez es más tóxica y cada vez estamos expuestos a más peligros. No olvidemos que alarmar es periodísticamente muy rentable. Sostiene un viejo dicho que un perro que muerde a una persona no es noticia, pero que una persona que muerde a un perro sí. Decir que la comida es segura no da ningún titular, pero en cambio decir que tal alimento cotidiano es tóxico o que tal producto químico está contaminando la comida o el agua, permite un titular llamativo del tipo: la comida nos envenena. El problema es cuando pedimos información concreta, que nos digan qué es lo malo y qué es lo que nos intoxica. Aquí es cuando empiezan los problemas, sabemos que algo es muy malo pero exactamente no sabemos lo que es o por qué es tan malo. Como los pantalones de campana, las modas van y vienen, y lo que antes era muy malo de repente se olvida, y luego lo recordamos y luego lo volvemos a olvidar. Es curioso hacer un poco de memoria y visualizar todos los miedos alimentarios con perspectiva.

TODA LA COMIDA QUE PODÍA HABERNOS ENVENENADO Y QUE NO LO HIZO

Un sano ejercicio es explorar en las hemerotecas todas las alarmas alimentarias que hemos vivido y en qué han quedado después de unos años. En el año 1999 dejamos de comer pollo porque en Bélgica se detectó que había llegado al mercado carne contaminada con dioxinas, aunque las importaciones de pollo belga en España son bastante escasas. Cuando las vacas locas dejamos todos de consumir ternera…, dos o tres meses, y luego comimos normalmente. La crisis afectó principalmente a Gran Bretaña, puesto que fue un regalo envenenado de la política Thatcher de rebaja de costes. Para empezar, se utilizaron restos de reses muertas para hacer piensos animales, y lo segundo fue bajar la temperatura de procesado, con lo que el agente patógeno seguía intacto y podía seguir transmitiéndose. En España solo hubo cinco casos en el período de 2006 a 2008, mucho tiempo después de que dejáramos de comer ternera en el año 2001.

Para hacernos una idea, en España hay cada año entre mil y cuatro mil fallecidos por la gripe estacional, y no por ello nos encerramos en casa en invierno; es más, parece que la gripe sea una enfermedad inocua (que no lo es), a no ser que venga convenientemente adornada o emplumada. Mi epidemia informativa preferida fue la gripe aviar de 2006. En aquel año te encontrabas titulares de prensa tan llamativos como «Aparece un pato muerto en Turquía», y todos pendientes de los resultados de la autopsia por si había sido la gripe aviar. Al final resultaba que al pato le había dado un infarto, hasta la semana siguiente, en que informaban de que una gallina se había desmayado en una granja. No obstante se creó un plan de emergencia… que por suerte no hizo falta porque la gripe aviar acabó dejando un rastro de víctimas muy inferior a la gripe estacional de todos los años. Lo que no quita que ese plan fuera necesario por si hubiera sido virulenta. Sin embargo, la epidemia informativa no estuvo en ningún caso justificada. Que un anciano o un paciente hospitalizado se muera de gripe no es noticia, porque todos sabemos que son un grupo de riesgo y que todos los inviernos hay una epidemia de gripe. Les falta el glamour de contagiarse por una gallina o un ganso para ser noticia de portada.

Seguimos haciendo memoria. ¿Alguien se acuerda de la guerra del cloro? ¿De las declaraciones de ciudades libres de PVC? Pues fue a nivel europeo, y durante bastante tiempo acaparó los titulares de prensa. En su momento estuvo justificada la reivindicación de muchos grupos ecologistas que exigían el control del uso del cloro y sobre todo de los vertidos. El problema es que una vez logrado el objetivo se quedó clavado en el inconsciente colectivo que el cloro era muy malo. Claro, ¿cómo no aprovechar el tirón comercial y el glamour de la lucha contra el cloro? Por lo tanto, a pesar de que se hubieran conseguido las regulaciones y se hubiese puesto coto a los problemas no era suficiente, había que prohibir el cloro. Organizaciones ecologistas como Greenpeace se pusieron a hacer campañas en contra de la cloración de aguas para potabilizarlas. Lógicamente se alzaron voces, muchas desde el ámbito científico, diciendo que el cloro es indispensable para la potabilización de aguas, voces que fueron ridiculizadas diciendo que estaban a sueldo de la industria. La bola siguió rodando. Dado que lo de prohibir el cloro en la potabilización de aguas era inaplicable, giraron la estrategia contra los procesos industriales que utilizan cloro y los productos derivados. Ya teníamos otro malo de la película, el PVC, un plástico que contiene cloro en su composición.

El cloro es un gas que fue utilizado como arma química en la primera guerra mundial. Disuelto en agua tiene un gran poder desinfectante. Es un elemento clave para la potabilización de aguas, así como para la depuración o mantenimiento, por ejemplo, de una piscina. El cloro tiene el problema de dejar mal sabor en el agua, aunque este se evapora, por lo que el mal sabor es fácilmente evitable dejando la botella destapada. Además tiene numerosas aplicaciones industriales, principalmente como blanqueador para diversas industrias o en la fabricación de plásticos. Un detalle que se olvida es que es un elemento fundamental en la vida y un anión presente en todos los alimentos como la sal de mesa. Tiempo atrás, las leyes ambientales no eran tan estrictas como lo son ahora y muchas industrias, sobre todo textiles, papeleras y de fabricación de plásticos, hacían verdaderas barrabasadas vertiendo residuos ricos en cloro y cargándose ríos.

Greenpeace redactó un modelo de moción para declarar un municipio «libre de PVC», que llegó a ser aprobada por municipios como Carmona, Coca, Cornellà de Llobregat y Montcada i Reixac. El Parlamento balear también aprobó una moción similar. El Parlamento catalán y el Ayuntamiento de Barcelona, a propuesta del grupo político de Iniciativa per Catalunya-Els Verds —a quienes debemos también agradecer la construcción de una comisaría de Mossos d’Esquadra según los principios rectores del feng shui—, aprobaron también la moción de municipio libre de PVC. El problema es que Greenpeace, como suele ser habitual, les dio gato por liebre y no se pararon a leer lo que proponía, puesto que la moción incurría en gran cantidad de falsedades y datos técnicos equivocados. Al final la lucha llegó a un callejón sin salida. Era muy obvio que nunca se iba a conseguir una prohibición total del cloro, puesto que es un elemento fundamental para la vida y para la industria. Incluso pasó factura a organizaciones que habían promocionado la prohibición, como Greenpeace, que tuvo que ver cómo algún dirigente histórico como Patrick Moore dejaba la organización dando un portazo y denunciando la preocupante deriva pseudocientífica de la organización (que por desgracia sigue en la actualidad). Al final, como todas las alarmas, se olvidó y las ciudades libres de PVC ni se acuerdan de lo que un día votaron, y se sigue utilizando normalmente.

La guerra del cloro tiene un divertido epílogo. Ahora, Josep Pàmies y Teresa Forcades, dos defensores de la pseudomedicina y la alimentación ecológica, venden y promocionan un blanqueador industrial a base de dióxido de cloro ¡como medicina alternativa que cura todos los males! [2] La situación es delirante. Los grupos ecologistas estuvieron años luchando contra los peligros (unos reales, otros inventados) del cloro y dos referentes del movimiento ecologista venden una solución de cloro como si fuera el bálsamo de Fierabrás. Parece ser que el cloro es bueno o malo en función de quién te lo venda. Este país está muy falto de memoria histórica.

Incidiendo en el tema de que la memoria es corta y los miedos efímeros, veamos una alarma reciente, de principios de 2013: la de la carne de caballo. Durante dos meses hemos estado leyendo titulares alarmistas que aseguraban que la carne de algunas hamburguesas, lasañas o pizzas no era de ternera, sino de caballo. De esta alarma se pueden sacar interesantes conclusiones. La primera es que tenemos unos mecanismos de seguridad alimentaria muy eficientes. La EFSA cuenta con un sistema de alerta rápida que a la que detecta algún tipo de problema traza toda la historia del alimento contaminado y frena el problema de raíz, como de hecho ha sucedido aquí; en el período de un mes, hemos pasado de detectar el problema a tener a los culpables detenidos.

La segunda es que todo esto ha ocurrido sin que tengamos que lamentar ninguna hospitalización ni víctima, y la tercera es que el hecho de que una alarma alimentaria nos asuste o no, realmente no depende de que pase algo más o menos serio, sino de que llegue a la prensa. Porque ¿qué pasó de verdad con la carne de caballo? Se han dado varias circunstancias. Por una parte, la crisis económica. Mucha gente que en tiempos de bonanza se compró un caballo, cuando han llegado los malos tiempos ha sido el primer gasto que ha eliminado. El destino para la mayoría de esas monturas ha sido el matadero. El segundo factor ha sido un cambio en la legislación vial en Rumanía prohibiendo la circulación por carreteras y autovías de vehículos de tracción animal, por lo que mucha gente que todavía tenía carros de caballos ha tenido que comprarse una furgoneta.

Se puede pensar que la carne de caballo es comestible, pero ojo: es comestible la que se cría con este fin. Para poder comerte un caballo que se ha destinado a monta o a arrastre se tienen que haber respetado los períodos de supresión de los medicamentos para que no queden residuos, y pasar los controles sanitarios que efectúan los veterinarios oficiales en los mataderos. El miedo es que esta carne no hubiera pasado los controles y tuviese restos de la medicación veterinaria, en concreto fenilbutazona, un antiinflamatorio que puede incorporarse a la cadena alimentaria.

Por lo tanto, llega un momento en el que tenemos una fila de caballos sin uso haciendo cola en el matadero y una carne para la que no hay demasiada demanda comercial. Aquí es cuando se juntan dos factores: uno la avaricia, otro la dejadez. La avaricia es la que ha hecho que, en algunos casos, la carne de ternera se adulterara con carne de caballo, pero hay que insistir: los datos indican claramente que esta actitud ha sido minoritaria. La alarma surge durante un análisis en Irlanda y los resultados fueron que de veintiuna hamburguesas diez contenían carne de caballo, pero solo una realmente relinchaba, ya que contenía un porcentaje del 29,1 por ciento, es decir, suponía una parte significativa de su composición. En las otras nueve, la cantidad de carne de caballo detectada fue en una del 0,3 por ciento; en cinco inferior al 0,1 por ciento, y en las tres restantes por debajo del límite de cuantificación del análisis.[3] Traduciendo: en un caso sí que se habían metido tacos de carne de caballo para venderla como carne de ternera, pero en los otros solo eran trazas, restos…

¿De dónde vienen? Normalmente, en un matadero se separan las piezas de calidad: lomo, pechugas, filete, bistec, entrecot, chuleta… Los restos, básicamente los huesos, que todavía tienen carne pegada, pasan por un aparato llamado Baader (en honor a su inventor), que es una especie de ralladora que se encarga de separar esa carne del hueso. La carne picada resultante se comercializa como carne para hamburguesas y rellenos. Insisto en que es carne perfectamente comestible y sanitariamente aceptable; simplemente, al estar muy pegada al hueso no ha podido formar parte de los cortes habituales. Ocurre que la Baader es una máquina muy complicada de limpiar. Si no se hace con eficiencia es bastante frecuente que queden restos de la anterior partida en la siguiente. Y aunque no queden restos visibles, a veces quedan restos de ADN (que es una molécula muy estable).

Actualmente, los métodos de análisis son muy sofisticados, capaces de detectar hasta una parte por millón. Cuando una noticia de estas salta a la prensa, crece el pánico entre los vendedores y distribuidores de carne y todos van como locos a analizar sus productos por si les han vendido caballo por vaca, y solo con que en la partida anterior se hubiera despiezado un caballo para utilizarlo de comida o de pienso para animales puede dar positivo en este análisis, aunque la cantidad sea irrisoria. Realmente en esta crisis se encontraron dos mayoristas con partidas que contenían un 80 por ciento de carne de caballo, que fueron distribuidos por determinadas marcas en forma de salsa boloñesa o lasaña congelada. Poco más. Nada grave, pero nos asustamos. Según los datos de una empresa encargada de hacer análisis de ADN, hasta el año 2013 ningún cliente les había solicitado analizar la presencia de carne de caballo; luego se desató la locura. Si analizamos el número de análisis que les solicitaron, la distribución es lo que los matemáticos llaman una campana de Gauss: en enero, diecisiete; en febrero, ochenta y tres; en marzo, cuatrocientas cincuenta y seis; en abril, doscientas treinta y nueve; en mayo, veintidós, y en junio, ninguna, es decir, que para el verano ya no nos preocupaba la carne de caballo. El número total de positivos fue de veinticuatro en algo más de ochocientos análisis. La posibilidad de haber comido carne de caballo ha sido más bien escasa. En general, esta crisis nos ha mostrado cómo se deben hacer las cosas, a diferencia de la ya mencionada crisis del pepino, que fue una chapuza completa de las autoridades alemanas. Por cierto, en las muestras antiguas congeladas que se utilizaron como control apareció carne de caballo. La prohibición de los caballos en Rumanía data de 2008, por lo que es más que probable que durante este tiempo hayamos comido carne de caballo sin que nos haya importado demasiado.

El problema de que la percepción del peligro no siempre se ajuste a la realidad es que cuando estamos ante una alerta alimentaria real no lo sabemos. El caso más dramático fue el del síndrome tóxico, o del aceite de colza. En 1981 se vendía en los mercadillos y de forma ambulante aceite de baja calidad, teñido con colorante y vendido como aceite de oliva. El aceite de colza es uno de los más utilizados en todo el mundo para alimentación por tener unas interesantes cualidades nutricionales y culinarias, al margen de ser bastante barato. En los tiempos previos al Mercado Común tenía limitada su importación a España por temas de protección del aceite de oliva. Los productores tenían miedo de que al ser más barato les reventara el mercado. No obstante, podía importarse desnaturalizado con productos químicos como anilinas, para uso industrial.

El término «desnaturalizado» tiene diferentes significados en función del contexto. Un aceite desnaturalizado hace referencia a que se le ha añadido algún aditivo químico que le dé un sabor desagradable e impida su uso alimentario. El alcohol que compramos en la farmacia también está desnaturalizado para que no pueda utilizarse en la industria de las bebidas y licores.

El problema fue que ese aceite, barato, llevaba años desviándose al mercado ambulante, donde los controles eran prácticamente inexistentes. Y cuando cambiaron el desnaturalizante por uno que era tremendamente tóxico, el aceite siguió desviándose para consumo. Por eso fue tan difícil trazar el origen del problema, ya que fueron diferentes partidas, con diferentes desnaturalizantes y que se distribuyeron de forma ambulante, a lo que hay que añadir que no todo el mundo que consumió el aceite desarrolló el síndrome tóxico, posiblemente por factores genéticos. También había un precedente similar: en los años cincuenta, en Marruecos, se desvió aceite de uso industrial para consumo humano y la sintomatología fue muy similar a la del síndrome tóxico,[4] lo que ayudó a los investigadores a centrar el problema. Las autoridades estuvieron dando palos de ciego o, directamente, haciendo el ridículo, como el ministro de Trabajo, Sanidad y Seguridad Social de la época, Jesús Sancho Rof, que dijo que el síndrome lo causaba un bichito que, si se caía de la mesa, se moría. Lo malo es que en estas circunstancias de confusión, cuando las autoridades, que son las que tienen que promover la calma y atajar el problema, parecen más asustadas y confusas que la población, las circunstancias se convierten en el vivero de toda una serie de rumores y falsas teorías, a cuál más disparatada.

En aquellos días posteriores al golpe de Estado del 23-F, y en una dubitativa democracia española, se llegó a oír de todo: desde que era una conspiración de la extrema derecha o de la extrema izquierda para desestabilizar al Gobierno a que era culpa de los extraterrestres. También circuló una teoría según la cual todo era culpa de un pesticida de Bayer, el Nemacur, que treinta años después sigue vendiéndose y utilizándose sin que haya noticias de que provoque epidemias. Incluso uno de los Iker Jiménez de la época, Andreas Faber-Kaiser, escribió un libro sobre el tema, Pacto de silencio, presentando una estrambótica teoría. Su prematura muerte, poco tiempo después de la publicación, fue utilizada como argumento por los conspiranoicos, aunque realmente se debió a la epidemia, real, que azotó al mundo en los ochenta: el sida.

Como pasa con todas las teorías de la conspiración, cuando hay que presentar las pruebas ante el juez, los datos y nombres concretos, toda la teoría se diluye como un azucarillo en agua y se queda en lo que realmente es: nada. Y solo quedan los veinte mil afectados y las trescientas treinta personas fallecidas en su momento, que en 2011 ya eran 4.537 (aunque aquí hay que contar que muchas no han fallecido directamente por el síndrome sino por edad).

Por suerte, de los errores se aprende, y de catástrofes como la del aceite de colza y la de las vacas locas también. Y por eso las leyes son cada vez más estrictas, las inspecciones más rigurosas y los alimentos más seguros. Aunque asustar sigue siendo demasiado fácil.

LOS PELIGROS IMAGINARIOS Y LOS REALES

Dos de las preocupaciones más frecuentes del consumidor medio europeo son que en su comida haya restos de pesticidas o de transgénicos. De hecho, hacemos grandes esfuerzos para tranquilizar al consumidor. Gastamos millones de euros al año en análisis para que esto no suceda. No queremos transgénicos ni pesticidas en la comida. Los comerciantes lo saben. Por eso encontramos productos con llamativas etiquetas en las que nos dicen «Libres de organismos genéticamente modificados» o nos anuncian que ciertos productos, principalmente ecológicos, son mejores porque no contienen restos de pesticidas o antibióticos. Ante cualquier afirmación de este tipo, sobre todo hecha por alguien que te quiere vender algo, conviene no bajar la guardia y ver cuál es la verdadera magnitud del problema; y si los beneficios son tan buenos como anuncian…, o son reales.

Cuando cultivas un campo o crías animales estás rompiendo el equilibrio ecológico existente en la zona. Una preponderancia de un tipo de plantas o de animales puede ser muy atractiva para otros organismos como las bacterias, los hongos o los insectos, pero también para los nematodos o los roedores, que se encuentran con un bufet libre de comida cultivada y cuidada. Por lo tanto, para sacar adelante la cosecha hay que añadir algo al cultivo. Llamamos insumos a todo lo que echamos al cultivo, y aquí dentro estarían incluidos los pesticidas, que son los compuestos específicos para controlar plagas. Durante muchos años no ha habido demasiado control en este aspecto y se hacían verdaderas barbaridades. Si uno coge un libro de agroquímica de los años cincuenta o sesenta, se ve como lo más normal la utilización de derivados del arsénico o del mercurio, o productos como el malatión. Por suerte, desde hace bastante tiempo se consideran los aspectos de salud y medioambientales, y la normativa que regula la autorización, el uso y las cantidades mínimas de pesticidas que pueden aparecer es muy, muy estricta. Uno de los problemas de esta preocupación en el europeo medio por los residuos de pesticidas en su comida es que los políticos regulan, no pensando en los agricultores, sino en los ciudadanos. Cada año se prohíbe algún insecticida y pesticida, no ya por el hecho de que cause algún problema, sino simplemente por la sospecha de que pueda causarlo. Este año hemos visto cómo se ha prohibido un grupo de insecticidas por su presunto daño sobre las poblaciones de abejas, a pesar de la opinión en contra de muchos científicos. El problema de las abejas es multifactorial y la causa del declive son las infecciones de hongos, el cambio climático, las especies invasoras y los suplementos nutricionales que utilizan los apicultores, que se han revelado perjudiciales. El conflicto de legislar ante la posibilidad, y no ante la certeza, es que a veces es peor el remedio que la enfermedad, y hemos privado a los agricultores de la única herramienta efectiva contra plagas como la diabrótica, un coleóptero que ataca el maíz y que produce cuantiosos daños a las cosechas. Otro problema de este exceso de celo, tan propio de los políticos europeos, es que prohibimos a nuestros agricultores utilizarlos, pero en cambio importamos fruta y verdura de terceros países donde siguen utilizando impunemente pesticidas que aquí están prohibidos. Mientras no salgan en el análisis final, aquí paz y después gloria. Pero vayamos al meollo: ¿tenemos que preocuparnos por los residuos de pesticidas en nuestra comida?

Ante la creciente preocupación de los europeos por este tema, la EFSA publicó en 2013 los resultados de un estudio a gran escala en el que buscaban restos y residuos de pesticidas en la comida que llega a la mesa de los europeos. El resultado fue claro. La comida es segura y no hay motivo de preocupación. «EFSA concluded that the long-term exposure of consumers did not raise health concerns», fue la conclusion literal. Es decir, que no hay ningún problema de salud por una exposición a largo plazo a estas sustancias.[5] Los resultados indican que están muy por debajo del límite de peligrosidad. Por lo tanto, tratar de vender un producto alegando que los productos convencionales nos están envenenando es apelar al marketing del miedo. No serán tan malos esos productos cuando, pese a que el 90 por ciento de la población europea consume productos convencionales y solo el 10 por ciento ecológicos (que están por debajo en uso de pesticidas, pero también aparecen en las alarmas), la esperanza de vida sigue subiendo.

No obstante, a pesar de lo evidente de los datos y de los informes de la EFSA, de vez en cuando aparece un estudio científico hablando del riesgo de algún pesticida muy frecuente y tenemos titulares llamativos y apocalípticos sobre sus peligros y la solicitud de prohibición inmediata. Uno de los que acapara los titulares es un herbicida llamado glifosato. Los herbicidas utilizados anteriormente, como el paraquat, eran tóxicos para todo lo que pillaran por el camino. En su momento, la ventaja del glifosato fue que inhibía específicamente una enzima que solo está presente en las plantas y no en los animales, por lo que no influye en el metabolismo animal. Otra ventaja es que es muy inestable en el medio ambiente, lo que significa que se degrada en un período de quince a treinta días a partir de su uso, lo que evita que se acumule en acuíferos. El glifosato fue desarrollado por la empresa Monsanto, de la que hablaremos más adelante, y en su momento se vendía bajo la marca comercial de Round-up, pero en el año 2000 la patente caducó, con lo que el precio bajó espectacularmente, y contribuyó aún más si cabe a su popularización. Se juntaban especificidad, baja toxicidad y precio barato.

Sin embargo, ahora, cuando hace treinta años que se usa, parece que se ha convertido en el gran malo de la película. Los estudios sobre sus presuntos peligros, ampliamente difundidos por la prensa, rozan lo patético. En 2011 se publicó un estudio que demostraba que inyectado en la placenta de pollos y ranas producía malformaciones.[6] Obviamente, las embarazadas no se inyectan glifosato en la placenta, ni está pensado para este uso. También es malo inyectarse agua en la placenta y no lo publicamos. No cayeron en la cuenta de que otra de las ventajas del glifosato es que su toxicidad es bastante menor que la de la cafeína o la aspirina. Además, el artículo contenía importantes errores metodológicos, lo que hizo que la revista publicara tres correcciones (una de ellas, por cierto, firmada por un servidor de ustedes).[7]

De la misma forma, en 2012 se publicó otro artículo con unas impactantes fotos de ratones con tumores del tamaño de una pelota de pinpón que decía que la culpa era de consumir maíz transgénico con residuos de glifosato. La clave aquí es que ese maíz lleva más de quince años en el mercado y el herbicida más de treinta sin que se hayan detectado estos problemas. Los errores del artículo eran de estudiante de primaria, por lo que salieron numerosas refutaciones, pero, como pasa en estos casos, la prensa se interesa por el artículo, y no por los errores y refutaciones posteriores.

A veces ni siquiera hace falta que el estudio sea falso. Con un titular suficientemente ambiguo se crea la alarma. En 2012, un estudió indicaba que un pesticida llamado rotenona podía producir Parkinson.[8] Los titulares fueron del estilo: «Los pesticidas producen Parkinson», pero obviaban dos hechos. Primero: la rotenona está prohibida desde 2007 por su toxicidad. Y segundo, la rotenona realmente es un producto natural que se encuentra en las raíces de ciertas plantas. De hecho, los indígenas del Amazonas la utilizan para pescar (sufriendo intoxicaciones por ello), y se utilizaba en agricultura ecológica. Un titular más correcto hubiera sido: «Una sustancia natural prohibida en agricultura produce Parkinson en modelos animales, sin que se haya demostrado en humanos», pero, claro, resulta muy poco impactante. Ya puestos a preocuparnos por la comida convendría tener en cuenta un pequeño detalle: en cualquier alimento, por muy ecológico o natural que sea, existen cientos de moléculas diferentes, la mayoría de las cuales no sabemos ni que están ahí ni en qué concentración. Tampoco conocemos su toxicidad ni sus efectos cancerígenos. Cuando uno sale al campo y recoge una planta se está exponiendo a miles de compuestos químicos, algunos desconocidos, igual que cuando prueba una comida nueva. La mayoría de alergias e intoxicaciones son por compuestos naturales. También hay que tener en cuenta que las plantas se defienden de los ataques de las plagas produciendo compuestos químicos, muchos de ellos extremadamente tóxicos. Como dice un artículo clásico de Bruce Ames, uno de los padres de la toxicología moderna, el 99,99 por ciento de los pesticidas a los que estamos expuestos los producen las plantas de manera natural.[9] ¿Tú comerías quitaesmalte de uñas, limpiador de gafas o líquido para embalsamar cadáveres? Pues lo estás haciendo. La acetona, el isopropanol y el formaldehído se producen de forma natural en una planta y están presentes en la mayoría de las frutas.

Otro de los miedos alimentarios del europeo medio, aunque cada vez menos, es a los transgénicos. Un transgénico es un organismo en cuyo genoma se ha insertado un trozo de ADN de otro organismo. Actualmente se utilizan para la síntesis de fármacos, de productos industriales como limpiadores y colorantes, y, por supuesto, en agricultura. Pero en Europa, a diferencia del resto del mundo, no queremos transgénicos, a pesar de que nuestros billetes de euro están hechos con algodón transgénico. En Europa solo se permite sembrar un tipo de maíz transgénico y hay autorizados para importación maíz, soja, colza y algodón. Si un alimento contiene maíz o soja transgénica tiene que ir convenientemente etiquetado. Como los fabricantes saben que hay un rechazo, infundado, por parte del consumidor, se utilizan principalmente para alimentación animal. El pequeño detalle es que en diecisiete años no ha habido ni un solo problema de intoxicación en ninguna parte del mundo por culpa de los transgénicos. No obstante, gastamos millones de euros cada año haciendo análisis para protegernos de un peligro que no sabemos cuál es.

De vez en cuando se producen repuntes de pánico. Por ejemplo, hace unos años saltó la alarma de que la miel de abejas tenía restos de productos transgénicos y que debería etiquetarse como transgénica, ya que la ley marca que si tiene más de un 0,9 por ciento se considera que es un alimento transgénico. Este hecho fue convenientemente exagerado por diferentes organizaciones ecologistas como forma de presión contra el cultivo de transgénicos. Por supuesto, hubo un frenesí de análisis… que volvió a durar dos o tres meses. Muchos productores perdieron la acreditación ecológica, pero pasa el día, pasa la romería. Las empresas de análisis llevan meses sin analizar mieles buscando restos de transgénicos… ¿Antes era un problema y ahora no? No. Antes estaba en la prensa y las organizaciones ecologistas presionaban y ahora no. La miel sigue siendo igual de buena, y que aparezcan restos de polen transgénico o no sigue siendo igual de irrelevante.

La fobia a los transgénicos tuvo su momento de gloria cuando Evo Morales dijo que la gente se estaba haciendo homosexual y quedándose calva por culpa de los transgénicos y las hormonas de los pollos. Puedo aportar mi modesta experiencia: he comido muchos transgénicos en mis charlas. A mis cuarenta años sigo teniendo una respetable mata de pelo, sigo siendo profundamente heterosexual, y no he notado ningún cambio en estos dos parámetros desde que empecé a consumir transgénicos.

Por suerte, esto del miedo a los transgénicos parece que ya va de retirada. En mayo de 2013 presentaron un libro de una exministra y eurodiputada francesa en la que de forma apocalíptica se denunciaban los peligros de los transgénicos. A la rueda de prensa acudió una periodista. La marca de helados Kalise, esos que publicita Iniesta, se anuncia con un discreto «No contiene transgénicos». En la publicidad de este año aparece en un sitio más disimulado que en la del año anterior, y es la única marca que ha optado por esa solución. Aunque la tontería es libre, y existen etiquetas de papel de fumar y sal «libre de transgénicos», lo cual es tan estúpido como etiquetar agua mineral como «0,0 alcohol». Yo por mi parte aplico mi propio principio de precaución cuando veo estas etiquetas de «libre de transgénicos» o «libre de productos OGM». Los ilusionistas saben que para hacerte el truco tienen que centrar tu atención en una mano y hacer la pirula con la otra.

A todo esto, ya he dicho que en general los europeos nos preocupamos por los restos de pesticidas y los transgénicos, aunque también hay quien le saca partido a esa preocupación, sobre todo entre los comerciantes. Existe un sistema de alerta rápida de la EFSA que realiza balances anuales y nos comunica todos los problemas de retiradas de alimentos y partidas de alimentos importadas que han sido devueltas por no cumplir con la legislación europea. Es una forma objetiva de decirnos qué problemas son los más frecuentes y por qué tenemos que preocuparnos. En este sistema, los problemas por residuos de pesticidas y por transgénicos son marginales. El principal problema de la alimentación europea son las micotoxinas, y a bastante distancia, la contaminación por metales pesados y la salmonela.[10] Por lo tanto, ¿qué tipo de alimentos son los problemáticos? Los cereales y sobre todo los frutos secos pueden contaminarse por hongos, algunos de los cuales producen estas sustancias, que son tremendamente tóxicas. Curiosamente, antes existía un nivel mínimo permitido, que se tuvo que subir porque había un tipo de producción que sistemáticamente lo incumplía, lo que motivó que una legislación que cada vez es más estricta como la alimentaria se relajara en un punto concreto, que es el que más problemas crea. Los niveles de tolerancia se distendieron para que la producción ecológica se ajustara a la ley, ya que los niveles de micotoxinas superaban de forma habitual el umbral permitido. No es que nos preocupemos por lo que no tenemos motivo, es que encima abrimos la mano en lo que sí es un problema. Aunque las micotoxinas son muy naturales y ecológicas. Intoxican, pero de buen rollo. Dicho esto, sigo insistiendo en que en toda Europa en el año 2012 solo ha habido doscientas cincuenta y una notificaciones por micotoxinas en productos importados, un nivel muy bajo que no tiene que desviar el principal mensaje: en Europa la comida es segura.

DISRUPTORES ENDOCRINOS,
PARABENES Y QUIMIOFOBIA EN GENERAL

Hay muchas formas de asustarse. Podemos asustarnos por lo que se utiliza en la elaboración de alimentos, aunque ya hemos visto que no hay motivos objetivos. También podemos pensar que cada vez hay más contaminación, porque es cierto que hay una contaminación asociada a la actividad industrial y a la actividad humana. Es muy fácil caer en la generalización inadecuada de que la comida o el agua están cada vez más contaminadas. De vez en cuando tenemos titulares de prensa tan llamativos como que «El agua del grifo contiene cocaína» o «Encontrados restos de fármacos en tal río». Esta información no dice nada destacable. En toxicología lo relevante no es qué compuesto se encuentra, sino cuánto hay, porque todo está en la dosis. También se obvia otro detalle. Los métodos de análisis cada vez son más sensibles, y niveles de una sustancia que hasta hace poco tiempo diríamos inexistentes, porque estaban por debajo del umbral de detección, ahora podemos detectarlos. En estos casos, el resultado es que están, pero en cantidades ridículas. Por ejemplo, el titular de la cocaína en el agua del grifo es real,[11] en verdad se detecta, pero, haciendo cálculos, para una rayita de coca necesitarías beberte todo el embalse de Contreras. Por supuesto, a esas concentraciones los efectos en la salud y el medio ambiente son nulos. Y respecto al tema de la contaminación de los ríos y aguas, ahora las industrias y pueblos que antes vertían en los cauces están obligados a depurar las aguas, lo que ha redundado en la cada vez mejor salud de nuestros ríos. Por algún motivo, las buenas noticias siempre están escondidas en los «breves» del periódico; noticias como que en julio de 2013 se vieron nutrias en el Turia a solo treinta kilómetros de Valencia, algo inédito en los últimos cincuenta años, no mereció ni media página en un diario local.

A pesar de esto hay gente, algunos científicos incluidos, que siguen manteniendo que la contaminación derivada de la actividad industrial incide de forma negativa en nuestra salud debido a compuestos que incorporamos a través de nuestra alimentación. Pensemos un poco. Asumamos que nos estamos contaminando debido a la actividad industrial o a compuestos nuevos. Si esto fuera cierto, esperaríamos por ejemplo una incidencia en la esperanza de vida, incidencia que no se da. Sigue subiendo. Podemos pensar que esto no influye en la esperanza de vida porque la medicina también mejora, es decir, que hay una especie de carrera armamentística. La comida cada vez está más contaminada, pero la medicina cada vez es mejor. Veamos los datos. Según un informe del Instituto de Información Sanitaria, dependiente del Ministerio de Sanidad, la mitad de las defunciones en España se deben a cáncer, enfermedad isquémica del corazón, enfermedad cerebrovascular y diabetes mellitus.[12] De esta lista, la enfermedad que puede achacarse a la contaminación es el cáncer, o, siendo muy generosos, la diabetes, con todas las objeciones habidas y por haber, puesto que ambas enfermedades tienen carácter genético y además influye mucho el estilo de vida del enfermo: si es fumador, si hace ejercicio, si es obeso… Los datos indican que desde los años noventa ha habido un descenso de mortalidad por cáncer[13] y que la de la diabetes (diez veces menor que la del cáncer) está estabilizada. En el caso del cáncer influyen dos factores fundamentales: la mejora en los tratamientos y también la mejora en el diagnóstico precoz. Y hay que tener en cuenta que si la edad de la población aumenta, aumentan a su vez las posibilidades de muchas personas de sufrir cáncer. Esto es como la lotería. Es difícil que te toque, pero es más fácil que te toque si juegas todas las semanas que si juegas una vez al año. Simple cálculo de probabilidades. Por lo tanto, no tenemos ningún dato epidemiológico que nos demuestre una correlación a nivel general entre contaminantes que puedan aparecer en la comida y alguna enfermedad.

Bueno, quizá sí. Algunos estudios apuntan a que en los últimos años hay un aumento de trastornos relacionados con el sistema reproductor masculino y un descenso de la calidad del esperma, al menos en determinadas zonas.[14] El problema es que se ha buscado un culpable y se ha encontrado demasiado rápido. Uno de los que más glamour y predicamento tiene es el bisfenol A (BPA), que puede aparecer en la comida por estar en contacto con algunos plásticos, principalmente el policarbonato. A este tipo de compuestos se los llama popularmente disruptores endocrinos porque interfieren con el sistema endocrino, principalmente con las hormonas sexuales femeninas, a las que se parecen desde un punto de vista químico. Experimentos in vitro demuestran que el bisfenol A puede interferir en la señalización hormonal y producir problemas en el desarrollo sexual o incluso diabetes. Pero, claro, estamos poniendo directamente el producto en contacto con las células o inyectándoselo a ratones, que viene a ser como lo de inyectar glifosato en la placenta de pollos, al margen de que con este compuesto tenemos el problema de que su metabolismo en ratones es diferente que en humanos, lo que complica la extrapolacón de los resultados. Otro de los problemas que apuntan es que su efecto no sería a altas dosis, sino que, por activar el sistema hormonal, sería más peligroso a dosis bajas que altas, un concepto conocido como hormesis.

¿Realmente estamos expuestos a este compuesto? ¿Está produciendo algún efecto nocivo en nuestra salud? ¿Hay que asustarse? ¿Es el culpable de los problemas observados? Para empezar, sería incorrecto llamarlo disruptor endocrino; en todo caso, interruptor, que es la acepción aprobada por la Real Academia de la Lengua. Luego hay que tener en cuenta que los niveles medidos en la comida son mínimos, por no decir irrelevantes. En 2002 ya se publicaron las conclusiones de un estudio sobre estos interruptores endocrinos que venía a decir que existe evidencia de que ciertos contaminantes ambientales pueden interferir en el desarrollo hormonal y que puede haber sucedido en alguna especie animal como consecuencia de la contaminación, pero no tenemos ninguna evidencia que indique que ha habido efectos sobre la salud humana,[15] entre otras cosas porque son unos compuestos que eliminamos rápidamente por la orina. En el año 2013 se publicó un estudio firmado por algunos expertos de la IOMC que apuntaba hacia esa posibilidad.[16] Algunos lo vieron como la confirmación definitiva de que era un problema para la salud, prueba inequívoca de que no se habían leído el estudio, puesto que no llegaba a ninguna conclusión. En el citado texto se leían perlas como:

— Que no encontraba asociación entre interruptores endocrinos ambientales y el criptorquidismo (una enfermedad que puede estar provocada por estas moléculas).

— Que los estrógenos pueden producir cáncer, pero no tienen evidencias de que la exposición ambiental a compuestos estrogénicos cause algún problema.

— Que en la última generación ha habido una caída drástica en la tasa de fertilidad y un aumento del uso de la reproducción asistida.

En este último punto, el estudio parece ignorar factores como que la mujer se ha incorporado al mundo del trabajo y que a la gente joven le cuesta más tiempo que a la generación anterior encontrar estabilidad económica, por lo que muchas parejas han decidido retrasar la decisión de tener hijos, en algunos casos hasta el borde de la edad fértil. Hace una generación, ¿existían servicios de reproducción asistida? Digo yo que pocos y a precios exorbitantes. Por lo tanto, hay muchos factores que justifican este dato, independientemente de una presunta contaminación de los alimentos.

Al final del estudio se dejan abiertas una serie de preguntas, lo que deja claro que no se sabe ni cuántos interruptores endocrinos hay, ni de dónde vienen, ni cuál es la exposición humana y de la vida salvaje, ni cuáles son sus efectos, sus mecanismos de acción o cómo pueden mejorarse los estudios. Es decir, según sus palabras, quedan bastantes preguntas que deben contestarse. Por lo tanto, no hay ningún dato fidedigno que corrobore que estamos en riesgo por estar expuestos a estos compuestos.

El problema de este tipo de informes es que realmente no dicen nada y generan un miedo, impreciso y vago, y, sobre todo, mucho ruido. Ese ruido es malo porque cuando surja una alerta de verdad o un riesgo concreto, quizá no le hagamos todo el caso que deberíamos hacerle. Cuando uno lee los avisos y los informes sobre interruptores endocrinos siempre hablan de plásticos y de envases, y se les olvida un pequeño detalle: hay moléculas que actúan sobre las hormonas reproductivas, que son naturales y a las que estamos expuestos con frecuencia. Por ejemplo, los aromas naturales de lavanda que se utilizan en jabones y perfumes se han relacionado con ginecomastia en adolescentes. Los brotes de alfalfa son capaces de favorecer el crecimiento de células de cáncer de mama de forma más eficiente que el estradiol. Cuando bebes un vaso de leche estás expuesto a más estrógenos que todo el BPA al que puedas haber estado expuesto en varios años, y por encima de todos la soja, que está cargada de isoflavonas. Estas moléculas mimetizan el efecto de los estrógenos (hormonas femeninas), por lo que diferentes estudios han alertado que podrían alterar la capacidad reproductora masculina y que su uso debería limitarse en la alimentación infantil.[17] Cuando te comes una ensalada de brotes de soja estás expuesto a compuestos que pueden alterar tu sistema endocrino. Sorprendentemente nadie se preocupa por que le crezcan las tetas por comerse una ensalada de brotes de soja, cuando ciertamente aquí sí que hay unos niveles reales, y no los niveles ambientales o por los envases de plástico, que son mínimos.

Esto no ha impedido que los plásticos que pueden desprender bisfenol A hayan sido prohibidos en Francia como compuesto de biberones y tetinas. Entretanto, la soja se sigue vendiendo alegremente. Aquí se crea un interesante círculo vicioso. No tenemos evidencia de que un compuesto esté creando problemas. Determinadas organizaciones, por ignorancia o por intereses (por ejemplo, una generosa subvención del fabricante de un producto alternativo), empiezan a hacer campaña en contra de un compuesto, hasta que consiguen que en algún país se ponga algún tipo de limitación apelando a un abstracto «principio de precaución». Esta prohibición se utiliza como argumento de la peligrosidad de ese compuesto para hacer campañas por la prohibición en otros países con argumentos del tipo: «¿Ves? En Francia se ha prohibido porque es malo, tenemos que prohibirlo en España». El pequeño detalle es que en ningún momento existe la evidencia científica que nos diga qué peligros tiene y en qué concentración es peligrosa. No legislamos en función de la ciencia, sino de las presiones de diferentes grupos. Es decir, no hacemos leyes por que tengamos una necesidad objetiva, sino por una campaña de marketing eficiente. Yo, por mi parte, cuando oigo a alguien decir que tenemos que prohibir algo porque tal país lo ha prohibido me pregunto si deberíamos prohibir que las mujeres conduzcan, como pasa en Arabia Saudí, o condenar a los homosexuales, como sucede en Irán o en Rusia.

Hay otro problema más serio. Analizando todos los datos es cierto que hay un aumento en los problemas relacionados con la fertilidad masculina, junto con otros problemas como criptorquidismo y un incremento de la incidencia de tumores testiculares. No hay evidencia sólida de que el bisfenol A sea el responsable directo, pero seguimos culpabilizándolo. Quizás haya otro culpable del problema que sigue suelto y no tengamos ni idea de quién es. Estamos haciendo un montón de leyes inútiles que no frenarán el problema y subvencionando investigaciones que seguirán llevando a datos no concluyentes o diciendo lo que ya sabemos, que la exposición ambiental a bisfenol A es irrelevante. Los falsos culpables tranquilizan la conciencia, pero el verdadero sigue en la calle. Solo en este contexto se entiende que en julio de 2013 un grupo de científicos expertos en toxicología le enviaran una carta a Anne Glover, la principal consejera científica de la Unión Europea, alertando de que la regulación europea sobre productos químicos con actividad endocrina no está basada en evidencias científicas, y los riesgos que puede conllevar.[18]

Otro compuesto que cotiza al alza en el mercado de la quimiofobia son los parabenes, que se utilizan como conservantes en la industria de los cosméticos. Cualquier dermatólogo te dirá que es cierto que determinadas personas pueden presentar dermatitis o alergia por estos compuestos, pero no son ni mucho menos los peores ni los que más problemas causan. Da igual, esto es cuestión de manías. En cualquier súper encontrarás champús con la llamativa etiqueta de 0 por cien parabenes, pero en los que pueden aparecer compuestos que provoquen otros problemas.

De todas formas hay que distinguir el grano de la paja. Es cierto que determinados compuestos pueden entrar en la cadena alimentaria y crear algún conflicto. Por ejemplo, en ciertos tipos de peces, sobre todo los grandes y que se pescan a mayor edad, pueden aparecer niveles significativos de mercurio, ya que lo acumulan en el tejido adiposo. En 2013 se publicó un estudio de la Universidad de Granada en el que se analizaban 485 muestras de las 43 especies marinas más consumidas en Andalucía; demostró que los niveles más altos de mercurio se daban en el emperador, el atún, el cazón (también llamado pintarroja) y en la tintorera, pero esos niveles estaban por debajo del nivel máximo admitido, que está más de cien veces por debajo del nivel que representa un peligro para la salud.[19] La conclusión es que el pescado es seguro, pero comer todos los días estas especies puede que no sea una buena elección por la mala costumbre del mercurio de ir acumulándose en el tejido graso. En general, el precio que tienen ya ayuda a no hacer esta elección.

Por lo tanto, a veces asustarse es cuestión del glamour o del nombre de ciertos compuestos, más que de la evidencia científica. Compuestos más o menos problemáticos no nos preocupan, y tenemos leyes que prohíben compuestos que no han creado ningún problema. Es la puñetera manía que tienen los políticos de legislar de cara a la galería, y no a partir de lo que dice la ciencia.

LEYENDAS URBANAS ALIMENTARIAS

A veces ni siquiera hace falta la prensa, los medios de comunicación o incluso algún científico que diga cosas raras. Simplemente el boca a boca o los foros de internet son suficientes para demonizar o para difundir información raruna sobre algún alimento. La página web Snopes, que se dedica a recopilar leyendas urbanas, tiene una sección especial dedicada a alimentación. Recoge mitos como que en alguna cadena de hamburgueserías han encontrado un hueso de rata y han tenido que pagar indemnizaciones millonarias, que otra cadena de comida rápida tiene pollos de seis patas y no puede llamar pollo a su comida porque es sintética o que hay una combinación de dos elementos frecuentes que es tóxica de necesidad.

Entre las leyendas urbanas destacan las relacionadas con la leche, posiblemente por ser uno de los alimentos más populares y por estar con nosotros desde que nacemos. La principal leyenda urbana serían los presuntos dietistas o pseudointelectuales que dicen que beber leche es el origen de todos los males y produce no sé cuántas enfermedades. Los argumentos que utilizan a veces son tan contundentes como que «ningún animal bebe leche en su etapa adulta» o que «hay gente que no puede beberla». Tampoco ningún animal es capaz de cocinar un bacalao al pilpil y eso no es argumento para decir que el bacalao es malo. Cuando oigo tonterías sobre el consumo de leche, me dan ganas de amorrarme a la ubre de una vaca y empezar a succionar, y eso que yo particularmente no soy muy de beber leche.

La leche es un alimento fundamental en el desarrollo infantil de todos los mamíferos. El hombre, a diferencia de los animales, puede consumirla durante toda su vida debido a que conserva la capacidad de digerir la lactosa (el azúcar presente en la leche), y además ha desarrollado la ganadería con el fin de obtener este alimento. En la naturaleza los recursos son muy limitados, y que una hembra produzca leche requiere una fuerte inversión energética que no puede desaprovecharse alegremente. Las hembras de muchos mamíferos se apartan de la manada en los períodos de lactancia y así evitan que los machos devoren a las crías. También hay que considerar que muchas especies animales en la edad adulta desarrollan una dentadura o una mandíbula que impide la succión. Ponle un plato de leche a cualquier animal adulto y verás qué feliz se pone y con qué alegría se la bebe. Es decir, si en la naturaleza no beben leche es porque no pueden.

Por cierto, las personas que dicen que beber leche no es natural nunca van desnudas por la calle ni viven en cuevas, demostrando una absoluta falta de coherencia. Es cierto que hay algunas personas, incluso algunas poblaciones, principalmente las asiáticas, que presentan intolerancia a la lactosa por haber perdido la capacidad de digerir este disacárido. Pues este tipo de personas no pueden consumir leche y ya está, pero ello no implica que la leche sea mala. ¿El marisco, los cacahuetes, las gramíneas o los melocotones son malos? Porque hay gente que tiene alergias a esos alimentos que pueden ser fulminantes y no por eso decimos que el alimento sea malo: es tu metabolismo o tu sistema inmune el que falla. Por lo tanto no hay ningún problema en consumir leche durante la edad adulta, si te gusta (que no es mi caso; no tomo más que la del cortado de la mañana).

Otras leyendas urbanas lácteas hablan de que la leche que no se vende se vuelve a esterilizar y sale al mercado otra vez, y que hay que mirar el número que tienen los tetrabriks debajo de la solapa (que va del uno al cinco) porque indica las veces que la leche ha sido esterilizada. Mentira. A veces me pregunto si la gente que difunde estas historias no se ha parado a pensar un poco. Suponiendo que se pudiera reutilizar la leche (algo que explícitamente prohíbe la normativa europea para cualquier alimento), es más barato tirar la leche pasada que hacer una cadena de retorno, apertura de tetrabriks y vuelta a empezar. El número hace referencia a la bobina de cartón que se utiliza para fabricar los envases y no aporta ninguna información sobre el contenido.[20]

Ya que estamos con leyendas urbanas lechosas no puedo olvidar una que triunfaba en mi época de juventud: si pedías Baileys con coca-cola, el camarero te regañaba porque decía que podías morirte. Realmente si te tomas un Baileys con coca-cola te puedes morir, aunque de asco. Al ser la coca-cola ácida y tener el Baileys nata en su composición, la bebida resultante de la mezcla de ambas se corta, pero poco más. De hecho, es curioso porque otra bebida típica de entonces era el «cerebrito de canario», que consistía en poner Baileys en jarabe de granadina y licor de melocotón, lo que convertía el Baileys en un brebaje con textura de cerebro. Pero no he visto que esa porquería creara ninguna leyenda urbana.

Otra información chunga, difundida por un catedrático de genética (para mayor vergüenza de su universidad), decía que Pepsi utilizaba fetos abortados en la composición de su bebida de cola. A ver. Para hacer cualquier tipo de investigación se utilizan modelos. Unos son organismos animales como los ratones o los cobayas, pero, claro, no son humanos. Obviamente, si queremos probar la toxicidad de un producto no podemos utilizar humanos para ver si se envenenan. Los modelos animales sirven, aunque tienen sus limitaciones. Una aproximación es utilizar células humanas en cultivo, esto es, células que pueden crecer in vitro independientemente del ser humano. Hay diferentes líneas, con diferentes orígenes, que se utilizan en todos los laboratorios del mundo para evaluar la toxicidad de un compuesto, o cáncer, o diabetes, o desarrollo neuronal o cualquier cosa. El trabajo con líneas celulares es el pan nuestro de cada día en un laboratorio de ciencia básica, aplicada o industrial que trabaje en algún tema relacionado con salud o biología molecular o celular. Hay una línea de células, la HEK 293, que es de las más usadas. Una empresa que realizó estudios para Pepsi la utilizó entre otros reactivos. Esas células realmente se obtuvieron de un feto humano, a principios de los años setenta. Desde entonces se han venido utilizando en todo el mundo, creciendo de matraz en matraz. Por lo tanto, decir que para la Pepsi se utilizan fetos abortados es una burrada, puesto que se podría decir que para investigar cualquier medicamento posiblemente también se hayan utilizado, y no veo a los grupos cristianos haciendo campaña delante de los hospitales católicos para que no utilicen medicamentos evaluados con esta línea celular, que los hay y muchos.

Ya puestos a hacerla gorda, otra línea celular muy popular es la línea HeLa, que viene de un cáncer de cuello de útero de Henrietta Lacks, fallecida por este motivo en 1951. No entiendo por qué nadie dice que un producto evaluado en estas células se ha hecho a partir del útero de una señora (afroamericana para más datos) muerta hace sesenta años.

También hay muchas leyendas urbanas con caradura, como las que afirman que determinados alimentos no pueden tomarse con agua sino con vino u otras bebidas. Yo lo he oído decir del pulpo y de la fondue de queso, pero seguro que hay más versiones. Leyendas muy interesantes para los hosteleros, dicho sea de paso. Y ahora que me acuerdo, poner una cucharilla en una botella de cava abierta no hará que se mantenga el gas; este seguirá escapándose, mejor la tapas con un tapón de plástico reutilizable.

Si la leche está la primera en la lista de leyendas urbanas, la segunda serían los edulcorantes artificiales. En este caso, la leyenda sí que tiene una base real, aunque incorrecta. Un edulcorante artificial es una sustancia que se utiliza para dar sabor dulce a la comida sin ser un azúcar. Tiene la ventaja de que al no ser azúcar la aportación calórica es mucho menor y no afecta a los niveles de azúcar ni de triglicéridos en sangre. Además tiene otras ventajas, como que no provoca caries. Es curioso estudiar la evolución de estos productos con una perspectiva histórica. La sacarina fue descubierta en 1880 por Constantine Fahlberg e Ira Ramsen. Desde su nacimiento se vio envuelta en polémica. En 1883, el doctor H. W. Wiley, del Departamento de Agricultura, lanzó una campaña en su contra por ser artificial y derivada del alquitrán. La historia es singular. Si en aquel momento los esfuerzos de Wiley hubieran prosperado, la sacarina habría caído en el olvido hace más de un siglo, pero el presidente de Estados Unidos en ese tiempo, Theodore Roosevelt, era diabético y consumidor de sacarina por consejo de su médico, por lo que creó un comité científico que, acertadamente, decidió que la sacarina era segura y que podía seguir en el mercado. Por cierto, con el tiempo, la oficina de Wiley se convirtió en la poderosísima Food and Drug Administration (FDA), que se encarga de la autorización de alimentos y medicinas en Estados Unidos.

Las curiosidades no acaban aquí. En 1902, John Francis Queeny montó una empresa en San Luis (Misuri) para comercializar este producto. La empresa surgió con un capital inicial de mil quinientos dólares y dos empleados, él y su mujer. Bautizó a la empresa con el nombre de soltera de su esposa, de origen español, Monsanto, empresa que en el mundillo ecologista viene a ser como la madrastra de Blancanieves. A veces me pregunto cómo salvarán el planeta el día que desaparezca; habrá que inventarse a otro malo de la película. Durante las dos guerras mundiales, y a causa de las restricciones del azúcar, se utilizó como sustitutivo la sacarina. Pero acabada la guerra y las restricciones, los diferentes fabricantes competían por ver quién ponía más azúcar en sus productos. En las etiquetas de cereales de los años cincuenta veíamos etiquetas ahora impensables haciendo referencia a la gran cantidad de azúcar que llevaban, hasta que poco a poco la gente empezó a preocuparse por el peso. Además, la sacarina era más barata que el azúcar, por lo que muchos fabricantes empezaron a añadirla en sus productos de forma habitual. En los años setenta, unos estudios indicaron que el uso de sacarina inducía cáncer de vejiga en ratones, por lo que algunas agencias emitieron alertas y se prohibió en muchos países. En España cundió la alarma y muchas casas comerciales publicaron notas de prensa asegurando que en sus productos solo utilizaban azúcar, y todo el que hiciera falta. Nuevas investigaciones señalaron un importante error metodológico en el estudio. Las prohibiciones se fueron levantando. No obstante, en Estados Unidos la sacarina se siguió vendiendo hasta el año 2000 con una etiqueta que ponía que causaba cáncer en animales.

Como pasa con todas las leyendas urbanas, estas a veces cambian, y alguien dijo en algún momento que los edulcorantes son cancerígenos. Ahora volvemos a la moda de las etiquetas de sin azúcar y seguimos utilizando edulcorantes. La situación es tan surrealista que el hecho de que una molécula produzca cáncer o no parece que no depende de la ciencia, sino de en qué país estás. Por ejemplo, el ciclamato de sodio es cancerígeno y está prohibido en Estados Unidos, pero no lo está en Canadá y en otros cincuenta y cinco países del mundo. ¿Cómo se llega a una situación tan absurda? Pues datos que no son concluyentes (en unos casos se ve algo, en otros no) y diferente presión de las industrias nacionales (¿os acordáis de lo de Monsanto y la sacarina? Pues sí, Monsanto es estadounidense). La realidad es que ni la sacarina, ni los ciclamatos, ni el aspartamo, ni el acesulfamo-k son cancerígenos, ni consumir productos que los utilicen puede suponer un problema para la salud. Tampoco hay evidencia de que el consumo de estos productos estimule el apetito y que sean contraproducentes en una dieta. Últimamente ha salido un estudio que dice que el consumo de edulcorantes, a largo plazo, puede despistar al organismo y producir sobrepeso o hipertensión, pero no hay una evidencia sólida que lo respalde, y muchos medios que reflejaron la noticia no mencionaron que no era un estudio científico, sino un artículo de opinión.[21] Son estudios en ratones y que solo se han observado en un laboratorio. Por lo tanto, no hay ningún problema con los edulcorantes y, es cierto, engordan menos que si pones azúcar, pero no olvides que el alimento en el que lo pones también engorda.

A veces la difusión de información que no es del todo cierta, o directamente falsa, tiene un interés detrás. Son muy famosos los dimes y diretes entre la industria de la cerveza y la del vino, de forma que si algún estudio habla de la propiedad beneficiosa de una bebida, al poco sale un estudio de las propiedades beneficiosas de la otra. Este claro interés comercial hace que algunas propiedades se exageren interesadamente. Hay evidencia científica de que un consumo muy moderado de alcohol puede tener efectos beneficiosos para la salud, aunque tampoco sea ninguna maravilla. La industria del vino ha intentado arrimar el ascua hablando de factores como la paradoja francesa. Esta paradoja es una observación de 1819 del irlandés Samuel Black, que dijo que la dieta francesa era muy rica en grasas saturadas y de origen lácteo, como la mantequilla y el queso, y que sin embargo la incidencia de enfermedades cardiovasculares es más baja que en otros países. Hábilmente, la potente industria vinícola francesa se apuntó el tanto obviando el hecho de que no hay ninguna evidencia sólida que muestre una relación causa efecto entre estos factores. Por la misma regla de tres se podía haber dicho que lo que ayudaba a prevenir los infartos era comer caracoles, cantar La Marsellesa o volcar camiones de fruta españoles en Perpiñán, actividades todas propiamente francesas. La cuestión es que, más por influencia de la industria que por los datos científicos, se ha dado por bueno que el vino previene el riesgo de infarto, sin saber por qué. Dado que el vino tinto es rico en antioxidantes, era lógico empezar por ahí. En una época fueron los taninos y ahora parece que la molécula mágica presente en el vino es el resveratrol, aunque todo sea dicho, el resveratrol aparece en unas cantidades ínfimas en el vino, por lo que no puede ser el responsable de los efectos que le achacan.

En todo este tiempo, el vino francés ha vendido millones de botellas en todo el mundo; en parte por su calidad y en parte por sus muy publicitados efectos beneficiosos para la salud. Hay un pequeño pero. El método científico funciona por una observación, sobre la cual se formula una hipótesis que la explique, y luego se diseñan experimentos para probarla. Si se confirma experimentalmente, la hipótesis se convierte en una ley, y, si no, se descarta. ¿La observación inicial de la baja incidencia de enfermedades cardiovasculares en Francia es correcta? Hay algo que no cuadra, como que la esperanza de vida en Francia es similar a la de Estados Unidos e inferior a la de España, es decir, quizá cambie la forma de morir, pero, a efectos globales sobre años de vida, la dieta francesa no supone una ventaja notable frente a otros países desarrollados. Incluso se ha llegado a sugerir que ni siquiera el nivel de accidentes cardiovasculares sería menor que el de otros países, dado que en diferentes países pueden cambiar las definiciones y la forma de contabilizarlos. Probablemente en Francia no se considere accidente cardiovascular lo que en otros países sí que se considera.[22]

Mientras el vino trataba de buscar por qué era mejor para la salud, la cerveza se ha encargado de publicitar sus grandes propiedades nutritivas por el hecho de estar elaborada a partir de cereales y su alto contenido en minerales y vitaminas… Y a esconder su altísima aportación calórica, responsable de la conocida barriga cervecera. Últimamente también se ha oído que la cerveza es rica en polifenoles, aunque en esta no son muy biodisponibles. Solo hay un pequeño detalle que los publicistas de cerveza y vino olvidan mencionar: ambas bebidas son ricas en una molécula neurotóxica, probadamente carcinógena, que puede llegar a producir coma, y que además provoca adicción y miles de víctimas cada año: el alcohol. Por lo tanto, cualquier publicidad sobre los beneficios de una bebida alcohólica no debería hacernos olvidar el detalle de que el alcohol es tóxico, y mucho.

Por lo demás, recordemos que asustar a la gente es fácil y da titulares llamativos. La información sobre los peligros de según qué alimentos que emiten determinados programas o medios de comunicación, que sostienen chefs famosísimos, que te comenta algún amigo o que te llega por internet no necesariamente es cierta. Si quieres información fiable y contrastada sobre si hay riesgo con algún alimento, tienes a tu disposición las páginas web de la Agencia Española de Seguridad Alimentaria (AESAN) y de la EFSA, que regularmente emiten alertas sobre si algún alimento está dando problemas o incluso publican informes para decirte si es cierta o no la información que circula sobre determinado alimento. Si te han dicho que algo es muy peligroso y ninguno de los dos organismos dice nada, no pierdas el tiempo. Demasiados motivos hay para asustarse y alarmarse como para encima tener que asustarse por lo que no supone ningún peligro. En la vida las complicaciones ya vienen solas, no hace falta que las busques ni que las imagines. La comida es segura, por muchas leyendas urbanas que circulen. Y recuerda, tenemos la inmensa suerte de vivir en una sociedad donde podemos permitirnos el lujo de preocuparnos por el bisfenol A o la sacarina. Ya querrían en muchos rincones del planeta poder preocuparse por esto. Pero cuando no puedes comer, no estás para leyendas urbanas.