CAPÍTULO 4

COCINA TRADICIONAL:
EL QUIMICEFA DE LA ABUELA

En el lenguaje cotidiano, decir que una comida tiene mucha «química» es el peor insulto que se le puede hacer a un alimento. Química es sinónimo de artificial, de malo. Esto no deja de ser una monumental incongruencia. En la naturaleza todo está formado por átomos y moléculas, y precisamente eso es lo que estudia la química; por tanto, en la naturaleza todo es química. La vida, en el fondo, no es más que un conjunto muy grande de reacciones químicas que tienen lugar en el interior de una célula. Concebir un niño o que un naranjo florezca se debe a millones de cambios químicos… ¿A que ya no suena tan feo esto de la química? Por supuesto, la comida no es una excepción, ya que también está formada por átomos y moléculas. Y todos estos átomos pueden reaccionar entre sí, combinarse y dar lugar a nuevas moléculas, respetando siempre las férreas reglas de conservación de materia y de energía, y de aumento de entropía que he explicado en el primer capítulo. La química es la ciencia que estudia, entre otras muchas cosas, estas reacciones. No obstante, el estudio y aplicación de estas reacciones químicas a los alimentos tiene otro nombre: cocina.

Cocinar un alimento no es más que aplicarle una serie de reacciones químicas para cambiar sus propiedades. La cocina empezó mucho antes que la civilización, que la ganadería y la agricultura. De hecho, ni siquiera es propia de nuestra especie, puesto que el hombre de Neandertal también cocinaba. Los primeros restos que sugieren el uso continuado del fuego para elaborar alimentos se han encontrado en yacimientos de hace entre 320.000 y 400.000 años, y hace 40.000 años ya se trabajaba la alfarería para usos culinarios. Algunos antropólogos como Richard Wrangham sostienen que cocinar es lo que nos hizo humanos. Para entender este hecho tenemos que pensar que nuestro cerebro actual es un órgano muy caro de mantener. Solo supone el 2 por ciento del peso corporal, pero consume el 15 por ciento del rendimiento cardíaco, el 20 por ciento del oxígeno y el 25 por ciento de la glucosa. Un alimento cocinado es más fácil de digerir que un alimento crudo y además muchos nutrientes son más aprovechables, por lo que con menos comida tenemos más nutrientes y unas digestiones más cortas. Esto permitió un aprovechamiento más eficiente de la energía, un acortamiento del intestino y que el cerebro pudiera desarrollarse aprovechando este superávit energético. Otros autores no le dan tanta importancia al hecho de cocinar como al consumo de carne. Pero para ver el efecto solo hay que darle a un perro carne cocinada. Luego rechazará la carne cruda.[1]

Otra manera de comprobar la intrínseca relación entre la cocina, la evolución y el uso de la química es que la naturaleza ha dotado a nuestro cuerpo y al de la mayoría de animales de un potente sensor químico que nos avisa de la presencia de determinadas moléculas en una mezcla compleja, aunque estén a concentraciones muy bajas, y que no tiene nada que envidiar a muchos de los sofisticados aparatos que se utilizan en un laboratorio de química analítica. Se llama lengua, y a la información sobre la composición de lo que ingerimos le llamamos sabor. Este fantástico órgano es capaz de decirnos si en lo que nos metemos en la boca hay una alta concentración de iones de sodio o potasio, y nos dirá que está salado. Si la concentración de protones es muy alta nos dirá que sabe ácido. Si el alimento es rico en hidratos de carbono reductores (con un grupo cetona o aldehído libre), la lengua nos dirá que el sabor es dulce. Por cierto, hay moléculas que sin ser azúcares pueden activar esta zona de sabor. Las llamamos edulcorantes, como la sacarina o el aspartamo; incluso algunas proteínas, como la miraculina o la monelina, son capaces de dar sabor dulce sin ser azúcares, y por lo tanto engordan menos. En la lengua también hay receptores que detectan el sabor amargo, que evolutivamente puede haber sido una forma de avisar de la presencia de venenos, puesto que la mayoría tienen ese sabor por la presencia de alcaloides. En el fondo de la lengua tenemos unos receptores especiales para el sabor a carne asada, llamado también «umami», que detecta al aminoácido glutamato; por eso, este aminoácido lo utiliza la industria como saborizante, sobre todo en las patatas fritas y en los snacks. En la comida oriental también es bastante frecuente utilizarlo como potenciador del sabor, de la misma forma que en Occidente utilizamos la sal. Por cierto, el glutamato ha sido diana de ataques alegando que puede causar adicción o diferentes trastornos. También se le ha culpabilizado de ser el causante del síndrome del restaurante chino, que alegan sufrir algunas personas después de comer en un restaurante chino y que se caracteriza por migraña, rubor, sudor y sensación de presión en la boca. Realmente ningún estudio ha conseguido relacionar el glutamato con estos síndromes, y no hay ninguna agencia oficial en todo el mundo que haya lanzado una advertencia o aviso de precaución en contra del glutamato, por lo que a pesar de la información que circula por internet, su uso es seguro, como podría esperarse de un aminoácido esencial, puesto que sin él no podríamos formar las proteínas y moriríamos sin remedio.

Por lo tanto, después de miles de años cocinando y experimentando nuevos sabores, hemos logrado convertir las cocinas de cualquier casa en unos impresionantes laboratorios químicos en los que nos metemos cada día para realizar complicadas reacciones. Entre que compras la comida del súper y la sirves en la mesa se producen transformaciones importantes. Obviamente, no tienen ni la misma textura, aspecto, olor y sabor el arroz en el paquete o en la paella, ni el pescado en la caja de hielo o a la plancha. Por ejemplo, ¿por qué la carne asada cambia de color, aspecto y textura? Cuando fríes o asas la carne de cerdo, cordero o ternera, esta pasa del color rojo al color marrón, y luego al típico aspecto tostado o churruscado. Esto se debe a una reacción química conocida como reacción de Maillard, que se da entre las proteínas y los azúcares, y que es responsable también de que la masa de pan sea blanca y después de hornearla, marrón. Según el grado de asado de la carne aparecerán diferentes moléculas que tendrán una incidencia en el sabor o en la textura. (Por cierto, no conviene asar la carne a mucha temperatura porque se desarrollan algunos compuestos como los benzopirenos, que son cancerígenos muy potentes.) La reacción de Maillard se inhibe a pH ácido. Si queremos evitar que algo se churrusque demasiado podemos hacerlo acidificando el pH con vinagre o zumo de limón.

De la misma manera, la mayonesa es una emulsión de microgotas de aceite encapsuladas en la proteína del huevo, y un merengue consiste en hacer que la proteína de la clara del huevo encapsule aire y azúcar. No obstante, hasta en el alimento más sencillo y aparentemente menos elaborado se están produciendo infinidad de reacciones químicas que explican todos los usos y propiedades. Sin ir más lejos, piensa en tres alimentos que difícilmente faltan en cualquier cocina. Sigue leyendo y verás que todo es química.

HUEVOS, LECHE Y PAN, TODO CON MUCHA QUÍMICA

Una de las consecuencias lógicas de la cocina, y de que todas las manipulaciones y procesados que realizamos con los alimentos no sean más que reacciones químicas, es que si lo miramos desde el punto de vista de la química es cuando entendemos todas las propiedades de estos alimentos. Algunas son fascinantes, por ejemplo, los huevos.

Lo primero que vemos del huevo es la cáscara, formada por proteínas, sobre la cual se deposita carbonato de calcio, responsable de que esta sea dura. Si pones los huevos en vinagre o con algún ácido, el carbonato cálcico se solubiliza y la cáscara se queda solo con las proteínas y se hace blanda. Así se preparan los huevos encurtidos, que en España no son demasiado conocidos pero sí en Estados Unidos. Los podemos ver en la típica imagen de un frasco grande de huevos donde los clientes del bar, de forma muy antihigiénica, se sirven ellos mismos (Homer Simpson es un habitual consumidor en el bar de Moe).

¿Nunca te has preguntado por qué en el súper los huevos están a temperatura ambiente y en casa los metes en la nevera? La respuesta también está en la cáscara. Si en el súper los tuvieran en la nevera tardarían más en caducar, pero el problema es que en cualquier supermercado, la gente abre y cierra la puerta del frigorífico continuamente, lo que produce que se condense líquido. Si este líquido se condensa sobre la cáscara de huevo favorece un medio de crecimiento ideal para bacterias tan indeseables como las de salmonella o shigella, que provocan muchos problemas, sobre todo en verano; por eso vale la pena acortar un poco la fecha de caducidad manteniéndolos sin refrigerar, para no acabar en el hospital cada dos por tres.

Otra peculiaridad es que el huevo originalmente no es un alimento para nosotros, sino para permitir que se desarrolle un pollito en su interior. Por eso la cáscara no es hermética: permite la respiración y el intercambio de gases. Aunque el huevo no esté fecundado sigue estando vivo. La abuela tenía un viejo truco para saber si el huevo era fresco o estaba pasadito, que consistía en meterlo en un vaso de agua. Los huevos frescos se van al fondo y los pasados flotan. ¿Por qué? La densidad de un huevo recién puesto es de 1,035 g/ml, esto es, un poco más de la densidad del agua, por eso se va al fondo. Mientras está almacenado, el huevo sigue respirando y desprende CO2, por lo que la densidad va bajando hasta que se hace menor a 1 g/ml, que es la del agua; y entonces flota.

Esta emisión de CO2 también comporta un cambio en el pH. A medida que envejecen, los huevos van subiendo el pH y esto también tiene un efecto sobre la albúmina, que es la principal proteína de la clara. Si fríes un huevo fresco, lo blanco se queda compacto alrededor de la yema. Si ha envejecido, el pH básico hará que la clara se extienda por toda la sartén y tenga una consistencia acuosa, y aquí las abuelas sabían sacarle partido, sobre todo las británicas. A los ingleses les encanta prepararse para desayunar poached eggs, que es como los huevos pasados por agua, pero hervidos sin la cáscara. Para que los huevos se queden compactos y no se deshagan el truco es poner vinagre en el agua hirviendo, porque esa acidez hace que la albúmina se contraiga y no se desparrame la clara por toda la cazuela. Otro uso de la albúmina de la clara de huevo es que se utiliza durante la elaboración del vino para hacer que las impurezas de las cubas de mosto vayan al fondo y se quede el líquido claro. Por eso, en las zonas donde elaboran vino son típicos los postres a base de yema de huevo. Algo hay que hacer con lo que sobra, y no existe mayor delito que tirar comida, que nuestras generaciones pretéritas han pasado por muchas épocas de hambre y escasez.

Y ya que estamos con la albúmina: es la responsable de un evidente cambio de propiedades debido a la cocina. Una clara de huevo cruda es transparente, pero una vez frita o hervida es blanca y opaca, un proceso que, aunque parezca mentira, está relacionado con hacerse la permanente u operarse de cataratas. La albúmina de la clara es rica en un aminoácido llamado cisteína que contiene azufre. El azufre de esta cisteína tiene, entre otras propiedades, la capacidad de unirse con el azufre de otras cisteínas para mantener la estructura de la proteína. Con el calor, estos enlaces entre dos azufres se rompen, la proteína pierde su estructura y cambia sus propiedades, entre ellas que ya no deja pasar la luz. Cuando te haces la permanente te ponen una solución que rompe estos puentes en la queratina del cabello de manera reversible. Con los rulos se obliga a que cuando se formen otra vez adopten la forma (rizada) que tú quieres. Cuando alguien tiene cataratas es porque con la edad la proteína del cristalino del ojo no se forma correctamente y las cisteínas no enlazan bien, por lo que al igual que la albúmina frita, la proteína ya no es transparente sino opaca. Todo es una simple cuestión de química de proteínas.

Las cisteínas también son responsables de otro aspecto conocido y desagradable de los huevos. A medida que el huevo envejece se va alcalinizando (es decir, sube el pH); en estas condiciones, el azufre de las cisteínas puede reducirse a ácido sulfhídrico, que es un gas que tiene un olor muy desagradable, concretamente huele a huevos podridos. Este gas también se produce en nuestro intestino como parte de la fermentación bacteriana y es responsable del mal olor de los pedos (a pesar de estar en un contenido mínimo), y no el metano, al que injustamente culpabilizamos. Un pedo normal está formado por un 60 por ciento de nitrógeno, un 20 por ciento de hidrógeno, un 10 por ciento de CO2, un 6 por ciento de metano y un 4 por ciento de oxígeno. El metano, el oxígeno y el hidrógeno son inflamables pero inodoros.

La química de los huevos también sirve para hacer alguna que otra gamberrada. En cualquier tienda de minerales venden piedras de pirita, famosas porque tienen forma de cubo brillante. Estas piedras son sulfuro de hierro. Si pones una piedra de esas con salfumán, empezará a burbujear el famoso acido sulfhídrico y habrás preparado una bomba fétida instantánea con un olor nauseabundo, como a huevos podridos o a pedo concentrado. Saber química puede servirte para hacer gamberradas épicas.

En cuestiones de huevos, la sabiduría popular también echa mano de la física cuando le conviene. Un dilema que a todos se nos ha presentado alguna vez: hierves varios huevos, los dejas en la nevera —en el estante de los huevos— y luego no te acuerdas de cuáles son los frescos y cuáles los cocidos. Distinguirlos supone no tirar un huevo fresco cuando necesitabas uno cocido para la ensaladilla, que no estamos para gastos en estos tiempos de crisis. El truco es hacerlo girar como una peonza encima del banco de la cocina; si se frena es fresco, si sigue girando es duro. Cosas de las leyes de Newton. En el huevo fresco, el interior es fluido; si lo giras, la masa se desplaza hacia el exterior y eso frena el giro por una cuestión de inercia y conservación del momento angular. Es similar a una patinadora que para girar más despacio abre los brazos y para girar más rápido los cierra. En el huevo cocido, la masa no se puede mover por el interior, por eso no cambia el momento de inercia y sigue girando a la misma velocidad.

¿Y qué pasa con la leche? ¿Es importante la química? ¿La abuela la utilizaba? Obviamente. La leche, como la mayoría de alimentos, está formada por grasas, azúcares y proteínas. La leche es un alimento fundamental, puesto que tiene todos los nutrientes necesarios para el desarrollo de las crías de los mamíferos. El principal azúcar de la leche es la lactosa, una molécula formada por la unión de dos azúcares, uno llamado galactosa y otro glucosa. Los griegos llamaban galakt a la leche, y es la que ha dado nombre a la Vía Láctea, de la que decían que era la leche de la diosa Hera, esposa de Zeus, derramada cuando este le arrebató del pecho a Hércules. De ahí la palabra galaxia, para definir las agrupaciones de estrellas.

Por lo tanto, «La guerra de las galaxias» sería como decir «La guerra de las leches», que más bien parece una película de quinquis de los ochenta, de esas en las que salían el Torete, el Pirri y Antonio Flores. No entiendo cómo en su momento a ningún productor español se le ocurrió hacer una versión castiza de la película de George Lucas como hicieron en Turquía. Hubiera sido impagable ver a estos tres actores (por decir algo) en plan Jedi-macarra con navajas láser. Por cierto, lo de la versión turca de La guerra de las galaxias no es broma, se encuentra fácilmente por internet. Solo apta para estómagos a prueba de bomba.

La principal proteína de la leche es la caseína, constituida por tres piezas diferentes que encajan entre sí formando unas esferas microscópicas llamadas micelas. Estas tienen la particularidad de que las piezas que no son solubles en agua se quedan hacia dentro y las que sí lo son forman la capa exterior, para que las proteínas queden disueltas en la leche. Pero estás micelas, aun así, son muy inestables. Al pH normal de la leche (alrededor de 6) aguantan bien; en cambio, a pH más ácidos dejan de ser solubles y precipitan.

La leche, como otros muchos alimentos, presenta el problema de que puede contaminarse con bacterias, pero a veces hay que saber valorar las pequeñas ventajas de las grandes derrotas. Si estas bacterias son el Streptococcus thermophilus y Lactobacillus bulgaricus, lo que hacen es consumir el azúcar de la leche (la lactosa) y producir ácido fórmico. Como aumenta el ácido en la leche, el pH baja, las micelas de caseína dejan de ser estables y esta precipita, separándose del suero. Al precipitado resultante lo llamamos yogur, un producto que empezó a elaborarse en Bulgaria hace la tira de años. Por supuesto existen otras bacterias, hongos, insectos o gusanos que pueden contaminar la leche, pero tenemos la ventaja de que si se contamina por estas dos bacterias el producto es comestible, porque no son bacterias que produzcan enfermedades; y además permiten que se conserve más tiempo. Por eso, el truco para hacer yogur es coger un yogur ya hecho, disolverlo en leche fresca y ponerlo con calor, más o menos unos 35 ºC. Lo que estamos haciendo es contaminar la leche, pero con bacterias «amigas». Esta contaminación controlada evita que la leche se eche a perder por otros bichos más indeseables. Por cierto, esa imagen tan típica de los documentales de la 2 de las mujeres africanas transportando la leche en calabazas vaciadas que apoyan sobre la cabeza tiene que ver con la química de la leche. Debido a las altas temperaturas, los ácidos de la calabaza y la contaminación de bacterias, cuando la leche llega a su destino ya está convertida en yogur, lo que hace que se conserve durante más días.

Las bacterias no son las únicas que pueden modificar las propiedades de la leche. Si en vez de con bacterias la leche se infecta con una mezcla de bacterias y levaduras como la cándida (pariente cercana de la que causa las infecciones vaginales), lo que se obtiene es kefir, una especie de yogur líquido típico de Turquía y de otros países árabes. Al digerir la lactosa, las levaduras producen una fermentación alcohólica similar a la levadura cuando consume el mosto del vino, por lo que el kefir puede llegar a tener hasta dos grados de alcohol, lo cual no es realmente una contradicción con el hecho de que sea una comida típica de países musulmanes: según la mayoría de escuelas coránicas, lo que es pecado no es consumir alcohol sino emborracharse. En Mongolia y en las zonas habitadas por los tártaros es típica una bebida parecida llamada kumis, obtenida al fermentar leche de yegua.

Hasta aquí hemos visto cómo podemos hacer yogur por la acción de bacterias u hongos, pero también hay otros métodos sin intervención de microbichitos. En la cocina india o en algunos países de Sudamérica es muy típico elaborar el yogur de forma «química», aunque, eso sí, de la de toda la vida. Es tan fácil como hervir la leche con vinagre o limón, lo que provoca la coagulación de la caseína. Este «yogur» instantáneo se utiliza para elaborar platos dulces o salados. Si pruebas a hacerlo con leche de tetrabrik no te saldrá, tienes que utilizar leche fresca o leche pasteurizada. Esta leche conserva mejor el sabor y las vitaminas porque se realiza un tratamiento térmico menos severo, pero su vida en la nevera es muy corta. La leche que consumimos es UHT, que ha sido sometida a un tratamiento térmico más largo y se conserva mejor, aunque pierda sabor y vitaminas. Durante este procesado, otra proteína, la lactoglobulina, se desnaturaliza y recubre a la caseína, lo que dificulta el cuajado.

La legislación de los lácteos también es la leche, como no podía ser menos. Solo se puede etiquetar yogur si está fermentado con las bacterias Streptococcus thermophilus y Lactobacillus bulgaricus, y estas tienen que estar vivas cuando te las comes. Si tienen algún tratamiento o las bacterias son diferentes, la ley impide que lo llames yogur. El grupo Pascual tuvo un problema hace unos años cuando quiso vender un producto llamado «yogur pasteurizado después de la fermentación». El asunto consistía en esterilizar por calor el yogur después de elaborarlo. Las ventajas eran que al haber matado a los bichos no hacía falta guardarlo en la nevera y duraba más, pero la férrea legislación obligó a cambiar el etiquetado. Por eso vemos tantos productos etiquetados como «preparado lácteo» o «producto de leche fermentada».

Conseguir seguridad alimentaria y que la gente cumpla las normas mínimas de higiene y manipulado de alimentos para evitar intoxicaciones nos ha costado mucho esfuerzo y educación. Que un ministro de agricultura diga que come yogures caducados, como hizo Miguel Arias Cañete en El Hormiguero el 12 de junio de 2013, me parece una frivolidad irresponsable. Es cierto que en la mayoría de casos se puede comer un yogur caducado y no pasa nada, pero el día que alguien se intoxique por culpa de un yogur caducado ¿se hará responsable Arias Cañete?

Ahora que la moda es comer todo natural, no puedo evitar referir la historia del yogur más natural que me he comido nunca. Estaba jugando al avioncito con mi hija de tres meses, sosteniéndola por encima de mi cabeza y riéndome. En ese momento regurgitó leche cuajada por los ácidos de su encantador estómago con tal puntería que pasó por mi boca a la velocidad del rayo dejando un rastro en mis labios, lengua, paladar y epiglotis hasta alojarse directamente en el esófago. Sabía a yogur y, como diría Punset, todo natural, nada artificial.

La caseína da mucho más juego en la comida tradicional. Bajar el pH del medio no es la única forma de precipitar la caseína. Existen unas enzimas llamadas proteasas que son capaces de cortar a otras proteínas. Si ponemos proteasas en la leche, estas digerirán la envoltura externa de la caseína, por lo que las partes del interior quedarán expuestas al medio; y por si fuera poco, estas proteínas tienen fosfato en su composición. El fosfato, al contacto con el calcio de la leche, precipitará y tendremos otra vez la caseína precipitada, pero esta vez no habremos cambiado el pH del medio. Al resultado no lo llamamos yogur, sino cuajada o requesón, y si lo maduramos será queso. ¿Y cómo se ponían estas proteasas en la leche? Pues el cuajo de toda la vida era un trozo de intestino de ternero lactante que se agregaba a la cuba de leche, rico en proteasas (a veces me pregunto quién sería el primero al que se le ocurrió tirar un trozo de vaca muerta a una cuba de leche y lo que le dijeron, supongo que como mínimo guarro). Una vez producido el cuajado de la leche por la acción de las proteasas, se puede consumir tal cual en forma de cuajada o requesón, o podemos fermentarlo con otros hongos o bacterias que pueden consumir este cuajo y darle las propiedades de textura, sabor, color y olor típicas de cada queso. Lo importante aquí es que, a diferencia del yogur, las bacterias no son necesarias para obtener el queso a partir de la leche, pero sí para darle el sabor típico de cada queso. Para hacer queso suizo con agujeros (el emmental que se hace en el cantón de Berna; no el gruyer del cantón de Friburgo), se infecta la leche con unas bacterias que convierten el ácido láctico producido por la fermentación de la lactosa en CO2 (¡burbujas!) y ácido propiónico. Para obtener el roquefort se infecta la leche con un hongo llamado Penicillium roqueforti. El camembert y otros quesos de pasta blanda se infectan con Penicillium caseicolum o Penicillium camemberti, que le confieren el fuerte sabor característico.

En la leche también hay grasas, algunas de ellas esenciales. El porcentaje de grasa de cada leche varía en función del animal. La leche de vaca tiene un 3,5-4 por ciento de grasa, similar a la de mujer; la de cabra es un poco más grasa (4-4,5 por ciento). El récord de la naturaleza lo tiene la leche de mamíferos que viven en el Polo, como las focas, ya que necesitan alimentar a sus crías con leches con mucha grasa para obtener energía. La leche de foca llega a acumular un 45 por ciento de grasa. De las leches para consumo humano, la más grasa es la del yak, bovino que pastorea en el Himalaya, con un 8 por ciento de grasa, cuya leche es blanca y no rosa, como dice la leyenda urbana.

Hay dos formas de separar la grasa de la leche, que dan lugar a diferentes productos. Por una parte, en la leche recién ordeñada la grasa insoluble flota y se puede separar simplemente con una paleta. Si hervimos esta leche la separaremos más. A esta parte grasa la llamamos nata, y no hace falta mencionar los usos que tiene en cocina y repostería. Una estrategia típica de las industrias lácteas es vender la nata por un lado y por otro la leche desnatada. El problema es que la codicia es muy poderosa y a veces es más rentable la nata que la leche entera. Una forma de adulterar la leche es desnatarla, añadirle grasa de cerdo y venderla como leche entera. Obviamente la manteca de cerdo es mucho más barata que la nata de la leche. Esto, por supuesto, es fácil de detectar, y hoy en día sería impensable que alguien perpetrara un fraude tan burdo.

Podemos batir la nata obtenida y tendremos mantequilla; el líquido sobrante después de batir la mantequilla es el suero de mantequilla, o buttermilk, una bebida popular en Centroeuropa y en los países anglosajones, que por suerte para nuestra gastronomía no hemos importado. Seguro que en algún momento de tu vida te has deslomado transportando una bombona de butano. Este gas se llama así por tener cuatro átomos de carbono. De hecho, en química el prefijo but- indica que estamos ante una molécula con cuatro átomos de carbono. El prefijo viene de la palabra latina butirum, que significa mantequilla, y esto es así porque el ácido graso mayoritario en la mantequilla es el ácido butírico, que, efectivamente, tiene cuatro átomos de carbono. De la misma manera, moléculas con dos átomos de carbono utilizan el prefijo acet-, que viene de acetum (vinagre), porque el ácido acético diluido es exactamente eso, vinagre. No solo es imposible comer sin química, sino que gracias a la comida hemos aprendido química y hasta les ponemos nombre a las moléculas.

Y si ya tenemos la mantequilla y los huevos, solo nos falta el pan para mojar. Pero para hornear el pan antes necesitamos la harina, que no es más que un cereal triturado. La semilla de los cereales está formada por una cáscara externa, por una cáscara interna denominada salvado, por el germen o embrión, que es lo que sería la planta si la dejáramos germinar, y por la parte que nos interesa, el endospermo, formado principalmente por azúcares. Los azúcares en la harina componen cadenas largas que llamamos almidón. Históricamente se ha optado por utilizar solo el endospermo, lo que da lugar al pan blanco, mientras que el pan con salvado (pan negro o integral) estaba reservado a las clases bajas, ya que al incluir el salvado se aprovechaba más el grano y su elaboración era más barata. Curiosamente el salvado aumenta su contenido en fibra y en vitamina B, por lo que mejora sus cualidades nutricionales.

A veces las costumbres matan. Por ejemplo, los últimos de Filipinas, es decir, el contingente español que estuvo atrincherado durante casi un año en la iglesia de Baler, en la isla de Luzón, sufrió más bajas por el beriberi que por los insurgentes filipinos. Esta enfermedad se debe a un déficit de vitamina B1. Si se hubieran comido la cáscara del arroz no habrían tenido este problema, pero en aquella época la cáscara del cereal no se consideraba un alimento.

Además de azúcares (también llamados carbohidratos), en la harina también hay proteínas. La proporción entre proteína y azúcares determinará el tipo de harina y su uso. Las harinas integrales tienen alrededor del 13 por ciento de proteína, un 71 por ciento de carbohidratos, y dan lugar a masas más duras, mientras que una harina refinada para uso en pastelería tiene solo un 7,5 por ciento de proteína y un 79,4 por ciento de carbohidratos, dando lugar a masas muy blandas. El cereal más utilizado para hacer pan es el trigo. ¿Por qué preferimos el trigo a otros cereales? En este caso, el truco no está en el almidón, sino en las proteínas, sobre todo en el gluten. El gluten es una familia de proteínas que tiene la característica de que, al ser amasada, hace que la masa adopte una estructura compacta y flexible, como si fuera chicle. Una de las proteínas de esta familia, la gliadina, es capaz de disparar una respuesta autoinmune en determinadas personas, que se carga las vellosidades del intestino. A esta enfermedad se la conoce como celiaquía, y afecta a un alto porcentaje de la población. En las harinas viejas o maduradas, parte del gluten se ha degradado, por eso hacen masas más esponjosas. Un pan con una harina joven tendrá una masa densa y compacta, con pocas burbujas, y originará un pan con menos volumen. Estas burbujas no se hacen solas, hay que añadir levadura.

El pan con levadura es conocido desde el antiguo Egipto, pero durante mucho tiempo ha sido algo exótico debido a su difícil conservación y al hecho de que rápidamente se vuelve duro, por lo que hasta hace unos siglos la gente optaba por el pan sin levadura o pan ázimo. Relacionamos la palabra ázimo con la pascua judía, ya que es uno de los alimentos utilizados en su liturgia, pero realmente procede del griego y significa «sin levadura». El pan en la forma actual de barra empieza a elaborarse en París a finales del siglo XVII. La levadura se obtenía de los posos de las cubas de cerveza o de una masa anterior antes de cocerse. La levadura Saccharomyces cerevisiae es la misma que se utiliza para hacer pan, cerveza o vino; simplemente es un bicho que se come el azúcar del mosto o de la harina y produce etanol primero, y luego CO2, es decir, burbujas. En una cuba de mosto, como hay abundancia de azúcar se puede elaborar alcohol; en cambio, en la harina hay poco azúcar libre, puesto que la mayoría está en el almidón, por lo que produce CO2. Sabiendo esto, se puede trucar la masa. Si quieres que suba más, añade azúcar y déjala fermentar más tiempo, porque la levadura tendrá más alimento y se producirá más CO2. Para que suba menos el truco es añadir sal, o que fermente menos tiempo, ya que inhibe el crecimiento de la levadura. Por cierto, la levadura es un bicho, pero en los supermercados venden unos sobres en los que pone «levadura química» o «gasificante». Cuando añadimos levadura química, lo que hacemos es mezclar bicarbonato con un ácido (normalmente tartárico o cítrico); en un medio ácido, el bicarbonato se descompone en CO2 y agua, y ya tenemos las burbujas. Aquí da igual que la masa sea dulce o salada.

Cuando metemos el pan en el horno se siguen produciendo cambios químicos. Cuando la temperatura supera los 60-70 ºC, la levadura muere y el almidón sufre un proceso llamado gelatinización, que permite que el agua penetre en su estructura. El gluten pierde su estructura de chicle debido a que se unía con otras moléculas de gluten y se adhiere a la superficie del almidón, formando una red que impide que se escapen las burbujas. Cuando la temperatura de la superficie alcanza los 200-220 ºC, la superficie adquiere el color marrón típico, por la reacción de Maillard entre los azúcares y los aminoácidos.

Y una vez horneado, el pan, como todo en esta vida, también envejece. En una hogaza recién hecha, el almidón está desestructurado y rodeado de moléculas de agua, lo que le da la textura de pan fresco, pero a medida que pasan las horas el almidón tiende a recuperar su estructura y va expulsando las moléculas de agua, es decir, se va poniendo duro… Al contrario de lo que ocurre en otros productos, que a medida que pasa el tiempo se ablandan. Si añadimos grasa en la masa, este proceso se ralentiza; por eso la bollería suele aguantar un poco mejor. Almacenar el pan en una panera también frena esta pérdida de humedad, simplemente porque si no hay corriente de aire le cuesta más evaporarse. Un truco para ablandar el pan es calentarlo. Esto es debido a que parte del agua se ha quedado retenida en las estructuras del almidón y el gluten, y al calentarla la liberamos; el pan se queda con una estructura más aceptable, pero por muy poco tiempo, porque la cantidad total de agua es mucho menor que en el pan recién hecho. Y el horneado tiene que ser poco a poco, así que mejor en un horno. En el microondas, el agua se evapora de golpe y provoca que estas estructuras exploten, produciendo el típico pan flácido cual magdalena después de mojarse en café con leche. Al pan le pasa como al amor, segundas partes nunca fueron buenas. Tratar de recalentar una pasión antigua puede funcionar efímeramente, pero luego todo se hace aún más duro.

PLATOS TRADICIONALES: CIENCIA, HISTORIA Y ECONOMÍA

Hasta aquí hemos visto que solo podemos entender los alimentos más comunes, el pan, los huevos y la leche, si vamos a su composición química. Pero ¿qué pasa con los platos más tradicionales? ¿Hace falta química o física para entenderlos? Resulta que nuestros abuelos tenían presentes conceptos como presión atmosférica, química de lípidos y extracciones en dos fases, y de hecho, sin tener claro todo esto, sería imposible elaborar toda una serie de platos. Sería interminable hablar de todas las recetas tradicionales en una gastronomía tan rica como la española. La gastronomía también es un reflejo de la historia y de la economía, sobre todo de los malos tiempos. Aquí se cumple la máxima de que el hambre agudiza el ingenio, y los platos más populares y complejos o los ingredientes más infrecuentes suelen ser una herencia de épocas de carestía. En épocas de bonanza se mata a una vaca o a un cerdo y se come un filete o un asado sin darle demasiada importancia a la elaboración. Con ponerlo encima de unas brasas o freírlo en una sartén sobra. El problema es cuando no hay carne para todos. En los platos populares suele haber contadas piezas de carne convenientemente acompañadas de ingredientes más baratos como cereales y verduras, o aparecen partes del animal que no son las más demandadas, como los callos, la oreja o las manitas de cerdo. Un plato típico de la cocina marinera de la comarca de La Marina es el suquet de peix, un guiso hecho con pescado, patatas y tomate. El truco de este plato es que llena el estómago con la patata y el tomate, y un pescado se reparte entre dos o tres personas, una solución de emergencia para cuando no hay un pescado para cada uno. De la misma manera, la elaboración de caldos es una forma de aprovechar las partes del animal o el pescado que no se pueden consumir directamente y que en épocas de bonanza se desechaban.

Pero vayamos a la ciencia. Vamos a coger dos platos típicos que seguro que hemos comido alguna vez en casa de los abuelos, uno de invierno, el cocido, y uno de verano, la paella. ¿Alguna vez has pensado en la química que interviene en su elaboración?

EL COCIDO DE LA ABUELA
Y LAS EXTRACCIONES EN DOS FASES

Marcel Proust recordaba su infancia con una magdalena. Debió de tener una infancia muy infeliz o una abuela muy tacaña. A mí no hay nada que me haga recordar la infancia como un día frío y un buen plato de cocido de los que me comía en casa de mi abuela. Es uno de los platos más extendidos en toda España, con las variaciones propias de cada localización, con sus respectivos nombres: olla, puchero, pote, caldo, cocido o mojo picón. La idea básica es la misma: una olla muy grande en la que se juntan alegremente carne de pollo, cerdo, ternera y huesos de jamón con col, garbanzos, zanahorias, patatas y un largo etcétera. Se añade sal, agua, especias y se deja hervir toda la mañana para conseguir un caldo espeso y consistente. Luego se consume el caldo acompañado de fideos, estrellitas, lluvia, galets en Cataluña o arroz en Valencia, de forma que ya cubre con creces todas las cantidades diarias recomendadas de lípidos e hidratos de carbono. Para complicarlo más, en la comarca leonesa de la Maragatería la sopa se toma al final.

Mi abuela, mi madre y yo mismo solemos hacerlo con arroz, aderezado con los garbanzos del cocido. Y al final, cuando ya parece que has comido suficiente, viene el festival de calorías que es toda la carne y la verdura, con delicatessen tales como hacerse una masa con la patata hervida y el tocino. Por supuesto la cocina de mi abuela era buenísima para el colesterol, lo ponía por las nubes. No obstante, un cocido, gracias a lo variado de sus ingredientes, es un plato brillante para observar toda la química que hay en la cocina popular.

Cuando hierves, lo que estás haciendo es una extracción acuosa. Las moléculas de los ingredientes que son solubles en agua pasan al líquido, y por eso el caldo coge el sabor. El aumento de temperatura reblandece y rompe las estructuras del tejido conjuntivo y muscular de la carne, favoreciendo la transferencia de moléculas al líquido. En un cocido, la carne se trata a bastante menos temperatura que en un asado, puesto que el agua hierve a algo más de 100 ºC y mantiene esa temperatura. Digo algo más porque la sal y las especias disueltas hacen que suba la temperatura de ebullición. Si utilizamos una olla exprés, el aumento de la presión hará que la temperatura de ebullición aumente y, al revés, si tratamos de hacer un cocido en los Andes o en el Himalaya, la baja presión atmosférica hará que el agua hierva a muy baja temperatura. El cocido se quedará muy aguado y la carne dura. Mientras va hirviendo, los compuestos solubles en agua irán pasando al caldo, pero ¿qué pasa con los que no lo son? Es decir, ¿qué pasa con la grasa en un cocido?

La grasa se va soltando de la carne. Como es menos densa se va hacia la parte superior y, al no ser soluble en agua, esta capa está diferenciada del resto del caldo. Entre las moléculas que se escapan de la carne y la verdura hay algunas que no se disuelven en agua, pero sí en grasas o aceites, y se arrastrarán con la grasa. Por ejemplo, el principal colorante del pimentón es liposoluble (se disuelve en grasas), por lo que si la abuela le ha echado un poquito, dulce o picante, esta capa tendrá un color rojizo, y lo mismo si se ha puesto chorizo. Algunas vitaminas como la D y la E se encuentran en esta capa.

Vamos al plato. Cuando te sirven la sopa, en caliente, sobre la superficie se ven unas gotas transparentes, que cuando tratas de coger con la cuchara parece que huyan. Eso son los triglicéridos, componentes mayoritarios del tejido graso (vamos, lo blanco de la carne o el taco de tocino) y de nuestros michelines. Ahí es donde va el exceso de comida que no consumimos. Como son menos densos, flotan, y como no son solubles en agua, tratan de evitarla; por eso se organizan como las caravanas del oeste cuando les atacaban los indios, todos apretados para exponer la menor superficie posible, es decir, en círculos. Si por una de aquellas las grasas fueran más densas y más o menos como el agua, formarían esferas. Este es el mismo fundamento que tienen las lámparas de lava, tan famosas en las tiendas de objetos inútiles para acumular trastos, perdón, tiendas de hogar y decoración. Tenemos dos líquidos que no se pueden mezclar. La densidad del líquido coloreado es mayor que la del otro, por lo que se va al fondo, donde está la luz. Al calentarse, disminuye la densidad y flota. Cuando está en la superficie de la lámpara, se enfría y vuelve a bajar.

Otro pequeño fenómeno de las sopas es que mientras estás esperando a que se enfríe se forma una capa en la superficie, el tejuelo. Si metes la cuchara lo más probable es que te lo lleves todo de una. El mundo se divide entre la gente a la que le da mucho asco el tejuelo y la gente auténtica que nos lo comemos. Ese tejuelo son los fosfolípidos. Dentro de la célula, su función principal es formar la envoltura de las células. Los fosfolípidos son moléculas largas que tienen una parte soluble en agua y otra parte soluble en lípidos. Como también son menos densos se sitúan en la superficie, con una parte de la molécula encarando al agua y la cola lipídica huyendo de ella; por eso forman una capa que se extiende, y no los círculos de los triglicéridos. La ordenación vendría a ser como las piezas de un mosaico, solo que las partes solubles en agua miran hacia abajo y las partes no solubles se pegan entre ellas. Cuando metes la cuchara, la interacción entre las partes que no son solubles en agua hace que arrastres toda la capa.

Normalmente, todas las abuelas cocinan para un regimiento, por lo que siempre, después de un cocido, se pueden rellenar varias fiambreras. Aquí siguen pasando cosas. Los triglicéridos solidifican a una temperatura bastante baja, por lo que sobre el caldo de la nevera se formará una capa blanca (o roja si has puesto pimentón o chorizo). Ahí es donde está la mayoría del aporte calórico. Esto se puede quitar fácilmente con una cuchara, y así transformas el caldo que te ha dado la abuela en caldo light. Si la abuela pone huesos de ternera en abundancia, el caldo no se queda líquido sino que forma una gelatina. Esta gelatina se debe al colágeno, la proteína encargada de dar firmeza a la piel, presente también en huesos y cartílagos. De hecho, con la edad esta proteína empieza a fallar y es cuando nos salen arrugas. Al enfriarse el caldo en la nevera, el colágeno forma una estructura en forma de red que es la que le da la textura gelatinosa. Así que hemos visto que lo que parecía un plato sencillo encierra numerosas reacciones químicas, y solo podemos entender sus diferentes sabores y texturas si nos fijamos en la composición de ellos. La abuela sabía química, aunque nunca lo dijera. Cambiamos de estación, pasan los días fríos y llega la primavera. Vamos a complicar la cosa… Preparemos una paella.

LA PAELLA, SU CIENCIA Y SUS DISCORDIAS

La paella es una comida típica de primavera o verano y de salidas al campo con la familia. De hecho, se dice que las paellas y X se parecen en que siempre te las hacen mejor fuera de casa (sobre la identidad de X hay diferentes versiones). Tiene la particularidad de que son los hombres los que suelen prepararla, concretamente esos mismos machos alfa de posguerra salidos de un episodio de las primeras temporadas de Cuéntame que en casa eran incapaces de hacerse un huevo frito o fregar un plato. Para empezar, ¿cuáles son los ingredientes de una paella auténtica? Espinoso tema. En Valencia solo admitimos como acompañamiento del arroz pollo, conejo, judías planas, garrofones (alubias grandes) y caracoles. En determinadas localizaciones geográficas, como Benicarló, se puede llegar a admitir alcachofas, que le dan a la paella un peculiar tono entre verde oscuro y negro, costilla de cerdo o pato (alrededor de la Albufera). En tiempos de hambre, en la zona de la Albufera se hacían paellas con ratas de agua, y todavía recuerdo algunas de mi infancia con patas de gallina. Nada más. El resto de ingredientes son para turistas. El margen de las especias que se pueden utilizar también es muy estrecho: únicamente azafrán, romero, una cucharada de tomate triturado y, en algunos casos, ajo. Una paella con gambas, guisantes, espárragos, pimiento, chorizo, mejillones, guisantes, calamares, bacalao…, es como ponerse sandalias con calcetines: no está prohibido por ley, pero debería.

Hay una costumbre de toda la vida, pero que realmente es muy reciente: afirmar que la paella es un plato típico del mediodía. Hoy se hace extraño comerse una paella para cenar, pero hace menos de cien años, cuando la gente trabajaba en el campo de sol a sol, los platos de arroz o de caliente se hacían por la noche, puesto que la comida del mediodía era rápida y de fiambrera para seguir trabajando. Y una advertencia: en Valencia toleramos bromas con todo menos con la paella. No invitéis a un valenciano a una paella fuera de Valencia, de esas con calamares, espárragos y el arroz pastoso…; pondréis en juego vuestra amistad. También dice la leyenda que las mejores paellas se hacen con leña de naranjo, aunque aquí se percibe una obvia optimización de recursos. En La Rioja dicen que las mejores chuletas se hacen con sarmientos de vid y en Jaén con leña de olivo. Es obvio que cada uno utiliza lo que tiene más a mano y luego se autoconvence de que es lo mejor, sin haber probado otras alternativas y haberlas comparado. Un método muy poco científico. La paella no está en contacto directo con el fuego y los aromas que recibe de la leña son bastante limitados. Por lo tanto, cocinar una paella con leña o con gas no supone tanta diferencia, y además con el gas te ahorras los desagradables tropezones de carbonilla, aunque esto que acabo de decir puede despertar las iras de alguno de mis paisanos.

El primer paso para la elaboración de una paella depende de la ley de la gravitación universal de Newton. Consiste en poner un poco de aceite en el centro de la paella y verificar que se queda inmóvil. Si el aceite se desplaza hacia un lado por efecto de la gravedad hay que mover el soporte hasta conseguir que se quede inmóvil en el centro, señal inequívoca de que la paella está nivelada. La primera conclusión es que con gravedad 0 no se puede cocinar una paella. Eso que se pierden los astronautas.

El siguiente paso es sofreír la carne para que actúe la reacción de Maillard entre los azúcares y las proteínas, y le dé el típico color dorado. Una vez sofrita la carne, se añade la judía plana y el garrofón, y por último el tomate, el ajo y el hígado de pollo y conejo. Aquí es cuando viene la auténtica manzana de la discordia. Un valenciano difícilmente comerá paella fuera de Valencia, pero dentro de la misma Valencia existen dos escuelas enfrentadas. La pregunta clave que ha provocado más discusiones y rupturas de matrimonios es: ¿hay que sofreír el arroz de la paella? Los defensores del sofrito hacen el caldo de la paella aparte, sofríen el arroz y luego lo añaden. En cambio, en la otra tradición, una vez sofrita la carne y las verduras, añaden agua y hacen el caldo en la misma paella. Estas dos escuelas tienen una clara delimitación geográfica. Existe una línea Maginot invisible que se extiende desde el sur de la Albufera hasta el interior, pasando por la hoya de Bunyol y acabando en Requena, al sur de la cual el arroz se sofríe y al norte se echa con el caldo hirviendo. Las posturas son irreconciliables. Queda así claro que una paella tiene que hacerla una sola persona: es posible que dos personas de diferentes localizaciones geográficas tratando de cocinar una misma paella lleguen a las manos.

Voy a traicionar mis orígenes australes y dianenses. Por trazar la explicación completa, asumiré que estamos en la zona norte. Después del sofrito, añadimos el agua y preparamos el caldo en la misma paella. Desde el punto de vista químico no es diferente de un cocido normal, con poca grasa, en el cual el agua hirviendo extrae las moléculas de la carne y las verduras, y por eso recoge el sabor. La gracia es que hierva al menos una hora, en el transcurso de la cual se añadirán el azafrán y una rama de romero, que se quitará una vez haya dado el sabor. Nada más. Llegamos al momento clave, el arroz. Por ley no escrita tiene que ser de grano corto, es decir, de tipo japónica. Tratar de hacer una paella con arroz de grano largo (tipo índica) es un sacrilegio mayor que el de poner espárragos. Las variedades de arroz útiles para la paella son senia, bahía, albufera y bomba. Encontrar el punto del arroz es el factor clave en la paella. El arroz, como todos los cereales, está formado principalmente por almidón (cadenas largas de azúcares), con una zona más compacta en el centro que es la denominada perla. El almidón puede tener dos formas: lineal (llamada amilosa) o ramificado (amilopectina). Una vez hervido, un arroz alto en amilopectina quedará pegajoso, pero absorberá el sabor del caldo. Un arroz alto en amilosa se quedará compacto y firme después de hervido, pero le costará más absorber el sabor.

El arroz ideal para la paella es el que tenga un porcentaje intermedio entre estos dos tipos de almidón. De aquí surge la principal complicación: al ser una mezcla de los dos tipos de almidón, si hierve poco tiempo, el arroz se quedará duro y sin sabor, pero si hierve demasiado perderá la estructura y se quedará como una cataplasma compacta, con una textura propia del risotto italiano, pero no de una paella. Por ley, la paella tiene que quedar con el grano suelto. En el risotto italiano se utiliza el arroz arborio, con un alto contenido en amilopectina, que al hervir suelta el almidón formando una pasta. El arroz pastoso es apreciado en diferentes platos y en diferentes cocinas, pero no en la paella. El almidón debe quedarse dentro del grano, y ello se nota porque los granos quedan sueltos. Una paella con el arroz hecho una masa va muy bien para cementar ladrillos y levantar un tabique, pero no para comer. Se considera que uno de los mejores arroces para la elaboración de la paella es el tipo bomba: tiene una estructura firme y es más rico en amilosa, lo que provoca que no se haga pastoso a pesar de hervir demasiado.

Siguiente cuestión: la diferencia entre que la paella se quede con la textura óptima o se quede incomible, ya sea porque el arroz está duro como un perdigón, ya sea porque está pastoso, depende de la relación entre el caldo y el arroz. La cuestión no es baladí, puesto que depende de muchos factores. La medida general aproximada es de dos tazas de caldo por taza de arroz, redondeando generalmente hacia arriba. Hay que considerar la dureza del agua, esto es, la concentración de calcio y magnesio. Las aguas duras hacen que cueste más gelatinizar el almidón, por lo que necesitaremos más caldo, pero el arroz se quedará más firme. Siendo puristas, también hay que considerar la previsión meteorológica. En días de buen tiempo, la presión atmosférica es más alta y el agua hierve a más temperatura, por lo que necesitaremos menos caldo. En días nublados hará falta un poco más de caldo, porque la menor presión atmosférica hace que el agua hierva a menos temperatura. También es importante que el fuego esté equilibrado y la paella arda por igual, algo que se ve fácilmente porque el arroz sirve para romper las burbujas de hervor, haciéndose estas pequeñas y dispersas, lo que nos sirve de termómetro. Si en alguna zona no hay burbujas conviene acercar el fuego, pues es señal inequívoca de que la temperatura es menor que en otras zonas de la paella.

Llegamos al momento cumbre, cuando el arroz está a punto de beberse todo el caldo: un error en los cálculos de la proporción arroz/caldo puede subsanarse con medidas desesperadas. Demasiado caldo obligará a subir el fuego para hacer que se evapore más rápido. Poco caldo al sur de la línea Maginot puede subsanarse añadiendo más caldo; no obstante, en el norte, añadir agua redundaría en un peor sabor, por lo que hay que bajar el fuego al mínimo o, en el peor de los casos, tapar la paella con papel de aluminio para que se concentre el calor y se gelatinice antes. A pesar de que el caldo de paella es bastante ligero y no tiene demasiada grasa, en la superficie también se forma el tejuelo de los fosfolípidos y se acumulan triglicéridos que arrastran moléculas solubles en lípidos, muchas de las cuales tienen relevancia en el sabor. Al comernos los granos de la superficie, esta capa se funde en la lengua, dando un sabor mucho más intenso que el resto de la paella. Truco para hacer una paella exquisita: la capa de arroz no debe sobrepasar un dedo de espesor. En las paellas con una gruesa capa de arroz se pierde la gracia de la capa superior.

Existe un segundo núcleo de sabor en la paella que está en el fondo, el socarrat, los granos de arroz más tostados. La reacción de Maillard les confiere un sabor especial y una textura crujiente peculiar y muy apreciada. No conviene dejar que la paella se queme en exceso, puesto que el socarrat puede empezar a desprender sabores desagradables. Existe un tercer foco de sabor, muy escondido. Si se hace el caldo en la paella (zona norte), en los bordes se queda una capa de caldo seco a medida que se va consumiendo. Un poco antes de que el arroz acabe de coger el punto conviene rascarla y añadirla al poco caldo que quede, puesto que dará un sabor ligeramente tostado muy agradable.

Esta es la representación de cómo tanto las comidas más básicas como los platos más populares y tradicionales no consisten más que en coger una serie de reactivos químicos (alimentos) y aplicar sobre ellos una serie de reacciones químicas (cocina), para obtener un producto (el plato en la mesa) con una utilidad práctica (zampárnoslo). Y ya que estamos, a veces no solo es química, sino que además también es bioquímica, es decir, la química que se da en los organismos vivos. A veces hay bichitos que transforman la comida.

FERMENTACIONES: UN BICHO HA DIGERIDO MI COMIDA

Cuando hablábamos de la leche mencioné que para elaborar yogur hace falta que dos bacterias diferentes se coman la lactosa y excreten ácido para hacer que precipite la caseína y darle el sabor característico. O, lo que es lo mismo, utilizamos un microbio para modificar nuestra comida. No obstante, los microbios y otros animales también han servido para modificar nuestros alimentos y hacerlos mejores. Generalmente, a estos alimentos los llamamos alimentos fermentados: en ellos, la acción de los microorganismos es la que se encarga de oxidarlos para producir alguna molécula como alcohol o cambiar alguna de sus propiedades de sabor o textura.

Cuando pensamos en fermentaciones nos vienen a la cabeza las bebidas alcohólicas fermentadas por la levadura Saccharomyces cerevisiae, aunque hay otras levaduras capaces de realizarla. La cerveza se elabora a partir de malta, que es un cereal germinado y tostado. Este detalle es muy importante. La levadura no puede digerir el almidón, que es el componente mayoritario de los cereales, pero cuando las enzimas de la cubierta del grano germinan rompen el almidón. Una vez germinado, se tuesta para frenar la germinación y se hierve para obtener el caldo, rico en azúcares simples, que será lo que se fermentará y convertirá en alcohol. Venimos haciendo esto desde la antigua Sumeria, donde la bebían directamente en la cuba sin separar el cereal utilizando pajitas… Una gran contribución de Sumeria a la civilización, además del código de Hammurabi. ¿Cómo, sin este invento babilónico, haríamos ruido y molestaríamos en el cine sorbiendo entre los hielos de un refresco? Por cierto, la cerveza admite cientos de variaciones en función del cereal y de la levadura. Tenemos cerveza de trigo, arroz, maíz, tostada, sin tostar, con diferentes levaduras, incluso alguna con bacterias. Una de mis preferidas es la cerveza de mijo africana, que fermenta con la levadura Schizosaccharomyces pombe, que en la naturaleza habita en la piel de los plátanos.

Otro alimento fermentado que nos acompaña desde hace milenios es el vino. Tradicionalmente se creía que el vino fue descubierto hace seis mil años en el monte Ararat, más que nada porque lo dice el capítulo 9 del Génesis a partir del versículo 20. Cuando embarrancó el arca, Noe plantó una viña, hizo vino, se emborrachó y, como sigue haciendo mucha gente borracha en la actualidad, se puso a bailar en pelotas. Su hijo Cam lo vio y avisó a sus dos hermanos Sem y Jafet. Noé, en vez de agradecer que Cam lo salvara del bochorno, le echó una maldición por haberle visto desnudo. Por cierto, la historia sagrada atribuye a Cam ser el padre de los cananeos, que según algunas interpretaciones serían los antepasados de los actuales africanos. Este fragmento de la Biblia, en vez de utilizarse para estudiar fermentaciones o agronomía de la vid, que es lo verdaderamente interesante, lo utilizan los movimientos racistas estadounidenses como justificación de sus delirantes ideas acerca de que los negros son una raza inferior. ¿Entendéis ahora por qué es importante enseñar más ciencia y menos religión en los colegios?

La arqueología le ha quitado la razón a la Biblia, ya que los chinos elaboraban vino antes que Noé. Los restos más antiguos que indican fabricación de vino datan de Jiahu, en la provincia de Henan, en China, y son de hace nueve mil años. Aunque este vino contenía además cera de abejas, arroz fermentado y bayas, lo que posiblemente aportaría las levaduras para la fermentación, no se hacía realmente a partir de uvas. Los primeros vinos se harían con uvas que estaban en la naturaleza, hasta que los primitivos enólogos aprendieron a guardar un poco de la cuba que les había dado el mejor vino para contaminar el mosto de la siguiente cosecha, seleccionando así de forma artificial las mejores cepas de levadura. Los chinos perfeccionaron la técnica, y durante la dinastía Shang el vino contenía resina de pino (como el vino blanco griego Retsina de la actualidad), alcanfor, aceitunas y, curiosamente, ajenjo. Muchos siglos después, el ajenjo se haría popular como ingrediente de la absenta, sobre todo entre los impresionistas, que usaron y abusaron de esta bebida como fuente de inspiración, bautizándola como «el hada verde». Su mitificación se debe a que aparece en la obra de artistas muy relevantes, como Picasso, que tiene un cuadro titulado La bebedora de absenta. No obstante, las propiedades alucinógenas y tóxicas de la absenta se han exagerado bastante. Su toxicidad se debe a su alta graduación de alcohol, y no tanto al ajenjo o a los alcaloides. Los chinos también utilizaban plomo para sellar los recipientes de vino, igual que los romanos de la época imperial. El plomo, en contacto con el vino, que tiene un pH ácido, se disuelve y es terriblemente tóxico, provocando una enfermedad llamada saturnismo a la que se le achaca parte de la responsabilidad de la caída del Imperio romano. Otra contribución fundamental del vino a la historia de la biología es que Pasteur fue el primero en descubrir las bacterias, en cubas de vino picado.

Hasta aquí no he revelado nada que no supieras diciendo que el vino, la cerveza o el yogur son alimentos fermentados, o, lo que es lo mismo, alimentos en los que ha crecido un microorganismo que ha cambiado sus propiedades. La cuestión es que hay otros alimentos de toda la vida, muy frecuentes y que también están fermentados. Por ejemplo, el café se fermenta con bacterias para degradar la pulpa. En el caso más extremo, el del café indonesio Kopi Luwak, los granos son ingeridos por civetas, unos mamíferos parecidos a los gatos. Las enzimas digestivas (proteasas) del animal se encargan de degradar la cubierta y, a su vez, rompen las proteínas que le dan mal gusto. Cuando siguen su camino natural, los granos se separan del resto de excrementos del animal y se procesan para hacer un café que se vende a cuatrocientos euros el kilo al distribuidor y por el que fácilmente te pueden cobrar por una taza alrededor de cien euros… Eso sí, natural a más no poder.

Una leyenda urbana muy extendida en España dice que el café molido sirve para desatascar cañerías, por lo que su destino suele ser el desagüe del fregadero. En realidad no hace nada. Si las cañerías están limpias pasará sin más, pero como estén obstruidas solo puede empeorar la situación. Te darás cuenta cuando trates de desatascarla y encuentres acumulado el café de los últimos meses, y ya aviso que esta fermentación no produce ningún aroma agradable.

El café de civeta no es el único alimento fermentado por un animal en vez de por un microorganismo. El queso Milbenkäse, propio de la localidad alemana de Würchwitz, se elabora poniendo el cuajo del queso en unas cajas llenas de ácaros, un insecto presente en el polvo y la pelusilla de casa. El ácaro se come el cuajo y sus excrementos son los que realizan la fermentación, o sea, que el queso famosísimo, supernatural y tradicional es caca de artrópodo, aunque si el café más caro del mundo se obtiene de las deposiciones de una especie de comadreja, ya cualquier cosa.

Si el café es un alimento fermentado, su competidor, el té, no va a ser menos. El té no solo es un producto fermentado, sino que, además, según la fermentación tendremos las diferentes variedades. Lo más o menos fermentado que está un té y los cambios químicos que ha experimentado se pueden trazar por el color, que se debe a la presencia de polifenoles. El té poco fermentado será verde y a medida que avanza la fermentación irá pasando a castaño rojizo, marrón oscuro, violeta y finalmente negro. Para elaborar té negro y té rojo, la fermentación se desarrolla durante más tiempo, mientras que en el té verde el proceso de oxidación se detiene al poco tiempo mediante un tratamiento térmico. El té menos fermentado es el té blanco, el oolong o el té amarillo, que se hace a partir de hojas jóvenes y solo permite una oxidación muy corta para que desarrolle el aroma. Muchas veces las fermentaciones son responsables de cualidades beneficiosas y de otras que no tanto. El té verde y el té blanco, al estar menos fermentados, son más ricos en antioxidantes, algunos de los cuales tienen propiedades beneficiosas para la salud.

Un caso similar es el de otro alimento fermentado, el chocolate. Durante el proceso de elaboración, el cacao sufre una fermentación en cuyo transcurso pierde la mayoría de antioxidantes y desarrolla el sabor característico. Otros alimentos fermentados son buena parte de los embutidos y el chucrut, alimento a base de col propio de Alemania y de otros países centroeuropeos. También para obtener vainilla tenemos que secar a la luz del sol la orquídea Vanilla planifolia. En este proceso, por acción de varias enzimas, se genera un glicósido llamado vainillina, principal responsable de su aroma. La cocina asiática tradicional tampoco escapa al encanto de los bichitos: alimentos como la salsa de soja o el miso proceden de fermentaciones.[2]

Por lo tanto, la cocina tradicional, la de toda la vida, la de la abuela, no es más que un elaborado protocolo de laboratorio que nos indica las transformaciones químicas que debemos provocar en la comida para que esta pueda ser ingerida o mejore su sabor. Cuando alguien te dice que come sin química, o que simplemente prefiere la comida antigua porque no tenía química, dile que igual el mundo no es como a él le gustaría que fuera.