UNA MARCA COMERCIAL LLAMADA ALIMENTACIÓN ECOLÓGICA
En el capítulo anterior hemos visto que pensar que la comida es natural es ser muy generosos en la definición. Comercialmente, el término natural sirve tanto para el pan de molde como para las hamburguesas del McDonald’s. No obstante, hay otro término que compite por asumir todos los valores positivos que se le suponen a esta naturalidad: «ecológico». Cada vez es más frecuente encontrarse en las grandes cadenas de supermercados secciones dedicadas a alimentación ecológica o incluso tiendas específicas para este tipo de alimentación. Están etiquetadas de forma más artística (o rústica), hacen referencia a la naturaleza o a las abuelas (como todos) y suelen llevar toda una retahíla de sellos y distintivos de diferentes organizaciones públicas y privadas. En la publicidad aseguran que son más sanos y nutritivos porque no han utilizado en su producción sustancias químicas. Por supuesto, dicen que son beneficiosos para el medio ambiente y que fomentan la biodiversidad. También son cada vez más frecuentes las ferias destinadas a la venta y promoción de este tipo de alimentos, donde además de comprar productos ecológicos (con el sello oficial o sin él) te regulan los chakras, te venden piedras que curan el cáncer y te hacen la carta astral, en una extraña combinación de alimentación y misticismo rollo New Age. Los beneficios que prometen para la salud y para la conciencia ecológica son tan grandes que pasas por alto el detalle de que sean dos o tres veces más caros y que tengan peor pinta que los de la agricultura convencional. Bueno, lo de la peor pinta hasta te gusta, le da un toque más natural, más rústico, todo muy bonito y ecológico, pero ¿es verdad? ¿Es la comida ecológica tan natural, tan respetuosa para el medio ambiente y tan sana como la pintan? ¿Está justificado el sobreprecio?
¿QUÉ COMPRAS CUANDO COMPRAS ECOLÓGICO? ¿COMIDA SIN QUÍMICA?
Vas a una tienda y te venden un kilo de manzanas ecológicas… ¿Sabes realmente lo que te han vendido? ¿Qué quiere decir que un alimento sea ecológico? ¿Implica que lo ha criado la madre naturaleza para ti? ¿Que el agricultor es un abuelete que ha recogido las manzanas a primera hora y las ha llevado a la tienda diciendo que te dieran recuerdos de su parte y de su nieto cuando te las llevaras? Pues no. Que un alimento esté etiquetado como ecológico solo quiere decir una cosa: que el productor ha cumplido la normativa europea de producción ecológica, un inspector lo ha certificado, el agricultor (o ganadero) ha pagado y le han dado el sello que le permite venderlo con esa certificación.[1] Nada más. Es solo un trámite administrativo. Se puede pensar que esa normativa garantiza todo lo que nos dice la publicidad, es decir, que sea más sano y nutritivo, respete la biodiversidad y el medio ambiente, que no lleve química… Sin embargo, es todo un poco más complicado.
La normativa de producción ecológica se basa en un principio director: que todo lo que pongas en el cultivo sea natural. Mucha gente tiene asumido que en la producción ecológica no se utilizan pesticidas ni fertilizantes, pero no es cierto. Existe una lista de fitosanitarios autorizados en producción ecológica,[2] que, todo sea dicho, son fabricados en su mayoría por las mismas compañías que fabrican los destinados a producción convencional (Syngenta, Monsanto, Bayer, BASF…). No puedes utilizar fertilizantes y pesticidas sintéticos, pero sí naturales, concretamente los que salen en la lista. ¿Y esto es mejor? No necesariamente. Hay productos para el control de plagas basados en hormonas artificiales que son muy específicos para cada insecto y respetuosos con el medio ambiente, pero que no están autorizados por ser sintéticos; en cambio, otros naturales como el Espinosad están autorizados, a pesar de ser terriblemente tóxicos para insectos beneficiosos como las abejas. También se autorizan compuestos naturales muy tóxicos, como el cobre, la potasa o el alumbre, y otros bastante inefectivos, lo que contribuye a que la producción sea tan escasa.
Tenemos asumido que la producción ecológica es la producción de toda la vida, la de cuando nuestros abuelos y bisabuelos iban en carros de caballos a la huerta; pero tampoco cuadra. Desde siempre se han utilizado fitosanitarios, y nuestros abuelos también lo hacían. De hecho, si ahora cogemos un libro de agroquímica de los años cuarenta o cincuenta, pone los pelos de punta comprobar las barbaridades que se hacían en el campo. Por suerte, la mayoría de esas prácticas hoy están prohibidas; ahora se tienen en cuenta cuestiones medioambientales de las que en la época del hambre y la posguerra nadie se preocupaba. Por lo tanto, el huerto del abuelo no era ecológico, entre otras cosas porque si hubiera intentado conseguir la certificación no se la habrían dado. Tampoco es cierto que la producción ecológica se haga en pequeñas producciones o explotaciones familiares. Realmente la mayoría de la producción se realiza en explotaciones industrializadas, y en España la mayoría se dedica a exportación.
Por lo tanto, un producto no se considera ecológico porque su cultivo sea más respetuoso con el medio ambiente, ahorre energía, produzca menos CO2 o se obtenga en pequeñas explotaciones, cooperativas o familiares. Cualquiera de estos indicadores nos daría una valoración más objetiva del impacto ambiental del producto, pero no están recogidos en el reglamento, que solo se preocupa de lo que es natural y de lo que es artificial. Como hemos visto, desde el punto de vista científico es una aberración. Además, el criterio es bastante vaporoso. Se admite el uso de invernaderos y la maduración en cámaras de cultivo, lo cual es bueno para el mercado porque permite tener tomates y pepinos en invierno, pero ¿qué tiene de natural? Lo mismo con el tema del origen. No hay ningún tipo de consideración sobre la huella ecológica o el transporte del producto, por lo que puedes ir a Estocolmo y encontrarte mangos y piñas ecológicas que han recorrido miles de kilómetros exhibiendo, orgullosas, su sello europeo, o tomates madurados en un invernadero en el invierno de Hannover a costa de miles de litros de gasoil para mantener la temperatura adecuada.
El tema de la certificación también tiene su miga. Las evaluaciones se hacen anualmente y previa cita. Te tienes que fiar de que el resto del año el agricultor sea bueno y si al cultivo le atacan los bichitos utilice el pesticida ecológico, aunque funcione peor. Supongo que la tentación de utilizar el pesticida que utiliza el agricultor de al lado, que no está autorizado en agricultura ecológica pero funciona de maravilla, es muy grande. Como en botica, entre los agricultores hay de todo. En Europa, la máxima autoridad en cuestiones de seguridad alimentaria es la European Food Safety Agency, o Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA), que se encarga, entre otras funciones, de realizar los informes científicos para ver si se autorizan o no nuevos alimentos y de vigilar que se cumplan las normas de seguridad alimentaria. Los resultados del último informe de la EFSA sobre residuos de pesticidas en la comida indicaban que en un 0,8 por ciento de la producción ecológica se encontraron niveles de pesticidas superiores a los autorizados, lo cual es un nivel bajo, y que realmente al 99,2 por ciento no se le va la mano con la cantidad de pesticida. Pero vayamos a la calidad, es decir, a comprobar qué pesticidas utilizan. Lo más gracioso es que veinticinco de los veintiséis pesticidas detectados no estaban autorizados en producción ecológica.[3] No tenemos datos de los que utilizaron pesticidas no autorizados pero no sobrepasaron los niveles, aunque podemos hacernos una idea. En 2003, la revista Consumer hizo un análisis y encontró restos de pesticidas no autorizados en producción ecológica en el 21 por ciento de las muestras.[4] Esta cifra tan alta se entiende si consideramos que, por ejemplo, para toda Cataluña solo hay diez inspectores; claro, y te tienes que creer que van a ser buenos y van a cumplir el reglamento.
ALIMENTACIÓN ECOLÓGICA, CUESTIÓN DE MARKETING
Cualquier experto en marketing sabe que un aspecto fundamental de un negocio es crear una marca que el cliente identifique fácilmente y asocie con una determinada calidad, lo que se llama el branding. La agricultura ecológica ha puesto toda su energía en desarrollar esta marca y protegerla con uñas y dientes. En la actualidad coexisten tres términos equivalentes para denominar a todo aquel alimento que se ajusta a la normativa de producción ecológica. «Orgánica» es más popular en el mercado anglosajón, «Biológica» (o Bio) en Alemania y norte de Europa, y «Ecológica» en el ámbito hispano. Si «natural» se podía utilizar prácticamente de forma libre para etiquetar cualquier producto, estos tres términos están reservados para toda la comida que se ajusta al reglamento europeo. Si etiquetas algo como «ecológico» sin haber pasado la evaluación oficial, estás cometiendo una falta administrativa similar a etiquetar como Rioja un vino elaborado fuera de la denominación de origen. El mundillo agroecológico tiene muy buen rollo, todo es muy natural, pero la pela es la pela y aquí vamos todos a lo mismo.
El primer reglamento de producción ecológica data de 1991. En España, desde 1993, los términos «Bio» y «Eco» estaban reservados para alimentos de producción ecológica, pero en el año 2000 se aprueba el Real Decreto 506/2001, que autoriza el uso del término «Bio» para cualquier producto alimentario, quedando solo el término «Eco» o «ecológico» para aquellos que se ajustaran a la normativa europea de producción ecológica. Esto abrió la caja de Pandora, vino la tormenta y el conflicto de intereses. Por una parte, los productores convencionales buscaban un término que reforzara lo de «natural», y «bio» o «biológico» les venía de maravilla; pero enfrente tenían a los productores ecológicos queriendo unificar la nomenclatura con el resto de Europa para mantener la marca (todo de buen rollo, por supuesto).
El Comité Andaluz de Agricultura Ecológica denunció este hecho ante la Comisión Europea, y esta finalmente decidió a favor de los productores ecológicos, recogiendo la equivalencia de términos en el reglamento europeo 834/2007. Durante el tiempo en que el término «Bio» fue de libre utilización, aparecieron productos como el Biomanán o los yogures Bio de Danone. Después de la publicación del mencionado reglamento europeo, los yogures de Danone pasaron a llamarse Activia y el Biomanán, Bimanán. Como profesor del Departamento de Biotecnología, y en concreto del área de Bioquímica y Biología Molecular, me ofende profundamente que el término «Bio» —vida en griego— sea una marca comercial propiedad de un sector determinado. Desde aquí digo que si alguna vez me obligan a ser profesor del Departamento de Bitecnología, área de Activiaquímica y Bilogía Molecular me voy a enfadar y mucho.
Estas tres denominaciones dejan al descubierto la preocupante falta de rigor científico que rige el mundillo agroecológico. Desde el punto de vista científico, las tres denominaciones son engañosas. Toda agricultura debería poder llamarse «biológica», puesto que todo lo que se cultiva está vivo. Las piedras no se comen. «Orgánica» hace referencia a que está basada en la química del carbono, como cualquier otro ser vivo o cualquier plástico; por lo tanto, cualquier práctica agrícola también es orgánica. En cambio, la agricultura nunca es ecológica, puesto que la actividad agrícola siempre tiene un impacto ambiental. Es más, la agricultura consiste en cargarse el equilibrio ecológico de un terreno e introducir plantas cultivadas. Agricultura y ecológica son dos términos antagónicos por definición, como una película de David Lynch entendible, un político español honrado o un divorcio amistoso.
EL SELLO DE LA DISCORDIA
La historia del sello que certifica la agricultura ecológica es divertidísima. La normativa de producción ecológica es común para toda la Unión Europea, pero la aplicación depende de cada país. En algunos, como en España, las competencias están transferidas a las comunidades autónomas, y estas deciden si se encargan directamente o lo subcontratan a agencias certificadoras privadas. El problema es que cada una de estas agencias, públicas o privadas, autonómicas o estatales, tiene un sello propio que acredita la certificación, a lo que habría que añadir que muchas distribuidoras de alimentos tienen sus propias líneas de productos ecológicos, que también tienen un logotipo distintivo. Esto para el cliente no dejaba de ser una confusión. La primera regla del branding es que haya una marca única y fácil de reconocer. Otro problema añadido es que esta multiplicidad de logotipos facilitaba la pillería. Algunos fabricantes utilizaban logotipos no oficiales y hacían pasar por ecológicos productos que realmente no lo eran. Era tan fácil como no utilizar ninguna de las palabras reservadas y que el dibujo fuera lo suficientemente sugerente: un solecito, una espiga, una abuela… Vamos, la iconografía habitual.
Para tratar de arreglar este problema, la Unión Europea quiso establecer un logo unificado. Los lumbreras de Bruselas se pasaron dos años de reuniones, comisiones y viajes (a costa del erario, por supuesto) para diseñar un logo que era una carita sonriente sobre un fondo verde. Lo anunciaron públicamente, pero alguien les dijo (después de hacerlo público) que ese logo era prácticamente idéntico al que utilizaba la multinacional alemana ALDI para su línea de productos ecológicos, por lo que tuvo que retirarse. Les costó dos años más proponer tres diseños que fueron votados por los internautas. Desde el año 2010, el logotipo oficial representa la silueta de una hoja formada por estrellas amarillas sobre un fondo verde claro. Lo más gracioso es que nadie ha renunciado a perder la cuota de clientes que reconocían el logotipo antiguo, por lo que los productores han optado por incluir el logotipo europeo y mantener el nacional, autonómico, el de la agencia certificadora, el de la asociación de vecinos o el del casal fallero, con lo que se puede decir que un producto ecológico lleva más medallas que un dictador sudamericano.
CONSUMIR PRODUCTOS DE AGRICULTURA ECOLÓGICA NO ES MÁS SANO
Una de las afirmaciones que se realiza con cierta alegría sobre la alimentación ecológica es que es mejor para la salud. Y realmente eso es lo que piensan los consumidores y lo que les hace rascarse el bolsillo y optar por ella. Según un reciente informe financiado por el Ministerio de Medio Ambiente, Medio Rural y Marino (actualmente MAGRAMA), y realizado por la consultoría GFK y la empresa FOCO, el 51 por ciento de los consumidores de productos ecológicos no lo hace por el medio ambiente sino pensando que serán mejores para su salud. Solo un 13 por ciento lo hace por respeto al medio ambiente, un 10 por ciento porque cree que tienen mejor sabor y un 5 por ciento por motivos de conciencia.[5] Por lo tanto, en el consumidor español está fuertemente arraigada la idea de que el producto ecológico es mejor para su salud.
No deja de ser sorprendente, puesto que el reglamento de producción ecológica no habla en ningún momento de salud ni de contenido nutricional, solo del método de cultivo. Una planta tiene una riqueza química impresionante, mucho mayor que la de cualquier animal. El origen de esta riqueza química se explica porque las plantas son organismos sésiles, es decir, que no pueden moverse. Cuando a una vaca le pica una mosca la espanta con el rabo, en cambio una planta no puede hacer eso. Si una planta es atacada por insectos o bacterias, tiene calor, frío o sed, dispara una respuesta de defensa que consiste en sintetizar moléculas para hacer frente a la agresión externa. Esto implica que, según las condiciones de cultivo, siempre habrá variaciones en el perfil de moléculas que contengan esas plantas. Algunas de esas moléculas pueden ser nutrientes, como azúcares o proteínas, vitaminas o antioxidantes que pueden tener algún efecto sobre la salud. Por ejemplo, el mejor vino es el de los años de sequía y los mejores melocotones son los de secano, porque para hacer frente a la pérdida de agua la planta acumula diferentes azúcares que le dan mejor sabor. A partir de ahí, asumir que si lo cultivas siguiendo el reglamento de producción ecológica todos los cambios que va a haber van a ser beneficiosos para tu salud ya es pedir demasiado. Si cultivas cicuta ecológica ¿va a ser buena para tu salud? Obviamente seguirá siendo tóxica. Si cultivas tomates ecológicos ¿serán mejores para tu salud que los tomates convencionales? Pues no tiene por qué. Y eso es lo que nos dice la ciencia. Todos los estudios que se han hecho comparando el contenido en nutrientes de los productos ecológicos con los convencionales dan el mismo resultado. No hay diferencias significativas.
No hablamos solo de estudios concretos en condiciones concretas, sino también de los metaestudios, esto es, de los que comparan todos los estudios publicados. No nos referimos a unos pocos estudios, prácticamente sale uno cada mes. Sin irnos demasiado lejos, en mayo de 2013 salió un estudio que comparaba setecientos veintitrés cereales para el desayuno convencionales diferentes con ciento seis ecológicos, y se comprobó que eran similares, tanto para lo bueno como para lo malo. El contenido en grasa, sodio y azúcar en muchas ocasiones superaba lo recomendable en los ecológicos, igual que en los convencionales.[6] En julio de 2013, un grupo de investigación español publicó que la leche ecológica era más baja en micronutrientes esenciales, como yodo, selenio o zinc, que la leche convencional.[7] De hecho, en septiembre de 2012 se habló bastante del tema porque una revista americana de medicina publicó un estudio a gran escala en el que se llegaba a estas conclusiones,[8] similares a las de un estudio británico anterior,[9] y la Academia Americana de Pediatría incluyó entre sus recomendaciones que los pediatras no aconsejaran alimentación ecológica a sus pacientes alegando que era mejor para su salud.
Si no os apetece leeros sesudos estudios científicos, la Organización de Consumidores y Usuarios (OCU) realizó en 2011 una comparativa de panes, yogures y galletas con el iluminador título de «Los ecológicos: ni mejores, ni peores».[10] De todas formas, tampoco he dicho nada que los organismos reguladores de la producción ecológica no sepan. En el primer reglamento de producción ecológica, del año 1991, estaba explícitamente prohibido anunciar los productos ecológicos como mejores para la salud; esto desapareció como por arte de magia en 2007. No obstante, si hoy en día alguien consulta la página web de la Unión Europea dedicada a la alimentación ecológica, en la sección de preguntas tipo «¿Qué es la alimentación ecológica?», no encontrará nada que le diga que es mejor para la salud ni ninguna afirmación relacionada con el contenido nutricional.
De vez en cuando aparece algún artículo que habla de que determinado cultivo ecológico en determinadas condiciones acumula tal o cual nutriente que es beneficioso. Estos estudios suelen tener amplia cobertura mediática y llevar titulares llamativos del tipo «Confirmado que la agricultura ecológica es mejor para la salud». Aquí incurrimos en dos falacias. Primera: ¿qué nutrientes han medido? Una planta picada por insectos y que no es tratada eficientemente acumulará más antioxidantes como forma de defensa. Es cierto que algunos de estos antioxidantes tienen efectos beneficiosos para la salud, pero la planta también acumulará otras moléculas de defensa que pueden ser tóxicas, como la amigdalina o la aconitina. En un estudio reciente se hacía referencia al contenido en antioxidantes de los tomates ecológicos, pero no se medían moléculas potencialmente tóxicas.[11] No hemos de olvidar que a pesar de que los tomates han sido seleccionados a partir de plantas silvestres tóxicas, son solanáceas y todavía tienen capacidad de producir moléculas perjudiciales… ¡Nunca os comáis un tomate o una patata verde! La segunda falacia es presuponer que por acumular más de un cierto nutriente va a suponer una mejora para la salud. Aquí hay un salto muy grande. Para empezar, no todos los nutrientes se asimilan igual. Por ejemplo, un tomate puede tener más antioxidantes, pero estos pueden degradarse en el estómago. O un alimento puede tener fosfato, y este no poder asimilarse por estar presentes ácidos orgánicos que impiden su absorción en el intestino.
También hay que considerar otro factor, que es el efecto global. Si tú estás tomando un producto ecológico que tiene un 3 por ciento más de potasio o de vitamina C, pero tu dieta normal, sin ese producto ecológico, es rica en estos dos nutrientes, pues como si le das un euro a Rockefeller. No vas a notar ninguna diferencia. Puedes afirmar que algo tiene más nutrientes si lo mides y ves una diferencia en el contenido, pero no significa que sea mejor para la salud. Para poder decirlo tienes que hacer ensayos en animales o, mejor, en humanos, comprobando si el consumo de ese alimento comparado con el convencional supone alguna mejora mensurable. Hay que ir con cuidado en las afirmaciones, porque es muy fácil cometer incorrecciones. No obstante, esta evidencia tan contundente no impide que ciertos productores sigan anunciando que la agricultura ecológica es mejor para la salud, aunque no sea cierto. Decenas de estudios lo demuestran.
Y hasta aquí el tema del contenido nutricional. Sin embargo, hay otro aspecto en el que la producción ecológica es preocupante: la seguridad alimentaria. Vivimos en una sociedad en la que tenemos la suerte de que en los supermercados hay alimentos, y estos son seguros. Las intoxicaciones alimentarias hoy por hoy son infrecuentes. Llegar hasta aquí no ha sido fácil. Ha hecho falta desarrollar tecnología, legislación y crear unos canales de distribución de alimentos que garanticen esta seguridad. Gracias a eso, en los países desarrollados hemos podido erradicar la mayoría de problemas relacionados con la alimentación, como el botulismo, el cólera, el tifus o la disentería. Otros, como la salmonelosis, la shigelosis o la intoxicación por E. coli enterogénica, los tenemos bastante controlados, aunque de vez en cuando siguen dando quebraderos de cabeza.
No es sencillo conseguir que todo el sistema funcione y que la comida sea segura. Cualquier alteración o fallo pueden hacer que surja una crisis. Por supuesto, aquí también influye, además del celo de las autoridades y el interés de los consumidores, el de los productores. Una intoxicación en un restaurante famoso o en una cadena de supermercados con muchas tiendas puede suponer un golpe fatal para la reputación y para la marca, por lo que ya se preocupan ellos de que todo lo que te venden sea seguro. El problema es que en la producción ecológica se juntan varios factores que van en contra de esta seguridad alimentaria. Por una parte, el reglamento autoriza prácticas como el uso de abonos de origen animal que favorecen la aparición de contaminaciones como el E. coli, sobre todo en las verduras de hoja que se cosechan a ras de suelo, como las lechugas, las espinacas o las acelgas. Por otra parte, el reglamento limita el uso de fitosanitarios útiles para el control de plagas, algunas de las cuales pueden tener efectos sobre la salud del consumidor. Y por último, una parte de la distribución se hace en mercadillos, pequeños productores o incluso puerta a puerta, lo que limita el control y sobre todo la trazabilidad. Este último concepto es clave en la seguridad alimentaria.
Imagínate que en un supermercado aparece una partida contaminada. Para poder evitar males mayores hay que actuar de forma rápida. Y para eso es imprescindible saber de dónde viene esa comida, por dónde ha pasado y quién la ha manipulado, para localizar el foco del problema y retirar todos los productos contaminados, que pueden estar en diferentes partes del país o incluso del continente. La Unión Europea ya les ha tirado de las orejas seriamente a los productores y distribuidores de alimentación ecológica por el tema de que hay mucha dejadez en lo referente a la trazabilidad y el control.[12] Las consecuencias se vieron claramente durante la mal llamada crisis del pepino de 2011. Las autoridades alemanas estuvieron dando palos de ciego porque no sabían de dónde salía la contaminación, hasta que se probó que fueron brotes de fenogreco ecológicos importados de Egipto. Las consecuencias de estos fallos en la trazabilidad fueron cincuenta víctimas y cuatro mil hospitalizados.
La combinación de estos factores que van en contra de la seguridad alimentaria es un serio problema de la producción ecológica. Ya he mencionado la crisis del pepino, que tenemos todos en la memoria y que tuvo repercusión mediática por el gran número de víctimas, pero es que el goteo de alertas desde 2011 relacionado con la producción ecológica ha sido continuo y constante. Es una cuestión de tiempo (desgraciadamente poco) que vuelva a haber otra crisis grave con víctimas, de la misma forma que sabíamos que algo como lo del fenogreco podía pasar porque ya habíamos tenido antes víctimas por culpa de la E. coli patogénica relacionadas con la producción ecológica.
Entre las alertas posteriores a la crisis alemana de 2011 tenemos retiradas de huevos de producción ecológica en Alemania por contener entre tres y seis veces más dioxinas que el mínimo permitido, un estudio de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria donde se indicaba que los quesos ecológicos contienen mayores niveles de dioxinas que los convencionales,[13] y dieciocho intoxicados en Francia por trigo sarraceno contaminado con datura. Lo más preocupante es que no hablamos de casos aislados sino de situaciones que se repiten. Los problemas con los huevos ecológicos en Alemania fueron en la Pascua de 2012 (el conejo de Pascua trajo un huevo sorpresa) y en febrero de 2013. Las contaminaciones por datura en Francia se dieron en septiembre de 2012 y en 2007, por lo que no parece que estos problemas se estén solucionando. Tampoco podemos decir que sea un conflicto propiamente europeo, porque en Estados Unidos los mismos problemas son recurrentes. En el año 2012 se encontraron espinacas ecológicas con E. coli y en 2013 se produjo una intoxicación con hepatitis A por semillas de granada ecológica. No es cuestión de asustar, porque en general la comida es segura. Para asustar ya tenemos a los entusiastas de la alimentación ecológica diciéndonos que los que comemos comida normal nos vamos a envenenar, pero, números en mano, tenemos más posibilidad de sufrir una intoxicación consumiendo ecológico que convencional…, aunque el 51 por ciento de consumidores piensen que es mejor para la salud. El cliente a veces no tiene la razón. No hay caso más claro que este.
LA AGRICULTURA ECOLÓGICA ES MÁS RESPETUOSA CON EL MEDIO AMBIENTE, A VECES
Otra de las cualidades que se le presuponen a la agricultura ecológica es su mayor respeto por el medio ambiente. Raro cuando lo único que te pide el reglamento es que lo que utilices sea natural. Un exceso de abono de origen natural también puede filtrarse a los acuíferos y contaminar por nitritos y nitratos, sin olvidar que, en comparación con el abono químico, los fertilizantes naturales (léase estiércol, también llamado caca de vaca) producen más emisiones de óxido nitroso, un potente gas de efecto invernadero. Otra de las deficiencias del reglamento, que denuncian los mismos productores ecológicos españoles, es que es un reglamento del norte de Europa hecho para el norte de Europa, que son los principales consumidores y los que tienen poder de decisión en la Unión Europea. En el reglamento solo se permiten los abonos animales. En España no tenemos suficiente boñiga de vaca para todos los campos ecológicos, a diferencia del norte de Europa. Una forma de optimización sería permitir también la utilización de restos vegetales como abono, pero eso es algo que no permite el reglamento.
Tampoco los pesticidas autorizados son los más respetuosos con el medio ambiente, los más específicos ni los mejores para la salud. Por ejemplo, hasta 2007 estaba permitido el uso de la rotenona como insecticida, pero tuvo que prohibirse por ser tremendamente tóxica. Recientemente se ha relacionado su uso con el Parkinson, aunque la relación es bastante débil y es pronto para establecer una relación causa-efecto.[14]
En cualquier caso, todas estas cuestiones son secundarias frente al principal problema medioambiental de la agricultura ecológica: su escasa productividad. En 2012, la revista Nature publicó un artículo que llevaba el elocuente título de «Organic farming is rarely enough» (La agricultura ecológica raramente es suficiente), en el que se señalaba el problema. Debido a la poca eficiencia de las prácticas, la producción cae. En algunos contados casos, la pérdida es muy baja, como con las fresas, que solo caen un 2 por ciento. Pero en los cultivos que necesitan más nitrógeno la producción cae en picado. ¿Y cuáles son estos? Pues justamente los cereales, donde la producción ecológica es entre un 25 y un 50 por ciento menor.[15] El problema es que la base de la alimentación de buena parte de la humanidad es el trigo, la cebada y el maíz, no las fresas. Todo el mundo tiene derecho a comer, por lo que si ahora toda la agricultura fuera ecológica necesitaríamos el doble de superficie cultivada, es decir, arrasar cualquier espacio natural que quedara intacto para dedicarlo a la agricultura, o dejar a un 25-50 por ciento de la humanidad sin comer. No olvidemos que la comida es un derecho, no un privilegio, algo que parece que olvidan los defensores de la alimentación ecológica cuando ignoran su baja eficiencia.
Sigo insistiendo en que la huella ecológica, que es un indicador de los recursos que se han consumido y los residuos producidos por un determinado producto, no se considera en el reglamento, y es un parámetro muy importante. Cuando compres un producto de agricultura ecológica no olvides mirar dónde se ha fabricado. Muchas distribuidoras de productos ecológicos suelen comprar la materia prima en África, donde es más fácil conseguir la certificación por la escasa implantación de las técnicas de agricultura intensiva. Luego se importa la producción y se etiqueta en Europa. Todo esto sin entrar en disquisiciones éticas sobre que la producción de África se oriente hacia consumidores europeos que pueden permitirse pagar más. El resultado inmediato de esta caída de producción se traduce en un aumento de precio, que habrá notado cualquiera que haya consumido este tipo de productos.
Estos datos sobre la caída de la producción hacen más comprensibles las conclusiones del estudio sobre hábitos de consumo ecológico previamente mencionado. El perfil del consumidor de productos ecológicos en España responde a un 15 por ciento de clase alta y un 19 por ciento de clase media alta; es decir, que la tercera parte de los consumidores son clase alta o media alta. La tercera parte de la población obviamente no es clase alta ni media alta. Hay un evidente sesgo estadístico hacia la gente que no tiene los problemas que tiene cualquiera para llegar a fin de mes. Una vez, en una entrevista, dije que «la comida ecológica no es mejor comida, solo más pija», y mucha gente se enfadó conmigo. No lo entiendo. Era un simple análisis matemático de resultados estadísticos, más fácilmente entendible que si me hubiera puesto a hablar de sesgos, de desviaciones estándar y de distribuciones de T-student. Solo trataba de que todo el mundo me entendiera sin entrar en conceptos matemáticos.
AGRICULTURA ECOLÓGICA Y BIODIVERSIDAD
Otro de los argumentos que se escucha frecuentemente entre los agroecólogos es el tema de que la agricultura ecológica fomenta y respeta la biodiversidad. Esta afirmación tiene dos aspectos. ¿De qué hablamos? ¿De la biodiversidad de especies que cultivamos? ¿De la biodiversidad del entorno del campo? Cuando uno lee la publicidad no es fácil saber exactamente de qué te están hablando. Trataremos de ver los dos aspectos.
¿La agricultura ecológica respeta la diversidad del entorno? Vamos a ver, en el momento en que coges una azada, cavas un hoyo y pones una semilla estás alterando de forma irreversible la biodiversidad y el equilibrio ecológico de ese suelo. Nada más usual que un agricultor quite las malas hierbas de un terreno antes de sembrar. El problema es que lo que para el paisano puede ser una mala hierba, para un botánico igual es un endemismo de alto valor ecológico, y el criminal del agricultor va y la quita para poner una semilla que además no es natural y que va a impedir que prolifere libremente la biodiversidad de la zona. Todos los procesos propios de la agricultura (desbrozado, eliminación de plagas, etcétera) no tienen otro objeto que limitar la biodiversidad para que la semillita crezca y se haga una planta grande y fuerte; por cierto, a la biodiversidad natural, el agricultor lo suele llamar «plaga», «malas hierbas» o «parásitos».
El agricultor ecológico también utiliza pesticidas para controlar las plagas, perdón, la biodiversidad natural del entorno. Por ejemplo, un fungicida típico es el cobre, que se utiliza, entre otras cosas, como componente del caldo bordelés para las viñas. El cobre, con las lluvias, se filtra en el suelo y ahí se queda. Es muy tóxico, sobre todo para las lombrices y nematodos, por lo que un campo ecológico puede tener menos biodiversidad en el suelo que uno convencional.
Hace unos años se llevó a cabo un proyecto de cultivo ecológico de chirimoyas en Ecuador. Obviamente, como no hay una normativa de producción ecológica, se aplicaba la europea, que era el destino de la importación. Para controlar la principal plaga (la mosca mediterránea, un regalo envenenado de los conquistadores españoles), el único insecticida disponible era el Espinosad. El problema es que se cargaba al insecto polinizador y perdieron la cosecha. La solución fue embolsar las flores una a una, algo que pudieron hacer porque la hora de trabajo en Ecuador se paga de forma miserable, pero que en Europa habría sido inviable…; ¿te suena a neocolonialismo y explotación? No, no es eso, no seas mal pensado, hablamos de agricultura ecológica. Por lo tanto, la mejor forma de respetar la biodiversidad del suelo es no sembrar y no dedicarlo a la agricultura. En el momento en que metes la azada en el campo ya la hemos liado. Otro olvido frecuente de los defensores de la agricultura ecológica cuando hablan de su método de producción y presumen de que en la agricultura ecológica hay una integración con el entorno y el medio natural, es el hecho de que gran parte de la producción ecológica, sobre todo la que se dedica a la exportación, se hace en invernadero, bajo plástico y de forma industrializada. Esto hace la interacción con el medio natural imposible; una pared y un habitáculo climatizado para aguantar el sol de Almería lo impide. El problema es que el plástico de estos invernaderos a veces llega al mar y acaba asesinando ballenas, toda una cruel paradoja.[16]
Ahora vamos a la segunda parte. Olvidemos la interacción del campo cultivado con el entorno (que a veces existe y se impide con pesticidas, y otras veces ni siquiera eso) y hablemos de lo que se cultiva. Otro argumento que publicitan es que fomenta la biodiversidad en los cultivos. Aquí habría que concretar que utilizan de forma errónea el término biodiversidad, puesto que la definición hace referencia a la biodiversidad natural, es decir, a aquella que se ha producido por selección natural, y no por selección artificial. Agrodiversidad o diversidad cultivada serían términos más precisos. Comparar la biodiversidad con la agrodiversidad es como comparar el producto interior bruto de Lesotho con el de toda la Unión Europea. Seguramente me quedo corto. En un metro cuadrado de selva amazónica hay más biodiversidad que todas las especies cultivadas del mundo, de la misma manera que hay más biodiversidad en un campo abandonado que en todas las especies de tomate que se cultivan en España. También hay que considerar que las diferencias genéticas entre dos variedades diferentes de la misma especie suelen ser ínfimas. Vienen a ser variaciones sobre un mismo tema. Nos puede parecer que el aspecto y el sabor son diferentes, pero a nivel de su genoma las diferencias son mínimas. Pensar que con la biodiversidad cultivada puedes compensar el daño que le haces a la biodiversidad natural por cultivar el suelo es como pensar que rezando un padrenuestro saldremos de la crisis.
Ahora hay una especie de frenesí por las variedades locales. Parece que el calabacín de tu pueblo es mejor que el calabacín del pueblo de al lado. Otro gran error. Gracias a la genética clásica y a la genética molecular hemos podido descifrar la historia evolutiva de la mayoría de especies que cultivamos. Casi todas surgieron de las llamadas zonas de irradiación que se encuentran alrededor de los trópicos. Estas zonas se encuentran en el norte de los Andes, en Centroamérica, en África, en el Creciente Fértil (zona en forma de horquilla que va desde Egipto, Israel, Turquía y entra en la antigua Mesopotamia, y de donde proceden la mayoría de cereales) y la zona austral asiática, que comprende el sudeste asiático, el este de China, Indonesia y el norte de Australia (en algunos libros la zona china y la zona de Australia aparecen como independientes).
Apenas hay especies cultivadas que procedan de Europa o de Estados Unidos (la familia de las brasicáceas, las manzanas y poco más). Esta querencia por las variedades «locales» recuerda a cuando un americano blanco, anglosajón y protestante (comúnmente llamado WASP) reivindica el Ku Klux Klan diciendo que ellos son los verdaderos norteamericanos. Siempre olvidan a los nativos americanos que llegaron antes, aunque a su vez en alguna época sus antepasados atravesaron el estrecho de Bering. Cualquier variedad local en su momento fue una variedad foránea que a alguien se le ocurrió plantar y que desplazó a una variedad local más antigua. Resucitar o volver a comercializar una variedad en desuso puede ser interesante como curiosidad, pero difícilmente es una alternativa o una mejora.
Una variedad en desuso es una variedad que en algún momento ha sido sustituida por otra que le venía mejor al agricultor (daba mejor rendimiento, resistía mejor las plagas), al comercializador (se conservaba mejor, aguantaba mejor el transporte, tenía un aspecto más llamativo) o al consumidor (mejor sabor, mejor precio), el triángulo que decide lo que comemos. Reivindicar una variedad local que no se cultiva, más allá de la curiosidad o de la alta cocina, es como si Ford fuera al salón del automóvil de Ginebra y pretendiera lanzar como novedad el Ford T, o SEAT el 127. Por eso el relanzamiento de cereales como la espelta o el kamut ha tenido muy poco éxito fuera de los circuitos de alimentación «natural» o de «alto standing», puesto que en su momento fueron sustituidos por el trigo moderno, por ser este mucho mejor.
En una feria de productos ecológicos (sí, me da morbazo, qué le vamos a hacer) vi un cartel que decía algo así como «Comer agricultura ecológica es comer biodiversidad». Pensé que estaban patrocinados por McDonald’s. En un Big Mac hay aproximadamente sesenta especies diferentes de animales y plantas. En pocas comidas puedes encontrar más biodiversidad, perdón, agrodiversidad, puesto que son especies cultivadas.
DE MATERIAS PRIMAS ECOLÓGICAS A PRODUCTOS ECOLÓGICOS, O TODO LO CONTRARIO
Otra peculiaridad del reglamento es que se supone que toda la cadena de producción tiene que ser ecológica, o no. La agricultura ecológica tiene que utilizar semillas certificadas de producción ecológica. Aunque nos parezca muy bucólica la imagen del abuelo con el sombrero de paja guardando la semilla para la siguiente cosecha, esta práctica es propia de gente que tiene la agricultura como hobby, pero no de agricultores, ya sean ecológicos o convencionales, que se ganan la vida con su trabajo. Obtener y conservar la semilla es un proceso muy delicado. Si la semilla se guarda en condiciones de demasiado frío, calor, humedad, sequedad o se contamina por hongos, insectos o bacterias, puede perder eficiencia de germinación. Eso implica que la semilla aparentemente tiene buen aspecto, pero cuando la siembras solo germina la mitad o menos, lo cual significa la ruina.
En cultivos como el maíz existe un fenómeno llamado vigor híbrido, según el cual la primera generación proveniente del cruce de dos variedades diferentes es mejor que cualquiera de sus dos padres. Una variedad híbrida no sirve para semilla por culpa de la genética mendeliana, ya que su descendencia será mitad como el padre, pero la otra mitad como los abuelos, es decir, floja, sin vigor híbrido. Otra vez, peor cosecha. Por eso los agricultores que se ganan la vida saben que con las cosas de comer no se juega, y por eso suelen comprar la semilla cada año, y si son ecológicos, pues compran la semilla ecológica certificada.
Las semillas ecológicas también suelen estar registradas y ser propiedad de empresas. Greenpeace vendía en su página web semillas ecológicas de guisante de la variedad Rondo, variedad desarrollada por AgroSeeds y cuyo mantenedor en España es Monsanto, por lo que se daba la circunstancia de que Greenpeace vendía unas semillas que le generaban beneficio a Monsanto. El reglamento también concede excepciones para utilizar semillas no ecológicas en producción ecológica. El listado se publica cada año y suele ocupar más de cien páginas.
El ganado ecológico también tiene que consumir pasto y pienso ecológico. Claro, lo ecológico es más caro y a veces incluso difícil de conseguir. No pasa nada; el reglamento tiene un capítulo entero (el quinto) que define todas las excepciones y salvedades que se pueden hacer. Básicamente viene a decir que si no hay pienso ecológico, que coman del convencional, y que si no se encuentran semillas ecológicas, pues que utilicen las convencionales. El problema es que, se acojan a una excepción o no, al final obtienen la misma certificación, por tanto el consumidor no sabe si en la elaboración de todo el producto han utilizado productos ecológicos o se han acogido a alguna de las numerosas excepciones. Otro fallo del reglamento: el sello da una información muy incompleta.
En cambio, para saber si lo que se elabora a partir de materias primas ecológicas es ecológico, la legislación es más complicada. El caso paradigmático es el vino. La legislación que regula la producción de vino ecológico entró en vigor en marzo de 2012; por lo tanto, si alguien te vendía vino ecológico antes de esa fecha estaba cometiendo una falta administrativa. Solo se podía etiquetar como «vino procedente de uvas de producción ecológica». Para fijar el reglamento hicieron un estudio científico, que costó la friolera de 1,6 millones de euros, para concluir que la diferencia de producción entre un vino ecológico y un vino convencional son cinco tratamientos que no están permitidos en el vino ecológico y sí en el convencional.[17] Ninguno de estos tratamientos te viene a la cabeza cuando piensas en vino convencional, o vino con química (concentración por frío, eliminación del anhídrido sulfuroso, electrodiálisis, desalcoholización y resinas de intercambio de cationes). El motivo por el cual estos tratamientos le quitan la condición de ecológico no queda muy claro. Simplemente dicen que podrían vulnerar el espíritu del reglamento. Ese es el problema: es una cuestión de espíritu, no de ciencia.
Tiene mucho más jugo (o, mejor dicho, mosto) lo que puede llevar el vino ecológico que lo que no lleva. Veamos la terrible química que se permite en la elaboración de un vino ecológico. El vino ecológico lleva sulfitos, igual que el convencional (se recomienda poner menos, pero se autoriza que se pongan), también se permite el uso de compuestos contaminantes como el sulfato y el citrato de cobre, y de uno muy gracioso, el alginato. El alginato es un polímero de celulosa que fue el centro de una agria discusión entre dos grandes chefs. En su momento, Santi Santamaría arremetió contra Ferran Adrià y otros gurús de la cocina porque decía que utilizaban ingredientes artificiales. Basaba sus acusaciones en el libro de Jörg Zipprick ¡No quiero volver al restaurante!, en el que el periodista acusaba a muchos grandes chefs de envenenar a sus comensales utilizando productos artificiales y montaba una teoría conspiranoica diciendo que Ferran Adrià y otros muchos estaban a sueldo de la industria química para promocionar sus productos. Uno de los ejemplos que ponía en el libro era el alginato, que Ferran Adrià utilizaba para sus famosas esferificaciones, acusándole de utilizar algo que sirve para fabricar el semen falso en las películas porno. Lo divertido es que en el vino ecológico se autoriza este material. Se ve que si lo utiliza Ferran Adrià es malo, pero si lo utiliza una bodega ecológica es bueno, porque Zipprick ahora no ha puesto ninguna pega.
Tampoco se avisa a los consumidores de que para la elaboración del vino ecológico se permite el uso de claras de huevo y de colas de pescado. Parece una tontería, pero esto implica que los veganos, que se niegan a consumir ningún alimento en cuya elaboración se hayan utilizado productos de origen animal, no pueden consumir vino ecológico. Por cierto, el reglamento aconseja que los huevos sean de producción ecológica…, si es posible. La clara de huevo se utiliza para limpiar el mosto, pero si se utilizan huevos ecológicos, al precio que tienen, la botella saldría a más de cien euros; por eso se permite el subterfugio de no utilizarlos ecológicos si no hay disponibles. Al final la cuestión es: ¿el vino sale mejor, o está más bueno? Nada en este reglamento lo indica. Solo cumple unas normas, puede estar bueno… o no, pero seguro que es más caro por culpa de todas las pejigoterías. Es lo que hay.
MUCHA PSEUDOCIENCIA, POCA INFORMACIÓN
Quizás uno de los aspectos más preocupantes de toda la cultura montada alrededor de la alimentación ecológica sea el auge de la superstición y la pseudociencia, con las consecuencias negativas que ello conlleva. Si uno va a una feria como Biocultura comprobará que en las diferentes charlas, más que de alimentación o de agricultura, se habla de espiritualidad, de no vacunarse, de cristales que curan el cáncer y el dolor de espalda, y de agujas que quitan todos los males. No es algo puntual, o que haya un porcentaje significativo de gente que crea en ambas cosas, sino que forma parte del pack ideológico. El reglamento europeo que regula la producción ecológica no tiene en cuenta los datos objetivos y la ciencia para garantizar una producción más respetuosa con el medio ambiente, solo que todo sea «natural»; pero es que además apoya específicamente la pseudociencia. La prueba de esto es que en el capítulo dos, artículo doce, apartado c, pone: «Se permite el uso de preparados biodinámicos». Veamos qué implica esta afirmación dentro de un reglamento europeo.
La agricultura biodinámica es la creencia más friki dentro del mundo agroecológico, pero, eso sí, convenientemente registrada y patentada. La agricultura biodinámica no se basa en un compendio de técnicas agrícolas que se hayan verificado experimentalmente para asegurar una mejor productividad o respeto al medio ambiente. Como la mayoría de las pseudociencias, la biodinámica se basa en las elucubraciones de un señor, Rudolph Steiner, que no era ingeniero agrónomo, sino ocultista y creador de una secta. Steiner era seguidor de las doctrinas teosóficas de otra iluminada, madame Blavatsky, hasta que se dio cuenta de que podría escindirse y abrir un negocio propio, al que llamó antroposofía, en oposición a la teosofía, que inventó su mentora.
Esta disciplina recoge algunos conceptos orientales y los moldea según las ocurrencias del propio Steiner. Entre sus postulados está el rechazo a las vacunas, la homeopatía y la creencia en la reencarnación (todo muy científico, como vemos). Steiner sostenía que si los niños se educaban siguiendo sus postulados (llamados «pedagogía Waldorf») podrían ser clarividentes. Existen escuelas que siguen esta pedagogía, pero a ningún alumno le ha tocado la primitiva, por lo que lo de la clarividencia no parece funcionar.
Con estas premisas, la cosa no mejora cuando hablamos de agricultura biodinámica. Según Steiner, la planta es un organismo cerrado, la parte aérea del cual depende del cosmos, y este a su vez de Venus, Júpiter y Saturno; y la raíz depende de la Luna, Mercurio y Marte. Por lo tanto hay que considerar los signos astrológicos para todos los períodos agrícolas. Cualquier agricultor sabe que las malas cosechas son por culpa de la presencia de patógenos, de la ausencia de nutrientes o de factores ambientales adversos, pero las elucubraciones de Steiner postulan que son por un desequilibrio entre la alineación de los planetas que rigen la raíz y la parte aérea.
Como otras muchas filosofías buenrollistas, si uno mira sus referentes ideológicos dan mucho miedo. Los principales impulsores de la agricultura biodinámica fueron los miembros del partido nazi, ya que la veían como una transposición de sus delirantes teorías místicas. El propio Himmler tenía un jardín en el campo de concentración de Dachau en el que ponía en práctica todos los principios biodinámicos, todo de muy buen rollo, ¿verdad? Algunas prácticas biodinámicas consisten en enterrar cuernos rellenos de silicio o de estiércol para prevenir plagas o traer la fertilidad, y luego hacer diluciones homeopáticas de ellos. El preparado 503: flores de manzanilla embutidas en el intestino delgado de una vaca como si fueran salchichas. Se entierran durante el invierno y en primavera se desentierran. Mi preferido es el preparado 505: corteza de roble mantenida en la calavera de un animal doméstico, que se entierra en barro de materia vegetal al lado de una corriente de agua. Biodinámicos sí, pero lo del sacrificio de animales no les da repelús.
Como pasa en todas las sectas y creencias surrealistas, al final todo es dinero. Alrededor de las ideas de Steiner se ha formado un complejo entramado financiero cuya cabeza visible es el banco Triodos,[18] que, escudándose en la solidaridad, esconde una ideología cuestionable y un negocio muy rentable. Dentro de este entramado, la agricultura biodinámica es una marca registrada de una única empresa, Demeter.
Por lo tanto, si quieres vender algo como biodinámico tienes que superar un proceso de acreditación que esta empresa tiene en monopolio, y además es bastante caro. A mí, sinceramente, que en un reglamento europeo se hable explícitamente de una empresa privada que además tiene un monopolio me hace saltar todas las alarmas de la corrupción. Por cierto, la agricultura biodinámica tiene predicamento sobre todo entre los enólogos, siempre ávidos de buscar algo que les distinga de la competencia. Entre los grandes chefs, el único que ha hecho una defensa encendida ha sido Santi Santamaría, que estaba en todas. Yo nunca iré a un restaurante que sirva productos biodinámicos. Me dan grima las calaveras enterradas.
Si el reglamento ya te está diciendo que se pasa la ciencia por el forro y le pone la alfombra roja a la pseudociencia, los que practican la agricultura ecológica transitan alegremente por esa alfombra de superchería. En los manuales de agricultura ecológica es frecuente encontrar referencias a prácticas pseudocientíficas como la homeopatía o la acupuntura para la ganadería; hasta se organizan cursos en universidades. La homeopatía consiste en diluir algo muchas veces, hasta que solo quede agua, meterlo en un azucarillo y dártelo. Te venden azúcar a precio de oro sin ningún principio activo. La acupuntura consiste en poner agujitas. Ninguna de estas prácticas ha superado los controles que avalen su eficiencia. ¿Alguien se imagina una granja de gallinas con un brote de gripe aviar y un tratamiento de acupuntura? Agroecólogos, grabad al chino persiguiendo a las gallinas (tienen que estar sueltas, si no no es ecológico) con las agujas en la mano y subidlo a YouTube. Seguro que triunfa. En estos casos, yo antes que utilizar estas técnicas prefiero ir a lo tradicional. Una novena a san Isidro Labrador, patrón de los agricultores. Tiene la misma efectividad y es más barato.
AÑORANZA DE UN PASADO QUE NO EXISTIÓ JAMÁS
Hay gente que lleva al extremo esta querencia por lo antiguo, lo ecológico y lo natural, y propugna una vuelta al campo. Desde muchas organizaciones ecologistas no solo se defiende la agricultura ecológica, sino también un modelo basado en pequeñas explotaciones y en la vida rural. Defender esto es otra consecuencia del poco rigor científico de los postulados agroecológicos. La suerte que tenemos es que la mayoría de los que hacen apostolado de esto lo hacen de boquilla, desde una posición acomodada y un sueldo a fin de mes. En el año 1900, el 50 por ciento de la población española se dedicaba a la agricultura; hoy es menos del 5 por ciento. Y no era una vida regalada ni acomodada, era directamente una semiesclavitud.
A pesar de que en el entorno de la agricultura ecológica nos bombardeen con vídeos de familias felices cosechando, la vida en el campo siempre ha sido dura. Al que no se lo crea, le recomiendo que vea Los santos inocentes o que lea alguna novela de Blasco Ibáñez. Por lo demás, vivir en el campo tampoco es estar en contacto con la naturaleza, sino un derroche gratuito de recursos. En la ciudad vives en un edificio de apartamentos. En el campo, en una vivienda unifamiliar. ¿Alguna diferencia aparte de no tener que aguantar vecinos? El mayor consumo energético familiar es por climatización. La vida en el campo supone mayor factura de gas o de electricidad por persona, y, por lo tanto, más emisiones de CO2 y mayor impacto ambiental.
Aquí no acaban las cuentas. Imaginemos a una familia que vive en el campo, tiene una pequeña explotación y trabaja en casa (que no tiene por qué ser el caso). Autoabastecerse es imposible, por lo tanto es necesario desplazarse, tanto para comprar lo indispensable para el aseo, limpieza y alimentación, como para llevar a los niños a la escuela. En una ciudad, las distancias para satisfacer las necesidades básicas son más razonables y se pueden realizar andando o con transporte público. La gente que vive en el campo depende del coche para casi todo. Ya tenemos otra fuente de impacto ambiental. Solo hay que ver la gente que se fue a vivir al extrarradio en tiempos de la burbuja inmobiliaria y cómo muchos volvieron por lo caro que es depender del coche para todo. Nos falta otro aspecto: el espacio vital o el trocito de planeta que necesitas para desarrollarte. Si vives en la ciudad, divide toda la gente que vive en tu edificio entre la superficie que ocupa. Haz el mismo cálculo con una familia viviendo en el campo en una vivienda unifamiliar; obviamente utiliza más superficie la familia campestre. Ahora calcula el espacio que tiene una persona que vive en el campo por el número total de habitantes del planeta. ¿Salen las cuentas? Parece que no hay espacio para todos.
Lo de la vida en el campo, por muy rural, bucólico y natural que parezca, es un privilegio, no un derecho o algo que beneficie al planeta. Lo mejor para el planeta es que el mayor número de población viva en núcleos urbanos y que, al campo o a la naturaleza, se vaya de visita y con mucho respeto. La verdad es que cuando oigo a organizaciones ecologistas propugnando la vuelta al campo y que cada uno tenga su pequeño huertecito y se cuide de su alimentación, pienso que con gente que lo defienda así el planeta ya no necesita enemigos. Por cierto, lo de la vuelta al campo tampoco es que sea muy nuevo como ideario político. Pol Pot ya lo puso en práctica en Camboya y Mao Zedong en China, pero no salió muy bien. De hecho, ahora con la crisis se ha planteado que muchos jóvenes en paro ocupen pueblos abandonados y vuelvan a la agricultura, aunque parece que los resultados están siendo discretos. Si se pensaban que iba a ser llegar, sentarse a la sombra de un algarrobo y ver cómo crecían las cosechas, se han desengañado pronto. La vida en el campo es dura, muy dura, y gracias a la política europea muy poco rentable. Yo, por mi parte, expreso mi amor por el planeta viviendo en un edificio de catorce pisos y además agradezco la suerte que tengo de poder ir al trabajo y al supermercado andando, minimizando así mi impacto ambiental. Aunque, eso sí, arriesgo a diario mi integridad física esquivando coches en los pasos de cebra y bicicletas en las aceras.
QUEREMOS SALVAR EL MUNDO COMIENDO ECOLÓGICO: NECESITAMOS UN LÍDER
Quizás estos argumentos sobre el pasado que no existe, el pack ideológico y los supuestos beneficios de la alimentación ecológica se deben a las ideas que propagan los cuatro o cinco gurús del movimiento. La verdad es que si uno los analiza en detalle se da cuenta de que si esos son líderes, necesitan urgentemente a gente mejor o replantearse muy en serio sus postulados. Si vemos quiénes son y qué dicen los que impulsan el movimiento de alimentación ecológica en todo el mundo, dan ganas de irse de bufet libre a un Telepizza.
A nivel global, una de las impulsoras de la alimentación ecológica es Vandana Shiva, apostol del ecofeminismo (signifique lo que signifique la palabreja) y representante del ecologismo de alto standing desde su ONG Navdanya. Su principal ocupación es dar conferencias por el mundo, cobrando unos treinta mil euros por cada una, más hoteles de lujo y vuelos en business. Es licenciada en física, hizo una tesis sobre filosofía de la mecánica cuántica y acabó siendo afín a las estafas pseudomédicas de Deepak Chopra. Entre sus «logros», tratar de impedir que se distribuyera una partida de ayuda humanitaria a los afectados de un tifón procedente de Estados Unidos por contener soja transgénica, es decir, lo que es bueno para los americanos es malo para los ciudadanos indios que lo habían perdido todo. Supongo que el aura pseudofeminista y el sari son suficientes para dar imagen de buen rollo a lo que es un acto de integrismo puro y duro. Habrá que avisar la próxima vez que en la ayuda humanitaria envíen tomates ecológicos o, ya puestos, caviar. Su último proyecto es conseguir que Bután se transforme en el único país cuya agricultura sea cien por cien ecológica. Es una gran idea y una solución para un país feudal que presume de estar anclado en la Edad Media. Por ejemplo, Bután, hasta el año 1980, no permitía la entrada de extranjeros. Para Bután puede funcionar, puesto que la principal fuente de ingresos del país es el turismo de lujo. Si alguien quiere visitar este Shangri-la agroecológico, el visado de entrada «solo» cuesta doscientos dólares por persona y día. Por lo tanto, esta estrategia tiene más de parque temático para ricos occidentales que de modelo para dar de comer al mundo.
Si vamos a Europa, el principal productor de agricultura ecológica es el príncipe Carlos de Inglaterra. Si alguien tiene la imagen de que la agricultura ecológica es el abuelo con la azada y el gorro de paja, que se la quite de la cabeza, porque no me lo veo con Camilla cavando surcos y el nieto jugando al lado. Aunque, eso sí, va dando conferencias sobre el decrecimiento y diciendo que tenemos que vivir con menos. Él solo tiene tres o cuatro residencias oficiales, tipo Balmoral, Windsor o Buckingham. Todo un ejemplo a seguir.
Sin salir de la Unión Europea tenemos a José Bové, otro agroecólogo y sindicalista agrario francés condenado repetidamente por actos violentos, sobre todo contra plantaciones experimentales de transgénicos y contra McDonald’s, aunque en paralelo iba escalando posiciones en el Europarlamento y se hizo un chalecito muy mono y muy grande, pero, eso sí, fijándose en cómo pastaban las vacas para orientarlo según el biomagnetismo terrestre (aunque eso no exista). Un detalle no muy escondido de su biografía es que en su etapa de sindicalista, en los años ochenta, se dedicaba a volcar camiones españoles de verdura en Perpiñán. Esto no quita que en España sea invitado por organizaciones como Equo y el sindicato agrario COAG. A veces tenemos la sensación de que la Unión Europea nos trata de imbéciles, pero es que quizá lo seamos. No me imagino a ningún sindicato agrario francés invitando a alguien que boicoteara sus productos. Aquí lo hacemos. Somos así de chulos, o de imbéciles, no sabría qué decir.
Una directora de cine, Marie Monique Robin, ha publicado hace poco un libro que afirma que la comida ecológica salvará al planeta. Esta directora de cine tiene una curiosa biografía. Su primer éxito fue el documental Ladrones de órganos, en el que denunciaba una trama que se dedicaba a secuestrar niños en Sudamérica para robarles las córneas; de hecho, hizo la promoción del documental con un niño llamado Pedro Reggi, disminuido psíquico, que aseguraba que había sido víctima de la mencionada red. Cuando unos oftalmólogos lo examinaron certificaron que tenía las córneas en su sitio y que había perdido la visión por una infección, esto es, que la supuesta red era una leyenda urbana y no hay pruebas que respalden las afirmaciones. También hizo un documental titulado La ciencia frente a lo paranormal, y escribió un libro, El sexto sentido: ciencia y espiritualidad, en el que afirmaba que los fenómenos paranormales son ciertos y están demostrados, sin pruebas que lo avalen. En El mundo según monsanto difunde leyendas urbanas sobre los transgénicos, y en Nuestro veneno cotidiano sostiene que la comida nos está envenenando (aunque la esperanza de vida siga subiendo, un pequeño detalle que no menciona).
En España no nos libramos de la charlatanería pseudoecologista, y entre sus propagadores tenemos al ínclito Josep Pàmies. Este señor tiene un negocio familiar de invernaderos que se dedican a las delicatessen y a las verduras para restaurante fino; curiosamente, la producción ecológica es minoritaria en su empresa, como puede certificar cualquiera que visite su página web,[19] pero eso no impide que se haya autoerigido en el líder del movimiento para la agricultura ecológica y en la lucha contra los transgénicos, en la que no se ha cortado un pelo en utilizar acciones violentas contra campos experimentales, motivo por el cual ha sido detenido y condenado. Incluso lideró una marcha contra los transgénicos. No obstante, como el tema de ser antitransgénico no da demasiado dinero ha cambiado la estrategia y ha fundado un movimiento llamado «La Dulce Revolución», que propugna que la medicina oficial es un veneno y que todos podemos curarnos de todo con plantas medicinales. De hecho, en su blog se dedica a promocionar las pseudomedicinas más disparatadas, desde la curación con las manos o con las hierbas más extrañas, o a afirmar que con un blanqueador industrial se pueden curar todas las enfermedades. El problema es que la gente le cree, deja los tratamientos médicos y se pone a consumir sus plantas. Los comentarios de su blog son auténticos consultorios de pseudomedicina, ante la sorprendente pasividad de los colegios de médicos y farmacéuticos, puesto que dar consejos médicos profesionalmente sin tener la titulación está perseguido…, ¿o no?
Lo que no acabo de entender de este personaje es cómo tiene tanto predicamento entre diferentes sectores del ecologismo y de la izquierda; debe de ser que no se han parado a pensar en lo que dice. En una entrevista en el Diario de Mallorca, después de promocionar unas plantas que vendía él y que según decía eran más efectivas que la quimioterapia y sin efectos secundarios, dijo: «Creemos que cada uno puede cultivar las plantas medicinales que necesita y debe aprender a ser el guardián de su propia salud».[20] Lo que no sé es cómo Ana Mato no lo fichó para el ministerio. O sea, que ahora que estamos todos en la calle defendiendo la sanidad pública este señor dice que no hace falta, que cada uno tiene que preocuparse de su propia salud. Podemos cerrar los hospitales, ¿no, Josep? Esto es el sueño húmedo de cualquier neoliberal, y encima le apoyan los ecologistas. Si es que los extremos se tocan.
En definitiva, ¿quiénes son las principales figuras que nos dicen que hay que consumir ecológico y volver a la tierra? Una física nuclear interesada en el misticismo y el turismo de alto standing, el príncipe heredero de Inglaterra, un europarlamentario, una directora de cine y un empresario de delicatessen agrícolas que se dedica a vender hierbas mágicas… ¿Alguien que se gane la vida con la agricultura ecológica o que viva del campo? Va a ser que no. La agricultura ecológica difícilmente puede alimentar a la humanidad si no es capaz ni siquiera de dar de comer a los que la defienden.
Y ENTONCES ¿QUÉ COMEMOS?
La ciencia nos ha dejado bastante claro que a nivel nutricional o de impacto ambiental la alimentación ecológica es similar a la convencional. A nivel de sabor es más difícil de evaluar, puesto que es un parámetro muy subjetivo, pero se puede hacer mediante catas a ciegas. Los pocos estudios que se encuentran en la literatura científica nos muestran que es similar. La carne criada en libertad puede acumular más grasas, que tienen más impacto en el sabor, pero da igual que paste ecológico o convencional, o que se le den suplementos minerales o no. También es verdad que si tú te compras unos tomates ecológicos que te cuestan el doble que los convencionales, ya procurarás tú convencerte de que están más buenos. Pero si te dan a probarlos sin saber cuál es cuál…, no notarás la diferencia.
Si miramos otros factores, como la seguridad alimentaria o el precio, el balance es claramente contrario al consumo de alimentos ecológicos. Se habría agradecido que el celo que han mostrado los organismos reguladores de la producción ecológica en las certificaciones, el logotipo y la nomenclatura unificada hubiera ido acompañado de una información efectiva al consumidor tratando de explicar todas las afirmaciones que se hacen sobre la agricultura ecológica sin ser ciertas.
Entre el consumidor medio hay una especie de asociación ecológico-bueno que crea bastantes confusiones, como que la comida ecológica es sinónimo de comida apta para intolerancias como la celiaquía, etcétera. Una confusión fomentada por bastantes vendedores, cuando no es cierto. Tampoco es sinónimo de calidad. Puede haber productos ecológicos muy buenos, pero también muy malos. También se agradecerían más esfuerzos para tratar de solventar los problemas, sobre todo de seguridad alimentaria y de caída de producción. No olvidemos que, aunque no consumamos alimentación ecológica, la estamos pagando entre todos, puesto que hay generosas líneas de subvenciones específicas para los que practican producción ecológica. Al margen de que tanto en el ministerio como en las comunidades autónomas existe un complejo entramado burocrático alrededor de la agricultura ecológica dedicado a regular y a otorgar las acreditaciones que también pagamos entre todos. Este esfuerzo presupuestario no está justificado, puesto que representa un porcentaje mínimo de la producción, apenas un 10 por ciento. Entre todos estamos pagando lo que consumen unos pocos. Y por si fuera poco, en algunas comunidades están tratando de impulsar que en colegios y hospitales solo se sirva alimentación ecológica, lo que no es más que dilapidar recursos pagando más por menos y vulnerar el más elemental principio de libre competencia.
En conclusión, detrás del mundo verde y de la alimentación ecológica hay una laberíntica legislación y un complejo entramado de intereses, pero de cara al consumidor no representa un aumento de calidad ni de beneficios nutricionales que justifique el sobreprecio. Es legítimo que cualquier padre o madre quiera dar la mejor alimentación a sus hijos o que cualquier persona quiera consumir la comida que sea mejor para su organismo. También es legítimo querer consumir la comida cuya producción sea lo más respetuosa con el medio ambiente. El bombardeo publicitario asocia la alimentación ecológica con estas cualidades, sin ser ello cierto. No caigas en el chantaje emocional. Consumir ecológico es una alternativa tan válida como no hacerlo, pero solo se justifica desde la elección personal, no porque sea mejor para la salud y el medio ambiente. En el fondo, el sello de producción ecológica no es más que un tranquilizaconciencias pagado a precio de oro. Si el sueldo no te llega para consumir ecológico no sientas remordimientos, dale a tus hijos comida convencional. La comida convencional es tan buena como la ecológica y mucho más segura, sin contar con el cariño con que lo haces, que eso también los alimenta. No siempre lo más caro es mejor. Come agricultura y ganadería convencional sin miedo. Es seguro, mucho más barato y respetuoso con el medio ambiente.