YO COMO ARTIFICIAL. Y TÚ TAMBIÉN
Salvo algún que otro privilegiado que tiene quien le haga la compra, todos tenemos que ir al supermercado cada semana. En general parecen lugares muy tranquilos, sin ventanas, con predominio del color blanco, una temperatura agradable y a veces incluso hilo musical. Lo que no vemos es una batalla despiadada desatada entre bambalinas, una auténtica guerra fría por parte del propietario del supermercado por venderte cuanto más mejor, y por las diferentes marcas entre ellas, para que elijas su producto y no el de la competencia. Es una batalla sin piedad, en la que no se toman prisioneros y en la que el ganador se lo lleva todo. En esta guerra no hay medalla de plata para el segundo. Cada estantería, cada mostrador, cada producto están estratégicamente situados para llamar tu atención. Colocar una marca u otra, o poner un producto en una determinada estantería a una determinada altura es una decisión absolutamente premeditada.
Normalmente el estante que tenemos a la altura de los ojos es el primero en el que nos fijamos, por lo que ahí encontraremos los productos que más interés tiene el supermercado en que nos llevemos, aunque el de la mejor relación calidad precio se encuentre en la estantería más alta o en la más baja. A veces la guerra es muy sucia, como poner los dulces y las chucherías en las filas de cajas sabiendo que los niños las cogerán y las pondrán en el carro. O poner las pilas al lado de la caja. Si las pilas estuvieran con el resto de productos consultaríamos el precio y podríamos llegar a la conclusión de que son más caras que en los chinos, pero al ser algo que siempre hace falta y que no caduca en breve, en la cola de las cajas no nos paramos a mirar su precio. Es absurdo: controlamos el precio de lo que tenemos anotado en la lista de la compra, pero no de lo que cogemos distraídamente mientras hacemos cola en las cajas o cuando buscamos algo en concreto. Por eso el gerente del súper nos deja llamativos montones de productos por donde sabe que vamos a pasar con algún atractivo cartel de «Oferta». Seguro que no te paras a pensar si la oferta es tal oferta o si realmente te hace falta. Lo que está claro es que no pensabas comprarlo y vas a hacerlo. Un consejo: autooblígate a no comprar nada en el súper que no tuvieras anotado en la lista de la compra; lo notarás a final de mes.
En esta guerra hay algunos códigos muy establecidos. Por ejemplo, un producto light suele tener un color más suave que su equivalente convencional. A veces el truco es más sutil. Todo el mundo sabe que al jamón de alta calidad se le llama «Pata Negra»; pues bien, existe una marca de foiegras que llama a su producto «Tapa Negra». Obviamente el foie-gras no es jamón serrano de pata negra, ni en la calidad ni el precio, pero el fabricante quiere que asocies su producto (ni que sea a nivel inconsciente) con un producto cuya calidad está muy establecida, aunque no tenga nada que ver. De hecho, la legislación alimentaria es muy estricta en materia de etiquetado para prevenir los abusos por parte de los fabricantes, sobre todo a la hora de publicitar propiedades que realmente no tienen. Danone tuvo que retirar una campaña en la que abueletes en bañador y veterinarios empapados bajo la lluvia le aseguraban a una conocida presentadora que el Actimel activaba su sistema inmune. Después de retirar la campaña hizo el truco de añadir vitamina B6 y continuar anunciándolo. El beneficio para el sistema inmune no es por los Lactobacillus, sino por la vitamina B6 que le añadieron, como indica un asterisco en su etiqueta.[1] Así cumple las leyes, aunque la publicidad sigue hablando de los Lactobacillus, que realmente no hacen nada.
A pesar de las leyes y el control que se ejerce, los fabricantes tratan de exprimirlas al máximo. En las etiquetas de cualquier alimento tenemos un juego de tabú: hay palabras que dan puntos y palabras prohibidas. Por ejemplo: es prácticamente imposible encontrar palabras como «sintético», «artificial» o «química» en una etiqueta, aunque realmente describan a la comida. En cambio, otras palabras o expresiones son mágicas, por ejemplo, «de la abuela». Muchos productos aparecen etiquetados como si fuera tu propia abuela la que estuviera en la fábrica elaborando mermelada o pizzas (por cierto, mi abuela no preparó ni comió una pizza en su vida; ahí lo dejo). Parece que en toda la historia de la humanidad no ha habido ningún caso de abuela que cocinara mal. Además, esto debe de ser algún efecto genético que los científicos todavía no han descifrado. Hay madres que pueden preparar mejunjes infumables que nos obligan a comer como lentejas o espinacas, pero en el momento en que esa madre es abuela es como si del cielo bajara una lengua de fuego pentecostal y le regalara un título de máster chef por ciencia infusa.
A veces no hace falta personalizar en la abuela. A todos nos gusta la tecnología, por eso las compañías de móviles saben que es mejor ofrecerte un 4G que un 3G, para encontrarle el punto ídem a tu cartera, ya que todos queremos lo más nuevo. Lo mismo sucede con cualquier otro producto de consumo, menos en la comida, donde nos gusta que aparezca la palabra «vieja» o «antigua». Marcas como «La vieja fábrica» o eslóganes como «A la antigua usanza» triunfan en el etiquetado alimentario, pero lo tendrían muy difícil si vendieran televisores. Pocos votarían a un partido político con la palabra «tradicional» o alguna de sus derivadas en su nombre, pero en cambio sí que comprarían una lata de fabada en cuya etiqueta pusiera «Receta tradicional». No obstante, si hay una palabra mágica capaz de hacer que algo nos parezca maravilloso es «natural».
¿NATURAL ES MEJOR?
Natural se ha convertido en la palabra franquicia para todos los que quieren vender. La ropa etiquetada como «natural» parece mejor que una que no lo diga, aunque la fibra vegetal o el pelo de animal del que se ha sacado se hayan criado específicamente con ese fin y obviemos el hecho de que la ropa no es algo natural. En la naturaleza, los animales van desnudos. Una terapia o una medicina natural tienen más glamour y atractivo que una terapia convencional. ¿Quién no elegiría un tratamiento natural con el sugerente nombre de naturoterapia o fitoterapia frente a uno que lleve nombres que dan tanto repelús como quimioterapia o radioterapia? Es tan sugerente que obviamos pequeños detalles como que la mayoría de los tratamientos mal llamados naturales no han demostrado su eficacia ni han superado ensayos clínicos. La naturaleza es muy cruel y solo se preocupa por la supervivencia de la especie, y no por la del individuo. En la vida real, un animal enfermo o herido es presa fácil de los depredadores. La medicina es una actividad netamente humana, y por definición artificial. Volviendo a la comida, por el simple hecho de ser natural, ¿es algo mejor? Bueno, la ciencia lo tiene muy claro… desde el siglo XIX.
Antiguamente creíamos que la materia viva tenía unas propiedades diferentes de la materia inerte, lo cual es bastante lógico. Una planta o un animal nacen, crecen, se reproducen y mueren. Una piedra siempre es una piedra y un saco de arena, un saco de arena. Por eso muchos químicos ilustres del siglo XIX, como Berzelius (inventor, entre otras cosas, de la formulación química que forma parte de las pesadillas de muchos estudiantes de secundaria), pensaban que la materia viva no se regía por las mismas leyes que la materia inerte. Otro químico, Wöhler, demostró en 1828 que los cristales de urea sintetizados a partir de un compuesto inorgánico —el cianato amónico— eran exactamente iguales que los aislados a partir de la orina. Esto planteaba un problema. Era un poco extraño que si la materia viva tenía propiedades diferentes a la materia inerte pudiéramos sintetizar un compuesto que provenía de un ser vivo a partir de fuentes minerales. Durante mucho tiempo la cuestión no estuvo clara. Científicos de prestigio como Pasteur recogieron algunas de las ideas de Berzelius y trataron de hacerlas casar con el experimento de Wöhler. Pasteur aceptaba que la materia inerte es indistinguible de la viva, pero afirmaba que las reacciones químicas que se dan dentro de un ser vivo tienen que obedecer a diferentes leyes que las que se dan, por ejemplo, en un tubo de ensayo a partir de compuestos inertes. A esta teoría se la llamó vitalismo. Como ha pasado en numerosas ocasiones a lo largo de la historia, cuando un francés dice una cosa, un alemán dice la contraria. Lo que ya nos ha costado, entre otras, la guerra franco-prusiana en el siglo XIX y dos guerras mundiales en el XX. Aunque todo sea dicho, últimamente, con la Unión Europea, parece que alemanes y franceses se han puesto de acuerdo en machacar al sur de Europa. En este caso no fue una excepción. Un alemán le llevó la contraria a Pasteur.
Justus von Liebig propugnaba el antivitalismo, es decir, defendía que todas las reacciones químicas que suceden dentro de una célula siguen las mismas leyes que las reacciones químicas que suceden fuera de un organismo vivo y deberían poder ser reproducidas fuera de él. Otro alemán, Büchner, resolvió esta polémica al ser capaz de reproducir una reacción química asociada a un ser vivo en un tubo de ensayo. Concretamente, la reacción que reprodujo a partir de un extracto de células muertas fue la fermentación alcohólica, la transformación que se da cuando la levadura consume el azúcar del mosto y produce alcohol. Por lo tanto, Büchner hizo un descubrimiento fundamental en la historia de la ciencia fijándose en algo tan antiguo y tan relacionado con la alimentación como la fermentación del vino, demostrando con ello que la bioquímica no es más que la química que se da dentro de un ser vivo, pero que sigue las mismas leyes que la química que se da fuera de él.[2] Lo cual nos viene muy bien y le sacamos buen provecho. Cuando recibimos los resultados de un análisis de sangre siempre suele haber un apartado en el que pone bioquímica, donde se encuentra, entre otros parámetros, el nivel de las transaminasas, que sirve para decirnos si tenemos algún problema en el hígado o en el corazón. Ese análisis consiste en simular en un tubo de ensayo una reacción química que tiene lugar en el organismo a partir de nuestra sangre.
Justus von Liebig ha sido la salvación de muchas madres y la pesadilla de Mafalda, puesto que fue el inventor del concentrado de carne, que ha servido para hacer tantas sopas a lo largo de la historia. No confundir con el inventor de los cubitos de caldo, que fue el suizo Julius Maggi. Sí, el mismo que fundó la compañía que lleva su nombre.
A efectos prácticos, lo que nos dicen los experimentos de Wöhler y de Büchner es que las propiedades de cualquier materia dependen de su composición, esto es, de las moléculas que lo forman, no de su origen. Por lo tanto, la palabra natural solo hace referencia al origen del producto; nos dice que viene de la naturaleza, pero no que sea mejor ni peor. La química nos enseñó hace tiempo que las propiedades de cualquier producto dependen de su composición química, es decir, de los átomos y de las moléculas que lo forman… Nada más. Dos alimentos que tengan los mismos átomos enlazados de la misma manera para formar las mismas moléculas tendrán exactamente las mismas propiedades, incluido el sabor, color, olor y, por supuesto, beneficios o perjuicios para la salud, independientemente de dónde y cómo se hayan obtenido: ya sea de la naturaleza o mediante síntesis química. Es muy fácil de entender: ¿tú te comerías algo llamado beta-D-fructofuranosil-(2->1)-alfa-D-glucopiranósido? ¿No? Pues lo sirven en los bares. Es fácil de identificar. Viene en dosis de seis gramos, junto al café o las infusiones, en un sobre con una frase muy tonta pero aparentemente profunda de Paulo Coelho o de Jorge Bucay (creo que ese es el motivo por el que dejé de consumirlo hace tiempo). Pues sí, te estoy hablando de la sacarosa, también llamada azúcar de mesa o, simplemente, azúcar. Este alimento cotidiano está formado por una molécula de glucosa y una de fructosa unidas por un enlace del tipo alfa-O-glucosídico. También podríamos decir que el azúcar de mesa está formado por doce átomos de carbono, once de oxígeno y veintidós de hidrógeno, y seguiría siendo cierto. Lo importante aquí es que la sacarosa pura obtenida de la caña de azúcar es indistinguible de la obtenida de la remolacha azucarera o de la que puedes obtener en un laboratorio de química orgánica cuando haces reaccionar la glucosa con la fructosa. Da igual que sea natural o no. Si es sacarosa, es sacarosa, de la misma forma que si es calcio, es calcio.
¿Y DICES QUE TÚ COMES NATURAL? ESO SE LO DIRÁS A TODOS, PILLÍN…
Por lo tanto, ya sabemos que decir que algo es natural se refiere al origen, no a las propiedades ni a la calidad. Pero ¿existe la comida natural? Si vamos a un supermercado está claro que sí. Es difícil encontrar un producto que no lleve el término «natural» en su etiqueta. El término natural no está reconocido en ninguna legislación alimentaria, es de libre disposición. Bueno, no es del todo cierto; se supone que el término natural es una declaración (algo que no es obligatorio etiquetar) y que se menciona en el reglamento europeo 1924/2006 y en el 1334/2008 sobre aditivos, pero en este último caso haciendo referencia a los aromatizantes. El problema es que los términos en que se define son tan ambiguos y laxos que yo mañana puedo comprar harina de trigo, añadirle levadura, sacarosa y etiquetarlo como «natural», y nadie me diría nada. Incluso podría hacer pan de molde y decirte que es natural, porque la regulación virtualmente te lo permite todo. Esto, en apariencia tan inocente, presenta un problema serio. Si anuncias algo como natural parece que sea mejor, cuando no lo es. La publicidad da a entender que si comes ese pan de molde estás beneficiando a tu salud o siguiendo una dieta equilibrada, cuando en realidad es un alimento con muchas calorías y azúcares añadidos del que no deberíamos abusar, por muy natural que te digan que es.
Pese a que la ciencia diga que el hecho de que algo sea natural no es relevante, alguien puede pensar que es mejor la comida natural que la artificial, aunque no sepa explicar exactamente el porqué. Solo falta un pequeño detalle: ¿existe la comida natural? ¿Qué entraría dentro de esa definición? ¿Unas croquetas embolsadas de la marca blanca del súper serían artificiales y un tomate sería natural? No es tan fácil trazar la línea de separación entre lo natural y lo artificial. Realmente nada de lo que comemos es natural, porque la naturaleza no nos da de comer. Si estuviéramos en la selva, en la sabana o en la tundra tendríamos problemas para mantener una alimentación equilibrada. De hecho, la mayoría de sociedades que viven «en la naturaleza» presentan graves deficiencias de nutrición, que en parte explican que su esperanza de vida sea tan baja. Piensa en lo que comiste ayer, en el último mes, en el último año. ¿Has comido algo silvestre? ¿Algo que no proceda de una granja o de un campo sembrado? Muy poco, ¿verdad? Nos puede parecer que un pollo campero o una patata recién recogida del huerto son naturales, pero realmente son especies artificiales que hemos criado o sembrado y cultivado, por lo que sin la intervención humana no existirían, como prácticamente todo lo que nos da de comer. Todo lo que comemos, animal o vegetal, lo hemos creado nosotros.
ESPECIES NO TAN NATURALES
Todas las especies que nos dan de comer han sido seleccionadas, criadas y domesticadas. Originalmente eran especies silvestres, hasta que en un momento dado algún pueblo primitivo vio alguna característica particular en ellos y decidió recoger las semillas y seleccionar las más interesantes para la siguiente generación. Por ejemplo, el maíz actual fue domesticado por los antiguos mayas en un período de aproximadamente doscientos años a partir de una planta silvestre que se llama teosinte. Otra estrategia era cruzar diferentes variedades o incluso diferentes especies. Pongamos por caso: tienes una variedad que da tomates sabrosos, pero sensible a una plaga, y otra resistente, pero con tomates de muy baja calidad. La estrategia sería realizar un cruce para tratar de conseguir una variedad nueva que diera tomates de buena calidad y resistentes a plagas. Y así se ha hecho desde el Neolítico para conseguir cereales con granos más grandes, animales que acumulen más grasa o fruta con mejor sabor.[3]
El efecto secundario de este continuo desarrollo de nuevas variedades es que estas iban sustituyendo a las viejas. ¿A alguien le suenan cultivos como la altamisa, el cenizo, el cien nudos o la magarza? ¿No? Pues son variedades que en su momento sembraron los indios norteamericanos, pero que cuando llegaron los europeos prácticamente estaban extinguidas y se habían sustituido por el maíz y las judías provenientes de México, donde los sembraban los aztecas y que se extendieron por Norteamérica de tribu en tribu. La altamisa no es precisamente la mejor forma de alimentarse, por muy natural que sea. Está emparentada con plantas venenosas como la ambrosía y es tremendamente alérgena, tanto al ser inhalado el polen como por contacto; además, ni su olor ni su sabor son particularmente agradables. Pero como no tenían otra cosa, eso era lo que cultivaban. Obviamente, cuando un indio tenía que escoger entre sembrar altamisa o maíz y judías, lo tenía clarísimo.[4] Por lo tanto, la sustitución de unos cultivos por otros mejores es una constante desde el inicio de la agricultura.
La comida es uno de los pocos aspectos de la vida en el que antiguo significa mejor. A veces parece que las variedades antiguas sean mejores que las nuevas, cuando la realidad es que, en la mayoría de los casos, si en su momento se sustituyeron fue porque llegó una variedad mejor. Esta reivindicación de «lo de toda la vida» llega a veces a ser cómica. En el año 1944, se prohibió en España comercializar y consumir harina de almorta, también conocida como harina de guijas. La almorta es una legumbre que tiene la particularidad de aguantar condiciones desfavorables y cuyo cultivo es muy barato; por eso se hizo muy popular, sobre todo en los períodos de escasez. En uno de sus grabados de la serie «Los Desastres de la Guerra» llamado Gracias a la Almorta, Francisco de Goya inmortaliza el consumo de esta harina en el Madrid de la guerra de la Independencia. No obstante, esta planta tiene el problema de que acumula alcaloides que son potentes neurotóxicos. Su consumo continuado produce una enfermedad conocida como latirismo, que proviene del nombre científico de la planta (Lathyrus sativus). El latirismo se caracteriza por producir una parálisis que llega a ser mortal. Por eso actualmente la prohibición sigue en vigor y el consumo de almorta solo está autorizado para animales. Pero aquí topamos con el peso de la tradición alimentaria. La harina de almorta forma parte de algunos platos tradicionales como las gachas, propios de Andalucía y Castilla-La Mancha. Esto ha motivado que la harina de almorta se siga vendiendo en los supermercados a pesar de la prohibición, etiquetada como «pienso para animales» (en letra pequeña). Curiosamente, no la tienen en la sección de mascotas, sino en la de harinas. Estas cosas siempre me han hecho gracia. Estoy seguro de que mucha gente que en el supermercado busca etiquetas como «natural», «sin conservantes ni colorantes» o «no contiene química», no pondrá ningún reparo en comprar harina de almorta etiquetada como «comida para animales» y preparar platos tradicionales de su tierra, aunque su consumo continuado toda la vida ha sido tóxico y por eso se prohibió. Lo antiguo no siempre es mejor, algunas veces es sinónimo de cutre, o como en este caso, de tóxico. Parecen olvidar que si en algún momento se ha consumido almorta no era por gusto, sino porque no había otra cosa.
Volviendo a las plantas naturales, que no son tales. La mayoría de especies de plantas domesticadas surgen de cinco zonas radiativas que están situadas entre los trópicos, aunque no hace falta remontarse a los mayas ni a las primeras civilizaciones para ver de dónde salen las especies que vemos en el súper. La mayoría de las especies que conocemos tienen una historia muy reciente. Durante buena parte de la historia de la agricultura, la forma de crear nuevas variedades ha sido por selección y por cruce. Si un organismo presenta una diferencia que no está presente en ninguno de sus progenitores es porque algo ha cambiado en su genoma. Este proceso se da espontáneamente aunque de forma muy lenta. Y necesitamos mucha paciencia y mucho tiempo para seleccionar los mutantes, hacer los cruces e ir mejorando las plantas. No obstante, a partir de los años cincuenta del siglo XX las técnicas de mejora genética evolucionaron de forma exponencial. En la naturaleza, las mutaciones ocurren de forma muy lenta, pero nada nos impide darle un empujoncito al tema. Si las mutaciones se provocan por cambios en el ADN, podemos dañar artificialmente ese ADN y eso hará que aumente el ritmo al que se producen las mutaciones. Obviamente, muchas serán perjudiciales para la planta o el animal, pero otras pueden ser interesantes, y esas serán las que seleccionaremos. Para dañar el ADN se pueden utilizar productos químicos como la colchicina o el metanosulfonato de etilo, radioactividad o incluso poner las semillas de lo que queramos mutagenizar en un satélite artificial y dejar que la radiación cósmica se encargue del asunto. ¿Exagerado? Pues la mayoría de especies de frutas, verduras y cereales que se pueden encontrar ahora en los supermercados tienen este origen. Por eso cada vez es más rápido el recambio de variedades.
Las gallinas ponedoras han pasado de poner menos de cien huevos al año a más de trescientos durante el siglo XX. El trigo moderno que se utiliza para hacer pasta es fruto de la hibridación de una especie desconocida con otra, que dio lugar al trigo de Emmer, un antepasado del trigo actual. Luego este trigo se volvió a hibridar para hacer una variedad nueva que dio lugar al Triticum aestivum, que es el que utilizamos para hacer pan. La variedad más popular de fresón actual es el fresón de Douglas. Se llama así por el jefe del Departamento de Pomología (ciencia de la fruta) de la Universidad de Davis. Proviene de una hibridación que se hizo en el siglo XVIII entre dos variedades silvestres de fresa, una originaria del norte de Chile y otra de Virginia, que en la naturaleza nunca hubieran hibridado. Y la fresa actual se consiguió por mutagénesis y salió al mercado en 1979. El kiwi se cultiva en España desde el año 1986.
Algunas historias son hasta graciosas. Por ejemplo, las zanahorias antiguas eran de un color blanco amarillento, similar al de las actuales chirivías. El color actual se lo debemos a los cultivadores holandeses, que, para homenajear a la casa real —la dinastía de los Orange—, crearon una variedad con ese llamativo color, que finalmente acabó extendiéndose por todo el mundo. De hecho, las mutaciones que seleccionamos en agricultura pueden hacer que la misma planta dé lugar a especies o variedades con características y contenidos nutricionales muy diferentes. ¿Te imaginas una familia de plantas en la que de diferentes especies, muy cercanas genéticamente, te comieras diferentes partes? Pues existe. Es la familia de las brasicáceas; el nombre científico significa col en latín. En algunos miembros de esta familia te comes las hojas, como la col o las berzas; en otras, las yemas, como las coles de Bruselas; en otras, la raíz, como en el nabo o el nabicol; en otros, el tallo, como el colirrábano (muy popular en Alemania, pero complicado de encontrar en España); en otras, las flores, como la coliflor o el brécol, y en otras, la semilla, ya sea como condimento (la mostaza) o para hacer aceite (la colza). Todas estas plantas provienen de la Brassica oleracea y han sido obtenidas por selección artificial.[5]
Puesto que hemos visto que continuamente están saliendo al mercado especies nuevas y alimentos nuevos, ¿qué es lo que determina que un alimento triunfe y otro desaparezca? En mi niñez, una de las variedades más populares de naranja eran las sanguinas, llamadas así porque parte de sus gajos tenían un llamativo color rojo sangre debido a la presencia de un antioxidante llamado antocianina, bastante infrecuente en cítricos. La forma más típica de consumirlas era cogerlas del árbol, estrujarlas con las manos o contra una piedra, hacer un agujero y chupar el zumo, que estaba delicioso. Sin embargo, ahora es difícil encontrar este tipo de naranjas en España. En cambio, en el extranjero se encuentran con facilidad, generalmente importadas de Italia, donde incluso cuentan con una denominación de origen protegida, la Arancia Rossa di Sicilia. ¿Por qué desapareció su cultivo en España? Que una variedad se mantenga o desaparezca depende de varios factores: de la rentabilidad para el agricultor; de la facilidad de transporte, distribución y rentabilidad para el mayorista y minorista, y de la demanda del consumidor. Si falla alguno de estos aspectos, la variedad está condenada. A veces son pequeños detalles: por ejemplo, la mandarina clemenules superó a sus competidoras por ser la que más fácil se pelaba. Esto tiene un problema, que es la erosión genética, es decir, cuando una triunfa, arrasa con todas las demás, como pasó en su momento con la berenjena Black Beauty. O con las chirimoyas. En países como Ecuador, con mercados a pequeña escala, existen cientos de variedades de chirimoya; en cambio, en España, el 95 por ciento es de la variedad «Fino del Jete». En general esto no implica que variedades en desuso se pierdan; por suerte, tenemos bancos de germoplasma que se encargan de salvaguardar los recursos genéticos; aunque sí que es cierto que algunas están irremediablemente perdidas. A veces esta cruel ley del mercado que rige la selección de variedades da lugar a curiosas situaciones. Incluso en contadas ocasiones puede perjudicar a alguna de las partes o a las tres, porque a fin de cuentas los productores y comercializadores también son consumidores. Hay ejemplos en los que queda claro que la comida que tenemos en los supermercados podría ser mejor de lo que realmente es, debido a que en algún momento hemos elegido mal.
PRECIOSOS TOMATES INSÍPIDOS
Y LA PARADOJA DE LA BERENJENA
Si le dijéramos a alguien que nos citara un alimento al azar, posiblemente muchos dirían «el tomate». Pocas comidas hay tan populares como esta planta de la familia de las solanáceas, igual que la patata o la berenjena. Y los números avalan esta popularidad, puesto que es la hortaliza con mayor producción a nivel mundial. No hay rincón en el mundo donde no puedas consumir tomate, ya sea tal cual, como salsa de tomate o en forma de ketchup.
El ketchup tiene su origen en el siglo XVIII. El nombre proviene del término indonesio Kepac ikan, que es una salsa de soja y pescado. El ketchup original era la versión británica de esta salsa, realizada a partir de vinagre, sal, anchoas y especias, similar a la actual salsa Worcestershire. La primera receta de ketchup de tomate publicada data de 1812 y se la debemos a James Mease, médico y horticultor de Filadelfia. En su libro afirma que es una salsa de origen francés, algo que sabemos que no es cierto, ya que en Francia los tomates y el ketchup se popularizaron casi un siglo después. Posiblemente se inspirara en la creole sauce que utilizaban los criollos franceses que huyeron de Haití después de la independencia de este país.
De hecho, en las cocinas tradicionales de la mayoría de rincones del planeta utilizan el tomate. Sin embargo, su universalización no deja de ser sorprendente y muy reciente; apenas tiene cien años. Gran parte de su éxito se debe principalmente a su llamativo aspecto rojo, y no a sus cualidades nutricionales. Comparado con otros vegetales, el tomate no es un alimento completo ni especialmente rico en vitaminas, minerales, proteínas o energía. Y además, el aspecto atractivo es culpable, en parte, de que nutricionalmente no sea ninguna maravilla o de que no sea tan bueno como podría ser. La historia es un poco larga pero digna de una película. El tomate en sus orígenes fue considerado un alimento muy secundario, pero como en un buen guión de Hollywood, acabó triunfando y dominando el mundo, así que su historia es como la del Padrino y la familia Andolini Corleone, que huyendo de la pobre Sicilia triunfaron en Estados Unidos gracias a métodos no muy legales. Aunque la emigración del tomate fue en sentido contrario.
El origen ancestral del tomate se encuentra en las Filipinas y en numerosas islas del Pacífico, de donde fue saltando de isla en isla hasta llegar a Sudamérica. En la zona de los Andes existen numerosas variedades silvestres de tomate, algunas de las cuales son comestibles, lo que hizo pensar que quizá los incas fueron los responsables de su domesticación. La lingüística, la arqueología y luego la genética descartaron esa hipótesis. No existe ninguna palabra en el antiguo aymara o quechua que describa el tomate, ni se ha encontrado ninguna evidencia arqueológica de su consumo continuado. El tomate fue domesticado por los aztecas. La palabra en sí procede del azteca tomatl, pero tiene truco. Es una palabra genérica que sirve para cualquier fruto de baya con semilla y pulpa acuosa. De hecho, ya tenemos noticia de los tomates en la Historia de las cosas de la Nueva España, de fray Bernardino de Sahagún, donde describe siete palabras diferentes que emplean el sufijo tomatl, de las cuales solo una describiría al tomate que conocemos (xitomatl, cuyo nombre técnico sería Solanum lycopersicum). El término «jitomate» sigue utilizándose en México para definir al tomate. No obstante, este era un alimento muy secundario y poco popular entre los nativos mesoamericanos, que preferían el tomate de cáscara (miltomatl, técnicamente Physalis philadelphica), que, dentro de la familia de los tomates, sería como el quinto Beatle o el de la barba de Martes y Trece, que estaba en los principios pero no disfrutó de las mieles del éxito. El término tomate se incorpora al castellano menos de cien años después del descubrimiento de América. El lingüista Joan Corominas descubrió que la referencia más antigua en castellano a la palabra tomate data del año 1532, pero seguía siendo un término muy impreciso que describía varios alimentos diferentes de la misma familia.
El tomate y su primo, el physalis o tomate de cáscara, se embarcaron juntos hacia Europa en el siglo XVI. Aun así, este tomate no se parecía demasiado al tomate actual, ya que algunas variedades eran amarillas, lo que explica su nombre en italiano, pomodoro: manzana de oro. En el sur de Europa, el tomate empieza a consumirse, aunque en el norte se rechaza. El tomate de cáscara no fue consumido en ninguna parte, posiblemente por su sabor ácido. En América se comía en forma de chile, pero la receta no fue importada junto con la planta y pronto cayó en el olvido. El tomate no lo tuvo fácil para salir del sur de Europa. En una fecha tan tardía como 1760, el tomate todavía aparecía listado como planta ornamental en el prestigioso catálogo de plantas de Andrieux Vilmorin. Las causas de este rechazo son varias, la más importante probablemente porque el fruto del tomate se parece a algunas plantas silvestres muy tóxicas como la belladona. De hecho, su nombre científico, Lycopersicum, significa «melocotón del lobo», por su similitud con una planta, también tóxica, descrita por Galeno, a la que le dio el nombre de «matalobos», aunque esta no tiene ninguna relación con el tomate. Pío Font Quer apunta en el volumen V de Flora española que, en el siglo XIX, en Alemania se seguía considerando al tomate como una planta venenosa. Su consumo en Estados Unidos, patria del ketchup, de la pizza (que es más americana que italiana) y de las hamburguesas con tomate, y también en el resto de América, fue muy tardío. Nunca fue popular entre los aztecas, y por eso no se extendió como el maíz o las judías. Sin ir más lejos, en 1820 su consumo estaba prohibido en Nueva York por considerarse un producto venenoso. Hasta principios del siglo XX, y gracias sobre todo a la emigración del sur de Europa, el tomate no es aceptado como comida en el resto del mundo.[6]
Durante todo ese azaroso proceso de adaptación, el tomate ha ido cambiando. El que más demanda el consumidor es el de color rojo, cuanto más llamativo mejor, lo que ha ido en contra de las variedades verdes o amarillas, que prácticamente han desaparecido. Otro aspecto es que el tomate es un fruto climatérico, y ello implica que puede seguir madurando fuera de la planta una vez cortado el fruto. Incluso la maduración se puede acelerar con la adición de etileno, que además de ser un gas utilizado en la industria para los sopletes es una hormona que las plantas sintetizan de forma natural. El problema es que si el tomate no madura en la planta, no desarrolla todos los sabores y aromas. Para el consumidor, el problema es que si el productor espera a que madure en la mata estará muy sabroso, pero su vida comercial será corta y no llegará en buenas condiciones a la mayoría de mercados; por eso, muchos productores los recogen verdes y los maduran en cámaras, perdiéndose gran parte del sabor. Ese es el motivo por el que mucha gente añora con nostalgia los tomates de la huerta de su abuelo, que al estar recogidos en la mata y en el punto de madurez tenían un sabor mucho mejor; aunque eso es algo que también se puede matizar.
Algunas de las variedades más apreciadas en la actualidad son muy recientes. Por ejemplo, los tomates Kumato, de tamaño pequeño y un llamativo color morado, son propiedad de Syngenta y se cultivan bajo licencia. El sabor del tomate no solo depende de la variedad, también influye el método de cultivo y recolección, por eso los Kumato solo se comercializan y distribuyen en la forma que indica el propietario de la variedad como forma de asegurar el sabor y la textura originales. Ese es el motivo por el que únicamente los veremos en paquetes alargados de cuatro unidades, como si fueran cápsulas de Nespresso. Otra de las variedades estrella es la RAF. Las siglas, familiares para todos los aficionados a las películas de guerra, no se refieren a ningún avión de combate británico, equivalen a «Resistente A Fumonisinas», una toxina que segregan algunos hongos. Esta variedad fue desarrollada en los años sesenta en La Cañada, en la provincia de Almería, y es conocida por tener un tamaño grande y ser irregular, muy lobulado. Además, normalmente no suelen adquirir color rojo al madurar y cuando están en el momento óptimo para el consumo siguen teniendo un color verde. Una diferencia es que los encontramos con bastante diferencia de precio y también de sabor. Hay tomates RAF espectaculares y tomates RAF insípidos. Esto es debido a que para que desarrollen todas sus propiedades deben regarse con agua salobre, que provoca que la planta se defienda acumulando azúcares, lo cual los hace más sabrosos. Claro, esto presenta el problema de que la producción baja en picado, y por tanto el precio sube. Eso explica la diferencia de precio y de calidad entre tomates de la misma variedad.
Y si eres de los que se pelan el tomate, mejor sería que cambiaras de costumbre, ya que este acumula la mayoría de sus moléculas beneficiosas en el pericarpio (también llamado piel, aunque no tienen nada que ver con la piel, que es un órgano animal). Ya lo decían en mi pueblo: «La tomaca amb pell, la figa amb pel», que traducido vendría a decir: «El tomate con piel, el higo con pelo». Que yo sepa, los higos no tienen pelo. La sabiduría popular está sobrevalorada, queda claro.
Por cierto, ¿por qué el tomate más bonito es menos nutritivo y está menos bueno? En 2012 se acabó de secuenciar el genoma del tomate, es decir, pudimos leer todo el ADN y saber cuántos genes tenía y dónde estaban situados.[7] Esto trajo consigo una sorpresa. Como he dicho, el consumidor se decanta por los tomates de color rojo muy vivo, al considerar que cuanto más rojo, más maduro y más bueno. Uno de los genes responsables de la acumulación de azúcares está situado al lado de los que posibilitan el color rojo brillante. Los mejoradores genéticos, al seleccionar variedades con el color rojo más llamativo, estaban arrastrando versiones menos eficientes del gen responsable de acumular azúcares, es decir, más bonitas pero más insípidas… Es lo que tiene comer con los ojos. Posiblemente, ahora que sabemos lo que pasa, podremos desarrollar variedades bonitas y con mejor sabor.
La historia del tomate tiene otro curioso epílogo: ¿qué pasó con el Physalis, famoso entre los aztecas, pero olvidado en Europa en el siglo XVI? Pues el primo fracasado del tomate está hoy reverdeciendo viejos laureles. Ahora mismo el tomate de cáscara está de moda, no por sus características nutricionales, sino estéticas. Se utiliza como decoración comestible en la alta cocina a un precio más que elevado. Posiblemente lo habréis visto en algún banquete fino o en algún restaurante de los carillos. Es la fruta amarilla cubierta de dos hojas que recuerdan al ala de un insecto que se utiliza como decoración en muchos postres de alta cocina y que tiene un sabor ácido característico, así que la comida típica de los indios precolombinos ha acabado siendo el capricho de los pijillos europeos…; ¿no es digno de Hollywood?
Otro caso en que el triángulo consumidor-agricultor-comercializador ha llegado a una mala elección es el de las berenjenas. La berenjena (Solanum melongena L.) es la sexta hortaliza con mayor producción a nivel mundial. Tiene la particularidad de ser de las pocas solanáceas cultivadas que no es originaria de América, sino que fue domesticada en la región indo-birmana, probablemente a partir de plantas originarias de África occidental que fueron traídas por comerciantes. Solo puede cultivarse en climas cálidos y existen multitud de variedades que difieren tanto en características de la planta como del fruto. Existen berenjenas de color morado oscuro, violeta, negro, amarillo o blanco, y también pueden ser lisas o estriadas. La pulpa es carnosa, de coloración amarilla, blanca o verde, volviéndose parda al contacto con el aire debido a la oxidación. La variedad que se ha llevado el gato al agua y que acapara casi todo el mercado es la Black beauty. Morada, lisa y de pulpa blanca. Cuando pensamos en una berenjena, normalmente estamos pensando en una Black beauty.
Si «natural» es la primera palabra mágica para vender, la segunda, y no muy lejos, es «antioxidante». En la cabeza de todos está metida la idea de que los antioxidantes son la poción mágica contra el envejecimiento, el cáncer y las enfermedades cardiovasculares. La propaganda es tan entusiasta que puede parecer que si te atiborras de antioxidantes te conviertes en guapo y te toca la lotería. Algunas de estas propiedades son ciertas, otras exageradas y, como en todo, no se puede generalizar. De hecho, el consumo excesivo de antioxidantes puede dar lugar a problemas de salud. Dentro de las especies hortícolas, la berenjena es una de las más ricas en compuestos fenólicos con gran poder antioxidante, presentes tanto en la piel como en la carne del fruto. La berenjena es rica en conjugados del ácido hidroxicinámico, como el ácido clorogénico o el ácido cafeico. De estos, el ácido clorogénico es el mayoritario, y tiene un poder antioxidante similar a la vitamina C. Como curiosidad, señalar que la berenjena también es muy rica en nicotina, pero normalmente no nos la fumamos —aunque hay gente para todo—, por lo que no hay que preocuparse por sus efectos cancerígenos. La nicotina es la responsable del sabor amargo que produce un ligero escozor en la punta de la lengua al comer berenjenas poco hechas. La nicotina no es la paradoja. Cuando cortamos la berenjena para cocinarla, los compartimientos celulares se destruyen permitiendo que los antioxidantes reaccionen con el oxígeno del aire para dar compuestos de color marrón.[8] Pero el hecho de que una verdura se ponga marrón al cortarla es algo que a los consumidores les da repelús, y se considera equivocadamente como una característica negativa. La mayoría de variedades comerciales de muchas verduras, pero principalmente de berenjena, se han seleccionado por ser las que menos se oscurecen al cortarse, lo cual implica que estamos utilizando las más pobres en antioxidantes. La paradoja está servida, ya que nos compramos suplementos de antioxidantes pero despreciamos las verduras que más antioxidantes contienen por ser más feas. Los tomates y las berenjenas son un claro ejemplo de que lo de comer con los ojos no siempre es lo mejor.
PERO ¿HAY ALGO QUE COMAMOS QUE SEA NATURAL?
Hasta aquí hemos visto que lo de «natural» solo hace referencia al origen, no a la calidad ni a las propiedades, y que de hecho toda la comida que tenemos hoy a nuestra disposición procede de milenios de selección y cría. Eso nos ha permitido tener toda la diversidad de alimentos de la que disfrutamos. Gracias a la selección artificial tenemos plantas nutritivas y saludables, que han sido creadas a partir de especies silvestres que en muchas ocasiones eran tóxicas. En algunas contadas ocasiones no se ha seleccionado lo mejor o lo más nutritivo, sino lo más bonito, pero aun así el balance es más que positivo.
Solo hay que pasearse por un supermercado. Sigo insistiendo, ¿comemos algo natural? Siendo muy, muy generosos, podríamos pensar que lo que se recolecta, se pesca o se caza es natural porque no está cultivado, pero ni siquiera eso es cierto del todo. Las zonas dedicadas a la caza deportiva o a la pesca (sobre todo fluvial) se repueblan frecuentemente con las especies que más interesan a los cazadores y pescadores. Existen granjas cinegéticas y criaderos de peces dedicados exclusivamente a este fin, así que la mayoría de caza y pesca también se ha seleccionado. Las capturas de pesca en mar podrían considerarse naturales, pero es que se seleccionan unas especies frente a otras y eso altera los ecosistemas, por lo que al final hay un impacto humano y una alteración del equilibrio. Una forma de contrarrestar este efecto negativo son las piscifactorías. Qué queréis que os diga, yo prefiero que las especies que más demanda el consumidor se críen en piscifactorías que tener a toda la flota pesquera esquilmando los recursos naturales hasta que se acaben y no haya más. A pesar de que las piscifactorías también tienen un impacto ambiental que no es desdeñable. Y por mucho que Alberto Chicote dijera en Esta cocina es un infierno que el pescado de piscifactoría sabe a barro, no es cierto. El sabor de un pescado de piscifactoría es indistinguible de uno de mar si no te dicen cuál es cuál. Ya solo nos quedaría como natural aquello que crece de forma silvestre y se recolecta, como los frutos del bosque o las setas. En el caso de las setas, hay que decir que, cuando las recogemos y nos portamos bien, es decir, cuando utilizamos una cesta de mimbre y no una bolsa de plástico, ayudamos a esparcir las semillas de unas especies frente a las otras, con lo que favorecemos su propagación y la selección de aquellas que tengan mejores cualidades alimenticias, por lo que realmente las setas silvestres también están sometidas a un sutil proceso de selección y cultivo.
Si aun así conoces a alguien que siga insistiendo en que quiere comer natural, quizá le puedan servir la astronomía y la física atómica para tranquilizar su conciencia. En el primer capítulo he mencionado que las leyes que gobiernan el metabolismo y la asimilación de la comida son las mismas que rigen en todo el universo. ¿Alguna vez te has parado a pensar cuál fue el origen de la materia y de la energía? El origen último es el Big Bang, el principio del universo, de ahí surge todo. Pero los átomos se originan por reacciones de fusión nuclear que se dan en el interior de las estrellas (muy secundariamente por radioactividad); por eso, los átomos mayoritarios en el universo son el hidrógeno y el helio, que son los más ligeros, aunque luego se combinan para formar el resto. Por tanto, todos los átomos que te rodean, incluyendo los de la comida, en algún momento han estado en el interior de una estrella. Lo mismo con la energía, que también procede de las estrellas. Una planta capta energía solar mediante la fotosíntesis y la utiliza para producir azúcar, que utilizará a su vez para obtener energía mediante la glicólisis. Tú te comes a la planta o te comes al animal que se ha comido la planta, por lo tanto se puede considerar que tú funcionas con energía solar. Así que toda tu comida viene de las estrellas y las estrellas son naturales. Aunque desgraciadamente, según este razonamiento, el teclado del ordenador también sería natural porque sus átomos también vienen de las estrellas. Yo no me lo comería.
Por lo tanto, por mucho que te lo digan, la comida natural es un mito. Toda la comida es fruto de la selección artificial, de la mejora genética y por tanto de la tecnología. Por eso, en un tomate tienes más tecnología que en un iPhone5, y además es más barata, con lo que todos podemos disfrutar de ella. La naturaleza tiene otros asuntos de los que preocuparse que darnos de comer. De eso nos encargamos nosotros. Si aun así quieres comer «natural», ve con cuidado, no olvides que las amanitas faloides, el veneno de serpiente y la toxina botulínica son muy naturales.