PREFACIO

«SINE AGRICULTURA NIHIL»

Cuando una cosa es fácil no la apreciamos. Realmente no sabemos darle el valor que tiene a todo lo que se consigue sin esfuerzo. En Occidente tenemos la inmensa fortuna de que la mayoría de nosotros no pasamos hambre y de que cuando vamos al supermercado siempre encontramos de todo y en la cantidad que deseamos. Muchas veces no le damos demasiada importancia a la comida ni a lo que cuesta conseguirla, porque siempre está ahí y a un precio asequible. Si no estuviera, tendríamos un problema. Y gordo. En el siglo XIX, el estadístico alemán Ernst Engel hizo una observación, que hoy se conoce como ley de Engel, según la cual si aumentan los ingresos disminuye la proporción de dichos ingresos que se gasta en alimentación. Esto implica que en los países pobres, la gente invierte un porcentaje alto de sus ingresos en alimentación, y en los países ricos, al revés. Quizás ello explique que no apreciemos lo que supone poder comer todos los días, porque, en general, en los países ricos es algo barato.

Llegar a este punto, a la comida barata, segura, a un precio asequible y al alcance de la mano no ha sido fácil. Es una historia de muchos años, tantos como tiene la civilización. Si la escritura es la que marca el nacimiento de la historia, la producción de alimentos, es decir, la agricultura, es la que marca el origen de la civilización. Todo lo que somos se lo debemos a la agricultura. Parece exagerado, pero gracias a que los supermercados están llenos, no tenemos que deambular por la sabana subiéndonos a las acacias para huir de los leones y cazando antílopes con lanzas. Una parte de la sociedad se dedica a producir alimentos, por eso podemos permitirnos el lujo de destinar nuestro valioso tiempo a realizar actividades diferentes a la de buscar comida. Solo así hemos podido desarrollar, entre otras cosas, la ciencia, el arte y la tecnología. Nada de eso existiría si la agricultura y la ganadería no nos proveyeran de alimentos seguros a un coste asumible.

¿Qué pasaba antes de la agricultura? Las sociedades paleolíticas estaban formadas por nómadas que se dedicaban a la caza o a la recolección de especies silvestres y que tenían que vérselas frecuentemente con la escasez de suministros. Sería exagerado pensar que los hombres paleolíticos eran una especie de yonquis desesperados que invertían toda su jornada y esfuerzo en buscar la siguiente dosis de comida. Es cierto que tenían tiempo para el ocio, el arte o la religión, pero unos simples números nos demuestran que no era una vida regalada. Antes de las primeras ciudades, un individuo necesitaba veinte kilómetros cuadrados de zonas herbáceas para procurarse su sustento. Haciendo unos cálculos, vemos que las cien mil personas que pueden llenar un domingo el Camp Nou para maravillarse con los recortes de Messi al portero necesitarían para vivir una superficie silvestre equivalente a cuatro veces España. Esta gran necesidad de espacio implica que esas primitivas tribus podían tener como máximo entre seis y doce familias, y abarcaban entre ochenta y cien kilómetros cuadrados.[1] Todavía llevamos en los genes el legado de nuestro pasado nómada. Uno de los primeros síntomas de una nutrición pobre en una mujer es una amenorrea, la interrupción del ciclo menstrual, que puede tardar unos meses en reaparecer a pesar de que se recuperen la alimentación correcta y el peso. Esta es una estrategia fisiológica de supervivencia en una situación de alimentación insuficiente, ya que llevar adelante un embarazo implicaría un grave riesgo para la madre y el hijo; una reminiscencia darwinista de cuando la vida era una sucesión de días de mucho y vísperas de poco. Sin embargo, algo cambió.

En determinados momentos, distintas poblaciones se dieron cuenta de que no era necesario seguir los ritmos y los lugares de la naturaleza, sino que se podían recoger las semillas de algunas plantas, ponerlas en un espacio con suficiente agua, cerca de alguna cueva o refugio natural, y dejarlas crecer. Nos ahorrábamos buscar alimento. Otro cambio fue que podíamos seleccionar las semillas más gordas para dar lugar a la siguiente generación, y así las plantas iban dando granos cada vez mejores y más productivos. A esto se le ha venido a llamar «la primera revolución verde». Domesticar una planta era adquirir un poder semejante a lo que en su momento supuso el descubrimiento del fuego. Aumentar la producción de alimentos permitía aumentar la población. Un aumento de la población en una época pretecnológica suponía un mayor poder bélico respecto a las tribus vecinas y la capacidad de ganar en recursos. Algunos autores como Jared Diamond van todavía más allá y ven en esta capacidad de domesticar plantas el origen del éxito de la civilización occidental. Eurasia es un continente más ancho que alto, lo que implica que a medida que una civilización se va expandiendo a lo largo de un paralelo hacia Oriente u Occidente, las condiciones climáticas y de luz son similares. Las plantas domesticadas van adaptándose al nuevo territorio sin problemas. África y América son continentes altos y estrechos; si una civilización se expande hacia el norte o el sur siguiendo un meridiano, las plantas domesticadas no pueden acompañarlas, puesto que las condiciones climáticas y de luz van cambiando, lo que obliga a un largo proceso de adaptación o a la domesticación de nuevas plantas. Según Diamond, este sería el motivo de que las primeras grandes potencias estuvieran en Europa y Asia.[2] Esta teoría no está aceptada universalmente, pero es cierto que podemos asociar las primitivas civilizaciones con sus cultivos, puesto que, a medida que se expandían, sus cultivos iban con ellos.

Y si la producción de alimentos es lo que marca el inicio de la civilización, la falta de estos es lo que marca su declive. Una civilización bien organizada puede hacer frente a epidemias, puede lidiar con invasiones, pero no puede hacer frente a una sequía o a un problema con las tierras de cultivo. Para plantar cara a un ejército poderoso como el persa sobra con trescientos espartanos en tanga, pero poco podrían haber hecho Leónidas y sus muchachos si ese año las cosechas hubieran fallado. Tenemos numerosos ejemplos. En 2008, la revista Science publicó un artículo en el que unos científicos de la Universidad de Lazhou demostraron que existía una correlación entre el grosor de las sucesivas capas de las estalagmitas de la cueva de Wanxiang con los períodos de crisis o de estabilidad política en China. Según sus investigaciones, el final de las dinastías Tang, Yuan y Ming coincide con bandas estrechas, mientras que el esplendor que vivió China bajo la dinastía Song coincide con unas bandas muy anchas en las estalagmitas.[3] ¿Es casualidad? Ni mucho menos. Las estalagmitas se forman por el carbonato cálcico arrastrado por las filtraciones del agua de lluvia. En el caso concreto de China, el grosor de la banda anual de las estalagmitas es una indicación de la intensidad de las lluvias monzónicas. Bandas más anchas implican monzones muy generosos en lluvias, y por tanto abundantes cosechas; bandas estrechas implican sequía, pocas cosechas y hambre, lo que lleva inexorablemente a la inestabilidad política y, en muchos casos, a un cambio en la dinastía. Si durante la dinastía Ming hubieran construido presas y canalizaciones en vez de jarrones de porcelana, mejor les habría ido.

No es un caso aislado. Cuando los europeos llegaron a América, la civilización maya hacía muchos años que se había extinguido. Un apunte: lo de que la civilización se acabó cuando llegaron los españoles fue una cantada de Mel Gibson en Apocalypto, puesto que el colapso ocurrió entre el año 800 y el 1000 d. C., medio milenio antes de que llegara Hernán Cortés. Durante mucho tiempo se pensó que este fin fue debido a diferentes factores, incluyendo guerras y epidemias. Sin embargo, hay evidencias de que pudo haber sido por una sequía, porque los datos paleoclimáticos sugieren que hubo un período de entre cuarenta y cincuenta años extremadamente seco, que curiosamente coincidió en tiempo y en lugar con el declive de la civilización. A principios de 2013, un estudio también publicado en Science estimó, a través del análisis de una estalagmita de unos dos mil años de una cueva del sur de Belice, las lluvias históricas en las tierras bajas mayas midiendo isótopos de oxígeno incorporados a la estalagmita a través del agua de lluvia que se filtró a la cueva. Entre el año 440 y el 660 d. C. hubo un gran incremento de población que coincidió con un período de lluvias. Y a partir de 660 empiezan a cesar las lluvias. El primer síntoma de la crisis fue la proliferación de monumentos a diferentes gobernantes…, señal inequívoca de una alta tasa de recambio de personas en el poder.[4] Es gracioso pensar que en el año 2012 mucha gente creyó que los mayas eran capaces de predecir el fin del mundo, cuando en realidad ni siquiera fueron capaces de predecir el fin de su sociedad. Puestos a ser prácticos, mejor les hubiera venido tener un buen climatólogo y varios ingenieros agrónomos en vez de tanto almanaque.

No siempre la sequía es lo que puede acabar con la agricultura. La primera civilización urbana, Mesopotamia, desapareció porque se salinizaron los campos de cultivo por un excesivo riego. Arqueológicamente se ha podido trazar cómo cada vez iban sembrando cereales menos productivos pero más tolerantes a la sal y a las malas condiciones, hasta que llegó un momento en que el suministro de alimentos no fue suficiente.[5] Incluso en climas más lluviosos, una mala gestión agrícola puede a veces tener consecuencias nefastas. La grandiosa ciudad de Angkor Vat, en Camboya, se despobló cuando los sistemas de canalización dejaron de ser viables porque se taponaron debido a una mala gestión y un mal mantenimiento. Y si alguien todavía duda de que toda civilización se basa en la capacidad de producir y distribuir alimentos, solo tiene que ver cómo funcionan las escasas sociedades que en pleno siglo XX todavía viven como cazadores recolectores. Quedan algunas en la Amazonia, en África o en Nueva Guinea. Por ejemplo, los hadza de Tanzania. Viven de lo que cazan y de forma nómada. Uno de cada cinco niños muere antes del primer año y la mitad de los niños nacidos no llegan a los quince años. Caerse de un árbol, una caries o una apendicitis puede suponer una condena a muerte.[6] Es un estilo de vida muy natural, pero por el que no me cambio. Por cierto, el título de este apartado («Sine agricultura nihil») significa «nada sin agricultura» en latín. Es el lema de la Escuela de Agrónomos de Madrid. Pocas veces tres palabras han almacenado tanta verdad.

LA COMIDA ESTÁ DE MODA

Empiezo en plan fino y culto con una cita en latín, y ahora en cambio pongo una que parece un poco tonta, puesto que siempre hemos comido. ¿La comida siempre ha estado de moda? Bueno, quizás ahora tenga una dimensión social y un interés en los medios de comunicación que no siempre ha tenido. Antiguamente, las cadenas de televisión dedicaban algún espacio a mediodía para recetas o, como mucho, incluían una sección en sus magazines matinales. Sin embargo, en los últimos años los programas de cocina han ganado tiempo en sus franjas habituales, han conseguido canales propios y en algunas cadenas hasta han asaltado el prime time y han servido de base para realities y talent shows. En paralelo, hemos pasado de una sociedad en la que los cocineros querían tener un hijo arquitecto a una en la que los arquitectos quieren que su hijo sea cocinero.

Ahora los grandes chefs comparten espacio mediático con actores, modelos y políticos. Son figuras populares, iconos que seguir y líderes de opinión, aunque como pasa con todos los gurús, sus opiniones no siempre son las más acertadas. Una forma de comprobar el poder de la comida es que encontramos libros de recetas de cocina en los lugares más inverosímiles, incluso en las tiendas de electrónica, estratégicamente situados cerca de las cajas, con portadas sugerentes destinadas a estimular lascivamente nuestros jugos gástricos para hacernos comprar el libro. Viene a ser como una pornografía socialmente aceptada, ya que compramos libros de recetas por instinto primario, porque nos comeríamos el plato de la portada. Si nos fijamos en las listas de libros más vendidos, encontraremos que en el apartado de no ficción suelen predominar los libros de cocina y los de dietas de adelgazamiento…, lo que viene a ser como si nos ofrecieran cocaína para ponernos alegres y Valium para dejarnos tranquilitos a la vez.

No obstante, este interés y esta omnipresencia tienen una preocupante carga de superficialidad. El exceso de información y el escaso rigor facilitan que se formen leyendas urbanas, mitos, o que se den por buenas cosas que no tienen por qué serlas. A todos nos atrae el libro de cocina con las ilustraciones más sugerentes o la dieta que nos promete adelgazar en menos tiempo y comiendo lo máximo posible. También dejamos de comer algún tipo de alimentos o determinada marca de productos porque nos ha llegado un mensaje de correo o de Facebook que dice que su consumo provoca cáncer, envejecimiento prematuro, en su composición se utilizan fetos abortados o que la grúa se te llevará el coche si consumes esa marca de yogures. Luego, la cruda realidad te dice que en el interior de ese libro de cocina tan chulo pone que la paella se hace con guisantes y bacalao, solo consigues seguir la dieta unas semanas y ganas dos kilos, y si hicieras caso a todas las cadenas de internet solo podrías alimentarte de agua mineral (en botella de cristal y no de todas las marcas). Asustar es fácil, y a pesar de que las intoxicaciones alimentarias cada vez son más raras y la nutrición va mejorando, incluso en los países en vías de desarrollo, las leyendas urbanas, las dietas milagro fraudulentas y en especial el miedo van creciendo.

En este libro trato de hablar de la comida desde el punto de vista de un científico que además tiene curiosidad por la historia y los orígenes de las tradiciones y, sobre todo, de alguien a quien le gusta mucho comer, apreciar la comida y hablar de ella. Mi báscula es testigo. La ciencia y la realidad que hay alrededor de la comida son ya lo bastante apasionantes y divertidas como para hacer caso de leyendas urbanas y fraudes. Espero poder transmitirlo tal como lo siento y lo vivo en los siguientes capítulos. Explicaremos los numerosos mitos que circulan alrededor de la comida, qué dice la ciencia de ellos, y cómo podemos comer de forma más sana…, separando el grano de la paja en toda la información que circula sobre comida y alimentación. Espero que lo disfrutéis como si se tratara de uno de vuestros platos favoritos, preparado con el máximo esmero y dedicación, paladeado a la luz de las velas y en vuestra compañía favorita. Buen provecho y, sobre todo, leed sin miedo para luego poder comer sin miedo.