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De las cinco novelas de Chrétien de Troyes tres destacan por la habilidad y destreza en la composición narrativa, por esa «molt bele conjointure» de la que se enorgullecía el primero de los grandes novelistas de Occidente. Erec, Cligès, Yvain son relatos de una notable perfección técnica, en cambio, las otras dos: El caballero de la carreta y El Cuento del Grial quedaron inconclusas, faltas de un final que cerrara la trama definitivamente. En el último caso parece que fue el sorprendente encuentro con la muerte lo que impidió al novelista dar fin al relato. En el caso de El caballero de la carreta ignoramos el motivo. Sabemos que, de modo enigmático, Chrétien dejó en manos de otro autor la conclusión del texto, en un gesto extraño e inteligente.
Para nosotros la inconclusión de ambas novelas posee una significación poética. Como si el autor hubiera dejado abierta la salida a sus dos personajes más inquietantes: Lanzarote y Perceval. O como si hubiera presentido que una sola novela no podía albergar toda la inquietud mítica de estos héroes peregrinos, apasionados en una aventura inagotable.
El caballero de la carreta y El Cuento del Grial coinciden en algunos puntos más. Pero lo fundamental es que una y otra novela se construyen sobre el esquema de la queste, la búsqueda esforzada en pos del objeto anhelado, la reina Ginebra o el misterioso Grial, que en una mágica lejanía aguardan al elegido liberador, el protagonista de la aventura redentora. Este esquema novelesco, que recoge el de un prototipo mítico, será de una tremenda resonancia, un éxito furioso en la novela de caballerías, inventado por los novelistas corteses de fines del siglo XII y reimitado por los de los siglos posteriores.
A algunos estudiosos de las novelas artúricas no les parece El caballero de la carreta una obra bien lograda. Expertos eruditos como J. D. Bruce no vacilan en calificarla como «la más floja novela de Chrétien». Aunque, a la vez, reconozcan que fue «la más influyente»[11]. Se podrían recoger en su trama algunas deficiencias de estructura (como esas repetidas aventuras en retahíla, con sus cabos sueltos y sin justificación clara) o psicológicas (el irrealismo y la exageración en las reacciones de los principales personajes), para justificar tal aserto. A esto se contrapone la atmósfera misteriosa y fantasmal de algunos episodios, como una excursión onírica.
Quien cree en esos defectos, los achaca a la violencia con que el novelista se aplica a un tema impuesto (por su patrona, la condesa María de Champaña), con un trasfondo mítico que no comprende bien (el Viaje al Mundo de la Muerte), y con un sentido (la exaltación del adúltero «amor cortés», de abolengo trovadoresco) que contravenía sus ideas sobre la moral caballeresca. Dejamos para luego la discusión en concreto de estos puntos, aquí anotemos sólo que, en efecto, la influencia de la novela no parece depender de la perfección técnica del relato, sino que el encanto parece emanar de la temática misma, del mito arcaico del amante que va al Más Allá a rescatar a la amada de ese «país de donde nadie retorna», y de la progresión ardua de Lanzarote, extático y melancólico, hacia la dama altiva de su amor imposible, la reina Ginebra. La fantástica cabalgada de Lanzarote se hace más insinuante por esa obnubilación amorosa del héroe, sordo al peligro y a la tentación.
En la reinterpretación de la gran novela en prosa en torno suyo, el Ciclo en prosa o Vulgata, la figura de Lanzarote, peregrino de un amor imposible, se hundirá al fin en la melancolía de un trágico destino. Allí se nos hablará de la infancia y de la vejez del personaje; pero la creación de esta gran figura, «el mejor de los caballeros andantes», con su carácter arriesgado a una pasión fatal, es el gran mérito de la novela de Chrétien; y la desborda.
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Como El Cuento del Grial, también El caballero de la carreta es una obra de encargo. La trama de Perceval está dedicada a un poderoso conde de Flandes, piadoso cruzado a Tierra Santa. La de Lanzarote se presenta como elaborada en honor de la condesa de Champaña, María, hija de la radiante Leonor de Aquitania. Así el poeta sabía romancear una historia de invocación caballeresca y de fervor religioso para un noble patrón, que se interesaba en la educación (había sido preceptor del rey de Francia) y en la búsqueda de santas reliquias; y, antes, había puesto todo su empeño en una novela de amor para una dama romántica.
Ahora bien, ¿hasta dónde las inclinaciones de su señor mecenas condicionaban la iniciativa y el talento del escritor medieval? He aquí un problema, que se nos presenta de modo destacado en El caballero de la carreta, a propósito de la famosa declaración de su prólogo (vs. 21-29):
Mes tant dirai je que miauz oevre
Ses comandemanz an ceste oevre
Que satis ne painne que j’i mete.
Del Chevalier de la Charrete
Comance Crestiiens son livre;
Matiere et san l’an done et livre
La contesse, et il s’antremet
De panser si que ríen n’i met
Fors sa painne et s’antancion.
La declaración prologal es bien explícita. La condesa invita con sus requerimientos (ses comandemanz) al poeta y le brinda el tema (matiere) y el sentido (san), para que se aplique a la novela con todo su oficio y su interés. Para varios críticos esta intervención decisoria de la condesa María sería la causa de las imperfecciones de la obra, que Chrétien habría emprendido a su pesar (ya que el adulterio cortés iba en contra de la tesis en favor de la alianza de la caballería y el matrimonio por amor defendida en sus otras novelas); por lo que, al final, habría abandonado por cansancio o desinterés la forzada tarea.
Estos influyentes críticos (G. París, G. Gohen, T. P. Cross, W. A. Nitze, etc.[12]) distinguen y disocian el tema y el sentido, para analizarlos por separado. La matière era una leyenda céltica de profundas raíces míticas: el descenso del héroe redentor al país de los muertos para rescatarlos a la vida. Desafiaba la infranqueable barrera como Orfeo, en pos de la amada cautiva, raptada como la Reina de Mayo por el ardoroso Rey del Verano, y volvía con ella del misterioso país de donde nadie regresa (dont nus ne retorne). Muchos estudiosos (W. Foerster, G. Cohén, M. Roques, St. Hofer, etc.) niegan el interés o la conciencia de Chrétien en el uso de ese trasfondo mítico. Pero, como A. Pauphilet ya apuntaba[13], resulta inverosímil pensar que un poeta sensible y humanista no hubiera percibido esa connotación profunda del tema, que estaba en la mitología antigua y tenía su formulación clásica en el verso de Catulo:
Qui nunc it per iter tenebrosicum
Illuc unde negant rediré quemquam? [14]
En cuanto a su sentido, El caballero de la carreta sería el ejemplo novelesco más acabado del amour courtois. Sin la ambigüedad y el conflicto trágico de Tristán e Isolda, el amor de Lanzarote hacia Ginebra expresaría bien el rigor del servicio a la dama (Frauendienst), y la postura sumisa del caballero adorador de su altiva domina, ejemplo de un amor esforzado según el código refinado por los trovadores. No en balde María era la hija de Leonor de Aquitania, hija del primer trovador del Languedoc y soberana de las dos cortes reales más fastuosas de la época. Pretensión de María podía ser emular a su madre en su corte de Champaña, con la esplendidez de su acompañamiento de damas y audacia de sus poetas. Fue a ella a quien dedicó el capellán Andreas el famoso Tractatus de Amore, docta teoría del amor cortés, donde se niega el amor entre los esposos, como falto de libertad, y se elogia la pasión ardua y arriesgada del adulterio galante.
Desde luego hay alguna base para fraguar una teoría romántica sobre tales temas, si el crítico tiene afanes novelescos. Se puede hasta fabular una historia de la condesa, sometida a un matrimonio forzado y aburrido, dejándose consolar por fantasías y por el servicio de galantes poetas y teóricos del erotismo, como Chrétien y Andreas, entre su corte de damas, bien dispuestas hacia la poesía y el flirteo. Pero, si uno intenta ser preciso y aproximarse a los datos históricos, el cuadro romántico se disuelve. El caballero de la carreta se compuso unos ocho años antes que el Tractatus de Amore, de modo que difícilmente puede novelar las teorías de aquél. Y de la influencia del círculo intelectual de Champaña sabemos poco; así como de la relación, escasa al parecer, entre María de Champaña y su madre, esposa de Enrique II, en el trono de Inglaterra[15].
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Ya señala acertadamente J. Frappier que no es conveniente exagerar la obligación del poeta frente a un tema impuesto y aceptado a disgusto. Desde luego Chrétien polemiza en otras obras en contra del amor adúltero a la manera del Tristán, y defiende la compatibilidad del matrimonio por amor y el servicio a la caballería. Había compuesto también una novela sobre el mito tristaniano: Del roi Marc et d’Yseut la Blonde, que se nos ha perdido, en ella debió haberse ajustado al esquema tradicional. La situación del Lancelot es semejante a la del Tristán; el caballero se apasiona por la mujer de su rey y señor feudal, en un amor correspondido. Chrétien evita, en su novela, sondear el conflicto que en Tristán e Isolda se plantea trágicamente. Los escritores de la larga versión en prosa no dejarán de hacerlo, magnificando ese adulterio y sus consecuencias trágicas, que abocan a la destrucción de la caballería artúrica. Pero Chrétien no quiso siquiera plantearnos la situación posterior al rescate de Ginebra y la vuelta a la corte. La convención optimista de sus otras obras aquí no podía darse. Tal vez por eso prefirió dejar inconclusa la novela, cuyo final definitivo no podía ser feliz, ya que los tres personajes del triángulo amoroso, Lanzarote, Ginebra y Arturo habían de sentirse desgarrados entre dos lealtades: la fidelidad a un amor imposible y la sujeción a una moralidad y una afección indeclinables.
La novela cobra más relieve si, en contra del parecer tradicional, se atribuye a su autor la elección de la temática y del sentido; es decir la responsabilidad total, dejando al margen las insinuaciones de la condesa. Esta es la opinión de J. Rychner, bien defendida con docta pluma en un par de artículos: «que los famosos versos de Lancelot no significan que Chrétien de Troyes deba a María de Champaña el tema narrativo y la idea dominante de su novela, sino que expresan una amable adulación, según la cual la condesa le da a la vez la ocasión y la capacidad de escribir; o en otros términos: bastaba con que ella expresara tal deseo para que él se aplicara al trabajo y se sintiera inspirado»[16]. El novelista conserva así «la entera iniciativa de su libro», mientras que la generosidad y la atención de la condesa le permiten dedicarse a él.
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Creemos, pues, que apostando por una deliberada y consciente intención del novelista puede comprenderse mejor su tratamiento original, a partir de ciertos datos tradicionales —como pueden serlo la expedición heroica al otro Mundo, y el rapto y amor adúltero de la reina Ginebra— que el escritor cortés sabe apropiarse y adaptar a una nueva estructura y un sentido más moderno.
El rapto de la reina Ginebra y su subsiguiente rescate parece provenir de una vieja leyenda, atestiguada por un relieve escultórico en una arquivolta del portal norte de la catedral de Módena. Es la primera aparición de Arturo y sus caballeros en la iconografía románica. La representación se fecha hacia el 1100, y se cree que el tema pudo haber sido difundido hasta allí por algún conteor bretón, que llegara a Italia en el contingente del duque de Normandía en la ruta de la Primera Cruzada.
Allí se representa claramente el asedio de un castillo por unos caballeros; en él hay una dama prisionera defendida por otros tres personajes. Los nombres adscritos a las figuras no dejan lugar a dudas sobre su identidad. Allí están Artus de Bretania con sus fieles Galvaginus (Galván), Che (Keu) e Isdernus (Yder), enfrentados a Carado, Burmaltus y Mardoc, que tienen prisionera a Winlogee (del bretón Winlowen, equivalente de «Ginebra»).
Además de esta ilustración, bastante anterior a las novelas de Chrétien, poseemos otra variante del motivo de un pasaje de la Vita Sancti Gildae (escrita por un clérigo galés, Caradoc de Llancarvan, hacia mediados del siglo XII). Éste nos cuenta que la mujer del rey Arturo, Guennuvar fue raptada por Melvas, soberano de la aestiva regio (Somerset, «país del verano») que se la llevó a la Urbs Vitrea (Glastonbury, «la ciudad de cristal»). Arturo logró luego rescatar a su esposa gracias a la intervención de Gildas, abad del monasterio, tan destacado luego por su influyente propaganda en la literatura de la época[17].
No nos interesa tratar en detalle aquí de estas variantes. En este momento queremos sólo dejar claro que el rapto y el rescate posterior de Ginebra eran un tema divulgado ya, como uno más de esos raptos, aitheda, frecuentes en las leyendas célticas.
En la versión citada (escrita antes o después de la novela de Chrétien, pero en todo caso independiente de ella), ciertos rasgos pueden aludir al otro mundo de donde nadie retorna. (Así, p.e., la Isla de Cristal, que es un material de la ciudad de los muertos en otras leyendas. Loomis ha supuesto que el misterioso reino de Gorre, en Chrétien, es una modificación fonética de «Voirre», el vidrio de ese fantástico y aislado lugar). En ambas versiones, la plástica de Módena y el relato hagiográfico, el rescatador de la reina es su esposo, Arturo.
Resulta bastante coherente pensar que, de ese modo, en un principio, fue el rey Arturo el protagonista heroico y el salvador de Ginebra. Pero luego, fue desplazado por Chrétien, retirado en el trono a su papel de roi fainéant, cavilando con la mano en la mejilla, abismado y resignado en su melancólica impotencia ante la acción, al tiempo que se encargaba del rescate un nuevo héroe de su corte, Lanzarote. El declinar heroico del rey Arturo, desde su primitivo carácter mítico de belicoso paladín, al monarca cortés que preside la civilizada Tabla Redonda, ha sido bien estudiado, como reflejo sociológico[18]. Por otra parte, resulta claro que la sustitución del marido por el amante, de Arturo por Lanzarote, ofrecía enormes ventajas novelescas, para ennoblecer la pasión romántica como impulso a la acción imposible. Arturo renuncia a reconquistar a Ginebra; Lanzarote, movido por el amor, se lanza en tromba ciega a la búsqueda de la amada.
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En cuanto al personaje de Ginebra, la dama altiva y amorosa soberana, estaba también en la leyenda artúrica aureolada de un extraño prestigio. J. Marx sospecha que bajo su figura regia late el blanco fantasma de un hada voluble[19]. En la Historia de los reyes de Bretaña del increíble historiador Geoffrey de Monmouth, Ginebra se convertía al fin en la esposa del traidor Mordred, en la ausencia del rey Arturo; y es posible que este dato recogiera la ambigua posición de la reina, proclive al adulterio. En otro relato se habla de sus amoríos con el caballero Yder, y tal vez otras leyendas le atribuyeran una predilección sentimental por algún otro, como Galván, el sobrino de su esposo. Pero, desde la novela de Ghrétien, el amor de Ginebra la encadena a Lanzarote, en una pasión que el gran ciclo cu prosa relatará como extendida por muchos años, desde que el joven caballero recibe sus armas en la investidura hasta que los dos amantes, ya viejos, asisten a la destrucción de la caballería artúrica en una lucha fraticida, que es la consecuencia de su pecaminoso y trágico amor. Lanzarote y Ginebra son los mártires de un amor tan paradigmático y trágico como el de Tristán e Isolda. Si buscamos el parangón notamos que Lanzarote y Ginebra son víctimas de un impulso menos tempestuosamente desencadenado, pero no menos fatal; aunque aquí la fatalidad no opera por el mecanismo de un filtro de amor, como en el Tristán, sino por la magia de los encuentros y las miradas.
En el Lanzarote en prosa se describen atentamente los emotivos encuentros del tímido Lanzarote y de la bellísima anfitriona de la corte artúrica; y la patética nostalgia de los amantes, condenados al remordimiento y a la ausencia, al final de largos años de fidelidad, se expresa inolvidablemente en el amargo crepúsculo de La muerte de Arturo, parte final del ciclo en prosa. Lanzarote quedará condenado a la melancolía por su amor imposible, y su pecaminosa pasión le impedirá el acceso al Santo Grial, empresa reservada a su hijo Galaad, el puro y casto sustituto de Perceval; el hijo de Lanzarote, pero no de Ginebra, nacido de un encuentro amoroso forzado por la aventura y la magia. A Ginebra el amor adúltero la obliga a larga infelicidad, a cambio de los momentos magníficos de vibrante pasión.
Pero la larga historia del amor de Lanzarote y de Ginebra no nos la cuenta Chrétien. A él le interesa la hazaña romántica, no la patética y trágica melodía, propósito de desarrollos posteriores, ocurrencia de unos novelistas de otra intención, más pesimistas y más sistemáticos y moralistas.
Según Elaine Soutrrward[20], Chrétien habría compuesto su novela para justificar el adulterio atribuido por los relatos tradicionales a la reina Ginebra, sustituyendo las alusiones a un amorío corriente por la historia de un gran amor, que embellecía la infidelidad de la reina a su matrimonio con el confiado Arturo. El caballero que iba al Más Allá, que ponía el amor por encima del honor al subir a la infamante carreta, bien merecía todo el afecto de su dama. El novelista dio al relato la pátina cortés, reelaborando la doctrina del fin’amors[21], cantado por los trovadores, en honor de sus románticos y esforzados protagonistas. El tratamiento novelesco dejó en la sombra las anteriores leyendas sobre la infiel Ginebra, y dio a los amantes su fama definitiva.
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Lanzarote es un héroe de procedencia desconocida. Algunos celtizantes imaginativos han pretendido ver en él un trasunto del dios céltico Lug[22]. Pero como amante de Ginebra es, con seguridad, una invención de nuestro novelista. Chrétien tenía algunas noticias sobre un héroe del mismo nombre, al que ya en su primera novela, Erec, cita entre los primeros caballeros del cortejo de Arturo. En la trama misma de El caballero de la carreta hay algún trazo suelto que nos remite a la historia anterior del personaje, que el novelista no nos cuenta. Así por ejemplo, el anillo, regalo de un hada, que lleva en su dedo Lanzarote para defenderse de los encantamientos; y que en la aventura particular de esta novela no tiene utilidad directa. El hada protectora pertenece a la tradición anterior, tal vez a un folktale bretón sobre la juventud del héroe. Es, probablemente, la Dama del Lago, que recogerá el ciclo en prosa para presentarla como la madrina misteriosa de sus «infancias». Algunos otros trazos de la vida del héroe que recoge y reelabora el ciclo en prosa pueden depender de una tradición diversa; pero lo esencial depende de Chrétien.
Lanzarote —es decir, un héroe de nombre convergente con el de la novela de Chrétien— es el protagonista de una famosa novela artúrica alemana: el Lanzelet de Ulrich von Zatzikhoven. Compuesta entre 1195 y 1200, es una obra de excelente estilo, pero a la que le falta lo esencial en la definición universal de Lanzarote: su relación amorosa con Ginebra. El protagonista Lanzelet es un bravo caballero, que desafía con magnanimidad peligros y aventuras, pero carece de la personalidad de Lanzarote. Es sólo un típico caballero andante. El autor, un clérigo poeta de las cercanías de Lommis en Thurgau, nos informa sobre la procedencia de su temática. Ha utilizado un libro galés (Welsche buoch) que trajo a Alemania uno de los caballeros ingleses encargados de pagar al emperador alemán el rescate por Ricardo Corazón de León (hacia 1194)[23].
J. Marx coincide con E. Southward en apreciar la contribución esencial de Chrétien a la figura del héroe en su presentación como amante ejemplar de Ginebra: «¿Había habido un Lanzarote amante de la reina antes de la obra de Chrétien? Lo dudo, puesto que en el Lanzelet, el valiente caballero que es bien sensible a la belleza de las damas y se complace en sus amores, no es el amante de la reina. En todo caso es Chrétien quien ha transformado la figura de Lanzarote. En la novela de Perlesvaus, posterior a Chrétien, de quien procede, pero anterior al ciclo en prosa, el autor hará decir magníficamente a Lanzarote, al que ruega el Rey Ermitaño se arrepienta de su amor culpable por la reina, que no le es posible arrepentirse de un amor que ha sido para él fuente de proeza, de honor y cíe caballería. María de Francia y Chrétien han sabido transformar y heroicizar el fin’amor cuya tradición había aportado el mundo occitano. Pero del mismo impulso, por el éxito de la novela y el eco que ha encontrado, han impuesto la transformación del personaje de Ginebra, ligera y discutida, cuya figura antigua no sobrevive más que bajo forma de vagas reminiscencias y tímidas alusiones»[24].
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Otro de los grandes méritos de la novela de Chrétien es, a nuestro parecer, la irrupción del caballero, misterioso y anónimo héroe cuyo nombre no conoce el lector hasta mediada ya la trama, después de más de 3.000 versos y de su marcha aventurada en pos del rastro de la reina raptada.
¿De dónde viene? ¿A dónde irá después?
La trayectoria del héroe excede los márgenes del texto de Chrétien, como ya advertimos, inteligentemente inacabado. Para abarcar toda su historia personal se necesitará la vasta arquitectura del ciclo en prosa, como una saga de enormes episodios, como una suma novelesca inagotable en la que el rescate de Ginebra es sólo un episodio central.
La estructura de la novela de Chrétien es abierta y corresponde al esquema de la queste, la búsqueda o demanda, solución narrativa de un asombroso éxito posterior, entre los novelistas medievales. Este esquema narrativo, que a su vez recoge, en cierta medida, el de «los cuentos de aventura», según la terminología de J. Marx, tiene una serie de convenciones de gran interés.
El caballero de la búsqueda va de incógnito; tan empeñado y presuroso que no puede detenerse más que de noche, y por una sola noche en cada lugar, antes de dar fin a su empresa; a lo largo de su frenética carrera triunfa en numerosas aventuras, entre peligrosos encuentros violentos y tentaciones amorosas cautivadoras; generoso con los vencidos, los envía a la corte del rey Arturo para que atestigüen allí sus triunfos, mientras él prosigue su ascética peregrinación, solitario hasta el fin. El propio Chrétien sugiere otra complicación de este tipo de relato, al oponer a la queste del protagonista la de otro caballero en una empresa paralela. Este otro compañero en la búsqueda, que avanza por un camino paralelo, sirve para reflejar, con su intento fallido, el mayor valer del protagonista. En las novelas de Chrétien el segundo buscador, condenado a una divagación curiosa por otro periplo aventurero, es Galván, el patrón ejemplar de la caballería artúrica, superado siempre por el héroe protagonista de la novela. Galván, con toda su gloria y su buena intención, queda desbancado por héroes como Lanzarote o Perceval, que comprometen todo su ser, hasta el fondo de una existencia trágica, en la empresa. Mientras que Galván es sólo el caballero ejemplar, que trata de lucirse en su deber, gentil con las damas, campeón deportivo, amable «turista de la queste» (J Frappier), perfecto «gentleman», condenado —por su falta de personalidad profunda— al fracaso. No podrá alcanzar la gloria de un amor inmortal ni llegará a aproximarse al misticismo del Grial, pese a toda su gloria mundana[25].
Ese doblar la búsqueda y el buscador para resaltar el valor de la auténtica empresa parece un gran invento de la técnica narrativa. Se me ocurre que el mismo procedimiento inventado por el novelista medieval se encuentra utilizado asiduamente en la novela policíaca moderna, que, como F. Lacassin bien advierte[26], reincorpora algunos prestigios de la novela de aventuras caballerescas.
En la novela medieval los participantes en la búsqueda se multiplican. Manessier en su Continuación del Perceval intentó lanzar nada menos que treinta y cinco caballeros en búsquedas paralelas; pero le faltaron fuerzas para ejecutar el plan. En el ciclo en prosa los buscadores del Grial son tan numerosos que su marcha deja desierta la corte de Arturo, y las aventuras de unos y otros se relatan por una técnica narrativa de cruce de relatos episódicos, llamada entrelacement, habilidosa.
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En El caballero de la carreta se nos ofrece el mejor paradigma novelesco del «amor cortés». Aunque el tratamiento romántico es distinto del lírico, tanto por razones del género mismo (la narración novelesca ofrece una visión del proceso y del tiempo diferente a la momentánea y más subjetiva de la lírica), como por la personalidad del autor, diferente en la intención ética y estética a la de los trovadores provenzales. El «Amor cortés» de la novela se define en relación con la aventura, como impulso y a la vez como tensión frente al servicio caballeresco. La obra de Chrétien se ocupa lúcidamente de esta problemática, como bien han indicado J. Frappier y E. Koehler[27], con una concepción optimista respecto a la conciliación de las tensiones entre individuo y colectividad, a diferencia de la visión trágica de Thomas, el poeta de la versión cortés del Tristán. En todo caso, el amor de Lanzarote y Ginebra parece escenificar las normas de ese código amoroso cortesano, que luego es teorizado en el Tractatus de Amore.
No vamos aquí a entrar en detalles ni precisiones respecto a esa erótica, que ya ha exigido demasiada tinta y erudición. Nos contentaremos con alusiones breves. Ningún otro relato cumple tan primorosamente los cuatro requisitos con que C. S. Lewis caracterizaba «el amor cortés» en su famoso libro The Allegory of Love: los de Humildad, Cortesía, Adulterio y la Religión del Amor. (La verdad es que pocas historias novelescas, o ninguna, los cumplen todos como la novela de Chrétien).
Otro estudioso inglés, J. Stevens, más recientemente, señala, después de unas líneas de comentario al Caballero de la carreta: «Se puede ir más lejos y decir que en las mayores novelas (romances) de amor están presentes todos los principales motivos que caracterizan la experiencia del amor romántico en épocas siguientes. Anoto cuatro, que enunciados como postulados son como sigue: el amor deriva de una repentina iluminación; es esencialmente privado, y debe mantenerse en secreto ante la gente; se intensifica mediante la frustración y la dificultad; eleva a los amantes a un nuevo nivel de existencia»[28].
En ninguna otra novela medieval mejor que la de Lanzarote pueden ejemplificarse esos trazos. El mito de Tristán e Isolda —en las versiones de Beroul, y sobre todo en la de Thomas y la de Gottfried de Estrasburgo— se nos ofrece como la alternativa en competencia. Aunque la situación básica es semejante —el triángulo de Mark, Isolda y Tristán se corresponde con el de Arturo, Ginebra y Lanzarote— la diferencia en el desarrollo novelesco es notable. Como señala A. Duran[29], Lanzarote y Ginebra, «alentados por los conceptos del amor cortés, no sólo no experimentan ningún sentimiento de culpabilidad —(por quebrantar la lealtad al rey Arturo, esposo y señor feudal)— sino que ni siquiera se plantean el problema de la traición». Eso es cierto referido tan sólo a la novela de Chrétien; en el ciclo en prosa, ya hemos dicho cómo la historia de ese adulterio cobrará un matiz tristaniano, es decir, un trasfondo de tragedia. Chrétien ha soslayado ese conflicto final, que hay que calificar de trágico por su carácter fatal e insoluble. En él no sólo se opone la felicidad individual al deber y las exigencias de la sociedad, sino que, a la vez, se nos presenta la esencia del amor como un anhelo de imposible realización. Porque a la pasión, al eros, le es necesaria la distancia y la oposición; mientras que el fácil logro de los deseos y la ausencia de obstáculos apaga la tensión anímica que da a la pasión su grandeza. Haber subrayado bien esta dialéctica dramática es uno de los grandes méritos de Denis de Rougemont en un libro discutido[30], inexacto en sus detalles, pero, en conjunto, muy sugestivo.
En fin, este descubrimiento lo habían hecho ya los trovadores, que enlazaron la lejanía de la amada como un atractivo más. «Los trovadores de 1150 enseñaban que la dama del lonh era preferible a la dama propdana: la dama lejana otorgaba una amistad de corazón, que ennoblecía, mientras que la dama cercana, la que uno tenía al alcance de la mano, no podía más que envilecer. Es evidente que la “dama jamás vista” simbolizaba en el límite —¿fue, jamás, algo más que un símbolo?— la exigencia extrema de purificación que yace en el fondo de la erótica del Languedoc.»[31]Por esa razón cuando Tristán tiene en sus manos a Isolda, va a devolverla al rey Mark; y a Lanzarote no se le ocurre nunca quedarse con la reina Ginebra; como si uno de los atractivos sobresalientes de la amada fuera su pertenencia a otro.
Es cierto que «cualquier idealización del amor sexual, en una sociedad donde el matrimonio es puramente utilitario, tiene que comenzar por ser una idealización del adulterio» (C. S. Lewis). Ahora bien, queda por decidir la cuestión de definir «lo sexual» y «lo espiritual-sentimental» en tal idealización. En la refinada sociedad cortés ese fue, ante todo, «un juego sutil»[32], y no hay que olvidar el talante lúdico de la literatura, como opuesta a la praxis social, donde su influencia era, seguramente, nula.
La originalidad de Chrétien en sus otras novelas había sido defender la compatibilidad del matrimonio, el verdadero amor y el servicio caballeresco. Aunque alguna vez, por evitar un conflicto a lo Tristán, tuvo que emplear procedimientos bastante ambiguos, como en la trama de Cligès. En El caballero de la carreta no le ha interesado ahondar en la problemática social ni en la psicológica, sino que se ha quedado en un nivel narrativo un tanto superficial, sin explotar las sugestiones de su temática. Es curioso que, como ha señalado J. Stevens[33], en esta novela escrita para deleite de una gran dama, la heroína ocupa un lugar muy secundario. Ginebra es «una figura ciertamente borrosa», mientras que es el caballero errante el que ocupa todo el primer plano. Sólo hacia el verso 4.150 cobra vida Ginebra, y por no largo trecho. Tan sólo se resalta su amor, para dar emoción al encuentro nocturno de los amantes (donde asoma luego un eco tristaniano). Cuando la domina altiva concede el más alto favor a su caballero —una extraña concesión, más allá del código trovadoresco del amor sublimado—, el gesto vivifica y humaniza a la heroína.
9
Dice Northrop Frye, en alguna página de su Anatomy of Criticism, que la primitiva novela idealista (en inglés romance) está a medio camino entre el mito y la novela realista moderna (en inglés novel). Sobre ese proceso de una descomposición del mito hacia la novela han insistido otros autores, p.e. G. Dumézil y Cl. Lévi-Strauss, para quien la novela representa una parodia degradada de la estructura mítica. Ya Hegel había formulado una teoría sobre el progresivo decaer poético desde la epopeya a la novela; y, tras él, podemos citar la bien conocida formulación de una teoría semejante, con intención sociológica por G. Lukács, L. Goldman, etc. Aquí nos interesa esa mayor cercanía al mito que Frye adscribe a la novela idealista.
Ya nos hemos referido al trasfondo mítico de la «materia de Bretaña», de ese universo artúrico con sus misterios y sus hechicerías, vagos remedos de una mitología celta, que a través de una tradición versátil —de los filid irlandeses a los cyffarewid galeses, y los conteor bretones— ha legado a los novelistas corteses una atmósfera fascinante y unos temas y motivos de extraños atractivos. Los escritores, orgullosos de su cultura clerical, despreciaban un tanto a esos cuentistas y bardos errantes, que pagaban con sus narraciones fantásticas la acogida en la corte ocasional. Esos que, según Chrétien de Troyes, «de conter vivre vuelent» y sus cuentos «devant rois el devant contes / depecier et corronpre suelent» y que «fabloiant vont par les cours / qui les bons contes font a rebours / et des estoires / les eslongent / et les mençognes i ajoignent», trasmitieron a los novelistas franceses esa temática fantástica de lejanas raíces. Ese trasfondo mitológico aureola de extraño misterio las maravillas y aventuras de la novela artúrica. Las aventuras —¡hermosa palabra!— caballerescas se tiñen de esa fascinante atmósfera. A veces son motivos menores —p.e. «el asiento peligroso» o la cama sobre la que desciende mágicamente una flamígera lanza—, otras, temas amplios —el viaje del caballero al Más Allá, en la búsqueda redentora— lo que el novelista reelabora. En El caballero de la carreta, Chrétien ha utilizado una de esas incursiones heroicas al Más Allá. El país «de donde nadie regresa» es una manera característica de designar, con discreto eufemismo, el mundo de los muertos. (Ya en la literatura babilónica el infierno es llamado Arallou, que significa «tierra sin retorno»). Que el nombre de Gorre tiene una posible alusión al «cristalino» orbe de ultratumba ya lo advertimos. Por otra parte, tal vez Meleagante es una variante de Maelwas, el raptor de Ginebra en la Vita Gildae, y de Maheloas, «señor de la Isla de Vidrio», según otra mención de Chrétien. (Maelwas, en galés, significa «príncipe de la juventud», con resonancias míticas). Ese extraño reino está separado del de Arturo por una barrera fluvial, tan sólo vadeable sobre dos terribles puentes, de los que el caballero cruza el más feroz: el «Puente de la Espada». (Es evidente que los prisioneros de Gorre han entrado por un camino más fácil, pero que sólo introduce en el siniestro dominio a los destinados a él por rapto natural). Tanto el puente como el río son motivos típicos de la literatura escatológica[34].
El héroe tiene un claro carácter redentor, y no sólo va a liberar a Ginebra, sino a los demás prisioneros. Este carácter de la aventura explica la resignación del rey Arturo ante el desafío de Meleagante. El rey sabe que la hazaña es imposible, tan sólo el elegido está por encima de tal imposibilidad. La escena del cementerio, en la que Lanzarote prueba su predestinación a la empresa, es muy significativa. La proximidad de ambos mundos, el de los vivos y el de los muertos, es uno de los rasgos de la mitología céltica[35], y el viaje a ese Mundo del Más Allá es en ella más fácil que en otras mitologías.
Lanzarote va como un nuevo Orfeo a rescatar a la amada del dominio infranqueable por esencia. Y lo logra, como el Orfeo del poema inglés Sir Orfeo (siglo XIV).
¿Hasta qué punto era consciente Chrétien, el poeta cortesano y el profano humanista, de esas resonancias en el tema? Nos sería muy difícil precisarlo. En todo caso, nos parece que uno de los méritos narrativos de Chrétien está en esa mezcla de motivos fantásticos y de detalles realistas, un procedimiento que saben utilizar los mejores narradores de tales relatos. (F. Kafka es el mejor ejemplo moderno).
Se puede hablar de la «búsqueda» (queste) como de uno de los temas típicos de la épica[36], pero no lo es menos de la novela. En esa búsqueda aventurera se define la personalidad del héroe, frente al mundo lleno de asechanzas y peligros. En ese peregrinar hacia la meta de su anhelo el héroe se prueba a sí mismo su valor y su mérito ante la amada. Así sucede en El caballero de la carreta. Su héroe solitario y su mundo misterioso han dejado la seguridad del suelo épico para adentrarse en la romántica fabulación de la novela.
C. GARCÍA GUAL
L. ALBERTO DE CUENCA
Barcelona-Madrid, 1975.