Los relatos de la legitimación del saber
Examinaremos dos grandes versiones del relato de legitimación, una más política, otra más filosófica, ambas de gran importancia en la historia moderna, en particular en la del saber y sus instituciones.
Una es aquella que tiene por sujeto a la humanidad como héroe de la libertad. Todos los pueblos tienen derecho a la ciencia. Si el sujeto social ya no es el sujeto del saber científico, es que lo impiden los sacerdotes y los tiranos. El derecho a la ciencia debe ser reconquistado. Es comprensible que ese relato imponga más una política de la enseñanza primaria que de la Universidad y las Escuelas[105]. La política escolar de la II República francesa ilustra claramente estos presupuestos.
En cuanto a la enseñanza superior, ese relato parece que debe limitar el alcance. De este modo se consideran en general las disposiciones tomadas al respecto por Napoleón con intención de producir las competencias administrativas y profesionales necesarias para la estabilidad del Estado[106]. Es descuidar que este último, en la perspectiva del relato de las libertades, no recibe su legitimidad de sí mismo, sino del pueblo. Si las instituciones de la enseñanza superior están dedicadas por parte de la política imperial a ser viveros de los cuadros del Estado y accesoriamente de la sociedad civil, es que a través de las administraciones y las profesiones es como ejercerá su actividad la nación que, a su vez, está destinada a conquistar sus libertades gracias a la difusión de nuevos saberes entre la población. El mismo razonamiento vale con mayor motivo para el establecimiento de instituciones propiamente científicas. Se reencuentra el recurso al relato de las libertades cada vez que el Estado toma directamente a su cargo la formación del «pueblo» bajo el nombre de nación y su encaminamiento por la vía del progreso[107].
Con el otro relato de legitimación, la relación entre la ciencia, la nación y el Estado da lugar a una elaboración completamente diferente. Es lo que aparece cuando se funda la Universidad de Berlín entre 1807 y 1810[108]. Su influencia será considerable en la organización de la enseñanza superior en los países jóvenes de los siglos XIX y XX.
Con ocasión de esta creación, el ministerio prusiano aprovechó un proyecto de Fichte y unas consideraciones opuestas presentadas por Schleiermacher. Wilhelm von Humboldt terció en el dilema; se decidió en favor de la opinión más «liberal» del segundo.
Al leer la memoria de Humboldt, uno puede estar tentado a reducir toda su política de la institución científica al célebre principio: «Buscar la ciencia en cuanto tal». Eso seria engañarse acerca de la finalidad de esta política, muy próxima a la que expone de modo más completo Schleiermacher, y que domina el principio de legitimación que nos interesa.
Humboldt declara, por supuesto, que la ciencia obedece a sus propias reglas, que la institución científica «vive y se renueva sin cesar por sí misma, sin ninguna limitación ni finalidad determinada». Pero añade que la Universidad debe dirigir su material, la ciencia, a «la formación espiritual y moral de la nación»[109]. ¿Cómo puede resultar este efecto de Bildung de una búsqueda desinteresada del conocimiento? ¿Acaso el Estado, la nación, la humanidad entera no son indiferentes al saber considerado en sí mismo? Lo que les interesa, en efecto, de la propuesta de Humboldt, no es el conocimiento, sino «el carácter y la acción».
El consejero del ministro se encuentra así ante un conflicto mayor, que no deja de recordar la ruptura introducida por la crítica kantiana entre conocer y querer, el conflicto entre un juego de lenguaje hecho de denotaciones que sólo se refieren al criterio de la verdad, y un juego de lenguaje que dirige la práctica ética, social, política, y que comporta necesariamente decisiones y obligaciones, es decir, enunciados de los que no se espera que sean verdaderos, sino justos, y que no dependen más que en último análisis del saber científico.
La unificación de esos dos conjuntos de discursos es, sin embargo, indispensable para la Bildung a la que aspira el proyecto de Humboldt y que consiste, no solamente en la adquisición de conocimientos por los individuos, sino en la formación de un sujeto plenamente legitimado del saber y de la sociedad. Humboldt invoca, pues, un Espíritu que Fichte llamaba también la vida, provisto de una triple aspiración o, mejor, de una aspiración triplemente unitaria: «la de derivarlo todo de un principio original», a la que responde la actividad científica; «la de referirlo todo a un ideal», que gobierna la práctica ética; «la de reunir ese principio y este ideal en una única Idea», que asegura que la búsqueda de causas verdaderas en la ciencia no puede dejar de coincidir con la persecución de fines justos en la vida moral y política. El sujeto legítimo se constituye a partir de esta última síntesis.
Humboldt añade de paso que esta triple aspiración pertenece de modo natural al «carácter intelectual de la nación alemana»[110]. Es una concesión, pero prudente, al otro relato, es decir, a la idea de que el sujeto del saber es el pueblo. En realidad, esta idea está lejos de ser conforme con respecto al relato de legitimación del saber propuesto por el idealismo alemán. La desconfianza de un Schleiermacher, de un Humboldt, e incluso de un Hegel, con respecto al Estado es su signo. Si Schleiermacher teme el nacionalismo estrecho, el proteccionismo, el utilitarismo, el positivismo que guía a los poderes públicos en materia de ciencia, es que el principio de ésta no reside, ni indirectamente en éstos últimos. El sujeto del saber no es el pueblo, es el espíritu especulativo. No se encarna, como en Francia después de la Revolución, en un estado, sino en un Sistema. El juego del lenguaje de legitimación no es político-estatal, sino filosófico.
La gran función que las universidades tienen que realizar, es «exponer el conjunto de conocimientos y hacer que aparezcan los principios al mismo tiempo que los fundamentos de todo saber» pues «no existe capacidad científica creadora sin espíritu especulativo»[111]. La especulación es el nombre que aquí lleva el discurso sobre la legitimación del saber científico. Las Escuelas son funcionales; la universidad es especulativa, es decir, filosófica[112]. Esta filosofía debe restituir la unidad de los conocimientos dispersos en ciencias particulares en los laboratorios y en las enseñanzas pre-universitarias; sólo lo puede hacer en un juego de lenguaje que los enlaza unos a otros como momentos en el devenir del espíritu y, por tanto, en una narración o más bien en una metanarración racional. La Enciclopedia de Hegel (1817-27) tratará de satisfacer ese proyecto de totalización, ya presente en Fichte y en Schelling como idea del Sistema.
En eso, en el dispositivo de desarrollo de una Vida que es al mismo tiempo Sujeto, se advierte el recurso del saber narrativo. Hay una «historia» universal del espíritu, el espíritu es «vida», y esa «vida» es la presentación y la formulación de lo que es en sí misma, y tiene por medio el conocimiento ordenado de todas esas formas en las ciencias empíricas. La enciclopedia del idealismo alemán es la narración de la «historia» de ese-sujeto-vida. Pero lo que ésta produce es un metarrelato, pues lo que narra ese relato no debe ser un pueblo envarado en el positivismo particular de esos saberes tradicionales, ni tampoco el conjunto de savants que están limitados por los profesionalismos correspondientes a sus especialidades.
Lo que no puede ser sino un metasujeto en disposición de formular y la legitimidad de los discursos de las ciencias empíricas y la de las instituciones inmediatas de las culturas populares. Ese metasujeto, al decir su base común, realiza su fin implícito. El lugar que habita es la Universidad especulativa. La ciencia positiva y el pueblo sólo son formas brutas. El Estado-nación en sí mismo sólo puede expresar válidamente al pueblo por medio del saber especulativo.
Era necesario despejar a la filosofía que a la vez legitima los cimientos de la universidad berlinesa y debería ser el motor de su desarrollo y el del saber contemporáneo. Se ha dicho, esta organización universitaria ha servido de modelo a la constitución o la reforma de la enseñanza superior en los siglos XIX y XX en muchos países, empezando por los Estados Unidos[113]. Pero, sobre todo, esta filosofía, que está lejos de haber desaparecido, especialmente en el medio universitario[114], propone una representación particularmente viva de una solución dada al problema de la legitimidad del saber.
No se justifica la investigación y la difusión de conocimientos por un principio de uso. No se piensa en absoluto que la ciencia deba servir a los intereses del Estado y/o de la sociedad civil. Se desatiende el principio humanista según el cual la humanidad se educa con dignidad y libertad por medio del saber. El idealismo alemán recurre a un metaprincipio que funda el desarrollo, a la vez que del conocimiento, de la sociedad y del Estado en la realización de la «vida» de un Sujeto que Fichte llama «Vida divina» y Hegel «Vida del espíritu». Desde esta perspectiva, el saber encuentra en principio su legitimidad en sí mismo, y es él quien puede decir lo que es el Estado y lo que es la sociedad[115]. Pero sólo puede interpretar ese papel cambiando de soporte, por decirlo así, dejando de ser el conocimiento positivo de su referente (la naturaleza, la sociedad, el Estado, etc.), y al convertirse así en el saber de esos saberes, es decir, en especulativo. Bajo el nombre de Vida, de Espíritu, es a sí mismo a quien nombra.
Un resultado destacable del dispositivo especulativo, es que los discursos del conocimiento sobre todos los referentes posibles son tomados, no con su valor de verdad inmediata, sino con el valor que adquieren debido al hecho de que ocupan un cierto lugar en la Enciclopedia que narra el discurso especulativo. Éste los cita al exponer por sí mismo lo que sabe, es decir, al exponerse a sí mismo. El auténtico saber desde esta perspectiva siempre es un saber indirecto, hecho de enunciados referidos e incorporados al metarrelato de un sujeto que asegura su legitimidad.
Y es así para todos los discursos, incluso si no se refieren al conocimiento, por ejemplo, los del derecho y el Estado. El discurso hermenéutico contemporáneo[116] surge de esta presuposición, que asegura en definitiva que hay sentido en el conocer y confiere de ese modo su legitimidad a la historia y especialmente al conocimiento. Los enunciados son tomados como autónimos de sí mismos[117], y están situados en un movimiento donde se supone que se engendran unos a otros: así son las reglas del juego de lenguaje especulativo. La Universidad, como su propio nombre indica, es su institución exclusiva.
Pero, como ya se ha dicho, el problema de la legitimidad puede resolverse por el otro procedimiento. Es preciso señalar la diferencia: la primera versión de la legitimidad ha recuperado nuevo vigor hoy que el estatuto del saber se encuentra desequilibrado y su unidad especulativa rota.
El saber no encuentra su validez en sí mismo, en un sujeto que se desarrolla al actualizar sus posibilidades de conocimiento, sino en un sujeto práctico que es la humanidad. El principio del movimiento que anima al pueblo no es el saber en su autolegitimación, sino la libertad en su autofundación o, si se prefiere, en su autogestión. El sujeto es un sujeto concreto o supuestamente concreto, su epopeya es la de su emancipación con respecto a todo lo que le impide regirse por sí mismo. Se supone que las leyes que se dan son justas, no porque sean conformes a una naturaleza exterior, sino porque, por constitución, los legitimadores no son otros que los ciudadanos sometidos a las leyes y, en consecuencia, la voluntad de que la ley haga justicia, que es la del ciudadano, coincide con la voluntad del legislador, que es que la justicia haga ley.
Este modo de legitimación por la autonomía de la voluntad[118] privilegia, como se ve, un juego de lenguaje totalmente diferente, el que Kant llamaba el imperativo, y que los contemporáneos llaman prescriptivo. Lo importante no es, o no lo es solamente, legitimar enunciados denotativos, referidos a la verdad, como: La Tierra gira alrededor del sol, sino enunciados prescriptivos, referidos a lo justo, como: Hay que destruir Cartago, o: El salario mínimo debe fijarse en x francos. Desde esta perspectiva, el saber positivo no tiene más papel que el de informar al sujeto práctico de la realidad en la cual se debe inscribir la ejecución de la prescripción. Le permite circunscribir lo ejecutable, lo que se puede hacer. Pero lo ejecutorio, lo que se debe hacer, no le pertenece. Que una empresa sea posible es una cosa, que sea justa es otra. El saber ya no es el sujeto, está a su servicio; su única legitimidad (que es considerable) es permitir que la moralidad se haga realidad.
Así se introduce una relación del saber con la sociedad y con su Estado que, en principio, es la del medio con el fin. Los científicos no deben prestarse a ella más que si consideran justa la política del Estado, es decir, el conjunto de sus prescripciones. Pueden recusar las prescripciones del Estado en nombre de la sociedad civil de la que son miembros si consideran que ésta no está bien representada por aquél. Ese tipo de legitimación les reconoce la autoridad, a título de seres humanos prácticos, de negarse a prestar su concurso de savants a un poder político que consideran injusto, es decir, no fundado en la autonomía propiamente dicha. Incluso pueden llegar a hacer uso de su ciencia para demostrar que esa autonomía no es, en efecto, realizada por la sociedad y el Estado. Se reitera así la función crítica del saber. Pero queda que éste no tiene otra legitimidad final que servir a los fines a que aspira el sujeto práctico, que es la colectividad autónoma[119].
Esta distribución de papeles en la empresa de legitimación es interesante, desde nuestro punto de vista, porque supone, a la inversa que la teoría del sistema-sujeto, que no hay unificación ni totalización posibles de los juegos de lenguaje en un metadiscurso. Aquí, al contrario, el privilegio conferido a los enunciados prescriptivos, que son los que pronuncia el sujeto práctico, los hace independientes en principio de los enunciados de ciencia, que no tienen otra función que la de información para dicho sujeto.
Dos observaciones:
1. Sería fácil mostrar que el marxismo ha oscilado entre los dos modos de legitimación narrativa que acabamos de describir. El Partido puede ocupar el lugar de la Universidad, el proletariado el del pueblo o la humanidad, el materialismo dialéctico el del idealismo especulativo, etc.; de ello puede resultar el stalinismo y su relación específica con las ciencias, que entonces no son más que la cita del metarrelato de la marcha hacia el socialismo como equivalente a la vida del espíritu. Pero también puede, por el contrario, según la segunda versión, desarrollarse como saber crítico, planteando que el socialismo no es más que la constitución del sujeto autónomo y que toda la justificación de las ciencias consiste en dar al sujeto empírico (el proletariado) los medios para su emancipación con respecto a la alienación y a la representación: esa fue sumariamente la postura de la Escuela de Frankfurt.
2. Se puede leer el Discurso que Heidegger pronunció el 27 de mayo de 1933 cuando su toma de posesión del Rectorado de la Universidad de Friburgo-en-Brisgau[120], como un desgraciado episodio de la legitimación. La ciencia especulativa se convierte en él en la interrogación del ser. Este es el «destino» del pueblo alemán, llamado «pueblo histórico-espiritual».
Ese sujeto al que le son debidos tres servicios: trabajo, defensa y saber. La Universidad asegura el metasaber de esos tres servicios, es decir, la ciencia. La legitimación se hace, pues, como en el idealismo, por medio de un metadiscurso llamado ciencia, que tiene una pretensión ontológica. Pero es interrogante, y no totalizador. Y, por otra parte, la Universidad, que es el lugar donde se administra, debe esta ciencia a un pueblo al que compete la «misión histórica» de realizarla trabajando, luchando y conociendo. Ese pueblo-sujeto no tiene vocación de emancipar a la humanidad, sino de realizar su «auténtico mundo del espíritu», que es «la potencia de conservación más profunda de sus fuerzas de tierra y de sangre». Esta inserción del relato de la raza y del trabajo en el del espíritu, para legitimar el saber y sus instituciones, es doblemente desgraciado: teóricamente inconsistente, encontrará en el contexto político un eco desastroso.