XLIV

Desde su portal de la calle Delambre, la gorda Gisèle decidió, a título excepcional, recorrer los treinta metros que la separaban de la joven Line, con el periódico bajo el brazo.

Al llegar a su altura, le agitó el periódico en las narices.

—¿Qué? —vociferó—. ¿Quién tenía razón? ¿Era el crío de Marthe el asesino de esas pobres chicas o no era el crío de Marthe?

Line sacudió la cabeza, un poco temerosa.

—Yo nunca dije eso, Gisèle.

—¡Anda, lista! No hace ni dos días, todavía querías entregarlo a la policía, no es por nada. Que hasta tuve que intervenir otra vez. Esas cosas no se hacen, chata, a ver si te sirve de lección. El crío de Marthe tenía educación, ¿entiendes? Y era el crío de Marthe. Y eso no se discute.

Line bajó la cabeza, y la gorda Gisèle se alejó refunfuñando.

—Mira que es triste —masculló— tener que andar siempre dando voces para tener razón.