XLIII

A media tarde, Louis salió de la comisaría, atontado y aliviado. Dejaba a Loisel el cometido de acabar la historia. Él, por su parte, tenía un asunto pendiente.

El Podadera rastrillaba las avenidas del lado norte del cementerio. Se paralizó al ver llegar a Louis.

—Ya sabía yo que volverías a aparecer. Te habrás enterado de que han detenido al asesino, ¿verdad?

El Podadera dio golpecitos inútiles en la tierra con el rastrillo.

—Y entonces tú creíste que ya podías salir, ¿no? ¿Que te dejaría en paz? Pero ¿y la violación? ¿La has olvidado?

El Podadera crispó las manos en el mango.

—Yo no tengo nada que ver —espetó—. Si el patrón ha dicho que yo participé, ha mentido. No hay pruebas. Nadie va a creer la palabra de un asesino.

—Estabas allí —le asestó Louis—. Con Rousselet y un amigo a quien habías reclutado. Merlin os había pagado.

—¡Yo no la toqué!

—Porque no tuviste tiempo. Tú estaba encima de ella cuando Clément Vauquer te empapó. No te esfuerces, Merlin, no ha dicho nada, pero hay un testigo. Clairmont os observaba con los gemelos desde su taller.

—Viejo cerdo —gruño Thévenin.

—¿Y tú? ¿Acaso vales más que él?

El Podadera echó una mirada de odio a Louis.

—Te voy a decir, Podadera, lo que vales. No vales una mierda, y me resultaría muy fácil meterte en chirona. Pero Nicole Verdot ha muerto, y no se puede hacer nada para aliviarla. Por otra parte, también vales otra cosa. Vales el tapete que te dejó tu madre. Y por él, sólo por él, te dejaré en paz, sólo por la esperanza de tu madre. Tienes suerte de que te protegiera.

El Podadera se mordió el labio.

—Y te dejo esa puta botella de Sancerre que he llevado a todas partes, día tras día, durante tu huida. Cuando la bebas, piensa en esa Nicole y arréglatelas para arrepentirte.

Louis dejó la botella a los pies del Podadera y se alejó por la avenida central.

Esa noche, Louis fue a cenar al caserón cochambroso. Cuando entró en el refectorio, encontró la sala vacía y a oscuras, y a través de las contraventanas cerradas vio a Marc y Lucien sentados en la hierba rala de la roza.

—¿Dónde está el muñeco de Marthe? —preguntó al reunirse con ellos—. ¿Ha volado hacia la luz?

—Pues no —dijo Marc—. Clément no ha salido. Le he propuesto ir a dar una vuelta, pero me ha explicado pausadamente que prefería en cuanto a él ir personalmente a pegar pedruscos al sótano.

—Vaya —dijo Louis—. Habrá que incitarlo poco a poco a que salga.

—Sí, poco a poco. Tenemos todo el tiempo del mundo.

—¿No habéis vuelto a abrir las contraventanas?

Lucien se volvió hacia el caserón.

—Anda —dijo—, a nadie se le ha ocurrido.

Marc se levantó y corrió hacia la casa. Abrió por completo las tres ventanas del refectorio y empujó los postigos. Abrió el cerrojo de la barra que trababa los del cuarto donde dormía Clément y dejó el calor entrar a raudales en la habitación.

—¡Ya está! —gritó a Louis asomándose a la ventana—. ¿Has visto?

—¡Perfecto!

—Vale, pues ahora vuelvo a cerrar o nos vamos a asar en esta casa.

—¿Qué le pasa? —dijo Louis.

Lucien alzó la mano.

—No lleves la contraria al salvador —dijo con voz grave—. Él quería un epílogo amoroso, y lo único que tiene es un montón de ropa por planchar.

Louis se apoyó en el ailanto sacudiendo la cabeza. Lucien inspiró y hundió las manos en los bolsillos.

—Siempre es austero —murmuró— el regreso de los soldados al frente.