La mañana ya era calurosa, y Marc se había instalado en el jardín trasero de la casa, sentado con las piernas cruzadas sobre la vieja tabla reservada para este uso, a la sombra del ailanto, el único árbol digno de ese nombre en la roza. Estaba removiendo el café en un tazón, con una cucharilla, tratando de ir lo más rápido posible sin derramar nada. La vieja radio salpicada de manchas de pintura blanca crepitaba a sus pies. Cada media hora, Marc ajustaba la frecuencia para atrapar al vuelo las últimas noticias. La del arresto del asesino de las tijeras ya había recorrido todas las ondas. La joven de mirada pilla se llamaba Julie Lacaize, y a Marc le alegró saberlo. Le gustaba, y ahora se preguntaba si no había cometido un grave error estratégico al pedir quejumbroso una aspirina, después de una hazaña como la suya. En las noticias de las diez habían hablado de él y lo habían calificado de «valeroso profesor de historia». Marc había sonreído mientras arrancaba unos hierbajos a sus pies, y había sustituido la expresión por «Inconsciente del peligro, un histérico empleado del hogar se abalanza sobre un anfibio». Lo que son las cosas. La gloria está plagada de ignorancia, que diría Lucien.
Louis había llamado a Pouchet a primerísima hora y había ido a la comisaría de Loisel, donde se desarrollaba el interrogatorio de Paul Merlin. Telefoneaba con regularidad al Burro Rojo, donde Vandoosler el Viejo hacía de correa de transmisión. Loisel, en contacto con la policía de Nevers y los familiares de las víctimas, intercambiaba informaciones para acorralar a Merlin.
A las once, resultó evidente que el propio Merlin había encargado la violación de Nicole Verdot, pese a que no hubo manera de que lo reconociera claramente, ni de que diera los nombres de los ejecutores. Merlin se volvía delirante y hosco en cuanto se trataba de recordar a la mujer de Nevers. A mediodía fue fácil reconstituir su deseo y su odio a Nicole Verdot, que, tras una noche imprudentemente concedida, rechazó sus insinuaciones y amenazó con abandonar el establecimiento. Mon front est rouge encor du baiser de la reine, J’ai rêvé dans la grotte où nage la sirène… [Mi frente roja aún por el beso de la reina, soñé con la cueva donde nada la sirena…].
Al amparo de un árbol, Merlin había contemplado la violación punitiva. Quizá esperaba recuperar a la mujer vencida, quizá incluso hacerse pasar por salvador y, a fuerza de atenciones, inducirla a ceder. Pero ese pasmado de Vauquer había intervenido como un alucinado con su lanza de riego. Peor aún, había quitado la capucha a Rousselet, y Nicole Verdot había reconocido a su agresor. Rousselet era una bestia y un cobarde. Hablaría, daría el nombre de su cliente. Por la noche, Merlin mató a Nicole en el hospital y ahogó a Rousselet en el Loira. Clément Vauquer pagaría por eso.
Ma seule étoile est morte… [Mi única estrella ha muerto…]
Hacia las tres, Merlin había reconocido los asesinatos de Claire Ottissier, Nadia Jilote, Simone Lecourt y Paule Bourgeay. Louis explicó cómo Merlin había disfrutado con la agonía de Nicole Verdot, elemento desencadenante de un engranaje de placer y de satisfacción a través de la violencia asesina, cosa que Vandoosler el Viejo resumió diciendo que el tipo le había tomado gusto y que ya no podía reprimirse. Les soupirs de la sainte et les cris de la fée… [Los gritos del hada y los suspiros de la santa…]. El poema se lo había cruzado tres veces una mañana, después de una noche sin dormir. Le trazó el camino.
Hacia las cuatro y media, Louis daba detalles acerca del modo sencillo y brillante en que Paul Merlin localizaba a sus víctimas. Gracias a su puesto de alto funcionario en la agencia tributaria de Vaugirard, buscaba en los ficheros informáticos de las calles que deseaba y en ellas seleccionaba a las mujeres solteras y sin hijos de menos de cuarenta años.
Merlin había proyectado dos asesinatos más después del de Julie Lacaize: uno en la calle de la Reine-Blanche y otro, el último, en la calle de la Victoire. Marc frunció el ceño, fue a buscar el plano de París abandonado en el aparador de la cocina y volvió a sentarse en su vieja tabla. Calle de la Reine-Blanche… Mon front est rouge encor du baiser de la Reine… [Mi frente roja aún por el beso de la Reina…]. Elección perfecta, la Reina blanca, la pureza inmaculada, resultaba evidente. Para la mosca, claro, la mosca monstruosa de ojos facetados. Y la calle de la Victoire como clausura. Et j’ai deux fois vainqueur traversé l’Ácheron… [Dos veces vencedor he cruzado el Aqueronte…]. Un impecable razonamiento de mosca. Marc examinó el plano del distrito 9, la calle de la Victoire, a dos pasos de la Tour-des-Dames, que cruza a su vez la calle Blanche, todo ello a doscientos metros de la Tour-d’Auvergne, que cruza la calle des Martyrs. Etcétera. Marc dejó el plano en la hierba, un terrorífico juego de pistas en que todo acaba por tener sentido y encajar impecablemente hasta producir vértigo. La infalible lógica de la mosca, y París hecho fosfatina.
Las cinco… Marc ajustó la frecuencia. La suerte de Clément Vauquer había sido hábilmente resuelta. Oculto en un rincón del hotel particular después de los tres primeros asesinatos, Merlin lo habría suicidado después del de la calle de la Victoire. Pero el pasmado se le había escapado, hay un dios para los imbéciles. Merlin tuvo que seguir adelante corriendo mayor riesgo. Una vez cumplido el crimen final en toda regla, con la jugada de la suerte para santificarlo, habría abandonado las armas y vivido en el goce de sus recuerdos.
Louis, Loisel y el médico psiquiatra de la comisaría pensaban unánimemente que el hombre no habría podido parar nunca.
—Una sola mosca puede pulverizar París —dijo Marc a Lucien, ocupado en preparar la cena.
Lucien asintió con una seña. Había recuperado sus tijeras y estaba cortando un manojo de finas hierbas. Marc se sentó y lo observó en silencio.
—Esa mujer —dijo Marc tras largos minutos—. Julie Lacaize, fue encantadora conmigo. Teniendo en cuenta que le salvé el pellejo, es bastante normal.
—¿Y luego?
—Y luego nada. A decir verdad, no tengo la sensación de que la cosa diera para mucho más.
—Amigo mío —dijo Lucien sin dejar de cortar—, no puedes hacer acto de inteligencia y de valor, y encima quedarte con la chica.
—¿Y por qué no?
—Porque ya no sería una hazaña heroica, sería un vodevil.
—Ah, ya —dijo Marc en voz baja—. Puestos a escoger, creo que habría preferido el vodevil.