XL

Menos de un cuarto de hora después, Marc saltó fuera del taxi. La oscuridad no había caído todavía y buscó ansioso un escondite. Sólo había un kiosco de periódicos cerrado, tendría que arreglárselas con eso. Se apoyó en él, un poco jadeante, e inició la espera. Si tenía que hacer eso cada noche, habría que buscar un refugio menos azaroso. El coche de Louis, por ejemplo. Deseaba ardientemente llamar a Louis, pero el Alemán estaba en Belleville, apostado en la calle del Soleil, ilocalizable. ¿Llamar al Burro Rojo y avisar al padrino? Pero ¿y si Clément se escapaba mientras tanto? ¿Y cómo iba él a arriesgarse a abandonar su escondite, aunque sólo fuera por unos minutos?

No había ninguna cabina telefónica a la vista, y además él no tenía tarjeta. Deplorable preparación de las tropas, habría dicho Lucien. Carne de cañón, una auténtica masacre.

Marc se estremeció y empezó a arrancarse pellejos alrededor de las uñas con los dientes.

Cuando el hombre salió de su casa tres cuartos de hora después, de noche, Marc dejó bruscamente de angustiarse. Seguirlo sin ruido. No despistarse, sobre todo no perderlo, por favor. No dejarse descubrir, permanecer lejos. Marc lo siguió, dejando transeúntes entre los dos, andando cabizbajo y mirando hacia delante. El hombre pasó una cervecería, sin entrar, y una parada de metro, sin bajar. Avanzaba sin prisa, pero con un no-se-sabe-qué tenso, encogido en la espalda. Se había puesto una especie de pantalón de trabajo, iba balanceando una vieja cartera de cuero en la mano. Pasó delante de una hilera de taxis sin detenerse. Estaba claro que el viaje era a pie. Eso significaba que no iría muy lejos. Por lo tanto, ni a la calle de la Lune, ni a la del Soleil ni a la del Soleil d’Or. Iba a otro sitio. El hombre no se paseaba al azar, iba todo recto, sin vacilar. Una vez, sin embargo, se detuvo para consultar brevemente un plano, y prosiguió su camino. Adonde fuera, iba sin duda por primera vez. Marc apretó los puños en los bolsillos. Llevaban casi diez minutos andando uno detrás del otro con un paso demasiado decidido para un simple callejeo.

Marc empezó a lamentar seriamente no haber cogido ningún tipo de utensilio ofensivo. En el fondo de su bolsillo sólo tenía una goma de borrar, que sus dedos hacían girar una y otra vez. Desde luego, no iría muy lejos con una goma, si sucedía lo que temía y si tenía que intervenir. Se puso a inspeccionar las aceras, con la esperanza de encontrar aunque sólo fuera una piedra. Esperanza vana, habida cuenta de que nada es más escaso en París que las piedras errantes, o incluso los modestos guijarros, de los que Marc buscaba para empujarlos con la punta del pie en el transcurso de sus recorridos. Al girar en la calle Saint-Dominique, descubrió a menos de quince metros de él un magnífico contenedor de escombros con una irresistible advertencia pintada en blanco sobre el costado verde: prohibido tocar. Por lo general, siempre había tres o cuatro individuos encaramados a la cima, en febril búsqueda de libros viejos que revender, cables de cobre, colchones, ropa. Esa noche no había nadie interesado. Marc lanzó una mirada al hombre que lo precedía y se subió al contenedor impulsándose con los brazos. Apartó apresuradamente bloques de yeso, patas de sillas y rollos de moqueta, y se encontró con una formidable mina de restos de fontanería. Empuñó una corta y sólida tubería de plomo y saltó al suelo. El hombre seguía a la vista, por los pelos, estaba cruzando la explanada de Invalides. Marc corrió una treintena de metros y aminoró la marcha.

La excursión duró otros cinco minutos, luego el hombre ralentizó el paso, bajó la cabeza y giró a la izquierda. Marc no conocía ese barrio. Alzó los ojos hacia la placa de la calle y se llevó el puño a los labios. El hombre acababa de enfilar la pequeña calle del Comète… La hostia puta, un cometa… ¿Cómo lo habían pasado por alto cuando estudiaron el plano de París? Vaya chapuza. No habían examinado uno a uno los cuatro mil nombres de calles de la capital. Se habían conformado, picoteando aquí y allí, con buscar una luna, con buscar un sol, un astro. Una búsqueda de diletantes. Y nadie pensó en un cometa, una bola fugaz de hielo y polvo, una aparición luminosa, un sol negro… Y para más inri, la callecita estaba a un tiro de piedra del cruce de la Tour-Maubourg. La Torre abolida, el Cometa… una evidencia que habría saltado a la vista de cualquier mosca común.

Marc supo entonces con certeza que estaba siguiendo al asesino de las tijeras, sin armas, sin ayuda, con una estúpida tubería de plomo. Se le aceleró el corazón y le flaquearon las piernas. Tuvo la clara sensación de que no recorrería los últimos metros.

Julie Lacaize se sobresaltó cuando alguien llamó al timbre a las diez y cinco. Maldita sea, no le gustaba que la interrumpieran en mitad de una película.

Se dirigió hacia la puerta y escudriñó por la mirilla. Era de noche, no distinguía nada. Desde el patio, una voz masculina firme y tranquila le expuso un asunto técnico de escape de gas en el área de ese edificio, en la sección 47; procedía a comprobaciones urgentes en todos los apartamentos.

Julie abrió sin dudar. Los bomberos y los empleados del gas son criaturas sagradas que gobiernan los precarios destinos de las tubería subterráneas, los conductos ocultos, las chimeneas de fuego y los volcanes de la capital.

El hombre, con expresión preocupada, pidió inspeccionar la cocina, que Julie le indicó mientras cerraba la puerta.

Dos brazos se abatieron a modo de tenaza sobre su cuello. Incapaz de gritar, Julie fue arrastrada hacia atrás. Sus manos agarraban el brazo del hombre en un convulsivo y vano movimiento de desesperación. Desde el televisor, el fragor de las balas de los Boxers inundaban la sala.

Marc aplicó brutalmente el extremo de la tubería de plomo a la columna vertebral del asesino.

—¡Suéltala, Merlin, me cago en la hostia! —vociferó—. ¡O te reviento los riñones!

Marc había gritado en tono proporcional, le pareció, a su ineptitud para reventar los riñones, la cabeza o el vientre de quien fuera. Merlin soltó a la chica y se volvió de golpe, con su cara de sapo convulsa de rabia. Marc se sintió agarrado por la nuca y por el pelo, y proyectó con violencia su barra de plomo bajo el mentón del asesino. Merlin se llevo las manos a la boca con un gemido y cayó de rodillas. Dudando si golpearle en la cabeza, Marc esperaba la reacción mientras gritaba a la chica que llamara a la policía. Merlin se apoyó en el sillón para ponerse en pie, y Marc se abalanzó sobre él agarrando el tubo con las dos manos y apuntando al cuello. Merlin cayó de espaldas, Marc presionó con la barra de plomo en la garganta. Oyó a la joven dar su dirección a la policía con voz chillona.

—¡Los pies! ¡Cuerda! —gritó Marc arqueado sobre el grueso individuo.

Estaba comprimiendo el cuello del sapo, pero la barra de plomo temblaba bajo sus manos. El hombre era fuerte y daba serias sacudidas. Marc se sentía desesperadamente ligero. Si soltaba su presa, Merlin se sobrepondría fácilmente.

Julie no tenía cuerda, y se debatía inútilmente alrededor de las piernas del hombre con cinta adhesiva. Marc oyó a la policía aparecer por la ventana abierta menos de cuatro minutos después.