Marc, Lucien y Mathias se separaron en el metro, y cada cual se dirigió a su destino. Esa noche, Louis acompañaba a Mathias a la calle del Soleil. Asaltados por la duda, el día anterior habían vuelto a examinar, a petición de Marc, el poema y el callejero de París, pero habían reafirmado su veredicto. Sería la calle de la Lune, la calle del Soleil o, como mucho, la calle del Soleil d’Or. Lucien se inclinaba siempre por la calle de la Lune, admitiendo que la luna pudiera ser percibida como el sol de la noche, o sea como el Sol de azabache, puesta que daba luz. Louis le daba la razón, pero Marc dudaba. La luna, objetaba, sólo brilla por el reflejo de la luz, sólo es un planeta muerto, es la antítesis de un sol. Lucien rechazaba el argumento. La luna da luz, y punto. No había mejor candidato que ella para el papel de Sol de azabache.
Durante el trayecto en metro, Marc leyó el poema del cartel colgado al fondo del vagón, una pequeña variación sobre las espigas de trigo en la que no encontró ningún anuncio del destino para su uso personal. Rumiaba con desazón la hipótesis de Louis y de las tabas metálicas. Había muchas posibilidades de que el Alemán tuviera razón, y eso a Marc lo disgustaba. Porque entonces, todo convergía hacia Clément. Su pasión por el juego, su costumbre —poco usual— de las tabas, los cinco astrágalos que llevaba a todas partes en su bolsa, su talento para manipularlos, y su carácter crédulo, sin duda supersticioso; y eso sin contar los cargos que pesaban contra él y que todos fingían ignorar desde hacía diez días.
Marc cambió de línea, arrastrando los pies. Había tomado cariño al imbécil y estaba consternado. ¿Y quién podía garantizar, en el fondo, que fuera tan imbécil? ¿Y qué significaba exactamente «imbécil»? A su manera, Clément no carecía de inteligencia. Ni de otras muchas cosas. Era músico. Era hábil. Era atento. En menos de dos días había captado todo el arte de la recomposición de los sílex, y no era ninguna tontería. Pero nunca había oído el poema, Lucien lo había asegurado. ¿Y si Clément había sido lo bastante astuto como para engañar a Lucien?
Marc se subió al metro y se quedó de pie, agarrado a la barra de supervivencia, la misma a la que se aferran cada día tres mil manos de pasajeros para no romperse la crisma. Marc siempre se había preguntado por qué los vagones no tenían más de dos barras. Pero no, sería demasiado fácil.
Dos barras.
Dos jugadores de tabas.
Clément y otro. ¿Por qué no? Clément no estaba solo en el mundo, caray. Podía haber incluso miles de jugadores de tabas en París.
No, miles seguro que no. Era un juego inusual y anticuado. Pero Marc no necesitaba miles de jugadores, quería dos, sólo dos, Clément y otro.
Marc frunció el ceño. ¿El Podadera? ¿Podía el Podadera jugar a las tabas? No las habían visto en su zurrón, ni en su cabaña, pero ¿qué demostraba eso? ¿Y ese viejo cerdo de Clairmont?
Marc sacudió la cabeza. ¿A santo de qué iban a jugar esos dos tipos a las tabas?
Pues claro, tenía su lógica. Habían vivido todos juntos, puñeta, en la época del instituto de Nevers… Y un juego es algo que se aprende, que se extiende, se comparte… Era verosímil que los dos jardineros y el viejo Clairmont jugaran a las tabas en una mesa, por la noche en casa de uno u otro. Clément les habría enseñado a jugar, así de simple. Y él…
Y él…
Marc se quedó inmóvil, aferrado a la barra de supervivencia.
Salió del metro un tanto aturdido y se dirigió con paso vacilante a la calle del Soleil d’Or.
Y él, Clément…
Marc ocupó su puesto en la esquina, contra una farola. Durante más de una hora vigiló ciegamente a los transeúntes, dando vueltas alrededor de la farola, apoyándose unos minutos, antes de reanudar su ronda, yendo y viniendo en un radio de cinco metros. Sus pensamientos estaban apelotonados como puños, y él se esforzaba en plancharlos como las faldas de la señora Toussaint.
Porque, en fin, Clément tenía que…
A las nueve, Marc abandonó su farola, dio bruscamente media vuelta y echó a correr por la avenida Vaugirard, acechando el vaivén de los coches. Localizó un taxi libre y se precipitó hacia él agitando los brazos. Y, por una vez, su mano se reveló eficaz. El coche paró.