XXXVIII

Julie Lacaize volvía a su casa, en el número 5 de la calle del Comète, distrito 7 de París.

Dejó, sin resuello, las tres bolsas de la compra en la pequeña cocina, se quitó los zapatos y se dejó caer sobre el sofá. Cansada de sus ocho horas de introducir datos informáticos, se quedó estirada un buen rato, pensando en la mejor manera de librarse de las comidas de empresa de los viernes. Luego cerró los ojos. Mañana, sábado, no hacer nada. Domingo por la mañana, ídem. Por la tarde, ídem; o, si no, llevar a Robin al Guiñol. Las marionetas divierten a los niños y a la gente de talento.

Hacia las ocho, metió una fuente en el horno, habló largo y tendido por teléfono con su madre y puso el contestador. Hacia las ocho y media, abrió la ventana que daba al pequeño patio, en la planta baja, para que saliera el humo de la fuente, que acababa de quemarse. Hacia las nueve menos cuarto, se comió su cena tratando de apartar la costra carbonizada, sentada delante de la reposición de 55 días en Pekín, arrellanada en el sillón, de espaldas a la ventana abierta. El aire fresco resulta agradable, pero la luz atraía grandes mosquitos que se le enganchaban estúpidamente en el pelo.