XXXVII

Avanzada la mañana del miércoles, Louis entró por la verja del cementerio de Montparnasse. La lluvia del día anterior había refrescado un poco el ambiente, y las avenidas reblandecidas del cementerio olían a tierra y tilos. La noche anterior, Louis había esperado el regreso de los evangelistas hasta las dos y media. Vandoosler el Viejo había acompañado a Marthe hacia las once. A Clément no le gustaba verla marchar, y apoyó su cabeza en el hombro de la mujer. Marthe le acarició el pelo.

—Dúchate antes de meterte en la cama —le dijo con dulzura—. Es importante ducharse bien.

Louis pensó que Marthe era perfectamente capaz de inventar tapetes protege-hijos tejidos de moralidad, como la madre del Podadera. Luego se había quedado solo delante del fuego, con la mirada fija en las llamas y el pensamiento incansablemente puesto en el asesino de las tijeras. Curiosamente, las tres imágenes que le pasaban por la cabeza eran el dibujo ampliado por cuarenta de la mosca del criminal, el pollo a la vasca de Lucien y el pie del Pastelero Cobarde haciendo círculos en la harina. Sin duda estaba cansado. Entonces Lucien hizo una entrada ruidosa y barroca con su bastón de estoque. Ninguno de los tres hombres había visto nada raro en las calles.

Louis cruzó tranquilamente el cementerio, botella de Sancerre en mano, sin ver al Podadera. La cabaña estaba vacía. Inspeccionó la segunda parte, al otro lado de la calle Émile-Richard, sin éxito. Un tanto inquieto, volvió a la verja y preguntó al guarda.

—Pues es la primera vez que preguntan por él —masculló el guarda, hostil—. No ha venido esta mañana. ¿Para qué es? Si es para quitarle la sed —dijo señalando la botella—, no hay prisa. Estará durmiendo la mona en alguna parte.

—¿Le pasa a menudo?

—No, nunca —convino el guarda—. Lo mismo está enfermo. Perdone, pero tengo que hacer mi ronda. Con la de locos que andan por ahí…

Louis se alejó por la calle, preocupado. Con el Podadera huido, la situación empezaba a escapársele seriamente de las manos. Iba siendo urgente avisar a Loisel. Louis tomó un autobús a Montrouge y recorrió las calles un buen rato antes de encontrar el refugio del Podadera. Entre un solar abandonado y un café de ventanas opacas, el pequeño edificio perdía el revocado a pedazos. Una vecina le indicó la habitación de Thévenin.

—Pero ahora no está —precisó la mujer—. Al parecer tiene una vivienda oficial en su lugar de trabajo. Los hay con suerte.

Louis pegó el oído a la puerta unos minutos sin oír ningún ruido. Llamó varias veces con los nudillos y renunció.

—Si le digo que no está —insistió la mujer, malhumorada— es que no está.

Con la botella de Sancerre en la mano, Louis se dirigió, de autobús en autobús, a la comisaría de Loisel. Se trataba de hacer que actuara en las calles sin hablarle de Clairmont ni del Podadera, sin bloquear la maquinaria. Hablar de las dos muertas de Nevers era ya inevitable. Loisel se enteraría tarde o temprano de la violación en el parque, si es que no lo había hecho ya. Alejarlo de Clément, insistir en el poema, en el sol negro. Encontrar el mejor ángulo de ataque no sería fácil. Loisel no era ningún imbécil.

—¿Alguna novedad sobre las huellas de la alfombra? —preguntó Louis sentándose delante de su colega.

Loisel le ofreció un cigarrillo-paja.

—Nada. Seguramente son huellas de dedos, eso es todo. No se ha encontrado ninguna sustancia anormal en la alfombra.

—¿Ni huellas de pintalabios?

Loisel frunció el ceño mientras soplaba el humo.

—¿No estarás actuando por tu cuenta por casualidad, Alemán?

—¿En beneficio de quién? Ya no estoy en plantilla, te lo recuerdo.

—¿Qué es esta historia del pintalabios?

—A decir verdad, no tengo ni idea. Creo que el asesino ya se había cargado a bastante gente antes de lanzarse como especialista en la capital. Para empezar, a una tal Nicole Verdot, a quien eliminó a toda prisa después de una violación, y a Hervé Rousselet, un cómplice de esa violación que podía irse de la lengua. Parece que le tomó gusto a la cosa y que estranguló y cosió a cuchilladas a otra mujer menos de una año después, Claire Ottissier. Encontrarás esos nombres en los ficheros, casos archivados sin resolver.

—¿Dónde? —preguntó Loisel arrancado una hoja de libreta, bolígrafo en mano.

—¿Dónde crees que ocurrió?

—¿En Nevers?

—Exactamente. Hace nueve y ocho años.

—Clément Vauquer —susurró Loisel.

—No es el único hombre de Nevers. Has de saber, sin embargo, que estuvo en la escena de la violación. Te enterarás de una manera u otra, así que prefiero que lo sepas por mí. Salvador y simple testigo, ni violador ni asesino.

—No hagas el imbécil, Alemán. ¿Defiendes a ese tipo?

—No especialmente. Sólo considero que se ha lanzado a nuestros brazos demasiado fácilmente.

—Hasta nueva orden, no tengo a nadie en los brazos. ¿De dónde sacas todo esto?

—El caso Claire Ottissier rugió en mis archivos. Idéntico modus operandi, como se suele decir.

—¿Y la otra? ¿La violación?

Louis había previsto la pregunta. El tono de Loisel era cortante, sus rasgos pétreos.

—En el periódico local. Hice un examen exhaustivo.

Loisel apretó las mandíbulas.

—¿Por qué? ¿Qué buscabas?

—La explicación de un posible ensañamiento con Vauquer.

Loisel hizo una pausa.

—¿Y el pintalabios? —preguntó.

—En el asesinato de Claire Ottissier hubo un testigo. Ayer fui a Nevers a interrogarlo.

—¡Tú tranquilo, macho, no te preocupes por nosotros! —exclamó el comisario—. Supongo que no me funcionaba la línea y que no pudiste llamarme ¿no?

Louis puso las manos sobre la mesa y se levantó con calma.

—No me gusta tu manera de hablarme, Loisel. Nunca he tenido por costumbre dar cuentas detalladas de mis tanteos. Ahora que tengo certezas, vengo a informarte. Si esta manera de proceder te molesta y si mis informaciones no te interesan, me largo y te las arreglas solo.

No hay mejor defensa que un buen ataque, pensó Louis, a quien sin embargo nunca había gustado la expresión.

—Desembucha —dijo Loisel tras un breve silencio.

—Este testigo, Bonnot, vio al asesino recoger una cosa junto a la cabeza de la víctima. Según él, aunque no lo vio de cerca, era una barra de labios. Creyó que se trataba de una mujer.

—¿Qué más?

Louis volvió a sentarse. Loisel se había calmado.

—El poema que te enseñé el otro día. Ahora es serio, muy serio. Estuvo en un cartel del metro durante dos meses, antes de las Navidades pasadas. Quisiera que pusieras vigilancia en las calles de la Lune, del Soleil y del Soleil d’Or. Y que mandes avisar a todas las mujeres que vivan solas. Las calles son pequeñas.

—¿Adónde quieres ir a parar con tu metro?

—Supón que el asesino sea un exaltado, un paranoico, un obseso…

—Seguramente —dijo Loisel encogiéndose de hombros—. ¿Y qué? No creerás que va a escoger un poema para no perderse por el camino, ¿verdad?

—No, el poema lo escogió a él. Supón que el tipo quiera cargarse a todas las mujeres del planeta, pero que no esté lo bastante pirado como para arriesgar el pellejo en una masacre sin fin. Supón que, miedoso, maníaco y calculador, decide cargarse sólo a una muestra, pero una muestra significativa, que valga para todas las mujeres. La parte por el todo.

—¿Qué sabes tú de eso?

—Nada. Pero así es como razonaría yo.

—Ah, buena noticia. ¿Y qué más harías?

—Buscaría una clave cargada de sentido para constituir la muestra.

—¿Y va a ser el poema? —dijo Loisel socarrón.

—El poema visto cuatro veces en el metro o en cualquier otra cosa que me enviara el Destino: una ilustración en el envoltorio de un terrón de azúcar y un deber del colegial encontrado en la calle, una visita de los testigos de Jehová y una pitonisa delante del súper, el número de escalones repetido tres veces en un día, la letra de una canción una noche en un bar y un artículo en el periódico…

—¿Me estás tomando el pelo?

—¿Nunca has dado cinco vueltas a la cucharilla en el café ni evitado pisar las líneas del suelo?

—Nunca.

—Tú te lo pierdes. Pero has de saber que así es como funciona, y cien veces peor, cuando tienes una mosca de las gordas en el casco.

—¿Cómo dices?

—Un grano de locura. Y la del asesino es una mosca espantosa que saca provecho de los putos signos del Destino que pueblan la vida cotidiana. Vio el poema desde su asiento: Je suis le Ténébreux, le Veuf, l’Inconsolé…! [Yo soy el Tenebroso, el viudo, el desconsolado], un principio que sobrecoge, ¿no? Lo vio al anochecer, cuando volvía como una sardina en una vagón hasta los topes, con los versos en las narices… Le Prince d’Aquitaine à la Tour abolie [Príncipe de Aquitania de la torre abolida]… Y quizá al día siguiente, y al otro… Les soupirs de la sainte et les cris de la fée [los gritos del hada y los suspiros de la santa]… Sugerente para un violador, ¿no te parece? Un texto abstruso, críptico, en el que cualquiera puede alojar su locura… Lo busca, lo acecha, lo encuentra… Y, por último, lo adopta, lo absorbe y lo convierte en eje de su rabia asesina. Así es cómo funciona, con algunas moscas.

Loisel jugaba con el lápiz, dubitativo.

—Tienes que cerrar esas calles —dijo Louis con insistencia—, visitar todos los edificios. ¡Loisel, hostia!

—No —dijo Loisel en tono decidido, apoyándose la goma del lápiz en la frente—. Ya te dije lo que pensaba de eso.

—¡Loisel! —repitió Louis dando una palmada en la mesa.

—No, Alemán, no lo haré.

—¿Entonces se jodió todo? ¿Pasas?

—Lo siento, Alemán. Pero gracias por lo de los crímenes de Nevers.

—No hay de qué —masculló Louis dirigiéndose hacia la puerta.

Malhumorado y ansioso, Louis se concedió por el camino el derecho a morderse las uñas de la mano izquierda, la de la duda y el fárrago. Se detuvo para comer algo en un café. Cretino obtuso de Loisel. ¿Qué iban a poder hacer los cuatro? Si al menos hubiera encontrado al Podadera… Le habría metido el litro de Sancerre con un embudo hasta que soltara el nombre del tercer tipo. Pero Thévenin se había largado y las pistas habían quedado cortadas.

Llegó al caserón cochambroso hacia las tres, para informar de su fracaso con Loisel y de la desaparición del jardinero. Marc estaba planchando, llevaba retraso con la ropa. Lucien estaba dando clase, el cazador-recolector pegaba sus pedruscos con Clément, que se estaba aficionando a esa actividad, y Vandoosler el Viejo escardaba la roza. Louis fue a su encuentro y se sentó en un tocón de acacia. La madera ennegrecida estaba tibia.

—Estoy preocupado —dijo Louis.

—Hay razones para ello —respondió el padrino.

—Estamos a miércoles.

—Sí, ahora ya no puede tardar.

Los cuatro hombres salieron del caserón para montar guardia hacia las siete. Louis fue con Lucien a vigilar la calle de la Lune por los dos accesos.

El tiempo pasaba lento, monótono, y Louis se preguntó cuántas noches aguantarían. Calculó que, al cabo de ocho noches habría que abandonar la vigilancia. No podían plantarse allí, con pollo a la vasca, toda la vida. Los vecinos empezaban a lanzarles miradas intrigadas. Sin duda no entendían qué hacían allí esos tipos, inmóviles, desde hacía ya tres noches. Louis se fue a la cama poco antes de las tres. Echó a Bufo del colchón y se durmió profundamente.

A la mañana siguiente, Louis intentó en vano una nueva ofensiva con Loisel. Visitó otra vez el cementerio y la habitación de Montrouge, pero el Podadera no había reaparecido. Pasó el resto del día tecleando sin ganas la traducción de la vida de Bismarck y, al anochecer, se dirigió al caserón. Los tres hombres se disponían a salir. Lucien estaba envolviendo cuidadosamente su bandeja de buey al vapor con cebolletas.

—Eres un poco ridículo, Lucien —observó Marc.

—Soldado —dijo Lucien sin interrumpir su labor—, si se hubiera alimentado a las tropas a base de buey al vapor con cebolletas, la faz de la guerra habría cambiado.

—Eso seguro. La faz de la guerra se habría parecido a ti, y los alemanes se habrían muerto de risa.

Lucien se encogió de hombros con desdén y desenrolló una hoja de papel de aluminio tres veces más larga de lo necesario. Vandoosler y Clément ya habían empezado una partida de cartas en un extremo de la mesa, mientras esperaban a Marthe.

—Me toca a mí personalmente —dijo Clément.

—Eso es. Juega —respondió Vandoosler.

Ese jueves por la noche, Louis fue a montar guardia con Marc, en la calle del Soleil d’Or. Le tranquilizaba hacer la ronda por todas las calles, trataba de olvidar hasta qué punto era vana esa vigilancia, casi un poco grotesca.

A la mañana siguiente, como en un ritual, Louis peinó el cementerio de Montparnasse bajo la mirada cargada de desconfianza del guarda. Ese tipo alto, de pelo negro, que pasaba por allí todos los días no le parecía muy normal. Con la de locos que hay.

Luego hizo su ronda por Montrouge, ante los ojos igualmente suspicaces de la vecina, y se reunió con Bismarck. Reanudó su traducción con algo más de ardor que el día anterior, lo cual no le pareció buena señal. Indicio de que empezaba a desesperar de lograr un resultado en su búsqueda del asesino de las tijeras. Y, en ese caso más que probable, ¿qué harían con el muñeco de Marthe? Esa pregunta temible arrojaba una sombra creciente sobre sus pensamientos. Hacía diez días que el viejo policía y los evangelistas llevaban una vida de secuestrados, cerrando las contraventanas, evitando las visitas, bloqueando la puerta, durmiendo en el banco, y diez días que Clément no había visto la luz del sol. En cuanto a encerrar a Clément en casa de Marthe, la perspectiva tampoco era mucho más halagadora. El chico perdería lo poco que tenía de cabeza en el edredón rojo, o acabaría largándose. Y la policía le echaría el guante.

La cosa siempre acababa igual.

En el fondo, Clément sólo se había beneficiado de una breve prórroga. No había esperanzas de que saliera de la trampa. Suponiendo, claro está, que Clément Vauquer fuera realmente quien decía ser.

También en esto la cosa acababa siempre igual.

A los dos días, el viernes, después del cementerio, de Montrouge y de Bismarck, Louis se presentó en el caserón. Era un poco temprano, Marc estaba todavía limpiando en alguna casa, y Lucien estaba en clase. Louis se sentó a la mesa y miró a Clément, que jugaba con la vieja Marthe. En diez días de reclusión, el aire se había saturado de olores de cigarro y de alcohol, y la sala, sombría, cobraba aspecto de garito. Un garito donde no se venía a jugar por placer, sino principalmente para matar el tiempo. Marthe trataba de variar las distracciones y renovaba los juegos. Para esa tarde, había traído el juego de tabas que Clément se había dejado en su casa, en la cama donde había dormido la primera noche. A Clément le gustaban las tabas. Y, efectivamente, el joven las manejaba con gran destreza, lanzando los astrágalos al aire y atrapándolos todos uno tras otro como un malabarista.

Louis los miró jugar un momento: era un bonito espectáculo y no conocía las reglas. Clément lanzaba las tabas, las recogía con el dorso de la mano, las volvía a lanzar, las reunía en la palma de la mano, de una en una, y luego de dos en dos, las plateadas, y la roja encima, y Marthe contaba las figuras. Clément, hábil y rápido, casi reía. Falló la jugada de cuatro en cuatro, y las tabas rodaron por el suelo. Se agachó para recogerlas. Louis se estremeció. El destello de los colores metálicos, burdeos y plata, el tintineo de las tabas en la mano. Se quedó inmóvil, observando la mano de Clément, que había reanudado la partida. Sus dedos atrapaban y soltaban, entrecruzando sus huellas, algo grasientas, en la madera encerada.

—Calavera —anunció Clément mostrando los astrágalos que tenía en la mano—. Marthe, ¿la hago, la jugada de la suerte? ¿Por mi parte? ¿La hago?

Clément torcía los labios.

—Vamos —lo animó Marthe—, atrévete, hijo.

—¿Qué es la jugada de la suerte? —preguntó Louis con voz tensa.

Marc entró en ese momento, en el instante mismo en que Mathias, puntual, emergía del sótano. Louis les impuso silencio con un gesto.

—La jugada de la suerte —explicó Clément— es…

Se interrumpió y se presionó el ala de la nariz.

—Es la jugada del cual salva al hombre siempre —prosiguió—. Punto a, el barco que ya no se hunde; punto b, la vaca que da leche; punto c, el fuego que se apaga.

—O sea, lo que se dice tener potra —resumió Marthe.

—Limpia los peligros —dijo Clément asintiendo con gravedad— y da cien puntos.

—¿Y si fallas? —preguntó Marthe.

Clément hizo el gesto de degollarse.

—Pierdes todo estás muerto —dijo.

—¿Y cómo se juega?

—De la cual manera —dijo Clément.

Puso la taba roja en medio de la mesa, sacudió las cuatro plateadas con la mano y las lanzó sobre la madera.

—He fallado. Puedo tirar cinco veces. De las cuales todas tiene que volverse de la manera… de la cual…

Clément frunció el ceño.

—¿Las tabas tienen que caer cada una de una cara distinta? —propuso Marc.

Clément asintió con una sonrisa.

—Eso es viejo —dijo Marc—. Los romanos pintaban las cuatro caras del astrágalo en los costados de la nave antes de su primer viaje. Eso la protegía de los naufragios.

Clément, que ya no escuchaba, volvió a lanzar.

—Has fallado —dijo Marthe.

Louis se levantó despacio, cogió a Marc de la muñeca y lo condujo fuera del refectorio. Subió varios peldaños de la oscura escalera y se detuvo.

—Marc, joder, ¡las tabas! ¿Lo has visto?

Marc lo miró en la oscuridad, perplejo.

—¿La jugada de la suerte? Sí, es más viejo que la nana.

—¡Marc, joder, que no era un pintalabios! ¡Era un juego de tabas! Plateado y burdeos, metálico… ¡El asesino jugaba a las tabas! ¡Las huellas de los dedos, Marc! ¡Las huellas del suelo! ¡Estaba jugando! ¡Estaba jugando!

—No te sigo —susurró Marc.

—¡Lo que describió el pastelero cagueta! ¡Lo que el asesino recogió a toda prisa era un juego de tabas!

—Eso lo he entendido. Pero ¿por qué estás empeñado en que el asesino eche una partidita de tabas en la alfombra?

—¡Por la mosca, Marc, por la mosca! Los dados, las tabas, los solitarios a altas dosis, ¡son cosas de pirado! Jugaba para buscar un signo del destino, para santificar el asesinato, para meterse a los dioses en el bolsillo, para traerse suerte…

—La jugada de la suerte… —murmuró Marc—, «la jugada del cual salva al hombre siempre»… Entonces… ¿crees que… Clément…?

—No lo sé, Marc. ¿Has visto qué bien lo hace? El tipo lleva años jugando. Es sobresaliente, como diría Vandoos.

Una exclamación de alegría les llegó del refectorio.

—Mira —dijo Louis—, acaba de conseguirlo. Sobre todo, no digas nada, que no se te note, no lo inquietes.

Lucien abrió la puerta de entrada con estrépito.

—Cierra el pico —dijo Marc preventivamente.

—¿Qué coño hacéis a oscuras? —preguntó Lucien.

Marc lo llevó aparte, y Louis volvió al refectorio.

—Vamos allá —dijo a Mathias.

Clément, con la frente cubierta de sudor, risueño, pasaba las tabas a Marthe.