Después de dejar a Marc delante del caserón cochambroso, Louis fue directamente a la calle de l’Université. La voz del viejo Clairmont resonó en el portero automático.
—Kehlweiler —anunció Louis—. ¿Está Paul Merlin?
—No. Ausente hasta esta noche.
—Pues me viene estupendamente. Es usted a quien vengo a ver.
—¿A propósito de qué? —dijo Clairmont con la entonación desdeñosa que adoptaba a menudo.
—Claire Ottissier, una mujer muerta en Nevers.
Hubo en breve silencio.
—No me suena —dijo la voz del viejo.
—Está vuelta contra el reloj de péndulo de su taller. Usted la esculpió.
—¡Ah! ¿Es ésa? Perdone, es que no recuerdo todos los nombres. ¿Y entonces?
—¿Me abre la puerta? —dijo Louis levantando la voz—. ¿O prefiere que hablemos de su arte necrófilo delante de todo el mundo?
Clairmont abrió, y Louis fue a su encuentro en el taller. El escultor se había sentado en un taburete alto, con el torso desnudo y un cigarrillo humeante entre los labios. Con un pequeño escoplo, estaba tallando la cabeza de la estatua en curso.
—Seré breve —dijo Louis—. Tengo bastante prisa.
—Yo no —dijo Clairmont haciendo volar una viruta.
Louis cogió una pila de fotos de encima del banco, se sentó en un taburete alto frente a Clairmont y se puso a hojearlas rápidamente.
—Siéntase como en casa —dijo Clairmont.
—¿Cómo elige a las mujeres a las que va a esculpir? ¿Guapas?
—Me da igual. Todas las mujeres son una sola.
—¿Con o sin pintalabios?
—¿Me da igual? ¿Es importante?
Louis volvió a poner la pila sobre el banco.
—Pero preferentemente, ¿las escoge muertas? ¿Asesinadas?
—No, no preferentemente. Alguna vez he inmortalizado a alguna víctima, no se lo voy a negar.
—¿Para qué?
—Creo que ya se lo dije. Para inmortalizarlas, para honrar su suplicio.
—¿Es algo que le gusta?
—Sin duda.
—¿Cuántas víctimas ha… «honrado»?
—Yo diría que siete u ocho. Está la mujer estrangulada de la estación de Montpellier, las dos jóvenes de Arles, las mujeres de Nevers, cuando vivía allí… Últimamente ya no hago. Creo que se me ha pasado.
Clairmont dio un martillazo en el escoplo haciendo saltar una lengüeta de madera.
—¿Qué más le preocupa? —añadió apagando la colilla en el serrín.
Louis hizo una seña, y el viejo le pasó un cigarrillo.
—Tengo intención de hacer que lo arresten por la violación y el asesinato de Nicole Verdot, y la muerte de Claire Ottissier —dijo Louis encendiendo el cigarrillo en la llama que le ofrecía Clairmont—. En espera de examinar los otros cargos.
Clairmont sonrió y reanudó su cabellera de madera.
—Ridículo —dijo.
—Ésa no es la cuestión. Las estatuas de las dos víctimas y su presencia en Nevers convencerán ampliamente al comisario Loisel, sobre todo si se lo pido yo. Se ocupa del asesino de las tijeras y está que echa humo. Ansía un culpable.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Claire es la primera víctima del asesino. Luego, Nicole Verdot, aunque Nicole no pertenece a la serie. Es un preludio.
Una leve turbación sobrevoló el rostro del escultor.
—¿Tiene intención de acusarme de todo eso? ¿Por mis estatuas? Pero ¡bueno, está pirado!
—No capta mi plan. Como dice, no hay cargos, y la policía lo soltará a las cuarenta y ocho horas, que dicho sea de paso no serán ninguna delicia. Pero cuando vuelva aquí, el daño ya estará hecho: su hijastro sospechará siempre que usted participó en la violación y muerte de Nicole. Difamad, difamad, que algo queda. Tanto quedará que lo pondrá de patitas en la calle, si tiene usted la suerte de que no lo descuartice antes con su sierra eléctrica. Y como usted de lo que vive es del dinero de su hijastro, reventará de miseria.
Louis se levantó y se puso a dar vueltas por el taller, con las manos en la espalda.
—Le dejo que se lo piense —dijo con calma.
—¿Y si no me gusta su plan? —preguntó el viejo arrugando la frente con inquietud.
—Entonces me contará todo lo que sabe acerca de la violación de Nicole Verdot, y yo olvidaré provisionalmente mi plan. Porque algo sabe. Una de dos, o estuvo allí, o sabe algo. Su cuchitril no estaba ni a veinte metros de lugar.
—Mi cuchitril estaba detrás de los árboles. Yo dormía, ya lo dije en su momento.
—Usted elige. Pero dese prisa, porque no tengo toda la noche.
Clairmont agarró con las dos manos la cabeza de la estatua y suspiró, cabizbajo.
—Son métodos de bestia —dijo entre dientes.
—Sí.
—No tengo nada que ver, ni en la violación ni en los crímenes.
—¿Su versión?
—Estaba Rousselet, el estudiante que murió en el Loira. Y el jardinero.
—¿Vauquer?
—No, el cretino no; el otro.
—¿Thévenin? ¿El Podadera? Y había otro tipo. ¿Quién?
—No lo reconocí. Rousselet violó a Nicole, el Podadera no tuvo tiempo. El tercero no hizo nada.
—¿Cómo lo sabe?
Clairmont vaciló.
—Dese prisa —dijo Louis entre dientes.
—Lo vi todo desde mi ventana.
—¿Y no movió un dedo?
Clairmont aferró la cabeza de la estatua.
—No. Miré con los gemelos.
—Grandioso. ¿Por eso no dijo nada a la policía?
—Claro.
—¿Incluso cuando sospecharon de Vauquer?
—Lo soltaron enseguida.
Louis deambuló por el taller sin decir palabra, dando lentamente la vuelta al banco.
—¿Qué me demuestra que no era usted el tercer hombre?
—No fui yo —dijo con violencia Clairmont—. Era un desconocido. Un mirón, seguramente alguien que conocía el Podadera. Si lo busca, es por ahí por donde tiene que rascar.
—¿Cómo lo sabe?
—Dos días después, vi al Podadera en un café de Nevers. Estaba forrado y gastaba a mansalva en el bar. Eso me intrigó, y lo vigilé durante un tiempo. La pasta le duró por lo menos un mes, sin contar lo que debió ahorrar. Siempre pensé que le habían pagado por la violación, que le habían pagado muy bien. Y a Rousselet también. Y que el pagador era el que sujetaba a la chica. El mirón.
—Grandioso —repitió Louis.
Se hizo de nuevo el silencio, plúmbeo. Louis giraba un trocito de madera entre los dedos, que temblaban ligeramente. Y Clairmont se miraba los pies. Cuando Louis se dirigió hacia la puerta, el viejo escultor le lanzó una mirada alarmada.
—No se preocupe —le dijo Louis sin molestarse en mirarlo—, Paul no sabrá de qué manera majestuosa cuidó usted de su amiga. A menos que me haya mentido.
Con los dientes apretados, las manos crispadas en el volante, Louis enfiló la calle de Rennes a gran velocidad, se saltó el ceda el paso pese a que venía un autobús y se precipitó hacia el cementerio de Montparnasse. Fue al aparcar en la calle Froidevaux, mientras pesadas gotas de tormenta empezaban a mojar el parabrisas, cuando se dio cuenta de que eran más de las ocho y la verja del cementerio estaba cerrada desde hacía tiempo. Sin Marc, no podría escalar el muro. Louis suspiró. Ir a buscar a Marc para escalar, ir a buscar a Marc para dibujar, ir a buscar a Marc para correr. Pero estaba claro que Marc se había escurrido hacia otra época, y Louis dudaba de que pudiera arrancarlo esa noche del caserón cochambroso.
El coche dio signos de desfallecimiento en la avenida Maine, y Louis echó una mirada al indicador. No tenía gasolina. El coche se caló no lejos de la torre de Montparnasse. Había ido a Nevers y vuelto sin preocuparse del depósito. Dio un puñetazo al salpicadero, bajó echando pestes y, lentamente, empujó el coche hasta dejarlo bordeando la acera. Sacó su bolsa y cerró la portezuela. La lluvia caía a cántaros sobre sus hombros. Caminó lo más rápido que pudo hasta la plaza y se metió en el metro. Debía de hacer al menos seis meses que no cogía el metro, y tuvo que consultar un plano para localizar el trayecto hasta el caserón cochambroso.
En el andén, se quitó la chaqueta, con cuidado de no sacudir el bolsillo donde dormía el sapo, que, contrariamente a las esperanzas de Marc, no había corrido con frenesí hacia las riberas del Loira. A decir verdad, Bufo no corría nunca con frenesí hacia nada. Era un anfibio ponderado.
Louis se subió al metro goteando y se sentó pesadamente en el traspontín. El estrépito del tren cubría las atroces palabras del viejo Clairmont, y eso le vendría bien durante diez minutos. Había tenido que contenerse para no aplastarlo en su montón de serrín. También había sido providencial que la verja del cementerio estuviera cerrada. No era seguro que el tapete protege-hijos hubiera podido hacer algo por el Podadera esa noche. Louis respiró profundamente, posó su mirada en una pasajera de pelo empapado, en un cartel publicitario y en un poema árabe del siglo IX fijado al fondo del vagón. Lo leyó concienzudamente, del primero al último verso, y trató de desentrañar su significado, más bien abstruso. Hablaba de esperanza y de hastío, lo cual armonizaba con su estado de ánimo. De repente, se puso tenso. ¿Qué demonios hacía un poema árabe del siglo IX en su vagón de metro?
Louis examinó el cartel. Estaba debidamente fijado en su marco metálico, junto a la publicidad. Contenía dos estrofas del poema seguidas del nombre del autor y de sus fechas de nacimiento y muerte. Debajo, las siglas RATP[5] y un eslogan: Rimas en verso y en azul[6]. Estupefacto, Louis bajó en la parada siguiente y se subió al segundo vagón. Allí encontró un pequeño poema en prosa de Prévert. Recorrió los cinco vagones y contó cinco poemas. Esperó el metro siguiente e inspeccionó los cinco coches. Diez poemas. Cambió y pasó revista a los vagones de dos trenes sucesivos. Cuando bajó en la Place d’Italie, llevaba veinte poemas. El canto árabe había aparecido cuatro veces, el Prévert tres.
Anonadado, se sentó en el andén, con los codos en las rodillas, el rostro apoyado en las manos. ¿Por qué no se habría enterado antes, maldita sea? Pero nunca tomaba el metro. Hostia puta. Resulta que ponían poemas en los vagones y él no lo sabía. ¿Cuándo habría empezado esa campaña? ¿Hacía seis meses? ¿Un año? Louis vio pasar ante sus ojos el rostro obstinado y ardiente de Lucien. Era Lucien quien tenía razón. No eran chorradas de literato, era una espantosa posibilidad. Todo se invertía. Ya no se trataba de un asesino en busca de un poema, sino de un poema que se cruza en el camino de un demente. Un demente que lo había leído en el metro, frente a su asiento, como si hubiera sido escrito para él, que lo había leído y releído y que había encontrado en él un «signo», una «clave». Ya no era necesario que el asesino fuera un letrado sutil. Bastaba con que tomara el metro, bastaba con que se sentara y mirara. Y con que ese texto se le echara encima, como si el destino le dirigiera un mensaje personal.
Louis subió las escaleras y llamó al cristal de la taquilla.
—Policía —dijo al vendedor de billetes exhibiendo su antiguo carnet del ministerio—. Debo contactar inmediatamente con un responsable de la estación. Cualquiera.
Intimidado, el joven examinó la ropa empapada de Louis y cedió ante la banda tricolor que atravesaba el carnet. Desbloqueó la estrecha puerta de acceso y lo hizo entrar en el habitáculo.
—¿Hay jaleo abajo? —preguntó.
—Ningún jaleo. ¿Sabe desde cuando la RATP pone poemas? Hablo muy en serio.
—¿Poemas?
—Sí, en los vagones. «Rimas en verso y en azul»
—Ah, ¿eso?
El joven frunció el ceño.
—Yo diría que desde hace un año o dos. Pero ¿en qué…?
—Es un asunto de asesinatos. Necesito información urgente sobre un poema concreto. Quiero saber si ha sido colgado y, si lo ha sido, cuándo. Los de comunicación de la RATP deben de saberlo. ¿Tiene una guía de los servicios?
—Aquí —dijo el joven abriendo un armario metálico y sacando un archivador descuajeringado.
Louis se instaló tras una taquilla cerrada y hojeó el registro.
—Pero a estas horas —intervino tímidamente el joven— no encontrará a nadie.
—Ya lo sé —dijo Louis en tono hastiado.
—Si es tan urgente…
Louis se volvió hacia él.
—¿Tiene alguna idea?
—Pues… Bueno… Siempre puedo llamar a Ivan. Es el que fija los carteles… De tanto ponerlos, sabe un montón. Puede que…
—Venga —dijo Louis—. Llame a Ivan.
El joven marcó el número.
—¿Ivan? ¿Ivan? ¡Soy Guy, apaga el puto contestador y ponte, es urgente, te llamo desde la taquilla!
Guy lanzó una mirada de excusa a Louis. De repente, su compañero contestó.
—Ivan, tenemos un problema aquí. Se trata de uno de tus carteles.
Louis se puso al teléfono unos instantes después.
—¿De qué poema se trata? —preguntó Ivan—. Es muy posible que lo recuerde.
—¿Se lo recito?
—Creo que es lo mejor.
Ahora era Louis el que lanzaba una mirada incómoda al joven. Se concentró para rememorar los cuatro versos que había mirado el día anterior con Loisel.
—Bien —dijo volviendo a coger el aparato—. ¿Está listo?
—Lo escucho.
Louis tomó aire.
—Je suis le ténébreux, le veuf, l’inconsolé, le prince d’Aquitaine à la tour abolie, ma seule étoile est morte et mon luth constellé porte le soleil noir de la mélancolie. [Yo soy el tenebroso, el viudo, el desconsolado, príncipe de Aquitania de la torre abolida, mi única estrella ha muerto y mi laúd constelado lleva el sol azabache de la melancolía]. Eso es todo. Es de un tal Gérard de Nerval y se llama El Desdichado. No recuerdo el resto.
—¿Puede repetírmelo?
Louis obedeció.
—Sí —dijo Ivan—, se colgó. Estoy seguro.
—Magnífico —dijo Louis aferrando el teléfono—. ¿Recuerda por casualidad en qué época lo puso?
—Yo diría que poco antes de Navidad. Poco antes de Navidad, porque pensé que no era muy alegre de cara a las fiestas.
—En efecto.
—Pero luego se quedaron colgados varias semanas. Habría que preguntarlo al servicio.
Louis dio las gracias con vehemencia al cartelero. Luego intentó sin éxito contactar a Loisel.
—No dejo mensaje —dijo al policía de turno—. Volveré a llamar.
Estrechó la mano al joven Guy y, diez minutos después, llamó a la puerta del caserón cochambroso. La puerta estaba cerrada con llave, y nadie contestó. Dejó su bolsa delante de la puerta y dio la vuelta al edificio. Por detrás se accedía a las tres ventanas altas de la planta baja, que daban a una parte un poco mayor del jardín. Marc la llamaba «la roza», para diferenciarla del «erial», porque la había desherbado un poco, y Mathias había plantado allí cuatro patatas. Louis llamó varias veces a una contraventana, anunciando su nombre para no asustar a los guardianes de Clément.
—¡Abro! —vociferó Vandoosler el Viejo.
Vandoosler lo recibió con una botella de vino en la mano.
—Hola, Alemán. Estamos los tres echando una partida a los dados.
—¿Qué tres?
—Los tres: yo, Marthe y su chaval.
Louis entró en el refectorio y encontró a Clément a horcajadas sobre el banco de madera, con la vieja Marthe a su lado. Había vasos en la mesa y fichas para marcar los puntos.
—¿Dónde están los demás? —preguntó Louis.
—¿Los evangelistas? De paseo.
—¿Ah, sí? ¿Los tres juntitos?
—Ni idea, es asunto de ellos. ¿Juegas?
—No. Me tomaré un café si queda.
—Sírvete —dijo Louis sirviéndose una taza—, podría ser que el Podadera fuera realmente el segundo violador.
—Chic —susurró Clément.
—Y podría ser también que él y Rousselet recibieran dinero por hacerlo. El tercer hombre de la violación, sin duda el que hizo el encargo, sigue sin identificar. Y probablemente sea él el gran peligro. Debe de ser un conocido del Podadera.
Vandoosler se volvió hacia Louis.
—Y hay algo peor —dijo Louis—, he metido la pata. Lucien tenía razón.
—Ah —dijo el padrino en tono neutro.
—Pero es que no podía adivinar que El Desdichado había estado en un cartel por toda la red de metro y de RER[7] el mes de diciembre pasado.
—¿Y eso es importante?
—Eso lo cambia todo. El asesino no buscó el poema. Se dio de bruces con él.
—Comprendo —dijo Vandoosler lanzando los dados en la bandeja.
—Seiscientos sesenta y cinco pelados.
—Seiscientos cinco —dijo Clément.
Louis lanzó una mirada al muñeco de Marthe. Parecía encontrarse a gusto en esa casa. Louis lo comprendía un poco. El café era mejor allí que en cualquier otro sitio, incluso frío como esa noche. Eran café fundamentalmente reconfortante. Sería el agua, o quizá la casa.
—He intentado llamar a Loisel —dijo—, pero no está en la comisaría, está ilocalizable.
—¿Qué quieres de ese madero?
—Convencerlo de que ponga vigilancia en las calles. Pero, maldita sea, no se puede hacer nada hasta mañana por la noche.
—Si te sirve de consuelo, los evangelistas empezaron la vigilancia anoche. Esta noche están los tres en sus puestos. San Lucas degusta un pollo a la vasca en la calle de la Lune, San Marcos y San Mateo comen sendos sándwiches en las calles del Soleil y del Soleil d’Or.
Louis contempló en silencio al viejo policía, que volvía a lanzar los dados sonriente, y a Marthe, que le lanzó una mirada rápida mientras iba dando caladas a su purito. Se pasó varias veces las manos por el pelo negro, todavía mojado de lluvia.
—Tres, tres, uno —cantó Clément en voz baja.
—Es un motín —dijo Louis tomando un trago de café frío.
—Eso es precisamente lo que dijo Lucien. Dijo que esto se llamaba «año 1917». Todos esperan al Podadera o al viejo escultor. Pero si, como dices, se trata del tercer hombre, no tienen ninguna posibilidad. La policía debería rastrear a todas las mujeres jóvenes que vivan solas en las tres calles para ponerlas en guardia. Y tender una trampa.
—¿Por qué no se me ha dicho nada?
Vandoosler el Viejo se encogió de hombros.
—Tú estabas en contra.
Louis asintió y se sirvió otra taza de café.
—¿Tienes pan? —preguntó—. No he cenado.
—Hoy es martes, he hecho mi gratén imperial. ¿Te lo caliento?
Un cuarto de hora después, satisfecho y relajado, Louis se servía una generosa porción. El que los amotinados vigilaran las calles lo tranquilizaba. Pero Vandoosler el Viejo tenía razón. Si se trataba del tercer hombre, resultaría imposible reconocerlo. A menos que el asesino hiciera localizaciones varias noches seguidas. Eran calle muy pequeñas, una de ellas incluso una callejuela. En principio se podía conocer fácilmente a todos los vecinos y habituales. Pero la entrada en juego de Loisel era fundamental.
—¿Están armados?
—Ayer se fueron sin nada. Esta noche les he aconsejado equiparse un poco.
—¿Tu pistola?
—Ni hablar. Serían capaces de dispararse en la rodilla. Lucien se ha llevado el bastón de estoque de su bisabuelo…
—Muy discreto.
—Estaba empeñado, ya sabes cómo es. Mathias lleva una navaja, y Marc no ha querido llevar nada. Los cuchillos le dan asco.
—Pues sí que andan listos —suspiró—. Si pasa cualquier cosa…
—No están tan inermes como crees. Lucien tiene su fervor, Mathias su virtud y Marc su astucia. No está tan mal, confía en mi experiencia de viejo madero.
—¿A qué hora vuelven?
—Hacia las dos de la madrugada.
—Voy a esperarlos, si no te importa.
—Al contrario, así me tomas el relevo. Y enciéndete un fuego, Alemán, que vas a morirte de frío con esa ropa empapada.