A las seis de la tarde, Lucien, bastante exaltado, había vuelto de sus clases a toda prisa y se había precipitado al sótano. Mathias y Clément se afanaban con un guijarro de sílex, rollo de celo en mano.
—¿Estás listo? —preguntó Lucien.
—Enseguida acabamos —dijo Mathias tranquilamente.
Lucien tamborileó en la mesa mientras el cazador-recolector acababa su ensamblaje. Luego Mathias cogió el sílex de las manos de Clément y lo depositó con delicadeza en una cubeta.
—Date prisa —dijo Lucien.
—Ya voy. ¿Has cogido la comida?
—Tu sándwich rústico y tu litro de agua clara, y para mí una bandeja de pollo indio con guisantes y cerveza.
Mathias no hizo ningún comentario y subió la escalera conduciendo con suavidad a Clément.
En el refectorio, Lucien agarró el mango de la escoba y dio cuatro golpes frenéticos y sonoros en el techo. Un fragmento de yeso cayó a sus pies, y Mathias hizo un gesto imperceptible de desaprobación. La puerta de la buhardilla se cerró, y Vandoosler el Viejo apareció al cabo de un minuto.
—¿Ya? —preguntó.
—Prefiero estar allí a las siete —dijo Lucien con voz firme—. La falta de preparación militar siempre es causa de horribles masacres.
—Muy bien —dijo el padrino—. ¿Qué calle eliges?
—Mathias se pone en la calle del Soleil, y yo en la de la Lune. Dejamos la del Soleil d’Or, qué le vamos a hacer. Sólo somos dos.
—¿Estás seguro?
—¿Del poema? Tan seguro como se puede estar. En cuanto a los dos tipos, tengo los croquis de Marc, y nos los ha descrito minuciosamente.
—Puede que sea un desconocido.
Lucien resopló con impaciencia.
—Hay que arriesgarse. ¿Estás en contra?
—En absoluto.
El padrino los siguió hasta la puerta, cerró cuando hubieron salido y se metió la llave en el bolsillo. Esa noche, iba a estar a solas durante largas horas con Clément Vauquer.