XXXIII

Marc había tomado el volante mientras Louis echaba una siesta en el asiento trasero. «Despiértame cuando se vea el Loira», había dicho. Hacia las tres y media, Marc dejó atrás Montagis y abrió a tientas la guantera para buscar un mapa de carreteras. Sus dedos rozaron una cosa seca y blanda, y lanzó un grito al tiempo que aparcaba precipitadamente en el arcén. Se arriesgó a mirar en la guantera y descubrió a Bufo durmiendo como un tronco sobre un viejo trapo húmedo. La hostia puta, había tocado al sapo.

Indignado, se volvió para insultar a Louis, pero el Alemán ni siquiera se había despertado.

Marc musitó una sarta de tacos y cerró muy despacio la guantera, pensando en la figura del Pastelero Valiente para darse coraje. Un tío que busca al asesino de las tijeras no puede salir por patas al ver un sapo repugnante. Sudoroso, reanudó el camino, y sólo se calmó después de conducir un buen rato.

A las cuatro y media, con la camisa pegada al asiento, bordeaba el Loira. Decidió esperar antes de despertar a Louis e insultarlo. A unos treinta kilómetros de Nevers, frenó bruscamente y dio media vuelta. Aparcó en la plaza de una pequeña villa medieval y abandonó al Alemán y al sapo en el coche para ir a pie hasta la iglesia. La recorrió, feliz, durante media hora, y se sentó un buen rato en la explanada, con la cabeza levantada hacia la alta torre-fachada. Cuando las pesadas campanas dieron las seis, se levantó, estiró los brazos y volvió al coche. Enfadado, Louis lo esperaba de pie, apoyado en una aleta delantera.

—Vamos allá —dijo Marc alzando una mano apaciguadora.

Se sentó al volante y puso rumbo de nuevo hacia la nacional 7.

—¿Cómo demonios se te ha ocurrido pararte aquí? —dijo Louis—. ¿Has visto qué hora es?

—Tenemos todo el tiempo del mundo. No podía pasar por aquí sin saludar a la hija mayor de Cluny.

—¿Quién es esa chica?

—Una de la que siempre he estado muy enamorado. Ella —añadió señalando con el dedo hacia la derecha, en el instante en que el coche pasaba en sentido contrario por delante de la iglesia—. Una de las chicas románicas más bellas que existen. ¡Mírala, mírala! —exclamó súbitamente agitando las manos—. ¡Va a desaparecer en la curva, joder!

Louis suspiró, torció la cabeza, miró y volvió a acomodarse maldiciendo entre dientes. No era buen momento para que Marc se dejara caer en el pozo de la Historia, y desde el día anterior Louis lo sentía deslizarse por una pendiente muy amenazante.

—Muy bien —dijo—. Ahora date prisa. Ya hemos perdido bastante tiempo así.

—No habría ocurrido si no hubieras metido tu sapo asqueroso en la guantera. Necesitaba un gran lavado espiritual después de ese contacto carnal no deseado.

Los dos hombres hicieron sin hablar los últimos kilómetros, y Louis volvió a tomar el volante en Nevers, porque conocía un poco la ciudad. Consultó varias veces el plano para localizar la casa de Jean-Michel Bonnot y aparcó poco después delante de la puerta. Marc fue el primero en recuperar el habla para proponer que fueran a tomar un copazo antes de precipitarse en la intimidad del Pastelero Valiente.

—¿Seguro que estará en casa? —dijo Marc una vez sentado delante de una cerveza.

—Sí. Hoy es lunes, no trabaja. Esta mañana pedí a su mujer que lo avisara. ¿Crees que podrás dibujar al Podadera y a Clairmont?

—Más o menos.

—Empieza, ya que no estamos haciendo nada.

Marc sacó una libreta y un bolígrafo de su mochila, arrancó una hoja y se concentró. Louis lo miró bosquejar durante unos quince minutos, con el ceño fruncido.

—¿Dibujo también la mosca? —preguntó Marc sin interrumpir su labor.

—Dibuja más bien la silueta general, además de la cara.

—Muy bien. Eso lleva suplemento. En cambio, la mosca era gratis.

Marc acabó su croquis y se lo pasó a Louis.

Louis asintió varias veces para expresar su aprobación.

—Vamos allá —dijo enrollando la hoja—. Son las siete.

La mujer de Bonnot los invitó a entrar en el salón para esperar. Marc se sentó en el borde de un gran sofá cubierto de encaje a ganchillo y atacó su segundo croquis. Louis se había sentado francamente en un sillón de terciopelo y había estirado sus largas piernas. No le gustaba quedarse con las piernas dobladas más de lo necesario, debido a su rodilla. Jean-Michel Bonnot entró poco después. Era bajito, ventrudo, tenía las mejillas rubicundas, la mirada incierta y gruesas gafas. Marc y Louis se levantaron. Les estrechó la mano con torpeza. Por la puerta entreabierta se oían los ruidos de la cena de los niños.

—Llegamos tarde —dijo Louis—, le ruego que nos perdone. Mi amigo se ha visto obligado a parar por el camino a visitar a una vieja amiga.

—No pasa nada. Mi mujer no recordaba la hora exacta.

Louis expuso detenidamente las relaciones que, en su opinión, podía haber entre el asesinato de Nevers y la trágica serie de crímenes que se estaban produciendo en París. Explicó hasta qué punto su colaboración podía resultar decisiva en la búsqueda del asesino que, ocho años atrás, había perseguido tan valientemente.

—Por favor —dijo Bonnot.

—Sí —insistió Louis—, con mucha valentía. Todos los periódicos de la época lo señalaron.

—Creía que la policía buscaba al hombre cuyo retrato robot ha salido publicado en todas partes.

—Sólo es una pista —mintió Louis—. Piensan, en cualquier caso, que el asesino podría venir de Nevers.

—¿Usted no es policía? —preguntó el hombre lanzando a Louis una mirada furtiva.

—Trabajo para Interior.

—Ah —dijo Bonnot.

Marc bosquejaba con intensidad, levantando a veces la mirada hacia el pastelero valiente. Se preguntaba cómo habría reaccionado Bonnot si Louis hubiera dejado sobre su mesa el sapo inmundo que se había metido discretamente en el bolsillo al salir del coche. Suponía que Bonnot se habría tomado la cosa con flema. Algún día él también tendría esa flema, no había razón alguna para desesperar.

—¿Conoce al hombre del retrato robot? —preguntó Louis.

—No —contestó Bonnot con un ápice de duda.

—¿No está seguro?

—Sí. Es sólo que mi mujer bromeó la otra noche porque le recordaba a un chico de por aquí un poco simple. Lo vemos de vez en cuando por la calle, va con su acordeón, y a veces le damos una moneda. Dije a mi mujer que no había que reírse de esas cosas, ni de los asesinos ni de los simples.

La señora Bonnot entró en ese momento y dejó sobre la mesa pastís y una bandeja con abundantes dulces.

—Sírvanse —dijo Bonnot señalando la bandeja con la barbilla—. Nunca como pasteles. Ser pastelero exige mucha disciplina.

Bonnot se sirvió de beber, y tanto Louis como Marc dieron a entender que ellos también estaban interesados en el pastís.

—Perdonen. Creía que los policías no bebían en casa de la gente.

—Somos de Interior —volvió a explicar Louis—. Los de Interior siempre hemos bebido en casa de los demás.

Bonnot le lanzó la misma mirada oblicua y llenó los vasos sin más comentarios. Marc dio a Louis el croquis de Clairmont y del Podadera, se sirvió un gran milhojas y atacó la silueta de Clément Vauquer. Bonnot no le caía del todo bien, de modo que le venía estupendamente mantenerse al margen de la conversación.

Bonnot estaba examinando con Louis el dibujo del Podadera, mientras manoseaba las gafas que llevaba puestas. Hizo una leve mueca de asco.

—No es muy agradable, ¿verdad?

—No —convino Louis—, no mucho.

Bonnot pasó el retrato de Clairmont.

—No —dijo al cabo de un rato—, no… ¿Cómo quieren que me acuerde? Ya conocen la historia… Era febrero, el asesino iba abrigado con una bufanda, y encima un gorro. Ni siquiera se me ocurrió mirarlo, del shock que tenía. Y luego me empujó, yo lo perseguí, siempre lo vi de espaldas… Lo siento. Si tuviera que elegir entre los dos, por la silueta, por la corpulencia, votaría por este —dijo, poniendo un dedo sobre Clairmont—. El otro me parece un poco ancho de hombros. Pero francamente…

Marc arrancó ruidosamente la página y le dejó el croquis silueteado de Clément ante los ojos. Luego eligió un pastelillo de crema de café y volvió a su libreta. El tipo era buen pastelero, nada que objetar. Un puñetero como Lucien habría decretado que las raciones eran demasiado grandes, carentes de refinamiento, pero a Marc le parecían muy bien.

—No… —repitió Bonnot—. No lo sé. Quizá este sea demasiado flacucho.

—¿Cómo corría?

—No muy bien. No era rápido, iba con los brazos hacia atrás y cada diez metros más despacio, como si se cansara. No era un atleta, eso no.

—Siendo así, ¿cómo es que se le escapó?

—Yo también corro fatal. Además, tuve que pararme a recoger las gafas, que se me habían caído. El tipo aprovechó para largarse. Así fue como pasó. Así de sencillo.

—¿No corrió nadie más? ¿Nadie más lo vio?

—Nadie.

—¿Estaba usted solo cuando tuvo lugar la agresión?

—Mi mujer estaba en casa.

—¿No oyó nada?

—No. Pero es que yo todavía estaba en la escalera, llegué al descansillo justo cuando se produjo.

—Comprendo.

—¿Por qué me lo pregunta?

—Para imaginar su reacción. No es corriente lanzarse en persecución de un asesino.

El hombre se encogió de hombros.

—Se lo aseguro —dijo Louis—. ¿No es usted miedoso?

—Sí, como todo el mundo. Pero hay algo de lo que un hombre nunca tiene miedo, ¿no?

—¿Qué es?

—¡Hombre, pues una mujer! ¡Y yo, en ese momento, creí que el fulano era una tía! Entonces me lancé tras ella sin pensar. Así de sencillo.

Marc asintió con la cabeza mientras garabateaba. El «Pastelero Muy Medianamente Valiente», rectificó interiormente. Al menos, la visita no habría sido inútil: el mundo se reintegraría al orden de las cosas.

—¿Qué tal el milhojas? —preguntó Bonnot volviéndose hacia Marc.

—Estupendo —contestó Marc levantando el lápiz—. Contundente, pero estupendo.

Bonnot aprobó con la cabeza y volvió a Louis.

—Fue la policía la que me hizo cambiar de idea. Según ellos, una mujer no tendría la fuerza necesaria para matar a la vecina tan rápidamente. Hay que decir que la vecina era muy sólida.

—Me gustaría mucho saber —dijo Louis señalando con el dedo la botella de pastís— qué le hizo pensar que se trataba de una mujer. ¿Entrevió su cara, su cuerpo? ¿Aunque fuera un segundo?

Bonnot sacudió lentamente la cabeza, mientras le servía otro vaso.

—No… Ya le he explicado que iba completamente abrigada, o abrigado. Llevaba un gran abrigo de lana marrón y un pantalón normal y corriente, como llevan en invierno hombres y mujeres…

—¿Salía pelo de debajo del gorro?

—No… O no lo vi. No vi nada, en realidad. Sólo creí que era una mujer robusta, no muy joven, y no especialmente agraciada. No sé por qué. No por la ropa, ni por la silueta, ni por la cara o el pelo. Será por otra cosa, claro, pero no sé qué.

—Haga un esfuerzo. Podría ser muy importante.

—Pero dijeron que era un hombre —objetó Bonnot.

—¿Y si tuviera usted razón?

Una sonrisa un tanto farisaica sobrevoló el rostro del pastelero. Apoyó la barbilla en las manos y reflexionó murmurando. Louis recogió los dibujos y los pasó a Marc, que los guardó en la libreta.

—No se me ocurre nada —dijo Bonnot enderezándose—. Hace demasiado tiempo.

—Quizá le vuelva la memoria —dijo Louis levantándose—. Le llamo luego para dejarle el número de nuestro hotel. Y, si recuerda cualquier cosa, acerca de la mujer o de los dibujos, déjeme un mensaje. Estaré aquí toda la mañana.

Marc y Louis anduvieron un rato por la ciudad en busca de una cena. Seguía haciendo mucho calor, y Louis llevaba la chaqueta prudentemente colgada del brazo.

—Mala pesca —dijo Marc.

—Desde luego. El hombre no es muy simpático.

—He dibujado para nada. De todos modos, el pastelero muy medianamente valiente es totalmente miope.

—Pero esta historia de la mujer es muy interesante, de ser verdad.

—Lo cual no es seguro, ni mucho menos. El tipo no transmite franqueza.

Louis se encogió de hombros.

—Hay gente que es así. Ven, vamos a comer aquí. Es uno de los restaurantes donde Clément solía venir a tocar por las noches.

—No tengo hambre —dijo Marc.

—¿Cómo estaban los pasteles?

—Buenísimos. Como pastelero, el tipo es legal.

Louis eligió una mesa aislada.

—Dime —dijo mientras se sentaba—, ¿qué dibujabas en casa del pastelero cagueta, después de los retratos? ¿Iglesias, ríos, pasteles?

—El viejo Clairmont te diría que todo eso son mujeres. No dibujaba ni una cosa ni otra.

—¿Qué, entonces?

—¿De verdad quieres saberlo?

Marc le tendió la libreta abierta, y Louis torció el gesto.

—¿Qué es esta marranada? ¿Uno de tus diablillos pútridos, o qué?

—Es una ampliación por cuarenta de la mosca de Clairmont —explicó Marc sonriendo—. La mosca que tiene en el casco.

Louis sacudió la cabeza con cierto fastidio. Marc pasó la página.

—Y esto —dijo— es otra mosca ampliada.

Louis giró la libreta hacia un lado, hacia el otro, un punto de referencia en el follón de trazos entrecruzados, horadados por grandes vacíos.

—No se entiende nada —dijo devolviendo la libreta a Marc.

—Es porque es insondable. Es la mosca del asesino.