El Podadera estaba sentado a la sombra de su cabaña de herramientas. Con una cuchara sopera, engullía grandes proporciones del contenido de una tartera. Louis lo miró atiborrarse durante unos instantes. Luego fue a apoyarse en un tronco frente a él y sacó un sándwich de una bolsa de papel. Los dos hombres masticaron sin dirigirse la palabra. El cementerio estaba vacío, silencioso; el murmullo de la circulación se oía a lo lejos. El Podadera había desdoblado sobre su bolsa una servilleta limpia y blanca con esquinas de puntilla, sobre la cual había dispuesto su pan y su cuchillo. Se secó el sudor de la frente, lanzó una mirada turbia a Louis y reanudó su masticación, indiferente.
—¡Cuidado con la avispa! —exclamó de repente Louis señalando con una mano.
El Podadera se apartó con viveza la cuchara de los labios y la sacudió en el aire. El insecto voló, dio unas vueltas sobre el pelo del hombre y desapareció.
—Gracias —dijo.
—No hay de qué.
El Podadera engulló otra cuchara, pensativo.
—Hay un enjambre en la pared sur —dijo—. Ayer estuvieron a punto de picarme tres veces.
—Habría que avisar a los bomberos.
—Ya.
Rascó la tartera ruidosamente y la sujetó entre las rodillas para coger el pan.
—Es bonito este tapete —dijo Louis.
—Ya.
—Parece hecho a mano.
—Lo hizo mi madre —gruñó el Podadera agitando su cuchillo—. Hay que cuidarlo, cuidarlo mucho. Es un protege-hijos.
—¿Un protege-hijos?
—¿Estás sordo o qué? Mi madre los hizo para todos sus hijos. Hay que lavarlo cada domingo y ponerlo a secar limpio si quieres que te proteja. Porque, decía mi madre, para lavar el tapete cada domingo, tienes que saber qué día es, y para eso no hay que pimplar demasiado. Y además tienes que levantarte para hacerlo. Y tienes que tener agua caliente y jabón. Y para tener agua, hay que tener un techo encima de la cabeza. Y el techo, hay que pagarlo. Así que, sólo para mantener limpio el tapete, hay que currar como un condenado y no puede estar uno rascándose la barriga todos los días que da Dios y empinando el codo, eso decía mi madre. Por eso es un protege-hijos. Mi madre —añadió el Podadera dándose con el mango del cuchillo en la frente— lo preveía todo.
—¿Y las hijas? —preguntó Louis—. ¿Hizo protege-hijas?
El Podadera se encogió de hombros, desdeñoso.
—Las chicas no pimplan igual.
—¿Y lavas la ropa todos los domingos?
—El tapete. Eso basta para protegerlo todo.
Louis espantó otra avispa, acabó su sándwich y se sacudió las migas de la chaqueta. Tenía suerte, el Podadera. A él su padre sólo le había dejado una colcha de cemento para sujetarlo en la cama cuando había bebido demasiado.
—Te he traído vino de tu tierra. Sancerre.
El Podadera le echó una mirada suspicaz.
—Supongo que no habrás traído sólo eso.
—No. También la foto de una mujer muerta.
—Ya decía yo.
El Podadera se levantó, guardó con cuidado su tapete blanco en la vieja bolsa sucia, enjuagó la tartera en la cabaña y se echó un rastrillo al hombro.
—Tengo quehacer —dijo.
Louis le dio la botella. El Podadera la descorchó en silencio y bebió varios tragos largos. Luego tendió la mano, y Louis le pasó el recorte del periódico de Nevers, doblado en la parte de la foto. El hombre la examinó unos instantes y bebió un trago corto.
—Ya —dijo—. ¿Dónde está la trampa?
—¿La conoces?
—Te lo puedes imaginar. Yo todavía estaba en Nevers cuando murió. Todo Nevers la reconocería, salió en los periódicos durante quince días. ¿Haces colección?
—Pienso que se la cargó el asesino de las tijeras. Tú, por ejemplo.
—Vete por ahí. No estaba solo en Nevers. También estaba el tonto del pueblo.
—Pero él no corrió a París a las dos semanas del asesinato. Como tú, ¿verdad? ¿Tuviste miedo?
—No tengo miedo de nada, salvo de no poder lavar el tapete. No había trabajo en Nevers, eso es todo.
—Te dejo, Thévenin —dijo Louis guardándose el recorte del periódico en el bolsillo—. Me voy a tu ciudad.
El Podadera se puso a rastrillar la tierra de la avenida, sombrío.
—Voy a ver al tipo que persiguió al asesino —añadió Louis.
—Déjame en paz.
Louis cruzó lentamente el cementerio por una avenida tórrida y subió al coche recalentado. Vaporizó a Bufo antes de instalarlo en el asiento delantero. Se preguntaba cómo iba a esconder el sapo si Vandoosler el Joven lo acompañaba. ¿En la guantera, quizá? Louis la vació del montón de mapas de carreteras y desperdicios diversos, y estudió la viabilidad del pequeño habitáculo. No comprendía que a Marc le dieran tanto asco los anfibios. De todos modos, casi no comprendía a Marc, y viceversa.
Empujó la puerta del caserón cochambroso hacia las dos. Lucien estaba tomando café con Vandoosler el Viejo, y Louis aceptó su cuarta taza del día.
—¿Se lo has dicho a la policía? —preguntó Lucien.
—¿Lo de Nerval? Sí. Les importa un carajo.
—¿Bromeas? —exclamó Lucien.
—En absoluto.
—¿Quieres decir que no van a hacer nada por la próxima mujer?
—No vigilarán tus calles, en todo caso. Están esperando que los que esconden a Clément hagan una pifia y lo suelten. Tan tranquilos.
Lucien se había puesto rojo. Inspiró ruidosamente y echó el mechón de pelo hacia atrás.
—¡No son mis calles, hostia! —gritó—. ¿Qué vas a hacer?
—Nada. Me voy a Nevers.
Lucien se levantó empujando su silla con estrépito y salió.
—Ya ves —comentó Vandoosler el Viejo—. San Lucas es un convulsivo. Si buscas a Clément, está abajo con San Mateo. San Marcos está en su piso. Trabajando.
Malhumorado a su vez, Louis subió al segundo y llamó a la puerta. Marc estaba a su mesa, en medio de un follón de copias de manuscritos. Con un lápiz entre los labios, lo saludó con una seña ligera de la cabeza.
—Deja eso —dijo Louis—. Nos vamos.
—No encontraremos nada —dijo Marc sin apartar los ojos del manuscrito.
—Quítate ese lápiz, no se te entiende nada.
—Que no encontraremos nada —repitió Marc sin lápiz, volviéndose hacia Louis—. Y sobre todo, me preocupa dejar a Lucien en estos momentos.
—¿En qué momento? ¿Tienes miedo de que mande a Clément a dar una vuelta?
—No, es otra cosa. Espérame, tengo que hablar con él.
Marc subió las escaleras de cuatro en cuatro hasta el tercer piso y volvió a bajar a los diez minutos.
—Ya está. Cojo mis cosas y ya estoy.
Louis lo miró embutir la ropa en la mochila y añadir un paquete de copias de sus manuscritos medievales, como hacía siempre que se alejaba de su mesa de trabajo, aunque sólo fuera por una noche. Louis consideró que a Marc le habría venido bien, quizá, un tapete de protege-hijos para luchar contra esas vertiginosas caídas al pozo de la Historia.