Por la mañana, ligeramente atontado, Louis aparcó en la esquina de la calle Chasle, a la sombra. Eran las diez y media y el sol ya pegaba duro. Esta vez, Louis se había llevado un viejo vaporizador para humedecer a Bufo de vez en cuando. Cogió el dossier sobre la mujer de Nevers, se metió el sapo en el bolsillo de la chaqueta y cruzó el jardincillo pelado que Marc llamaba medievalmente «el erial», no sin razón. Llamó varias veces a la puerta del caserón cochambroso sin obtener respuesta. Retrocedió hasta la verja y silbó. La cabeza de Vandoosler el Viejo emergió del tejado de pizarra a través del tragaluz.
—¡Eh, Alemán! —gritó el viejo policía desde las alturas—. ¡Está abierto, empuja la puerta, joder!
Louis sacudió la cabeza, cruzó el erial y entró. Oyó a Vandoosler explicarle a voces que San Marcos estaba con sus limpiezas hasta las once, que San Lucas estaba con su enseñanza —Dios se apiade de sus alumnos—, y que San Mateo estaba abajo, en el sótano, con quien ya sabes.
—¿Qué coño hacen en el sótano? —gritó Louis a modo de respuesta.
—¡Pegar trozos de sílex! —dijo el Viejo antes de cerrar su puerta.
Pensativo y cansado, Louis bajó la pequeña escalera de caracol que olía a corcho mojado. En la sala abovedada del sótano, entre un banco de carpintería cargado de herramientas, calzado con guías telefónicas, y unos estantes de vino, Mathias estaba inclinado sobre una larga mesa muy iluminada donde había esparcidos cientos y cientos de fragmentos de sílex. Era la primera vez que Louis ponía los pies allí, no estaba en absoluto al corriente de que Mathias se hubiera arreglado un antro en las profundidades de la tierra. De pie junto a él, Clément examinaba un trozo de piedra, con expresión estudiosa, la lengua colgando sobre su barba reciente y el ceño fruncido. Marthe, sentada en un alto taburete de pintor, apoyada en unas botellas, murmuraba sola, con un purito en los labios, mientras hacía crucigramas.
—¡Anda, Ludwig! —exclamó—. Me vienes que ni pintado. ¿Tanto monta monta tanto en cinco letras, con una i en medio?
—«Reino» —respondió Mathias, sin apartar los ojos de sus sílex.
Algo aterrado, Louis se preguntó si alguien en esa casa tendría conciencia exacta de la gravedad de la situación. Mathias le tendió la mano, lo saludó con una sonrisa al desgaire y reanudó su trabajo. Aparentemente, si Louis entendía bien, el objetivo de la operación consistía en reconstituir el bloque de sílex original que el hombre prehistórico se había afanado en romper en cientos de esquirlas.
Mathias seleccionaba, probaba y volvía a dejar las piezas una tras otra con asombrosa celeridad. Por su parte, Clément estaba ajustando sin mucha habilidad dos pedazos de sílex.
—¿A ver? —le dijo Mathias.
Clément tendió la mano y le presentó su ensamblaje.
—Está bien —dijo Mathias asintiendo con la cabeza—, ya puedes pegar. No muy largos, los trozos de celo.
El gran cazador-recolector levantó la cabeza hacia Louis y sonrió.
—A Vauquer se le da muy bien en cuanto a él —dijo—. Realmente, tiene ojo. Y eso que la reconstitución de un sílex no es nada fácil.
—¿De qué época es? —preguntó Louis por educación.
—Doce mil antes.
Louis asintió. Tenía la impresión de que sacar la foto de la muerta de Nevers en la guarida paleolítica de Mathias sería considerado un gesto indecoroso. Era mejor hacer salir de allí a Clément.
Louis subió con el joven a la planta baja y se sentó a la gran mesa de madera, en la sala de las contraventanas siempre cerradas.
—¿Estáis bien aquí? —le preguntó.
—Ayer, alguien llamó a la puerta, y todo el mundo se preocupó por mi destino personal —contestó Clément.
—¿Quieres decir que hubo una visita? —preguntó Louis alarmado.
Clément asintió con gravedad, mirando fijamente a Louis con sus ojos opacos.
—Una visita muy larga de una desconocida —confirmó—. Pero me bajaron al sótano con Mathias. Como estaba triste con el aburrimiento, es la razón del cual Mathias me ha hecho trabajar con las piedras cortadas a trozos. Los trozos los hizo el hombre, mucho antes de mi nacimiento personal. Es importante repararlos, en cuanto a su conocimiento. Por la noche, después de la tortilla, jugué a las cartas con el viejo padrino, a cambio de que no hay televisión. La desconocida había ido.
—¿Has vuelto a pensar en esas mujeres? ¿En los crímenes?
—Pos no. Puede que haya pensado, pero entonces, del cual no me acuerdo de nada.
Marc entró en ese momento en la sala, con un fardo de camisas debajo del brazo, y saludó con vaguedad.
—Dolor de cabeza —anunció al pasar—. El coñac de ayer, probablemente. Hago café fuerte.
—Iba a pedírtelo —dijo Louis—. Sólo he dormido dos horas.
—¿Insomnio? —dijo Marc sorprendido, dejando el fardo en la cesta de la ropa—. ¿No has probado el método de los diablillos pútridos?
—Sí. Pero fueron aplastados por una oleada de mujeres de madera.
—Ah ya —dijo Marc sacando tazas—, puede pasar.
—¿No te interesa la historia de mi noche?
—Así así.
—Pues escúchala igualmente y con mucha atención —dijo Louis abriendo el dossier de Claire Ottissier—. Anoche, una de las estatuas de madera de Clairmont vino a aporrearme los sesos hasta que yo le concediera una entrevista digna de ese nombre. Dolía mucho y me impedía dormir.
—¿Seguro que no era el coñac?
—El coñac habrá influido, seguro, pero era sobre todo la puñetera estatua de madera dura, créeme. ¿Recuerdas la que estaba apoyada en el reloj de péndulo, de cara a la pared?
—Sí, pero no la miré.
—Pues yo sí. Es ella —dijo Louis deslizando la foto del periódico hacia Marc—. «Clavada», como diría Clairmont.
Marc se aproximó a la mesa, con la cazuela de agua hirviendo en la mano, y echó una ojeada al periódico amarillento.
—Ni idea —dijo.
—¿Y tú, Clément? —preguntó Louis desplazando la foto.
Marc se tomó dos comprimidos y coló el café, mientras Clément observaba a la mujer y Louis observaba a Clément.
—¿Tengo que decir algo en cuanto a esta mujer? —preguntó Clément.
—Eso es.
—¿Qué, por ejemplo?
Louis suspiró.
—¿No la conoces? ¿No la has visto nunca? ¿Aunque sólo fuera una noche, hace ocho años, en Nevers?
Clément miró a Louis sin decir palabra, con la boca abierta.
—Vamos, hombre, no le calientes la cabeza —dijo Marc sirviendo el café.
—No empieces como Marthe, joder, que no es de cristal.
—Sí, es un poco de cristal —objetó Marc con rigidez—. Si lo asustas, se largará. Explícate claramente y no tiendas trampas.
—Muy bien. Vivía en Nevers, se llamaba Claire, fue estrangulada hace ocho años, una noche, en su apartamento. El asesino la cosió a cuchilladas. Junto a su cabeza había las mismas huellas desordenadas que con las tres víctimas de Aquitaine, Tour-des-Dames y Étoile. Es decir que el asesino empezó la serie mucho antes de París. La empezó con esta mujer, en Nevers.
—¿Está muerta? —interrumpió Clément poniendo la mano sobre el rostro de la mujer.
—Completamente —dijo Louis—. Después, el asesino desapareció durante ocho años, quizá en el extranjero, regresó a París y volvió a empezar.
—Es el Podadera —gruñó Clément—. Chic, chic.
—Es el Podadera o es el tercer hombre —dijo Louis—. El violador sin nombre.
—¿Por qué ese tipo habría violado a la mujer del parque y no habría tocado a las demás? —dijo Marc deslizando el periódico hacia sí.
—Puede que el tercer hombre no tocara a la mujer del parque. Pregunta a Clément. Nos dijo que fue el primero en huir porque estaba vestido, ¿recuerdas?
—¿Clairmont? —preguntó Marc recorriendo atentamente el recorte de prensa.
—La esculpió, en todo caso, y eso no tiene nada de agradable. Igual que esculpió a Nicole Verdot.
—Pero no desapareció durante ocho años, parece; lo mismo que el Podadera.
—Chic —intervino Clément mirando ensimismado su taza de café.
—Lo sé —dijo Louis—. He preguntado a Merlin sobre la vida de su padrastro, y el viejo nunca lo ha perdido de vista, para su desgracia. Pero Clairmont pudo, al igual que el Podadera, mantenerse a raya durante estos años, refrenar su…
—Su mosca —propuso Marc—. El vuelo guillado de la mosca de mierda en su grueso casco.
—Por ejemplo —dijo Louis barriendo el aire con su mano, como si espantara al insecto—. A menos que el tercer violador sea otro tipo, un cómplice desconocido del Podadera. Participa en la violación de la mujer y luego la mata por la noche, igual que al joven Rousselet. Y menos de un año después asesina a Claire. Coge miedo y se larga lejos, pongamos que a Australia, y ya nadie oye hablar de sus crímenes.
—Es verdad —reconoció Marc— que no hay muchas noticias de Australia, ahora que lo pienso.
—Luego vuelve —continuó Louis— con las mismas pulsiones en la cabeza. Pero esta vez no debe correr riesgos. Se prepara meticulosamente un punto de escape. Entonces busca al joven hijo de puta que le había regado el culo con agua helada en plena violación.
—Lo hice yo —dijo Clément levantando bruscamente la cabeza.
—Sí —dijo Louis con suavidad—. No te preocupes, lo recuerdo. Lo busca, lo encuentra, casi donde lo había dejado, en el Nevers de toda la vida. Lo arrastra hacia París y le endosa el mochuelo.
—Sí —dijo Marc—. Comprendo que hayas pasado la noche despierto. Pero en el fondo no nos sirve de mucho. Nos añade un crimen, es verdad, pero ya sabíamos que la mosca del tipo era antigua.
—Deja la mosca en paz un rato, haz el favor.
—Y nos dice que el viejo Clairmont esculpe mujeres asesinadas, lo cual, por supuesto, es algo a tener en cuenta. Pero no nos proporciona pruebas lo suficientemente sólidas para sacar a Clément del avispero. El viejo podría alimentar sus fantasías con noticias periodísticas de primera plana. Es posible que sólo haya tocado las fotos, no a las mujeres.
—Por cierto —dijo de repente Louis—, ¿tuvisteis visita anoche?
—Nada grave, una amiga de Lucien. Bajaron a Clément al sótano. No vio ni oyó nada, tú tranquilo.
Louis hizo un gesto de impaciencia.
—Trata de hacer comprender a Lucien —dijo en tono rudo— que no es el momento de concertar citas mundanas en el caserón.
—Ya lo he hecho.
—Ese tipo nos va a hundir a todos.
—Piensa en otra cosa —dijo Marc ligeramente crispado.
Louis se sentó al otro lado de la mesa, junto a Clément, y reflexionó unos minutos en silencio, con la barbilla apoyada en los puños.
—La mujer de Nevers —dijo— nos hace avanzar tres casillas. Con ella nos centramos en el viejo escultor, aunque sin certeza, he de reconocerlo. Aun así, es claramente sospechoso. Con ella vemos también que la interpretación poética de Lucien es definitivamente una chorrada. Los asesinatos con tijeras empezaron mucho antes que el de la plaza de Aquitaine, probablemente con el de la joven Claire de Nevers, y pueden haber seguido produciéndose en otro sitio durante ocho años, pongamos que en Australia.
—Pongamos.
—Habría entonces que añadir versos antes del primero del poema, y eso no puede ser.
—No —reconoció Marc—. Pero tú dijiste que el tipo contaba a sus víctimas. En ese caso, ¿por qué habló a Clément de la «primera» y de la «segunda» mujer?
Louis hizo una mueca.
—Se puede pensar que son las «primeras mujeres» que Clément debía vigilar, pero no las primeras de la serie criminal.
—Así, ¿la serie podría ser no finita?
—No lo sé, Marc, joder. Lo que sé es que hay que olvidar El Desdichado y su sol negro. La llave de la caja está en otra parte. Y tercer punto: a través del antiguo asesinato de Nevers tenemos alguna posibilidad de averiguar qué aspecto podría tener el asesino. Por lo menos, de saber si se trata de Clairmont o del Podadera.
—Chic —dijo Clément.
—O del muñeco de quien tú ya sabes —añadió Louis en voz baja—. O de un completo desconocido. Porque la noche del asesinato de Claire Ottissier, el asesino estuvo a punto de ser atrapado por un vecino que lo persiguió un buen trecho. Un «pastelero valiente», ya leerás el artículo.
Marc silbó entre dientes.
—Sí —dijo Louis—. Me voy a Nevers después de comer. Si puedes, acompáñame. Deja a Clément con el padrino y con Mathias, todo irá bien ahora que pegan piedras juntos.
—¿Y mi trabajo? ¿Qué hago con mi trabajo?
—Llama y di que no puedes, es cosa de un día o dos.
—Queda poco serio —masculló Marc—. Acabo de colocarme en esas casas. ¿Para qué quieres que vaya allí? Puedes hablar perfectamente sin mí con el pastelero valiente.
—Por supuesto. Pero no sabría dibujarle la cara de Clairmont, o la del Podadera, o la de quien-ya-sabes. En cambio, tú sí.
—Chic-chic —dijo Clément.
—Olvida un poco al Podadera, ¿quieres, Clément? —dijo Louis poniéndole una mano en el brazo.
Marc torcía el gesto, indeciso.
—Piénsatelo —dijo Louis levantándose—. Paso por aquí hacia las dos. Quizá la ropa de la señora Toussaint sea menos urgente que el asesino.
Marc lanzó una mirada a la cesta.
—Es la ropa de la señora Mallet —rectificó—. ¿Por qué los periódicos de la época hablan de una «asesina»?
—No lo sé. Eso también me inquieta.