XXVII

Había un mensaje de Paul Merlin, el hombre-sapo en el contestador. Louis lo escuchó desde la cocina mientras se cortaba un gran trozo de pan que rellenó con todo lo que pudo encontrar en la nevera, básicamente queso reseco. Eran apenas las siete, pero tenía hambre. Merlin había encontrado información interesante y quería verlo en cuanto fuera posible. Louis le devolvió la llamada sujetando el auricular con la mandíbula y quedó en pasar por su casa antes de la hora de cenar. Luego llamó al Burro Rojo y preguntó por Vandoosler el Viejo. El ex poli seguía allí, jugando en su mesa. Los domingos se pasaba el día entero en el café, salvo cuando le tocaba hacer la comida.

—Di a Marc que paso a buscarlo en coche en veinte minutos —explicó Louis—. Pitaré delante de la verja. No, no vamos lejos, a casa de Merlin, pero necesito que venga. Ah, Vandoos, dile sobre todo que se ponga elegante, camisa planchada, chaqueta, corbata. Eso es… Y yo qué sé… Arréglatelas.

Louis colgó y acabó de comerse el pan de pie, junto al teléfono. Luego fue a ver a Bufo al cuarto de baño y se cambió. Había dejado hecho un trapo su mejor traje en el cementerio de Montparnasse y eligió algo menos estricto. A las siete y veinte recogió a Marc, que lo esperaba en la calle Chasle, con cara de mala uva.

—No estás nada mal —dijo Louis examinando a Marc mientras subía al coche.

—Era mi traje de los exámenes —dijo Marc con el ceño fruncido—, y la corbata es de Lucien, naturalmente. Tengo calor, me pican los muslos y tengo pinta de gilipollas.

—Es necesario para pasar la verja de la calle de l’Université.

—No sé qué esperas de mí —prosiguió Marc refunfuñando mientras el coche avanzaba veloz hacia Invalides—, pero más vale que sea rápido. Tengo hambre.

Louis detuvo el coche.

—Ve a comprarte un bocadillo en la esquina —dijo.

A los cinco minutos, Marc volvió a sentarse, todavía de mal humor.

—Y no te ensucies —aconsejó Louis arrancando de nuevo.

—Esta noche era el turno de Mathias, había tortilla de patatas.

—Lo siento —dijo Louis con sinceridad—. Pero te necesito.

—¿Te interesa Merlin?

—Él no, pero su viejo un poco. Subes conmigo a ver a Merlin, y cuando hayamos trabado conversación, pretextas lo que sea y sales. Abajo, en el patio, está el padrastro, que trabaja con aparatos ensordecedores, ya te lo conté. Arréglatelas para ir a verlo, charla con él, háblale de Nevers, del instituto.

—¿Y por qué no de la violación, ya que estás? —dijo Marc torciendo el gesto.

—Eso, ¿por qué no?

Marc se volvió hacia Louis.

—¿En qué piensas?

—En el tercer violador. El ataque tuvo lugar en el fondo del parque, no lejos de la carpintería del padrastro. Y al parecer no oyó nada. Según Clément, el tercer hombre era un tipo de sesenta años, y, según Merlin, su suegro andaba detrás de todas las mujeres y chicas del instituto.

—¿Qué esperas de mí exactamente?

—Que te fijes bien. Quédate con él hasta que yo salga. Eso me dará una excusa para asomarme al taller.

Marc suspiró y se encogió en un rincón, masticando el pan.

Merlin los recibió tan cálidamente como se lo permitía su buena educación, y Louis se alegró de volver a ver su simpática cara de sapo. En cambio, Marc se quedó sorprendido.

—No le des más vueltas —le susurró Louis—. Te recuerda a Bufo.

Marc asintió con un parpadeo y se sentó tratando de no arrugar su chaqueta. Merlin manifestaba cierta impaciencia. Lanzó una mirada intrigada a Marc.

—Es uno de mis colaboradores —dijo Louis con aplomo—, especializado en criminología sexual. Creo que podía ayudarnos.

«Formidable», pensó Marc apretando los dientes. Merlin lo miró con aire ligeramente indignado, y Marc se esforzó en adoptar una pose serena y responsable, lo que no le resultó fácil.

—Lo he encontrado —dijo Merlin volviéndose hacia Louis—. Tuve que pasar todo el día al teléfono, pero lo he encontrado.

—¿Al Podadera?

—¡Exacto! Y, la verdad, no ha sido fácil. Pero lo tenemos, que es lo importante. Vive en Montrouge, en el 29 de la calle Fusillés.

Satisfecho, Merlin dio la vuelta a su despacho y se dejó caer en un sillón, como un sapo que regresa a su charca.

—Sí —dijo Louis—. Y trabaja en el cementerio de Montparnasse. Lo vi anoche.

—¿Cómo? ¿Lo sabía?

—Lo siento mucho.

—¿Lo sabía y me hizo buscar a este tipo para nada?

—Mi colaborador consiguió localizarlo ayer, después de mi visita aquí.

«Formidable», volvió a pensar Marc. Merlin le lanzó una mirada suspicaz. Con el labio colgando, recogió unas monedas que tenía sobre la mesa y se dispuso a pillarlas entre los dedos, ceñudo. De un gesto repentino, hizo caer las cuatro monedas en la palma de la pata. Reinició inmediatamente la maniobra sujetando dos monedas entre cada par de dedos. Interesado, Marc olvidaba su papel.

—Podría haber tenido al menos la cortesía de avisarme —dijo Merlin soltando las monedas doradas en su otra mano.

—Lo lamento —repitió Louis—. Con el tercer asesinato, lo olvidé. Le ruego que me perdone.

—Está bien —dijo Merlin levantándose y metiéndose las monedas en el bolsillo de su pantalón—. ¿Y el tercer asesinato? ¿La policía ha identificado a Vauquer?

En ese momento, el rugido de la pulidora resonó en el patio. Merlin cerró brevemente los ojos. Clavado a la expresión sumisa y martirial de Bufo cuando Louis se lo llevaba al café y lo dejaba encima del cristal del flipper. Marc aprovechó para levantarse, masculló unas palabras responsables acerca de una llamada que tenía que hacer con el móvil y se eclipsó. Respiró mejor en el patio. Paul Merlin rezumaba aburrimiento y olor a jabón, y no tenía ganas de que le hicieran preguntas sobre las perversiones de los delincuentes sexuales. Las ventanas del taller donde trabajaba el padrastro estaban abiertas al patio. Marc llamó educadamente aprovechando un silencio y preguntó al hombre si tendría la bondad de esperar a que volviera. Tenía que hablar por teléfono y no quería molestar a Paul Merlin llamando al portero automático. El viejo, con una pieza de madera sujeta entre las rodillas, le indicó con una seña que no se preocupara.

Una vez en la calle, Marc se quitó la chaqueta gris, se frotó los muslos y recorrió la acera durante cuatro minutos, un lapso adecuado, estimó, para una conversación telefónica de hombre ocupado. Había tenido tiempo de atisbar en el taller un tremendo follón, montones de herramientas, montañas de serrín, periódicos, fotos, libros apilados, un hervidor mugriento y decenas de estatuas tan altas como una mesa, alineadas en el suelo y en estanterías. Decenas de mujercitas de madera, desnudas, sentadas, arrodilladas, pensativas o vagamente suplicantes. Volvió a atravesar el pequeño patio y se asomó a una ventana para dar las gracias. El viejo le hizo la misma seña para que no se preocupara y encendió de nuevo la pulidora. Estaba alisando la espalda de una mujercita de madera en medio de una nube de polvo. Marc recorrió con la mirada las esculturas diseminadas por el suelo. Minuciosas y realistas, no eran propiamente obras de arte. Eran mujercitas muy bien hechas, aunque demasiado blandas y prosternadas para su gusto.

—¿Siempre es la misma? —preguntó a voces.

—¿Qué? —gritó el viejo.

—La mujer, ¿siempre es la misma?

—¡Todas las mujeres son siempre la misma!

—Ah —dijo Marc.

—¿Le interesa? —prosiguió el viejo a gritos.

Marc asintió, y el hombre le indicó con una seña que no se preocupara y que entrara. Le gritó su nombre —Pierre Clairmont—, y Marc el suyo. Deambuló torpemente por el taller, examinando de cerca los rostros de madera, muy dispares y burdamente realistas. En las mesas, decenas de fotos recortadas de las revistas, ampliadas, bosquejadas a lápiz. Se hizo bruscamente el silencio, y Marc se volvió hacia el viejo, que dejaba la pulidora para rascarse con una mano el pelo blanco del pecho. Con la otra, sujetaba la estatuilla por un muslo.

—¿Sólo hace mujeres? —preguntó Marc.

—¿Existe otra cosa? A ver, proponga. ¿Qué más hay?

Marc se encogió de hombros.

—¿Qué más? —repitió el viejo sin dejar de rascarse el pecho—. ¿Barcos? ¿Iglesias? ¿Árboles? ¿Fruta? ¿Telas? ¿Nubes? ¿Ciervas en el bosque? Todo eso son mujeres, de todos modos, y si tiene dos dedos de frente no me dirá lo contrario. Los símbolos me la sudan. Para eso, hago mujeres directamente así y ya está.

—Visto así… —dijo Marc.

—¿Entiende usted de escultura?

—No exactamente.

El viejo sacudió la cabeza, se sacó un cigarrillo del bolsillo de la camisa y lo encendió.

—Claro, con el oficio que tiene, no debe de estar mucho para la poesía.

—¿Qué oficio? —preguntó Marc sentándose.

—¿Cigarrillo?

—Sí, gracias.

—Yo diría que policía o algo por el estilo. Nada bonito, vamos.

«Formidable», se repitió Marc. Su pensamiento voló hacia los arriendos del siglo XIII que lo esperaban sobre la mesa. ¿Qué demonios hacía allí, con traje rasposo, rompiéndose los cuernos con ese viejo jovial y un poco agresivo? Ah, sí, Marthe. El muñeco de Marthe.

—A ustedes —prosiguió el viejo— sólo les interesan las mujeres cuando están muertas. No es una perspectiva muy estimulante.

Era verdad, pensó Marc, se ocupaba incluso de muertos a millones. El viejo había dejado de rascarse y acariciaba maquinalmente el muslo de la estatua. Pasaba una y otra vez el pulgar rugoso por la madera, y Marc desvió la mirada.

—¿A qué viene, por ejemplo, lo de desenterrar ese drama atroz del instituto? —añadió el viejo—. ¿No tienen nada mejor que hacer o qué?

—¿Está al corriente?

—Paul me lo dijo ayer.

Clairmont escupió unas briznas de tabaco al suelo para expresar su desaprobación. Luego volvió al muslo de la estatuilla.

—¿Y le parece mal? —dijo Marc.

—Paul quería mucho a esa Nicole, la mujer que murió. Le costó años superarlo. Y ustedes, un buen día, se presentan aquí. Pero esto es muy de policías: joderlo todo, pulverizar las existencias. Lo llevan en la sangre, ¿eh? ¡Ruido, jaleo! Tienen que saquearlo todo como una cohorte de hormigas rojas. ¿Y por qué? ¡Por nada! ¡Nunca los encontrarán, a esos violadores!

—¿Quién sabe? —dijo Marc con molicie.

—No hubo pruebas en esa época ni las habrá ahora —espetó Clairmont—. Hay que dejar en paz las cosas del pasado.

Se inclinó debajo de la mesa levantándose entre las cajas de madera y sacó una estatua por el hombro. La depositó brutalmente en el suelo, entre Marc y él.

—Aquí la tiene, a esa pobre mujer —dijo—. Hasta hice un molde en bronce para que perviva para siempre.

Louis entró en ese momento en el taller, se presentó y estrechó la mano al escultor.

—Su colega —le dijo Clairmont sin más preámbulos— no está muy dotado, que digamos, en cuestión de sensibilidad artística. No sé si es usted del mismo estilo, pero lo compadezco.

—Vandoosler es un experto —dijo Louis con una sonrisa—. Se ocupa exclusivamente de sexualidad patológica, y eso no lo induce demasiado a la entonación. No todos somos especialistas tan curtidos.

Marc lanzó una mirada irritada al Alemán.

—Sexualidad patológica, ¿eh? ¿Y qué anda tramando su cerebro de experto? ¿Qué piensa? ¿Que al viejo Clairmont, que se pasa todo el santo día manoseando mujercitas le falta un tornillo, que es un auténtico obseso?

Marc sacudió la cabeza, mientras miraba el pulgar ir y venir sobre el muslo de madera. Louis rozó la cabeza de la estatuilla que se erguía a los pies de Clément.

—¿Estaban hablando de ella? —preguntó.

—Sí —dijo el viejo—. Es la que les interesa, es la mujer del instituto, Nicole Verdot.

Louis levantó por los brazos, con suavidad, la mujer arrodillada.

—¿Se le parece?

—No hay un escultor que haga estaturas más parecidas que yo. Pregunte a cualquiera del ramo. Hasta las orejas se parecen.

Por desgracia, pensó Marc.

—¿La hizo cuando estaba viva?

—No —dijo el viejo encendiendo otro cigarrillo—. La hice después de su muerte, según las fotos de los periódicos. Siempre trabajo basándome en fotos. Pero es ella, es ella totalmente. Paul no la soportaba, de lo realista que es. Gritó como un burro cuando la vio. Por eso la escondo, él cree que la he tirado.

—¿Se la encargó él?

—¿Paul? ¿Está de broma?

—Entonces, ¿por qué la hizo?

—Para honrarla, para que viva siempre.

—¿La amaba?

—No especialmente. Amo a todas las mujeres.

—Tenía una nariz bastante grande —dijo Louis dejando la estatuilla en el suelo con suavidad.

—Sí —dijo le viejo asintiendo con la cabeza.

Louis paseó la mirada a su alrededor.

—¿Puedo echar un vistazo? —preguntó.

Clairmont aceptó, y Louis recorrió lentamente los diferentes bancos.

—No me había dicho nada de su delicada especialidad. ¿Lleva mucho tiempo en esto?

—Desde los cuatro años —dijo Marc—. Desde muy pequeño me gustó el estudio.

Clairmont tiró su cigarrillo en el serrín.

—Igual cree que tengo una mosca en el casco —murmuró dando palmadas a la cabeza de Nicole Verdot, humildemente postrada a sus pies—. Pero le aconsejo que compruebe primero su propio material.

Marc asintió, pasivo y acomodaticio. Nunca había oído la expresión «tener una mosca en el casco». Supuso que venía a ser como «estar mal de la azotea», tener un grano de locura, sólo que peor, por el zumbido obsesivo de la mosca y su vuelo de pasmada, y la locución le gustó mucho. Al menos, no habría venido en vano. Esa nueva adquisición lo consolaba de haberse perdido la tortilla de Mathias. Claro que tenía una mosca en el casco, era innegable, pero no por las razones que creía el viejo Clairmont. Clément también tenía una mosca en el casco. Y Lucien con sus trincheras. Y el Alemán con sus puñeteros crímenes. Pero no Marthe. Marc miraba la mano del viejo, que palpaba incansable la estatua inacabada. Clairmont también tenía una mosca en el casco, una variedad de mosca muy común.