Haber pasado a Marc sus dudas y, en el fondo, su mal humor había aliviado considerablemente el ánimo de Louis. Entró con paso firme en los locales de la comisaría, donde un montón de tipos se agitaba en medio del ruido y del calor. Loisel se deslizaba entre las mesas, acompañando apresuradamente a la salida al comisario del distrito 17 del que dependía la calle de l’Etoile. Vio a Louis y le hizo una seña.
—Tengo que verte —dijo abandonando a su colega—. Sígueme. Tenías razón.
Volvió a su despacho, cerró la puerta y expuso sobre la mesa desordenada una quincena de fotos del asesinato del día anterior.
—Paule Bourgeay —anunció—, treinta y tres años, soltera, sorprendida sola en su apartamento como las otras dos.
—¿Sigue sin haber ninguna relación entre las mujeres?
—No se han cruzado ni una vez en su vida, ni siquiera en el metro. Vivían solas, eran jóvenes. No eran bellezas.
—¿El sistema es el mismo? —preguntó Louis, inclinado sobre las fotos.
—Idéntico. Un trapo en la boca, estrangulamiento, heridas de punzón o de tijeras por todo el torso, una auténtica escabechina. Y aquí, dijo Loisel señalando una foto, las huellas en el suelo de las que me hablaste. Reconozco que no me habría fijado si tú no hubieras insistido, y te lo agradezco. De momento, no nos llevan a ninguna parte. He mandado hacer ampliaciones, aquí se ven muy bien.
Loisel tendió una foto a Louis. En la moqueta, a la derecha de la cabeza, se distinguían con claridad una especie de estrías entrecruzadas, como si una mano hubiera rascado la alfombra, a modo de rastrillo.
—Marcas de dedos —dijo Louis—. ¿Estás de acuerdo?
—Sí. Es como si el tipo hubiera intentado varias veces recoger algo. ¿Su punzón, quizá?
—No —dijo Louis pensativo.
—No —confirmó Loisel—. Es otra cosa. Hemos tomado una muestra de la moqueta, la están analizando. De momento, no tenemos nada concluyente.
Loisel encendió uno de sus finos cigarrillos.
—Pero esta vez —dijo—, nadie ha visto al merodeador en la calle los días anteriores. Para mí que tenías razón: desde que publicamos el retrato robot, nuestro hombre se esconde.
—¿Tú crees? —dijo Louis con aire desinteresado.
—Pondría la mano en el fuego. Tendrá cómplices. O quizá —añadió después de una pausa— haya conseguido sobornar a unos pobres panolis.
—Ah, claro —dijo Louis—, siempre es posible.
—Normalmente, en los casos de este tipo, se busca a la familia. A un hermano, a un tío… sobre todo a la madre, como te dije. Pero en su caso no sirve, ya no tiene.
—¿Cómo lo sabes?
—¡Porque tenemos su nombre! —proclamó Loisel riendo bruscamente, con las manos apretadas una contra otra, como si hubiera atrapado un insecto.
Louis se arrellanó en su silla.
—Te escucho —dijo.
—Se llama Clément Vauquer. Recuerda bien este nombre, Clément Vauquer. Es un joven de Nevers.
—¿Quién te ha informado?
—Un restaurador de Nevers, ayer.
Louis respiró aliviado. Pouchet había aguantado el tipo.
—Todo cuadra —prosiguió Loisel—. El chico dejó su ciudad hará cosa de un mes.
—¿Para qué?
Loisel levantó las manos en señal de ignorancia.
—Lo único que te puedo decir es que es un pelagatos que malvive de su acordeón. Ya ves el estilo. Toca bien, al parecer, pero a mí de todos modos no me gusta el acordeón. Aparte de este pequeño talento, es una especie de retrasado mental.
—¿Y habría venido a París a tocar… o a matar?
—Eso ya… Con los retrasados tampoco hay que buscar tres pies al gato.
—¿Qué más sabes?
—Al parecer, se alojó en el Hotel des Quatre-Boules, en el distrito 11, pero el hotelero no es muy preciso. Seguimos buscando. Es cuestión de días. La red está tendida, no podrá aguantar mucho tiempo.
—No —concedió Louis—, a mí no me tienes que convencer. Pero una cuestión de días sigue siendo demasiado tiempo. Corres el riesgo de encontrarte con una nueva víctima en la chepa de aquí al viernes.
—Ya —dijo Loisel frunciendo el ceño—, sé contar. Y en el ministerio no quieren otra víctima.
—Lo que importa no es el ministerio.
—¿Ah, no?
—No. Es la próxima mujer.
—Por supuesto —dijo Loisel irritado—. Pero lo tendremos de aquí a entonces. Su escondite no durará mucho. Hará agua. Siempre hay algún mamón que mete la pata, de eso puedes estar seguro.
—Desde luego —dijo Louis pensando rápidamente en Lucien—. Tengo una pista que proponerte. Haz con ella lo que te parezca.
Loisel alzó una mirada intrigada hacia Louis. Sabía que las pistas del Alemán nunca había que desdeñarlas. Louis se había sacado el libro del bolsillo trasero y lo hojeó.
—Aquí está —dijo mostrando la primera estrofa de El Desdichado—. Lee. Los tres primeros nombres de calles están ahí. El próximo asesinato debería ser en el «Sol negro», en la calle Soleil, la del Soleil d’Or, o la de la Lune.
Con el ceño fruncido, Loisel recorrió los versos, examinó la cubierta del libro y volvió a los versos, que leyó de nuevo.
—¿Qué es esta chorrada? —dijo por fin.
—Eso mismo digo yo —contestó Louis con suavidad.
—¿Esto es lo que te rondaba por la cabeza la primera vez que viniste a verme?
—Sí —mintió Louis.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—Pensaba que era una chorrada de intelectual.
—¿Y has cambiado de opinión?
Louis suspiró.
—No. Tenemos otro asesinato más, que cuadra en el esquema, pero no he cambiado de opinión. Sin embargo, puedo equivocarme. A lo mejor tú ves las cosas de otra manera, y por eso te confío la idea. Quizá sería útil poner vigilancia en las tres calles que te he dicho.
—Gracias por tu ayuda —dijo Loisel dejando el libro sobre la mesa—. Me alivia ver que juegas limpio conmigo, Kehlweiler.
—Es normal, hombre —respondió Louis en tono un tanto grave.
—Pero ¿sabes? —añadió el comisario dando palmadas sobre la cubierta del libro—, no creo en este tipo de sutilezas. Nunca se ha visto a un asesino hacer juegos de palabras o idear asesinatos poéticos, ¿entiendes lo que quiero decir?
—Mejor de lo que crees.
—Lástima, era ingenioso. No te lo tomes a mal.
—En absoluto. Sólo era por quedarme con la conciencia tranquila —dijo Louis pensando en Clément jugando a las cartas en su escondite lleno de mamones—. Ya sabes de qué va.
Por encima de la mesa, Loisel le dio un sólido apretón de manos.