XXV

Louis aparcó el coche cerca de la calle Chasle y permaneció inmóvil al volante unos minutos. El Podadera se le escaparía definitivamente si no encontraba el modo de afianzar su presa. Si apretaba demasiado, el tipo podía asustarse y correr a la policía. Y seguirían la pista hasta Clément en menos que canta un gallo.

Alguien llamó al techo del coche. Marc lo estaba mirando por la ventanilla abierta.

—¿Qué esperas ahí dentro? ¿Quieres asarte?

Louis se secó el sudor de la frente y abrió la portezuela.

—Tienes razón. No sé qué hago ahí dentro, es insoportable.

Marc asintió. A veces, Louis le parecía raro. Lo tomó por el brazo y lo arrastró hacia el caserón, por la acera a la sombra.

—¿Has visto a Lucien?

—Sí. Es conciliador.

—A veces —reconoció Marc—. ¿Y?

—Pues que su Nerval, me lo paso por el forro —dijo Louis con voz tranquila, dándose una palmada en el bolsillo trasero derecho.

Los dos hombres recorrieron varias veces la calle Chasle, ida y vuelta, mientras Louis exponía a Marc por qué se pasaba por el forro a Nerval. Luego entraron en el caserón, donde Vandoosler el Viejo vigilaba a Vauquer, en el refectorio, con las contraventanas cerradas. Había venido la vieja Marthe, que jugaba a las cartas con su chaval.

—¿No te habrán visto? —preguntó Louis dando un beso en la frente de Marthe—. ¿Tienes cuidado?

—No te preocupes —dijo Marthe con una gran sonrisa—. Me alegro de verte, ¿sabes?

—No te embales, compañera. Estamos todavía con la mierda al cuello. Y me pregunto cuánto tiempo podremos aguantar así.

Hizo un gesto vago hacia las contraventanas cerradas y hacia Clément, antes de dejarse caer sobre el banco con una mano en su pelo negro, aplastado por el sudor, y con expresión de agotamiento. Aceptó con una señal de cabeza la cerveza que le ofrecía Marc.

—¿Estás preocupado por lo que ha pasado esta noche? —susurró Marthe.

—Entre otras cosas. ¿Te han dicho que estaba fuera, gracias a las maternales atenciones de Lucien? —murmuró Louis.

Marthe no contestó. Barajaba las cartas.

—Déjamelo un rato —dijo Louis señalando a Clément—. No te preocupes, no voy a desgastarle el cerebro.

—¿Cómo puedo estar segura?

—Porque es él quien nos lo desgasta a nosotros.

Louis cogió la mano del joven por encima de la mesa para captar su atención. Se fijó en que llevaba un nuevo reloj en la muñeca.

—¿Qué es esto? —le preguntó Louis señalándolo.

—Un reloj —dijo Clément.

—Quiero decir: ¿de dónde lo has sacado?

—Me lo ha dado el hombre ese que grita tanto.

—¿Lucien?

—Sí. Es para volver puntual.

—Saliste anoche, ¿verdad?

Al igual que el día anterior, Clément aguantaba sin problemas la mirada de Louis.

—Me dijo que saliera dos horas en cuanto a mí. Tuve mucho cuidado fuera.

—¿Sabes lo que pasó anoche?

—La chica —dijo Clément—. ¿Tenía un helecho en una maceta? —añadió de repente.

—No, no había helechos. ¿Por qué, debería? ¿Fuiste a llevarle uno?

—Pos no. Nadie me lo pidió.

—Muy bien. ¿Qué hiciste?

—Fui al cine.

—¿A esas horas?

Clément rodeó con sus pies los barrotes de la silla.

—El cine de chicas desnudas que funciona toda la noche —explicó retorciendo la pulsera de su nuevo reloj.

Louis suspiró golpeando la mesa con las palmas de las manos.

—¿Qué? —intervino Marthe alzando la voz—. ¿Te molesta? Este chico necesita tener sus distracciones. Es un hombre, ¿no?

—Ya está bien, Marthe, ya está bien —interrumpió Louis un tanto hastiado, levantándose del banco—. Me voy —añadió dirigiéndose a Marc, que estaba instalando la tabla de planchar—. Voy a la policía.

Louis dio un beso a Marthe sin decir palabra, le acarició la mejilla y salió, cerveza en mano.

Marc se quedó dudando un instante, dejó la plancha y salió tras él. Lo alcanzó en el coche y se asomó a la ventanilla.

—¿Te busca la policía? —preguntó—. ¿Qué te pasa?

—Nada. Es este asunto cataclísmico. Estamos hundidos hasta las orejas en terreno pantanoso y no soy capaz de encontrar la manera de salir. Estoy hecho un lío —añadió abrochándose el cinturón de seguridad—. Marthe espera, tú esperas, la cuarta mujer espera, todo el mundo espera, y yo estoy hecho un lío.

Marc lo miró sin decir nada.

—No vamos a estar toda la vida a oscuras —añadió Louis en voz baja—, protegiendo a ese imbécil en cuanto a él mientras contamos víctimas sin parar, ¿no?

—Dijiste que no habría diez mil víctimas. Dijiste que no había sido Clément.

Louis volvió a secarse el sudor de la frente. Bebió unos tragos de cerveza caliente.

—Sí, eso dije. ¿Y qué? Últimamente no he dicho más que gilipolleces. Clément me tiene hasta las narices. Él y el Podadera son de la misma calaña.

—¿Has visto al Podadera? ¿Qué hizo anoche?

—Lo mismo que Clément Vauquer. Revolcarse en la pornografía.

Louis tamborileó en el volante.

—Me pregunto quién está peor de la cabeza —añadió con la mirada perdida—. ¿Ellos, o yo? Me gustan las mujeres con su cara y su consentimiento. Ellos se ponen hasta arriba de carne anónima que compran a diez francos. No los aguanto. Los desprecio.

Louis se quedó callado, agarrando con una mano el volante tórrido.

—¿Y tú? —dijo—. ¿Compras también?

—No soy una buena referencia.

—¿No?

—No. Soy exigente, caprichoso, quiero que me miren y quiero que me adoren. ¿Qué haría yo con una imagen?

—Ambicioso —dijo Louis con indolencia—. En cualquier caso, me pregunto quién está peor de la cabeza.

Louis levantó la mano izquierda, gesto que en él denotaba duda y fárrago.

—Cuida bien de nuestro pasmado —añadió con una media sonrisa, accionando la llave del contacto.

Marc saludó con la mano al desgaire mientras el coche se alejaba. Luego se dispuso a volver al caserón cochambroso, donde lo esperaban la plancha en la planta baja y los arriendos del siglo XIII en el segundo piso. Un caserón lleno de hombres. Marc suspiró cruzando con paso lento la calle caliente. La conversación con Louis lo había apesadumbrado un poco. No le gustaba que le hablaran de las mujeres cuando estaba solo, es decir, prácticamente siempre desde hacía casi tres años, le parecía.