XXIV

Era domingo, pero estaba claro que, con ese nuevo asesinato en los brazos, Loisel estaría en su despacho hasta la noche. Eso daría tiempo a Louis de ir a ver a sus dos asesinos, el Podadera y el Imbécil, los dos hombres a quienes había dejado salir de caza durante la noche, por ayudar a la vieja Marthe, y a quienes dejaría seguir actuando si no encontraba ninguna salida. Louis sentía náuseas pensando en el asesinato de la tercera mujer. Todavía no conocía su rostro y dudaba si ir a verlo. Contó con los dedos. Era el 8 de julio. La primera mujer había muerto el jueves 21 de junio, la segunda diez días después, el 1 de julio, y la última a los seis días. El asesino seguía un ritmo rápido. Podría haber otro homicidio el viernes, o incluso antes. En cualquier caso, eso dejaba muy poco tiempo.

Louis miró el despertador. Las tres. Ya no podía darse el lujo de hacerlo todo a pie, cogería el coche. Echó los tres cerrojos de la puerta del despacho y bajó rápidamente los dos pisos. En la oscura entrada del edificio, mientras empujaba el pesado portal, Louis recitaba a media voz:

Dans la nuit du tombeau, toi qui m’as consolé… [Tú que me consolaste en la noche de la tumba…]

Se dio cuenta mientras caminaba en el calor de la calle. Esa frase salía directamente del poema de Nerval, estaba seguro. Dans la nuit du tombeau, toi qui m’as consolé… Sí, seguro. Pero no la había recitado Lucien, venía de otras estrofa, sin duda la segunda. Sonrió pensando en los oscuros mecanismos del recuerdo. No había abierto un libro de ese tipo, Nerval, desde hacía más de veinticinco años, pero en esta ocasión tumultuosa, su memoria le entregaba un pequeño fragmento, como una flor salvada de un naufragio. Triste flor, a decir verdad. Louis se dio cuenta de entonces de que era incapaz de recitar correctamente los cuatro primeros versos a Loisel y que aún así debía cumplir su promesa a Lucien. Dio pues un largo rodeo para encontrar una librería abierta en domingo y luego fue al cementerio de Montparnasse.

De día, el lugar era diferente, aunque no más alegre. Localizó al Podadera sesteando a la sombra, apoyado en un mausoleo, en la punta más apartada del triángulo. Más tranquilo, fue a la otra parte del cementerio, la más grande, y examinó los árboles con atención. Tardó un tiempo en localizar en los troncos incisiones parecidas a las que había descrito Clément. Aquí y allí, aproximadamente en uno de cada quince árboles, unos cortes poco profundos, repetidos y rabiosos, habían hecho trizas la corteza. Algunos eran más antiguos y ya habían cicatrizado, otros eran más recientes, pero ninguno era fresco. Louis volvió a paso lento hacia la esquina en que se había repantingado el Podadera. Tuvo que sacudirlo varias veces con la punta del pie antes de que se despertara sobresaltado.

—Hola —dijo Louis—. Te dije que volvería.

Thévenin, apoyado en un codo, con el rostro enrojecido y arrugado, miró a Louis con hosquedad, sin decir palabra.

—Te he traído bebida.

El hombre se levantó con torpeza, se alisó rápidamente la ropa y tendió la mano hacia la botella.

—Me quieres soltar la lengua, ¿eh? —preguntó entornando los ojos.

—Claro. No creerás que me gasto la pasta para darte gusto, ¿no? Siéntate.

Igual que la noche anterior, Louis le puso la mano en el hombro y presionó hasta que le hombre estuvo en el suelo. Louis no podía sentarse debido a su rodilla, y tampoco lo deseaba. Se acomodó apoyándose en el ángulo de una lápida erguida. Thévenin se rió con sorna.

—Pues te has colado —dijo—. Cuanto más bebo, más lúcido me vuelvo.

—Sí, claro —dijo Louis.

Thévenin examinó la etiqueta de la botella, con el ceño fruncido.

—¡Caray! ¡Esto sí que no es coña! ¡Un Médoc!

Lanzó un largo silbido asintiendo con gravedad.

—¡Caray! —repitió—. ¡Un Médoc!

—No me gustan los matarratas.

—¡Pues sí que estás forrado!

—Me mentiste anoche a propósito de tu podadera.

—No es verdad —gruño el hombre extrayendo el sacacorchos de su bolsa.

—¿De dónde salen todos esos cortes en los árboles?

—No los he visto.

Thévenin sacó el tapón y se llevó la botella a los labios.

Louis le puso la mano en el hombro.

—¿De dónde salen?

—Los gatos. Los hay a patadas en el cementerio. Se hacen las uñas.

—Y en el Instituto Merlin, ¿también había gatos?

—Un montón. Oye, esto sí que no es coña, lo del Médoc —repitió, haciendo tintinear su uña larga en el vidrio de la botella.

—Tú sí que estás de coña.

—La podadera no la tengo, en serio. Desde hace al menos un mes.

—¿La echas de menos?

Thévenin pareció reflexionar sobre la cuestión. Y tomó otro trago.

—Sí —dijo enjugándose los labios con la manga.

—¿Y tienes algo que la sustituya?

El hombre se encogió de hombros sin contestar. Louis vació una vez más la bolsa de lona y le palpó los bolsillos.

—Quédate aquí —dijo llevándose las llaves de la cabaña.

Louis inspeccionó el trastero, donde nada había cambiado desde la noche anterior, y volvió a sentarse con el Podadera.

—¿Qué hiciste anoche después de que me fuera?

El hombre guardó silencio, arqueando la espalda. Louis repitió la pregunta.

—Joder —dijo Thévenin—. Miré las chicas de las revistas, me acabé la botella y dormí. ¿Qué más querías que hiciera?

Louis le agarró la barbilla con la mano izquierda y le volvió el rostro hacia sí. Rebuscó en su mirada, y eso le recordó exactamente a su padre, cuando lo agarraba bruscamente por la barbilla diciéndole: «Enséñame tus ojos, a ver si mientes». Louis se imaginó durante mucho tiempo que, involuntariamente la «L» de Lüge, la Mentira, o la «W» de Wahrheit, la Verdad, aparecía inscrita con claridad en sus pupilas. Pero los ojos inyectados del Podadera emborronaban los mensajes.

—¿Por qué me preguntas eso? —inquirió Thévenin, con la cara todavía sujeta por la mano de Louis.

—¿No se te ocurre nada?

—No —dijo el hombre parpadeando—. Suéltame.

Louis lo apartó. Thévenin se frotó las mejillas y tomó unos tragos de Médoc.

—¿Y tú? —preguntó—. ¿Qué especie de bestia eres? ¿Por qué me andas tocando las narices y cómo te llamas?

—Nerval. ¿Te suena?

—Para nada. ¿Eres madero? No. No eres madero, eres otra cosa. Otra cosa todavía peor.

—Soy poeta.

—Joder —dijo Thévenin dejando ruidosamente la botella en el suelo—. No es la idea que tenía yo de los poetas. Te estás cachondeando de mí.

—En absoluto. Escucha esto.

Louis sacó el libro del bolsillo trasero de su pantalón y le leyó los cuatro primeros versos del poema.

—La alegría de la huerta —dijo el Podadera rascándose los brazos.

Louis volvió a agarrar el mentón del hombre y, despacio esta vez, atrajo su rostro hacia sí.

—¿Nada? —dijo escrutando los ojos vagos y enrojecidos— ¿No te suena de nada?

—Estás como una cabra —murmuró Thévenin cerrando los párpados.