Louis se desplomó en la cama a las dos y media de la madrugada, saturado, y decidió que al día siguiente no se levantaría temprano. Además, era domingo.
Abrió los ojos a las doce menos diez, con mejor disposición hacia la vida. Estiró el brazo derecho, encendió la radio para escuchar las noticias del mundo y se levantó con modorra.
Fue desde la ducha donde oyó una palabra que lo alertó. Cerró el grifo y, chorreando, aguzó el oído.
… se habría producido avanzada la noche. Se trata de una mujer de treinta y tres años…
Louis se precipitó fuera del cuarto de baño y se apostó junto a la radio.
… según los investigadores, Paule Bourgeay fue sorprendida por su asesino sola en su domicilio de la calle de l’Etoile, en el distrito 17 de París. La víctima fue encontrada esta mañana a las ocho. Probablemente abrió ella misma la puerta a su asesino, entre las once y media de la noche y la una y media de la madrugada. La mujer fue estrangulada y golpeada en diversas partes del torso. Las heridas se corresponderían con las que presentaban las dos víctimas anteriores asesinadas el pasado mes en París, en la Plaza de Aquitaine y en la calle de la Tour-des-Dames. Los investigadores siguen buscando al hombre cuyo retrato robot publicó la prensa el pasado jueves por la mañana, considerado susceptible de aportar a la policía datos de capital importancia acerca de estos…
Louis bajó el volumen y dejó las noticias en sordina. Dio vueltas por la habitación durante varios minutos, con el puño en los labios. Luego se secó, alcanzo su ropa y empezó a vestirse maquinalmente.
La hostia puta. Otra mujer. Louis calculó rápidamente. Había muerto entre las once y media y la una y media… Habían dejado al Podadera en el cementerio hacia las doce menos cuarto de la noche. Había tenido tiempo de sobra. En cuanto a Clément —Louis torció el gesto— había salido durante dos horas, por obra y gracia de Lucien, que le había dado unas alitas, y había regresado a las dos menos cuarto. Podía haber cruzado fácilmente todo París y haber vuelto.
Louis frunció el ceño. ¿Dónde había tenido lugar el suceso? Se quedó inmóvil, con la camisa en la mano. En la calle de l’Etoile… ¿Habían dicho realmente «calle de l’Etoile», o era él que desvariaba influido por las chorradas de Lucien?
Louis subió el volumen y buscó una emisora de noticias. Se puso a escuchar de nuevo.
… mutilado de otra mujer en su domicilio de la calle de l’Etoile, en París, cerca de las ocho, por una…
Louis apagó la radio y se quedó sentado en la cama sin moverse, con el torso desnudo, durante varios minutos. Luego, con gesto lento, se puso la camisa, acabó de vestirse y descolgó el teléfono. ¿Qué había llamado a Lucien la noche anterior? Desgraciado, miserable, intelectual de mierda y otras cosas por el estilo. El próximo encuentro iba a ser formidable.
En cualquier caso, Lucien había acertado. Mientras marcaba el número del Burro Rojo, Louis sacudió la cabeza. Seguía habiendo algo que no cuadraba en absoluto.
La patrona del café llamó a Vandoosler el Viejo, que dejó sus cartas y fue a buscar a Marc al caserón, puesto que los demás estaban ausentes. Louis lo tuvo al otro lado de la línea cinco minutos después.
—¿Marc? Soy yo. Contesta con monosílabos, como de costumbre. ¿Te has enterado de lo de la tercera víctima?
—Sí —dijo Marc con voz grave.
—Sé que Clément volvió anoche. ¿Qué impresión te da? ¿Lo ves perturbado?
—Normal.
—¿Está al corriente del tercer asesinato?
—Sí.
—¿Y qué dice?
—Nada.
—¿Y… Lucien? ¿Lo has visto esta mañana?
—No, yo estaba durmiendo. Pero volverá dentro de poco para comer.
—Quizá no se haya enterado de las últimas noticias.
—Sí. Ha dejado una nota en la mesa. Te la leo, la llevo encima: Nueve treinta — A todas las unidades: ataque enemigo iniciado esta noche por norte-nordeste con éxito, falta de perspicacia del alto mando y de consecuente preparación de las tropas. Nuevos ataques previsibles en futuro próximo. Preparar respuesta con cuidado — Soldado Devernois. No te irrites —añadió Marc.
—No —dijo Louis—. Por favor, pregúntale si acepta venir a verme después de comer.
—¿A tu casa o al búnker?
—Al búnker. Si se niega, cosa que temo, avísame.
Pensativo, Louis bajó a comer. Tres víctimas ya. Estaba convencido de que el asesino había fijado un número limitado. Louis se aferraba a esa idea, porque el asesino contaba, y la cuenta tenía necesariamente un objetivo, luego un fin. Pero ¿cuál? ¿Tres mujeres? ¿Cinco? ¿Diez? Y si el tipo había elegido una muestra de cinco, de diez, necesariamente le habría tenido que dar un sentido. Si no, no vale la pena hacer una muestra.
Louis se detuvo en la acera y reflexionó, con el rostro apoyado en el puño, prosiguiendo sus cavilaciones, un hilo tenue a lo largo del cual a menudo faltaban palabras.
Era impensable elegir a diez mujeres al azar, sucesivamente. No, el grupo tenía que significar un todo, formar un universo, para convertirse en modelo y resumir a todas las mujeres. Buscar un sentido.
No se había encontrado ninguna relación entre las dos primeras, ningún sentido. Y, naturalmente, el poema propuesto por Lucien aportaba una relación perfecta, una significación, un universo, un destino en el que el asesino podía encajar sus crímenes y disfrutarlos. Pero lo que Louis no podía admitir, precisamente, era la posibilidad de que el asesino escogiera un poema para determinar su elección. Matar basándose en un poema… No. Era demasiado bonito para ser verdad. Demasiado preciosista, demasiado refinado. No era suficientemente demencial, lo bastante neurótico. Lo que buscaba Louis era un sistema delirante y supersticioso. Pero lo de elegir un poema para matar eran chorradas de intelectual, de eso estaba seguro.
Se instaló en su mesa de trabajo, abstraído, para esperar la posible visita de Lucien. No creía que Lucien viniera. Él mismo, a decir verdad, no se habría desplazado después de haber recibido tantos insultos. Sin embargo, en ese caserón parecían tomarse los insultos de un modo notablemente diferente de la norma, lo cual dejaba un resquicio de esperanza. Pero lo que valía entre los tres evangelistas seguramente no valía para él.
Mientras dibujaba ochos en una hoja en blanco, Louis perseguía sus pensamientos, afinaba su percepción de la «serie ritual» del asesino. ¿Podían los versos de Nerval aportar el sentido decisivo que el criminal tenía que dar a su serie? No, por supuesto que no. Era grotesco. Chorradas. Sí, la complejidad de esos versos podía cautivar a un obseso de los signos y los sentidos. Pero no, no era suficiente para que lo eligiera el asesino.
No. No… a menos que… A menos que fuera el poema el que había elegido al asesino y no al contrario. Louis se levantó y dio unos pasos por la estancia. Anotó la frase en la hoja cubierta de ochos y la subrayó dos veces. Tendría que ser el poema el que escogió al asesino. En ese caso, sería posible. Todo lo demás eran chorradas; sólo eso era posible. El poema elegiría al criminal, se le echaba encima, se interponía en su camino, el criminal creía reconocer en él el destino que debía seguir. Y lo ejecutaba.
—¡Ah, mierda! —dijo Louis en voz alta.
Estaba desvariando. ¿Desde cuándo los poemas caían sobre las víctimas? Louis tiró el lápiz sobre la mesa. Y llamó Lucien.
Los dos hombres se saludaron con un breve gesto de cabeza, y Louis quitó de una silla los periódicos amontonados. Miró a Lucien, que con buena cara y mirada inquisidora, no parecía en absoluto agresivo, ni siquiera disgustado.
—¿Querías verme? —dijo Lucien echando atrás un mechón de pelo—. ¿Has visto? En la calle de l’Etoile. Acerté de lleno. Hay que decir que al tipo no le quedaba más remedio. Así fue como empezó y debe atenerse a eso hasta el final. Un sistema siempre está acotado. Es como en el ejército, no cabe el menor margen de desviación.
Si Lucien se lo tomaba así, sin que pareciera recordar siquiera el altercado de la noche anterior, él haría lo mismo. Louis se relajó:
—¿Cuál fue tu razonamiento? —preguntó.
—Te lo dije anoche. Es la única llave que permite abrir la caja. Me refiero a la caja del asesino, a su pequeño sistema cerrado de demente.
—¿Cómo sabías que se trataba de un sistema cerrado de demente?
—¿No es lo que habías dicho a Marc? ¿Que se trataba de un número finito de víctimas y no de una serie en cadena?
—Sí. ¿Quieres café?
—Sí, por favor. Y si hay un número finito, si hay un sistema, hay una clave.
—Sí —dijo Louis.
—Y esa clave es el poema. Estaba más claro que el agua.
Louis sirvió el café y volvió a sentarse al otro lado de la mesa, con las piernas estiradas.
—¿Y nada más?
—No, nada más.
Louis pareció algo decepcionado. Mojó el terrón de azúcar en el café y se lo tragó.
—Y, según tú —añadió en tono escéptico—, ¿el asesino es un nervaliano?
—Eso es mucho decir. Un tipo medianamente culto serviría. El poema es archiconocido. Ha hecho correr diez veces más tinta que la historia de la Primera Guerra Mundial, te lo digo yo.
—No —dijo Louis sacudiendo la cabeza con obcecación—. Te equivocas en algo. Nadie elegiría un poema para colgar en él sus cadáveres, porque no tiene suficiente sentido. Nuestro hombre no es un esteta descarriado, es un asesino. Que sea culto o ignorante no cambia nada. No habría elegido un poema. No es una caja lo bastante sólida para lo que tiene que hacer con ella.
—Ya me explicaste todo eso ayer, con mucha urbanidad —dijo escuetamente Lucien, sorbiendo por la nariz—. Pero eso no quita que Nerval sea la llave de la caja, por absurda que parezca.
—Esta llave, precisamente, no es suficientemente absurda. Es una llave demasiado bonita, demasiado perfecta. Parece falsa.
Lucien estiró las piernas a su vez y entornó los ojos.
—Entiendo lo que quieres decir —dijo al cabo de un momento—. La llave es muy bonita, artificiosa, e incluso un poco sobrevalorada.
—Es lo que se llama una chorrada, Lucien.
—Quizá. Pero lo jodido es que esta falsa llave abre asesinatos de verdad.
—Entonces es una espantosa coincidencia. Hay que olvidar todo este barullo del poema.
Lucien se puso en pie de un salto.
—De eso nada —dijo, bruscamente agitado, dando vueltas en el pequeño despacho—. Al contrario, hay que decírselo a la policía y exigir que vigilen la próxima calle. Y más te vale hacerlo, Louis, porque si muere otra mujer, el que se comerá el libro, hasta las tapas, serás tú, tú solo, de culpabilidad, ¿entiendes?
—¿Qué próxima calle?
—¡Ah! Es un punto un tanto delicado. Creo que el cuarto asesinato se basará sin duda alguna en el sol negro del poema.
—Explícate, ¿quieres? —dijo Louis en tono voluntariamente displicente.
—Repito la estrofa: Je suis le Ténebreux, le Veuf, l’Inconsolé, / Le Prince d’Aquitaine à la Tour abolie. Eso ya está hecho, así que paso al tercer verso: Ma seule Étoile est morte, esto también está, o sea que sigo: et mon luth constellé / Porte le Soleil noir de la Mélancolie. No hay en todo París ninguna calle del «laúd», ni constelado ni a secas, como te puedes imaginar. Llegamos pues al «Sol negro», con mayúscula en el texto, que será la próxima localización del asesino. Está obligado a pasar por allí, no le queda más remedio.
—¿Conclusión? —preguntó Louis con voz cansina.
—Conclusión múltiple e incierta —dijo Lucien con mala gana—. No existe ninguna calle del Sol negro.
—Entonces, ¿una tienda? ¿Un restaurante? ¿Una librería?
—No, será una calle. Si el asesino se pone a hacer concesiones a la lógica, el sentido deja de tener sentido. No puede permitírselo. Empezó con nombres de calles y tiene que seguir así hasta el final.
—En eso estamos de acuerdo.
—O sea, una calle. No hay mil soluciones. Hay una calle del Soleil, una calle del Soleil d’Or y una calle de la Lune, posible símbolo de un astro negro.
Louis torció el gesto.
—Sí, ya lo sé —dijo Lucien—, no es muy satisfactorio, pero es lo que hay. Yo me inclino por la calle de la Lune, pero sería indispensable que vigilaran los accesos a las tres calles. No se puede dejar esto al azar.
Lucien buscó la mirada de Louis.
—Lo harás, ¿verdad?
—No depende de mí.
—Pero hablarás de esto a la policía, ¿verdad? —insistió Lucien.
—Sí, hablaré —dijo Louis con voz breve—. Pero me extrañaría mucho que picaran.
—Tú los ayudarás.
—No.
—¿Pasas del Sol negro?
—No me lo creo.
Lucien miró asintiendo con la cabeza.
—¿Recuerdas que hay una mujer en juego?
—Lo sé mejor que nadie.
—Pero lo sientes menos que yo —replicó Lucien—. Ayúdame. No podré vigilar yo solo las tres calles.
—La policía te ayudará si le da la gana.
—¿Les contarás la historia con lealtad? ¿Sin burlarte como un capullo?
—Te lo prometo. Dejaré que saquen sus propias conclusiones sin poner mi granito de arena.
Lucien le echó una mirada desconfiada y se dirigió hacia la puerta.
—¿Cuándo vas a ir?
—Ahora.
—Por cierto, ¿serás capaz de indicarles el título del poema?
—Incapaz.
—El Desdichado[4].
—Muy bien. Cuenta conmigo.
Lucien se volvió, con la mano en el pomo de la puerta.
—Tenía otro título en una primera versión. A lo mejor te interesaría conocerlo…
Louis alzó las cejas con aire educado.
—El destino —dijo Lucien destacando bien cada sílaba.
Y cerró la puerta de golpe. Louis se quedó unos minutos de pie, ligeramente pensativo, con el estado de ánimo del descreído que se preocupa por un compañero que de repente se ha vuelto místico.
Luego se preguntó desde cuando Lucien, a quien nunca había visto estudiar más que la Primera Guerra Mundial y su periferia, sabía tanto sobre Gérard de Nerval.