La luz del refectorio seguía encendida en el caserón de la calle Chasle. Louis consultó el reloj, era la una de la madrugada.
—Sí que trabaja hasta tarde Lucien —dijo empujando la puerta de la vieja verja.
—Sí —dijo Marc con cierta gravedad—, es una máquina.
—¿Cómo os las arregláis para vigilar a Clément por la noche?
—Ponemos el banco delante de la puerta y dormimos allí, con dos cojines. No es muy cómodo, pero Clément no puede pasar sin que nos demos cuenta. Mathias duerme debajo del banco y sin cojines, pero es que Mathias es especial.
Louis no se atrevió a añadir nada. Bastante estropicio había causado ya esa mañana a propósito de Lucien.
Éste seguía en su sitio, en la mesa. No estaba trabajando. Con la cabeza apoyada en los brazos, dormía profundamente sobre 1914-1918: La cultura heroica. Sin hacer ruido, Marc fue a abrir la puerta del cuarto de Clément. Se asomó al interior y se volvió de golpe hacia Louis.
—¿Qué? —preguntó Louis súbitamente inquieto.
Marc sacudió lentamente la cabeza, con la boca abierta, incapaz de pronunciar una sola palabra. Louis se precipitó hacia el cuarto.
—Se ha ido —dijo Marc.
Los dos hombres intercambiaron una mirada, aterrados. Marc tenía lágrimas en los ojos. Se abalanzó sobre Lucien y lo sacudió con todas sus fuerzas.
—¡El muñeco de Marthe! —gritó—. ¿Qué has hecho con el muñeco de Marthe, imbécil?
Lucien emergió de su sueño, con la frente arrugada.
—¿Con qué? —preguntó con voz ronca.
—¡Clément! —gritó Marc sin dejar de sacudirlo—. ¿Dónde está Clément, me cago en la puta?
—Ah, ¿Clément? No pasa nada. Se ha ido.
Lucien se puso en pie y se estiró. Marc lo miró horrorizado.
—¿Que se ha ido? ¿Adónde?
—A dar una vuelta por el barrio. El muchacho no podía más de estar encerrado, es normal.
—Pero ¿cómo es posible que se haya ido a dar una vuelta? —gritó Marc lanzándose de nuevo sobre Lucien.
Éste contempló a Marc con calma.
—Marc, amigo mío —dijo pausadamente sorbiendo con la nariz—, se ha ido porque yo le he dado permiso.
Lucien echó una rápida ojeada a su reloj.
—Le he dicho que libraba dos horas. No tardará en volver. En cuarenta y cinco minutos exactamente. Os pongo una cerveza.
Lucien fue a la nevera y trajo tres cervezas. Louis se sentó en el banco; macizo, inquietante.
—Lucien —dijo con voz átona—, ¿lo has hecho a propósito?
—Sí —dijo Lucien.
Lucien miró a Louis.
—Quizá —dijo—. Sobre todo lo he hecho a propósito para que tome el aire. No hay ningún peligro. Le está creciendo la barba, tiene el pelo corto y oscuro, lleva gafas, la ropa de Marc. No hay ningún peligro.
—Para que tome el aire, ¿eh?
—Sí señor, para que tome el aire —dijo Lucien sin dejar de mirar intermitentemente los ojos verdes de Louis—. Para que ande. Para que sea libre. Hace tres días que tenéis a ese tipo entre estas cuatro paredes, con las contraventanas cerradas, tratándolo como un pobre pazguato que ni siquiera se da cuenta de lo que pasa, como si no sintiera nada. Lo levantáis, le dais de comer, «come, Clément», le hacéis preguntas, «contesta Clément», y cuando os hartáis lo metéis en la cama, «a dormir, Clément», «lárgate, déjanos en paz, a dormir»… Así que yo, ¿qué he hecho? —dijo inclinándose hacia Louis por encima de la mesa.
—Una gilipollez enorme —dijo Louis.
—Yo —dijo Lucien como si no lo hubiera oído— le he devuelto sus alitas, a Clément, su pequeña dignidad.
—¡Pues espero que te des cuenta de adónde lo van a llevar sus alitas!
—¡A la cárcel! —gritó Marc volviendo hacia Lucien—. ¡Lo has mandado a la cárcel!
—¡Qué va! Nadie lo reconocerá. Ahora parece un modernillo del barrio de Les Halles.
—¿Y si lo reconocen, cretino?
—No hay verdadera libertad sin riesgo —dijo Lucien al desgaire—. Tú, el historiador, deberías saberlo.
—¿Y si la pierde, su libertad, imbécil?
Lucien miró sucesivamente a Marc y a Louis, y puso una cerveza delante de cada uno.
—No la perderá —dijo articulando cada palabra—. Si la policía lo detiene, tendrán que soltarlo, porque no es el asesino.
—¿Ah, sí? —dijo Marc—. ¿Y eso lo sabe la policía? ¿Es nuevo?
—Es nuevo, sí —dijo Lucien abriendo la cerveza con gesto seco—. La policía no lo sabe todavía. Sólo lo sé yo. Pero no me importa compartir —añadió tras un breve silencio.
Y sonrió.
Louis abrió su cerveza y bebió unos cuantos tragos sin dejar de mirar a Lucien.
—Espero que la historia sea buena —dijo con voz amenazante.
—Lo importante de la historia no es eso. Lo que cuenta es que sea verdad. ¿No es así, Marc? Y es verdad.
Lucien dejó la mesa y fue a sentarse con su cerveza sobre el pequeño taburete de tres pies, delante de la chimenea. Ya no miraba a Louis.
—El primer asesinato —dijo— tuvo lugar en la plaza de Aquitaine, en el distrito 19. El segundo, en la calle de la Tour-des-Dames, al otro extremo de París, en el 9. El tercero, si nadie lo impide, tendrá lugar en la calle de l’Etoile, en el 17.
Louis parpadeó. No entendía.
—O, si no, en la calle Berger. Pero me inclino más bien por la calle de l’Etoile. Es una calle muy pequeña. Si la policía quisiera hacer bien su trabajo, irían a llamar a las puertas de todas las mujeres jóvenes que viven solas en esa calla para ponerlas en guardia y que no abran a nadie. Pero —añadió mirando los rostros incrédulos de Louis y de Marc— me temo que la policía no querrá hacerme caso.
—Estás completamente sonado —dijo Louis entre dientes.
—«Aquitaine»… «La Tour»… ¿No os dice nada? —preguntó Lucien mirándolos con extrañeza—. «Aquitaine»… «La Tour»… ¿Marc? ¡Vamos, hombre! ¿No te suena?
—Sí —dijo Marc dubitativo.
—¡Ah! —exclamó Lucien esperanzado—. ¿Qué te recuerda?
—Un poema.
—¿Cuál?
—De Nerval.
Lucien se levantó precipitadamente y cogió un libro del aparador. Lo abrió en una página doblada.
—Aquí está. Os lo leo:
Je suis le Ténébreux, — le Veuf, — l’Inconsolé,
Le Prince d’Aquitaine à la Tour abolie:
Ma seule Étoile est morte, — et mon luth constellé
Porte le Soleil noir de la Mélancolie.
[Yo soy el Tenebroso, el Viudo, el Desconsolado,
Príncipe de Aquitania de la Torre abolida:
Mi única Estrella ha muerto, y mi laúd constelado
Lleva el Sol azabache de la Melancolía.]
Lucien volvió a dejar el libro, con algo de sudor en la frente y las mejillas rojas, como lo había visto Marc cada vez que se exaltaba. Marc estaba en guardia, indeciso, ya que si las exaltaciones de Lucien a veces eran catastróficas, también podían deberse a inspiraciones geniales.
—¡El asesino sigue esto línea a línea! —prosiguió Lucien dando un puñetazo en la mesa—. No puede ser casualidad que coincidan Aquitania y la Torre. ¡Es imposible! ¡Es el poema, está claro! ¡Un poema mítico, un poema de amor! ¡Los versos más crípticos y más célebres del siglo! ¡Los más célebres! ¡La base de una quimera, los fundamentos de un mundo! ¡Las raíces de una fantasía, el germen de una locura! ¡Y las rutas del crimen para el pirado que se apodere de ellos!
Lucien se calló, jadeante, abrió el puño y bebió un trago de cerveza.
—Y esta noche —reanudó espirando ruidosamente— he puesto a prueba a Clément: le he leído esta estrofa. Y puedo garantizaros que la oía por primera vez en su vida. El asesino no es Clément. Por eso lo he dejado salir.
—¡Desgraciado! —dijo Louis levantándose bruscamente.
Lívido de furia, Louis se dirigió hacia la puerta y se volvió hacia Lucien.
—Lucien —dijo con voz temblorosa—, aprende una cosa de la vida, aparte de tu puta guerra y de tu puta poesía, aprende una cosa: ¡nadie mata para que quede bonito en un poema! ¡Nadie mata mujeres para decorar versos, como quien pone bolas de Navidad en las ramas de un abeto! ¡Nadie! ¡Nadie lo ha hecho nunca y nadie lo hará jamás! ¡Y esto no es una teoría, es la realidad! ¡La vida es así, y los asesinatos son así! ¡Los asesinatos de verdad! ¡No los que te inventas en tu cerebro delicado! ¡Y ahora estamos hablando de asesinatos de verdad, no de decoraciones estéticas! Así que entérate de esto, Lucien Devernois: si tus miserables chorradas de intelectual de mierda llevan al joven Clément a la cadena perpetua, te juro que te vas a comer un ejemplar de tu libro cada sábado a la una de la madrugada, como conmemoración.
Y Louis cerró la puerta con violencia.
Una vez en la calle, se obligó a respirar lentamente. Habría podido estrangular a ese mierda para que se entregara a sus elucubraciones de sabio ridículo. ¡Nerval! ¡Un poema! Con las mandíbulas firmemente apretadas, Louis recorrió unos quince metros por la calle Chasle, hasta el murete donde a Vandoosler el Viejo le gustaba sentarse cuando hacía sol. Se instaló allí y esperó en la tibia noche el hipotético regreso de Clément. Consultó su reloj. Si Clément respetaba el permiso que le había concedido ese lamentable cretino, estaría de vuelta en quince minutos.
Louis contó uno a uno los minutos de ese cuarto de hora de espera. Fue en ese breve momento cuando comprendió hasta qué punto importaban las esperanzas dadas a la vieja Marthe, hasta qué punto deseaba devolverle a su chico libre de la policía. Con los dedos clavados en los muslos, Louis vigilaba los dos extremos de la callejuela. Y exactamente quince minutos después, vio aparecer, discreta y furtiva, la silueta del dócil Clément. Louis se ocultó en la sombra. Cuando el joven pasó delante de él, su corazón se aceleró, como si lo quisiera. Louis lo miró entrar en el caserón y cerrar la puerta. Salvado.
Se frotó la cara con las manos, en un brusco reflejo de alivio.