XXI

Louis había aceptado tomar un autobús para ir al cementerio de Montparnasse. Ahora los dos hombres caminaban rápidamente en la oscuridad.

—No me digas que no es raro —dijo Louis.

—No podía saber que buscabas al Podadera —dijo Marc—. Tienes que comprenderlo.

—No, hablo de tu colega, Lucien. Lo encuentro raro.

Marc se puso tenso. Se concedía a sí mismo el derecho ilimitado de denigrar a Lucien y a Mathias, de insultarlos con virulencia, pero no toleraba que otro les tocara un solo pelo, ni siquiera Louis.

—No es nada raro —contestó con voz cortante.

—Puede. Pero no sé cómo lo soportas todo el año.

—Perfectamente —mintió Marc con rigidez.

—Está bien, no te enfades. Ni que fuera tu hermano.

—¿Y tú qué sabes?

—Muy bien, Marc, olvida lo que he dicho. Sólo me pregunto si se puede confiar en él. Me preocupa dejarle a Clément, no da la impresión de captar del todo la situación.

—Oye —dijo Marc parándose y mirando fijamente, en la oscuridad, la alta silueta del Alemán—. Lucien capta muy bien la situación, y es más inteligente que tú o yo juntos. Así que no tienes de qué preocuparte.

—Si tú lo dices…

Calmado, Marc examinaba la larga pared que bordeaba el cementerio de Montparnasse.

—¿Por dónde pasamos? —preguntó Louis.

—Por encima.

—Tú eres trepador, pero yo soy cojo. ¿Por dónde pasamos?

Marc inspeccionó los alrededores.

—Allí, los contenedores. Pasarás con eso.

—Muy buena idea —observó Louis.

—Precisamente, lo de los contenedores siempre ha sido una idea de Lucien.

Los dos hombres esperaron que un grupo de transeúntes se alejara y arrastraron un contenedor a la calle Froidevaux.

—¿Cómo haremos para saber si esta aquí? —preguntó Marc—. El cementerio es grande. Además, está dividido en dos partes.

—Si está, tendrá luz, supongo. Eso es lo que buscamos.

—¿Por qué no esperamos hasta mañana?

—Porque hay prisa, porque estaría bien si pudiéramos pillarlo de noche, y solo. Por la noche, la gente es más frágil.

—No todo el mundo.

—Para de hablar, Marc.

—De acuerdo. Te ayudo a encaramarte al contenedor, luego trepo yo al muro y te ayudo a subir.

—Muy bien, vamos allá.

Marc tuvo dificultades en sostenerlo. Kehlweiler pesaba ochenta y seis kilos y medía un metro noventa. A Marc le parecía excesivo y un poco insultante.

—¿Has traído una linterna? —murmuró Louis ligeramente sofocado, una vez que estuvieron los dos en el cementerio.

Estaba preocupado por su traje. Tenía miedo de haberlo fastidiado.

—De momento no es útil. Se ve todo, no hay ni un árbol.

—Sí, es el cementerio judío. Avanza despacio, hacia los árboles.

Marc progresaba sin hacer ruido. La presencia de Louis en sus talones lo tranquilizaba. No era tanto el lugar lo que lo impresionaba —aunque tampoco iba de intrépido— como la idea de ese hombre, de ese Podadera, deambulando por alguna parte, en las tinieblas, con su utensilio. Clément tenía una manera de hablar de él que daba escalofríos. Sintió la mano de Louis detenerlo por el hombro.

—Allí —susurró Louis—, a la izquierda.

Unos treinta metros más allá, una lucecilla oscilaba junto a un árbol, perfilando una silueta sentada al pie.

—Ve por la derecha, yo iré por allí —ordenó Louis.

Marc se alejó y rodeó los árboles. Medio minuto después, los dos hombres se encontraron a lado y lado del Podadera. Éste no los vio hasta el último momento y dio un violento respingo, dejando caer a sus pies la tartera metálica de la que estaba comiendo. La recogió con mano insegura, mirando sucesivamente a cada uno de los dos hombres que tenía junto a él, y trató de levantarse.

—Quédate sentado, Thévenin —dijo Louis poniéndole la manaza en el hombro.

—¿Qué queréis de mí, joder? —dijo el hombre, con voz cansina y un fuerte acento del Nièvre.

—Eres Thévenin, ¿no? —dijo Louis.

—¿Y qué?

—¿Duermes en tu lugar de trabajo?

—¿Y qué? No hago daño a nadie.

Louis encendió la linterna y barrió el rostro del hombre con el haz de luz.

—¿Qué os pasa, hostia? —gritó Thévenin.

—Quiero ver qué pinta tienes.

Examinó al hombre con atención, e hizo una mueca.

—Vamos a charlar un rato —dijo.

—De eso nada. Nos os conozco.

—No pasa nada. Venimos de parte de alguien.

—¿Ah, sí?

—Sí. Y si no hablas hoy, hablarás mañana. O más tarde. No pasa nada, la persona en cuestión no tiene prisa.

—¿Quién es la persona en cuestión? —preguntó Thévenin con voz lenta y desconfiada.

—La mujer que violaste en Nevers, con dos compañeros tuyos. Nicole Verdot.

Thévenin quiso levantarse de nuevo, y Louis volvió a empujarlo al suelo con la mano.

—Quédate quieto —dijo con su voz tranquila.

—No tengo nada que ver en eso.

—Sí.

—Yo no estaba allí.

—Sí.

—¡Joder! —vociferó Thévenin—. ¿Estáis locos o qué? ¿Sois de su familia? ¡Os digo que yo no toqué a esa chica!

—Sí. Llevabas tu polo beige.

—¡Todo el mundo tiene polos beige! —gritó el hombre.

—Y tenías la misma voz gangosa que hoy.

—¿Quién os ha dicho esas gilipolleces? —preguntó Thévenin recobrando el aplomo de repente—. ¿Quién? ¿Ha sido el chico, eh? ¡Pues claro, ha sido el chico! ¿Ha sido él, el tonto del pueblo?

Thévenin prorrumpió en carcajadas y echó mano de su botella de vino, apoyada en el tronco del árbol. Bebió un buen trago.

—Ha sido él, ¿eh? —dijo agitando la botella ante la nariz de Louis—. ¿El retrasado? ¿Tenéis idea de lo que vale, por lo menos, vuestro confidente?

Thévenin rió con sorna, atrajo hacia sí un viejo zurrón de lona y hurgó en él frenéticamente.

—¡Aquí lo tenéis! —dijo sacudiendo ante los ojos de Louis, y luego de Marc, un periódico doblado en la página del retrato robot—. ¡Un asesino! ¡Eso es vuestro confidente!

—Ya estoy enterado —dijo Louis—. ¿Puedo ver tu bolsa? —añadió arrancándole el zurrón.

—¡Joder! —gritó de nuevo Thévenin.

—Nos estás hinchando las narices con tanto «joder». Marc, dame luz.

Louis vació el contenido del zurrón sobre la grava: cigarrillos, un peine, una camisa sucia, dos latas de conservas, un salchichón, tres revistas pornográficas, dos juegos de llaves, un cuarto de barra de pan, un sacacorchos, una gorra de tela. Todo ello despedía cierto tufo.

—¿Y tu podadera? —dijo Louis—. ¿No la llevas?

Thévenin se encogió de hombros.

—Ya no tengo —dijo.

—¿Te desprendes de tus fetiches? ¿Por qué te llamaban el «Podadera»?

—El idiota me llamaba así. Era un retrasado. No distinguía una dalia de una calabaza.

Louis volvió a meter concienzudamente los sucios objetos en el zurrón. No le gustaba saquear las cosas de los demás, quienesquiera que fueran. Thévenin bebió otro trago. Antes de guardar las revistas pornográficas, Louis las hojeó rápidamente.

—¿Te interesan? —preguntó Thévenin socarrón.

—No. Miro si no las has atacado, acuchillado.

—Pero ¿tú qué te crees?

—Levántate. ¿Tienes una cabaña de herramientas aquí? Llévanos.

—¿A santo de qué?

—A santo de que no te queda más remedio. A santo de la mujer de Nevers.

—¡Joder, si no la toqué!

—Andando. Y tú, Marc, sujétalo.

—¡Mi botella! —gritó Thévenin.

—Ya la encontrarás, tu botella. Andando.

Thévenin los condujo con paso vacilante hasta la otra punta del cementerio.

—No sé qué te gusta de este sitio.

—Es tranquilo —dijo Thévenin.

—Abre —dijo Louis cuando llegaron a una garita de madera.

Thévenin, sujeto por Marc, obedeció, y Louis iluminó el exiguo espacio donde se amontonaba un material de jardinería bastante rudimentario. Registró escrupulosamente la cabaña durante diez minutos, vigilando de vez en cuando la expresión de Thévenin, que lo observaba entre accesos de risa.

—Acompáñanos a la verja y ábrenos —dijo volviendo a cerrar la cabaña.

—Si me da la gana.

—Eso. Si te da la gana. Vamos, andando.

Llegados a la verja, Louis se volvió hacia Thévenin y lo agarró lentamente por la camisa.

—Y ahora, Podadera, deja de reír y escúchame bien: pasaré a verte, cuenta conmigo. No trates de irte de aquí, cometerías un grave error. No se te ocurra tocar a una sola mujer, ¿me oyes? Un solo desliz, una víctima y, créeme, irás a reunirte con tus amigos del cementerio. No te dejaré ninguna escapatoria, vayas a donde vayas. Piénsalo bien.

Louis tomó a Marc del brazo y cerró la puerta tras ellos.

Cuando llegaron al bulevar Raspail, casi sorprendidos de volver a ver la ciudad, Marc preguntó:

—¿Por qué no has aprovechado más tu ventaja?

—¿Qué ventaja? No había ninguna podadera en la bolsa, ni en la cabaña. Tampoco tijeras, ni punzones. Y las revistas estaban intactas.

—¿Y en su casa? ¿Por qué no le has pedido que nos lleve a su casa?

—¿Con qué derecho, Marc? Ese tipo está borracho, pero no es un cretino. Sería capaz de ir a la policía y denunciarnos. Del Podadera a Clément no hay más que un paso, y de nosotros a Clément, otro. Si el Podadera pusiera una denuncia y contara su historia, la policía iría a buscar a Vauquer a tu casa al día siguiente. Ya ves, no tenemos mucho margen.

—¿Y cómo va a decir el Podadera que eres tú? Ni siquiera sabe cómo te llamas.

—No podría, efectivamente, pero Loisel sabe que el caso me interesa, y ataría cabos. Le parecería que voy demasiado lejos sin avisarlo. No estamos rodeados sólo de gilipollas, Marc, ése es el problema.

—Entiendo —dijo Marc—. Estamos atrapados.

—En parte. Hay salidas, pero tendremos que movernos con mucho tiento. Al menos espero haberlo asustado por algún tiempo. Y no pienso soltarlo.

—No te hagas ilusiones. Ninguna amenaza es eficaz en un asesino de ese tipo.

—No lo sé, Marc. Ya no hay autobuses, vamos a buscar un taxi, estoy hasta las narices.

Marc paró un coche en Vavin.

—¿Te vienes a tomar una cerveza a casa? Te sentará bien.

Louis dudó, y se decidió por la cerveza.