Louis durmió hasta tarde y se despertó sudando. El calor había aumentado un grado. Mientras se iba colando el café, llamó al bar de la calle Chasle, que curiosamente se llamaba El Burro Rojo. Eso recordó a Louis la apuesta que había hecho el día anterior con Jacques Pouchet, y se preguntó cómo desentrañar el oscuro misterio de la fabricación del mulo, que por lo demás le importaba un comino. Pero esa apuesta no era como las demás, tenía un doble fondo. Bajo la apuesta, estaba el pacto, y el silencio de Pouchet era primordial. Que Loisel se enterara de que Louis estaba al corriente de la identidad del hombre del retrato robot, y Clément Vauquer sería fulminado instantáneamente.
La patrona de El Burro Rojo le pidió que esperara mientras iba a buscar a Vandoosler el Viejo. El ex poli se pasaba horas jugando a las cartas en el cuarto del fondo del café, con unos cuantos tipos del barrio y, desde hacía unos meses, con una mujer por la que, al parecer, sentía debilidad. Por si acaso y sin mucha fe, Louis abrió el diccionario por la entrada mulo y descubrió con estupor que se trataba del híbrido macho de un burro y una yegua. Para los ignorantes, se precisaba entre paréntesis que el híbrido de caballo y burra se llamaba burdégano. De la sorpresa, Louis dejó maquinalmente el teléfono sobre la mesa. Le producía una sensación rara el descubrir que ignoraba un hecho que parecía una evidencia para el mundo entero. Salvo para Pouchet, que por lo tanto era tan gilipollas como él, lo cual no era un consuelo. Si había llegado a ese punto, quizá descubriera otros abismos, como por ejemplo el sentido real de la palabra silla, o del vocablo botella, sobre el cual posiblemente llevaba cincuenta años equivocado sin sospecharlo siquiera. Louis buscó la ficha en la que había apuntado la apuesta. No recordaba la combinación que había elegido.
Burra / caballo, o sea burdégano. Mierda. Se sirvió una gran taza de café y oyó bruscamente una voz crepitar en el teléfono.
—Perdona —dijo a Vandoosler el Viejo—, tenía un problema de reproducción… Contéstame con monosílabos… ¿Qué tal la noche? ¿Vauquer?… Bien… Bien… ¿Y lo ha visto Marthe? ¿También se puso contenta? De acuerdo, gracias… ¿Nada más en los periódicos? Bien… Di a Marc que toda la historia de la violación es auténtica… Sí… Ahora no… Me pongo en busca del director…
Louis colgó, guardó el diccionario y llamó a la comisaría de Nevers. Pouchet no estaba, y tomó el mensaje su secretaria: «Dígale», pidió Louis, «que sigamos poniendo que tenga yo razón, salvo en lo del mulo, y que le debo una cerveza». La secretaria se lo hizo repetir dos veces, tomó nota y colgó sin hacer comentarios. Louis se duchó, instaló a Bufo en el cuarto de baño, por el calor que hacía, y bajó a Correos. Allí encontró la dirección de Paul Merlin sin dificultad. Era sábado, quizá tendría la suerte de encontrarlo en casa. Louis levantó los ojos hacia el gran reloj de la pared. Las doce y diez. Iba a molestar a Merlin en plena comida de familia, era ridículo. Tampoco era adecuada su chaqueta, algo raída: Merlin vivía en el distrito 7, en la calle de l’Université. Estaba claro que la venta de su propiedad de Nevers debió de reportarle unos cuantos millones y que el hombre no vivía en un cuchitril. Sin duda era mejor vestirse de trabajo, por si acaso el director era muy estricto en cuestiones de conveniencias indumentarias, algo que no era infrecuente entre los educadores.
Así, Louis esperó hasta las dos y media para presentarse en la calle de l’Université, ante un hotel particular de dos pisos, con su pequeño patio del siglo XVIII. Con camisa blanca, ligero traje gris y corbata de color bronce, se examinó una vez más en el espejo del banco contiguo. Tenía el pelo un poco lago, y se lo alisó en las sienes y detrás de las orejas. Las tenía muy grandes, pero eso nadie podía remediarlo.
Llamó al portero automático, y le contestó Merlin en persona. Tuvo que parlamentar a través del aparato un buen rato, pero Louis era un hombre persuasivo, y Merlin acabó aceptando recibirlo.
Estaba plegando unas carpetas con cierto mal humor cuando entró Louis.
—Siento interrumpir —dijo Louis muy amablemente—, pero no podía permitirme esperar. El asunto que me trae es muy urgente.
—¿Y dice que se trata de mi antiguo instituto? —preguntó el hombre levantándose para estrechar la mano al visitante.
Louis descubrió, estupefacto, que Paul Merlin se parecía asombrosamente a su sapo Bufo, lo cual hizo que le resultara inmediatamente simpático. Pero, a diferencia de Bufo, el hombre llevaba ropa —convencional y atildada—, y no se conformaba con una cesta de lápices para vivir. El despacho era espacioso y estaba lujosamente amueblado, y Louis no se arrepintió de su esfuerzo indumentario. En cambio, al igual que Bufo, el hombre era de complexión basta, espalda encorvada y con la cabeza colgado hacia delante. Al igual que Bufo, tenía la piel mate y grisácea, los labios blandos, las mejillas hinchadas, los párpados pesados, y sobre todo esa expresión exhausta típica de los anfibios, como desprendida de las futilidades de este mundo.
—Sí —contestó Louis—. El drama de la noche del 9 de mayo, la violación de la joven.
—Ese desastre, querrá decir… ¿Sabe que arruinó el instituto? Un establecimiento que existía desde 1864…
—Lo sé. El capitán de la policía de Nevers me lo dijo.
—¿Con quién trabaja usted? —preguntó Merlin con mirada recelosa.
—Con el ministerio —respondió Louis ofreciéndole una de sus antiguas tarjetas de visita.
—Le escucho —dijo Merlin.
Louis reflexionó. Del pequeño patio ascendía el ruido obsesivo de una lijadora o de una sierra eléctrica, y eso también parecía molestar a Merlin.
—Aparte del joven Rousselet, participaron otros dos hombres en la violación. Los ando buscando. En primer lugar a Jean Thévenin, el antiguo jardinero.
Merlin levantó su voluminosa cabeza.
—¿«El Podadera»? —dijo—. Desgraciadamente, nunca pudo demostrarse que estuviera allí…
—¿Desgraciadamente?
—No me gustaba ese hombre.
—Clément Vauquer, el ayudante, estaba convencido de que el Podadera era uno de los violadores.
—Vauquer… —dijo Merlin en un suspiro—. Pero ¿quién iba a hacer caso a Vauquer? Era, cómo decirle… no tonto… no, pero… limitado. Muy limitado. Pero dígame… todo esto ¿se lo ha contado Vauquer? ¿Lo ha visto?
La voz de Merlin se había vuelto lenta, desconfiada. Louis se sintió tenso.
—No lo he visto nunca —dijo Louis—. Todo esto está consignado en los archivos de Nevers.
—Y… ¿qué lo atrae de esta desgraciada historia? Ha pasado mucho tiempo.
La misma voz desconfiada y a misma tensión. Louis decidió avanzar un peón antes de lo previsto.
—Busco al asesino de las tijeras.
—Ah —dijo simplemente Merlin, abriendo su blanda boca.
Y se levantó sin decir palabra. Se dirigió a sus estanterías bien ordenadas y volvió hacia Louis con una carpeta forrada de tela, cuya correa desató con parsimonia. Sacó el retrato robot de Vauquer y lo puso delante de Louis.
—Creía que el asesino era él —dijo.
Hubo un silencio durante el cual los dos hombres se observaron. Nunca es seguro que el ave de presa venza al anfibio. El sapo sabe perfectamente meter su grueso trasero en su escondite y dejar al milano atónito y frustrado.
—¿Lo ha reconocido? ¿A Vauquer? —preguntó Louis.
—Naturalmente —dijo Merlin encogiéndose de hombros—. Pasé cinco años con él.
—¿Y no ha avisado a la policía?
—No.
—¿Por qué?
—No faltará gente que corra a hacerlo. Prefiero no ser yo quien lo denuncie.
—¿Por qué? —repitió Louis.
Merlin movió sus labios blandos.
—Tenía aprecio a ese crío —dijo en tono de confesión displicente.
—No parece muy simpático —dijo Louis mirando el retrato.
—No —confirmó Merlin—. Incluso tiene una fea cara de idiota… Pero una cara… ¿qué quiere decir? Y un idiota… ¿qué quiere decir? Yo le tenía aprecio a ese crío. Ahora que ya sabemos los dos de qué hablamos, ¿cómo va la investigación sobre él? ¿La policía está segura de su culpabilidad?
—Sí, completamente. Su archivo es aplastante, no tiene ninguna posibilidad de salir de ésta. Pero todavía no saben su nombre.
—Usted lo sabe —dijo Merlin señalándolo con un dedo largo—. ¿Por qué tampoco les dice nada?
—Alguien lo hará —dijo Louis haciendo una mueca—. Es cuestión de horas. Quizá ya lo haya hecho, en este mismo momento.
—¿No lo cree culpable? —preguntó Merlin—. Parece dudar.
—Dudo constantemente, es un reflejo. Precisamente, su caso me parece demasiado claro, demasiado aplastante. Vigilar a las mujeres durante días, a la vista de todo el mundo, dejar huellas en la escena del crimen, todo eso parece excesivo… Y, como es sabido, el exceso es insignificante.
—Se ve que usted no ha conocido a Vauquer… Es simple, muy simple. ¿Qué es lo que le extraña?
—La violación en el instituto. Él no atacó a esa mujer. Al contrario, la defendió.
—Sí, así lo sigo creyendo.
—¿Y ahora las mata? No cuadra.
—A menos que esa escena violenta, y luego su despido, hicieran estallar su mente frágil… ¿Quién sabe? —añadió Merlin en voz baja mirando el retrato—. Le tenía aprecio a ese crío, y defendió a la mujer, como dice usted. Cuando llovía, se refugiaba en las aulas y asistía a las clases de francés, de economía… Al cabo de cinco años en este plan, hablaba una jerga increíble…
Merlin sonrió.
—A menudo venía a mi despacho para podar la enredadera que enmarcaba las ventanas y ocuparse de las plantas… Cuando la contabilidad del instituto me dejaba algo de tiempo, le proponía una partida de algo. Nada del otro mundo, no crea… De dados, de dominó, de cara o cruz… Eso lo divertía… El señor Henri, el profesor de economía, también se ocupaba de él. Le enseñaba a tocar el acordeón de oído. Y, por sorprendente que pueda parecerle, se la daba bien, muy bien. En fin, tratábamos de protegerlo un poco.
Merlin agitó la hoja del periódico.
—Y después… todo se hunde…
—No lo creo —repitió Louis—. Pienso que alguien utiliza a Vauquer y se venga al mismo tiempo.
—¿Uno de los violadores?
—Uno de los violadores. Quizá podría usted ayudarme.
—¿De verdad lo cree? ¿Hay alguna posibilidad de que tenga usted razón?
—Varias.
Merlin se arrellanó en su sillón de respaldo flexible y guardó silencio. El ruido de la lijadora seguía perforando incansablemente los oídos. Merlin jugaba con dos moneditas que pillaba entre los dedos de una mano, soltaba y volvía a pillar. Movía los labios, los párpados caídos sobre los ojos apáticos. Reflexionaba, y la cosa se alargaba. Louis pensaba incluso que hacía algo más, aquel simpático anfibio. Parecía tratar de dominar una emoción antes de retomar la palabra. Pasaron casi tres minutos. Louis se había limitado a estirar sus largas piernas bajo la mesa, y esperaba. De repente, Merlin se levantó y fue a abrir la ventana con un gesto brutal.
—¡Para ese chisme de una vez! —gritó, asomado a la pequeña barandilla—. ¡Que pares, te digo! ¡Tengo una visita!
Luego cerró la ventana y se quedó de pie.
Se oyó el zumbido del aparato disminuir, y luego cesar.
—Mi padrastro —explicó Merlin con un suspiro exasperado—. Siempre está con sus máquinas infernales, incluso los domingos. En el instituto, lo había relegado al fondo del parque, con su carpintería, y me dejaba en paz. En cambio aquí, desde hace cinco años, es un infierno…
Louis asintió en señal de comprensión.
—Pero ¿qué quiere que haga? —prosiguió Merlin como hablando solo—. Al fin y al cabo es mi padrastro… No lo puedo echar a sus setenta años.
Un poco agobiado, Merlin volvió a su sillón y retomó su meditación durante unos instantes.
—Daría cualquier cosa —dijo por fin con tono duro— para que esos dos tipos estuvieran en la cárcel.
Louis esperó.
—Verá —continuó el antiguo director haciendo un visible esfuerzo por controlar su voz—, esos violadores destrozaron mi vida. En cambio, el joven Vauquer estuvo a punto de salvármela. Yo amaba a esa mujer, Nicole Verdot. Esperaba casarme con ella. Sí, tenía auténticas esperanzas. Esperaba a las vacaciones de verano para hablarlo. Y luego ese drama… una joven y tres canallas. Rousselet se mató, y no lloraré por él. Pero los otros dos, daría lo que fuera por que los encerraran.
Merlin se enderezó y puso sus cortos brazos sobre la mesa, con la cabeza inclinada hacia delante.
—Empecemos por el Podadera… —dijo Louis—. ¿Sabe dónde está?
—No, desgraciadamente. También lo eché después del drama. Aunque no hubiera pruebas, había serias razones para sospechar de él. Si Vauquer tenía un lado conmovedor, en cierto modo, Thévenin —el Podadera como lo llamaban los jardineros— era repugnante. Siempre mugriento, mirando de reojo a las jóvenes alumnas. Aunque, para eso, había otros que tampoco se quedaban cortos, a pesar de ir mejor vestidos. Empezando por mi padrastro, por ejemplo —dijo Merlin señalando la ventana con un ademán agresivo de la barbilla—, que se pasaba el día escrutando a las chicas, amagando gestos, tratando de ver algo más… La cosa no pasaba de eso, pero resultaba pesado y muy molesto. Es un problema, en los internados. Setenta y cinco chicas por un lado, ochenta chicos por otro, créame, no es fácil mantenerlos a raya. En fin, a ese Thévenin lo contraté sin entusiasmo para quedar bien con una amiga de la familia… Conocía su oficio, conseguía unas hortalizas espléndidas. Según Vauquer, era él el que arañaba los árboles con la podadera… Yo no estoy tan seguro.
—¿No volvió a verlo por Nevers después?
—No, lo siento. Pero aun así, puedo ayudarle, puedo intentar recabar información. Conozco a tanta gente de Nevers que debería lograr algún resultado.
—Con mucho gusto —dijo Louis.
—En cuanto al otro hombre, no veo cómo proceder… Además, podía venir de fuera. Algún conocido del Podadera, o de Rousselet, qué sé yo… Sólo el Podadera podría decírnoslo.
—Por eso me gustaría echarle el guante —dijo Louis levantándose.
Merlin se levantó a su vez y lo acompañó a la puerta. En el patio, el ruido de la lijadora se reanudó bruscamente. Merlin hizo un gesto resignado, como Bufo en época de canícula, y estrechó la mano a Louis.
—Indagaré —dijo—. Lo mantendré al corriente. No cuente a nadie mi historia.
Louis cruzó el patio adoquinado con la lentitud suficiente para atisbar, por la ventana de un taller, al hombre que accionaba ese terrible aparato. Tenía el pelo blanco, el torso desnudo y velludo, la tez fresca y la expresión jovial. Dejó la máquina para saludar a Louis con un gran gesto. Louis distinguió una gran cantidad de estatuas de madera en los bancos y un desorden indescriptible. Al cerrar tras él la puerta del hotel particular, tuvo tiempo de oír la ventana del primer piso abrirse y la voz de Merlin gritar:
—¡Para ya, me cago en la puta!