XVIII

Louis se había levantado inusualmente temprano, a las siete, y eran las diez y media cuando su coche llegaba a las inmediaciones de Nevers. La luz era bella, y el tiempo agradable, y pasó con cierta euforia ante la señal de entrada al departamento del Nièvre. Años atrás, había llevado a cabo un buen número de misiones por la zona, y acababa de volver a ver el Loira con auténtico placer, cosa que le sorprendió. Había olvidado esa confusa claridad que envuelve las islas del río, y las bandadas de pájaros que sobrevuelan su superficie, pero lo había reconocido todo en un abrir y cerrar de ojos. El Loira estaba bajo y descubría sus bancos de arena. Incluso en esa humedad del verano, sabía lo peligroso que era el río. Cada año había nadadores que se perdían en sus remolinos, creyendo que podrían dominarlo en unas decenas de brazadas.

Mientras avanzaba lentamente, según su costumbre, dejando el río a su derecha, Louis pensaba en el violador que se había ahogado en sus aguas al día siguiente del crimen. Era perfectamente posible matarse en el Loira, incluso en estiaje. Pero no lo era menos ahogar a alguien. Clément, suponiendo que hubiera sido capaz de cuestionar la versión oficial de la muerte de la joven y de su verdugo, no lo había hecho. Pero tal vez no fuera ésa la única manera de presentar las cosas. Louis había contado el día anterior a Marc toda la historia atroz de la violación colectiva, y Marc pareció impresionado por el personaje del Podadera. A decir verdad, Louis también lo estaba.

En Nevers tanteó antes de encontrar el camino de la comisaría. Abandonó el coche cerca del centro, hizo un alto en un café, beber, mear, y se puso una corbata que se ajustó delante de la cristalera de un bar antes de ir a ver a la policía. De lo que se enorgullecía Kehlweiler, después de veinticinco años fisgando en todo tipo de casos, era de conocer un madero en cada ciudad, como un marinero se jacta de tener una novia en cada puerto. En realidad, la regla tenía sus excepciones, sobre todo desde su retiro anticipado. Ya no podía estar al corriente de los traslados, de los ceses y cambios de destino, y la fiabilidad del sistema era algo limitada. Pero mal que bien, de momento aguantaba. Se sacó una ficha de cartulina del bolsillo con la lista de policías de Nevers que había copiado el día anterior. No conocía al comisario, pero había trabajado en un asunto delicado de encubrimiento con el inspector Pouchet, que luego fue nombrado capitán. Louis dio la vuelta a la ficha. En aquella época, no había sido muy prolijo en sus comentarios, sólo había anotado: Jacques Pouchet, inspector, Nevers: diestra blanda — buenos resultados policía — me aprecia, me teme, no me ha puesto trabas — me debe una cerveza por una apuesta sobre el color de las gallinas de Nevers. Una apuesta pendiente, eso podía ser útil, queda como de tipo que se acuerda, como de compañero, resulta muy eficaz.

Louis se metió la ficha en el bolsillo preguntándose qué había podido inventarse entonces sobre las gallinas de Nevers, habida cuenta de que no tenía ni idea del tema. Cruzó una calle en dirección a la comisaría.

Pouchet estaba en las oficinas. Louis se identificó, garabateó una nota amistosa que entregó a la secretaria, y esperó. Pouchet lo recibió tres minutos después.

—Hola, Alemán, cuánto tiempo —le dijo haciéndolo entrar—. ¿Qué vienes a hacer por la zona? ¿Al menos no habrás venido a fastidiar? —añadió, no del todo a gusto.

—No te preocupes —dijo Louis, que siempre se sentía ufano al ver su fama intacta—. Ya no estoy allá arriba. Vengo por un caso de hace tiempo que no tiene nada de político.

—Pues mejor —dijo Pouchet ofreciéndole un cigarrillo—. ¿Puedo creerte?

—Puedes. Se trata de una violación colectiva que tuvo lugar en el Instituto Merlin hace nueve años, en el…

—¿Sólo eso? —interrumpió Pouchet.

—Si te parece poco.

—Lo recuerdo muy bien. No te muevas, ahora vengo.

Louis esperó fumando el regreso de su colega. Aliviado de que Kehlweiler no removiera nada más inquietante, Pouchet se dispuso a abrir el archivo sin más preámbulos.

—¿Quieres toda la historia? —preguntó Pouchet volviendo con una carpeta bajo el brazo.

—¿Podemos ir a hablar al café? —respondió Louis—. Me debes una cerveza. Habíamos apostado sobre el plumaje de las gallinas de Nevers y habías perdido.

Pouchet lanzó a Louis una mirada borrosa, y estalló en carcajadas.

—¡Pero si tienes razón, Alemán! ¡Tienes razón! —exclamó.

Y Louis se llevó a un inspector muy colega al café del final de la calle. La historia del plumaje había vuelto a Pouchet jovial, pero Louis se preguntaba si, en el fondo, se acordaba tan bien como parecía de ese asunto de aves de corral, porque Pouchet no había añadido ningún detalle sobre el color, igual que él.

Louis se fue primero al servicio, comprobó que no venía nadie y se sacó rápidamente el sapo del bolsillo. Lo mojó en el lavabo y lo volvió a meter con presteza en su sitio. Con ese color, había que extremar la prudencia.

—¿Y bien? —preguntó Louis volviendo a sentarse.

—Fue una violación colectiva, como has dicho. Sucedió en el parque del Instituto Merlin…

—¿De qué es ese instituto exactamente?

—Era una especie de escuela privada, el «Instituto de Estudios Económicos y Comerciales Merlin». Allí daban dos años de formación después del bachillerato, con un diploma de contabilidad comercial al final. De pago, por supuesto, y de mucho pago. Buena fama, un establecimiento de toda la vida, funcionaba bien.

—¿«Funcionaba»?

—Ya te puedes imaginar que después de la violación y las dos muertes, se fue al garete. El instituto no pudo abrir sus puertas al año siguiente, por falta de inscripciones. Quebró, simple y llanamente. Hará unos seis años, Merlin decidió vender su propiedad a la municipalidad. Ahora es una residencia para viejos. También de mucho pago.

—Mierda. Entonces todo el mundo se habrá dispersado. Los profesores, el personal… No habrá manera de encontrar a esa gente…

—Si esperabas verlos hoy a todos juntos, lo llevas claro.

—Ya —dijo Louis bastante contrariado—. Cuéntame la historia. Tengo una versión y necesito saber si es correcta.

—Pues se trata de la joven profesora de inglés Nicole Verdot. Vivía en el instituto durante la semana, como otros profesores, el personal y los alumnos. Era el sistema del internado, al parecer más eficaz en lo que se refiere a los resultados. ¿Qué opinas?

—Nada —dijo Louis, que no quería comprometer el provisional clima de confianza.

—Por lo menos, los chavales no andaban por ahí holgazaneando después de las clases. Así estaban más controlados.

—Si estar más controlados significa violar a una mujer después de clase, no le veo la ventaja.

—Tienes razón, no lo había pensado. En todo caso, ¿qué hacía fuera, la profesorcita, cerca de la medianoche? No pudimos saberlo. Un paseo, una cita… Hacía buen tiempo, era en mayo, el día 9. Y allí…

Pouchet levantó las manos y las dejó caer pesadamente sobre la mesa de formica.

—Allí tres tipos se le echaron encima como perros rabiosos. El jardinero del parque llegó casi en seguida, aunque demasiado tarde desgraciadamente. Es curioso, al tío se le ocurrió una buena idea, abrió la lanza de riego. Los ahuyentó así, con el chorro de agua.

—¿Por qué dices que es «curioso»?

—Hombre… Porque el jardinero, tuvimos que interrogarlo mucho tiempo, dado que era el único testigo… Pues que no estaba muy dotado de aquí, no sé si me entiendes —dijo Pouchet señalándose la cabeza—. Un cretino auténtico. ¡Mi madre, qué difícil nos puso el interrogatorio el tío! Pero su historia era coherente al fin y al cabo: encontramos las huellas de tres hombres, en la hierba empapada, además de las del jardinero. Y recogimos la capucha en el suelo, la capucha que había arrancado a uno de ellos.

—¿Reconoció a los tipos?

—Sólo a uno, Hervé Rousselet, un repetidor de primero, de veinte años, un hijo de papá y una bestia parda. Había hecho las mil y una en Nevers desde la adolescencia. El jardinero «reconoció» supuestamente a otro de los tipos, el jardinero jefe. Eso, en cambio, yo creo que era una trola para que cayera su jefe, a quien parecía odiar. El «Podadera», lo llamaba. Lo interrogamos, sin resultado. La joven también había reconocido a uno de sus agresores. Repetía «Lo vi, lo vi…», una letanía. Pero no recordaba el nombre, la pobre estaba en estado de shock. En el hospital la hicieron dormir. Y luego…

Pouchet dejó caer de nuevo las manos en la mesa, consternado.

—… el tipo la mató por la noche. Para que no hablara, como puedes imaginar.

—¿No estaba vigilada?

—Claro, hombre, ¿qué te crees? Pero el asesino entró por la ventana, en el primer piso, y el centinela estaba en el pasillo. Una auténtica pifia. No irás a ventilar esto, ¿verdad?

—No. ¿Cómo la mató?

—La asfixió con la almohada. Y luego la estranguló, para rematar la faena.

—¡Vaya! —dijo Louis.

—Pero al tal Rousselet no le duró la suerte. Se ahogó en el Loira inmediatamente. Lo encontraron a la mañana siguiente. Y el caso se cerró solo, ya ves. Fue triste, muy triste. A los otros dos, nunca pudimos echarles el guante.

Pouchet observó a Louis.

—¿Tienes alguna pista, por casualidad?

—Quizá.

—Me haría ilusión que lo consiguieras. ¿Necesitas algo más?

—Háblame del jardinero joven.

—¿Qué podría decirte? Se llamaba Clément Vauquer y, como ya te he dicho, no tenía gran cosa en la sesera. Un pobre chaval, si quieres saber mi opinión. Ahora, eso sí, un poco rarito. Un buen chico, desde luego, porque hizo lo que pudo para salvar a esa mujer, él solo contra tres tíos con ganas de bronca. Conozco a muchos que habrían puesto pies en polvorosa. Él no. Ya ves, con todo, un buen tío. Y lo único que ganó con eso fue encontrarse de patitas en la calle.

—¿Sabes qué fue de él?

—Creo que hace veladas musicales en los cafés de la zona. En el Ojo de Lince, por ejemplo, puedes preguntar allí.

Louis se dio cuenta de que la policía de Nevers todavía no había asociado a su acordeonista con el retrato robot publicado el día anterior. La cosa no iba a durar. Tarde o temprano, alguien de Nevers lo identificaría. Cuestión de horas, que diría Loisel.

—¿Y el «Podadera»? ¿Se quedó por aquí?

—A ése no lo he vuelto a ver. Pero tampoco me he fijado. ¿Te interesa su verdadero nombre?

Louis asintió, y Pouchet recorrió el archivo.

—Thévenin. Jean Thévenin. Tenía cuarenta y siete años en el momento de los hechos. Deberías ir a preguntarle a Merlin, el antiguo director. Puede que lo hubiera tenido a su servicio, para el mantenimiento del parque, hasta la venta.

—¿Sabes dónde puedo localizarlo?

—Creo que se fue de la zona. Quizá pueda decírtelo en la oficina. La secretaria conocía a uno de los profesores.

Pouchet pagó las dos cervezas, guiñando un ojos, por la apuesta.

La secretaria aseguró a Louis que Paul Merlin se había ido efectivamente del departamento del Nièvre. Después de la quiebra, se quedó un tiempo en Nevers y acabó encontrando un empleo en París.

Pouchet llevó a Louis a comer con dos colegas suyos. Louis volvió a los lavabos para humedecer a Bufo. Le preocupaba el trayecto de vuelta, con ese calor, en el coche. Pero estaba claro que Marc no habría aceptado nunca cuidar del sapo. Marc cuidaba del muñeco de Marthe, lo cual ya estaba bien. A Louis también le preocupaba ese tipo. Se preguntaba cuánto tiempo más lograrían mantenerlo a salvo del acoso de todo un país. Y cuánto tardaría él mismo en averiguar si era un loco peligroso o un buen tío, como diría Pouchet. En cualquier caso, la historia de la violación en el parque era verdad. Clément no había intentado nada. Así, había al menos dos hombres que lo odiaban, dos violadores. Uno se llamaba Jean Thévenin, alias el «Podadera». Louis recordó las heridas infligidas a las dos mujeres de París y se estremeció. Le horrorizaba la imagen de la podadera.

En cuanto al otro, al tercer hombre, no se sabía nada de él.

Louis se dispuso a despedirse de los policías de Nevers. Quedaba por hacer lo más delicado. Puso la mano en el hombro de Pouchet, y el capitán lo miró con extrañeza.

—Supón —dijo Louis bajando un poco la voz— que oigas hablar de ese jardinero de aquí a poco tiempo.

—¿Del regador? ¿Voy a oír hablar de él?

—Supón que sí, Pouchet, y por un asunto muy feo.

Pouchet, desconcertado, quiso hablar, pero Louis lo interrumpió con un gesto.

—Supón que la policía de París y yo no veamos las cosas de la misma manera, y sobre todo supón que yo tenga razón. Y que necesite un poco de tiempo, unos cuantos días. Supón entonces que seas tú quien me dé esos días olvidando que me has visto. No sería una falta, sólo una simple omisión sin importancia.

Pouchet miraba fijamente a Louis, indeciso, tenso.

—Y supón —dijo el capitán— que yo quiera saber por qué haría yo eso.

—Sería legítimo. Supón que el joven Vauquer, el que no puso pies en polvorosa, merezca una oportunidad, y supón que confías en mí. Supón que no te quiera hacer ningún daño.

Pouchet se pasó un dedo por los labios, con la mirada perdida, y tendió la mano a Louis sin mirarlo.

—Supón que lo haga —dijo.

Los dos hombres se dirigieron en silencio hacia la salida. En la puerta, Louis le estrechó de nuevo la mano.

—Lo que estaría bien —dijo Pouchet inesperadamente— sería volver a hacer una apuesta. Así podríamos repetir lo de la cerveza.

—¿Se te ocurre algo? —preguntó Louis.

Los dos hombres se concentraron unos instantes.

—Mira —dijo Pouchet señalando el cartel del concurso agrícola pegado a la cristalera del restaurante—. Una cuestión que me preocupa: ¿el mulo es el hijo de la burra y el caballo, o de la yegua y el burro?

—¿Hay alguna diferencia?

—Al parecer sí. Es todo lo que sé, palabra de hombre. Bueno, ¿a qué apuestas, Alemán?

—La burra y el caballo.

—La yegua y el burro. El primero que tenga pruebas llama al otro.

Los dos hombres se saludaron por última vez, y Louis volvió al coche.

Sentado al volante, sacó la ficha del bolsillo y añadió al nombre de Pouchet, capitán en Nevers: Un tipo legal, mejor que legal — juzgado un tanto precipitadamente la primera vez — entregado dossier sobre violación colectiva Nicole Verdot — Me cubre — Nueva apuesta en curso sobre filiación del mulo (he apostado a burra/caballo)— El ganador invita a una cerveza.

Luego sacó una gamuza limpiacristales de la guantera, la empapó en agua del arroyo, puso a Bufo en el asiento delantero y lo cubrió con el tejido mojado. Así, el anfibio lo dejaría en paz.

—Ya ves, Bufo —dijo al sapo mientras arrancaba—, hay dos tipos por ahí sueltos que no tienen nada de pacíficos. A ellos no se les ocurriría ponerte un trapo encima.

Louis maniobró lentamente y sacó el coche.

—Y yo, compañero, tengo intención de encontrar a esos tipos.