XVII

Clément habló durante más de una hora, a veces con cierta desenvoltura. Esa historia ya la había contado varias veces a la policía en aquella época, y se le habían quedado en la memoria bloques de frases ya utilizadas, lo cual le facilitaba el trabajo. A veces el diálogo se interrumpía, como un coche que pasa un bache en la carretera, o bien porque Louis no entendía a Clément, o bien porque Clément levantaba la mano para señalar a Louis que había perdido el hilo. La conversación se desarrollaba, pues, a contrapelo, reanudando uno u otro con igual paciencia los puntos que se habían saltado. La reconstrucción de la historia fue laboriosa, pero Louis acabó teniendo una idea bastante clara, pese a las lagunas que Clément no lograba llenar. Le faltaban a Louis cosas tan sencillas como fechas, lugares, nombres.

Louis miraba sus notas.

Resultaba imposible saber si se trataba del mes de abril o de junio, pero era en cualquier caso un mes cálido, justo antes de que a Clément lo echaran del instituto. De modo que había sido nueve años atrás, en primavera. Clément, que dormía con la ventana abierta en una habitación encima del garaje, oyó gritar, bastante lejos, en el parque. Corrió hacia los gritos, ya casi inaudibles, y descubrió a tres hombres ensañándose con una mujer. Dos la sujetaban, y el tercero estaba tumbado encima de ella. La noche era bastante clara, pero los tres tipos iban encapuchados. A la mujer la reconoció, enseñaba en el instituto. Clément no recordaba su nombre. En seguida pensó en el agua y corrió hacia el grifo que abastecía esa zona del parque. Cuando desenrolló la manguera y volvió corriendo, le pareció que el tipo que estaba tumbado encima de la mujer ya no era el mismo. Abrió el chorro al máximo y «disparó» a los tipos. El agua estaba helada, Clément lo había precisado unas quince veces. Y también había explicado a Louis con satisfacción que era un chorro potente pensado para los céspedes del parque, muy compacto, que hacía mucho daño cuando se recibía a corta distancia. El efecto en los hombres medio desnudos fue espectacular. Se desprendieron de la mujer, que inmediatamente se arrastró hasta un rincón y se quedó hecha un ovillo; gritaron e insultaron tratando de subirse a toda prisa los pantalones empapados. Clément precisó que no era nada fácil ponerse un pantalón ceñido y chorreante. Clément regaba con rabia. Uno de los individuos se aproximó con furia para partirle la cara, para matarlo, gritaba; pero Clément le proyectó el chorro directamente a la capucha, y el tipo aulló. Clément aprovechó para arrancarle la capucha, y el individuo, con los pantalones a medio muslo, huyó siguiendo a los otros dos, sin dejar de volverse e insultarlo. Después cerró la manguera y fue a ver a la mujer, que gemía en el suelo, «toda sucia», había dicho Clément. Había sido golpeada, le sangraba la frente, temblaba. Él se quitó la camiseta y se la puso encima para taparla, y luego no supo qué hacer. Sólo en ese momento le entró angustia, al no saber por dónde empezar. Con los tres cabrones, la manguera y el agua, había sido fácil. Pero con la mujer, se encontraba desamparado. En ese momento, el director del instituto —Clément conocía su nombre: Merlin, era fácil, igual que el instituto— llegó corriendo. Al pronto, cuando vio a Clément solo junto a la mujer maltratada, pensó que la había violado, y lo mismo hizo la policía durante un tiempo, dado que Clément era el único testigo. Chapoteando en la hierba reblandecida como una esponja, el director levantó a la joven y pidió a Clément que lo ayudara a llevarla hasta su pabellón. Sin hacer ruido, no hacía falta que todos los alumnos acudieran en tropel. Desde allí, llamaron a la policía y a una ambulancia para la mujer, que fue llevada al hospital. La policía se llevó también a Clément, por lo menos dos horas, antes de volver a soltarlo. Tenía prohibido salir de la ciudad.

Pero —y en ese instante Clément había mostrado signos de agitación— la mujer murió durante la noche. Y por la mañana, encontraron a un alumno del instituto ahogado en el Loira. Llamaron a Clément. Era, efectivamente, el tipo a quien había arrancado la capucha. En esa época, Clément sabía muy bien cómo se llamaba, era un tío alto que siempre se las ingeniaba para acosarlo. Hervé no sé qué. Ya no recordaba el apellido. Pousselet, Rousselet, o algo por el estilo. La policía concluyó que el tipo, el tal Hervé, al saberse reconocido, había asesinado a su víctima en el hospital, decidido a liquidar después a Clément. Pero no había aguantado y se había tirado al Loira.

Entonces, Merlin, el director, dio a entender a Clément que era mejor para el instituto olvidar todo ese drama y que tenía que ir a buscar trabajo a otro sitio. Le escribió una larga carta de recomendación que decía que era muy buen jardinero.

—Me dio mucha pena irme —dijo Clément—. Y al director también le daba pena. Nos entendíamos bien.

—¿Y los otros dos violadores? ¿Tenías idea de su identidad?

Clément levantó la mano.

—¿Sabías quiénes eran?

—No podía reconocerlos, por las capuchas. El más bajito, el que se escapó primero, porque todavía llevaba el pantalón puesto…

Clément sacudió la cabeza lentamente.

—No tengo ni idea personal —dijo apesadumbrado—. Era viejo, un viejo de lo menos cincuenta años.

—O sea que ahora tendría sesenta —dijo Louis, que seguía anotando—. ¿Qué te hizo pensar que era viejo?

—Su camiseta de manga corta. Llevaba una camisa de viejo, con camiseta debajo.

—¿Cómo le viste la camiseta en plena noche?

—Por con el agua —dijo Clément mirando a Louis como si se tratara de un cretino—. El agua lo vuelve todo transparente.

—Ya. Perdóname. ¿Y el otro?

—El otro tenía el pantalón bajado —dijo Clément con una sonrisa aviesa—. Yo lo odiaba. Y con capucha y todo, mientras yo mismo le regaba la barriga, gritaba: «¡Me las pagarás todas puntas! ¡Me las pagarás todas puntas!». No entendí.

—«Me las pagarás todas juntas» —propuso Louis.

—No veo la diferencia.

—Eso significa que estaba resentido contigo.

Clément levantó la mano.

—Eso significa que te odiaba —repitió Louis.

—Yo también lo odiaba —dijo Clément con brutalidad.

—¿Lo habías reconocido? ¿Incluso encapuchado?

—Sí —dijo con rabia Clément—. Llevaba su viejo polo sucio, beige, y era su voz, su voz asquerosa.

En ese momento, el pequeño rostro ingrato de Clément, inclinado hacia Louis, parecía retorcerse de repulsión. El joven resultaba todavía más desagradable de mirar. Louis se echó ligeramente hacia atrás. Clément le puso una mano en el hombro.

—El otro hombre —prosiguió, aferrando a Louis— ¡era el «Podadera»!

Clément se levantó de repente y apoyó las palmas de las manos en la mesa.

—¡El Podadera! —gritó—. ¡Y nadie me creyó a mí mismo! ¡Decían que no había brevas!

—Que no había pruebas.

—¡Y no le hicieron nada! ¡Nada! ¡Después de todas las cortezas que había jodido, y luego la mujer!

Louis se había levantado a su vez y trataba de calmar a Clément. La cara se le había enrojecido a manchas. Por fin Louis lo obligó, sin mucho esfuerzo, a sentarse de nuevo, y lo mantuvo apoyado en el respaldo.

—¿Quién es ese tipo? —preguntó Louis con voz firme.

El tono cortante y las dos manos apoyadas sobre sus hombros parecieron apaciguar a Clément. Movió las mandíbulas en el aire.

—El jardinero jefe —dijo por fin—, el monstruo de los árboles. Con Maurice y yo mismo lo llamábamos el «Podadera».

—¿Quién es Maurice?

—Pos el otro chico que se ocupaba de los invernaderos.

—¿Un amigo?

—Pos sí.

—¿Y qué hacía el Podadera?

—Hacía esto —dijo Clément escapándose de las manos de Louis y poniéndose en pie. (Luego imitó con su mano derecha el gesto de la podadera, abriendo y cerrando los dedos varias veces y acompañando su mímica con ruidos secos y repetidos.)—: chic-chic.

—Podaba las plantas con la podadera —dijo Louis.

—Sí —dijo Clément dando la vuelta a la mesa—, estaba todo el rato con esa pinza gorda que corta. Chic-chic. Cuando no tenía nada que cortar en cuanto a las plantas, cortaba el aire, cortaba nada. Chic.

Clément quedó inmóvil, con la mano tendida, y miró a Louis entornando sus ojos inexpresivos.

—Con Maurice yo mismo, encontrábamos troncos de árbol llenos de cortes de podadera. Sufrían, los árboles. Chic-chic-chic. Estropeaba muchos. Hasta mataba los manzanos jóvenes rompiéndoles la corteza.

—¿Estás seguro de lo que dices? —preguntó Louis deteniendo con una mano a Clément en su ronda.

—Eran cortes de podadera. Chic. Y él siempre la llevaba en su mano personal. Pero yo no tenía brevas, ni para lo de los árboles, ni para lo de la mujer. Pero la voz del cual me gritó, estoy seguro de que era la suya.

Louis reflexionó unos instantes, poniéndose a su vez a dar vueltas a la mesa.

—¿Lo volviste a ver después?

—No personalmente.

—¿Lo reconocerías?

—Pos sí, claro.

—Dices que lo reconociste por la voz. ¿Y la voz del teléfono en Nevers y París? ¿Podría ser la suya?

Clément interrumpió su ronda y se apretó el ala de la nariz.

—¿Y bien? Tienes oído y conoces su voz. ¿Era él el del teléfono?

—El teléfono cambia todo —dijo Clément mohíno—. La voz no está en el aire, está en el plástico. No se puede saber en cuanto a quién es.

—¿Podría ser él?

—No sé decirlo. No pensaba en él cuando hablaba la voz del teléfono. Pensaba en el dueño del restaurante.

—Y llevabas nueve años sin oírla… ¿Sabes cómo se llama… el Podadera?

—Pos no. No me acuerdo.

Louis suspiró, algo exasperado. Aparte del nombre del director y del de uno de los violadores, Clément no había grabado ninguno en su memoria. Pero seamos justos: había sido capaz de recordar una historia entera y coherente, pese a que se remontaba a varios años atrás. No quedaría mucho que hacer para reconstruirla del todo si Clément había dicho la verdad, cosa que creía.

Dobló cuidadosamente sus notas y se las metió en el bolsillo. Trató de imaginar qué podía sentir una bestia que en plena violación recibe un potente chorro de agua helada. Dolor, humillación, rabia. Virilidad hecha añicos por anegamiento, el tipo no tiene ninguna razón para querer bien al otro. En una mente mínimamente primaria, el odio y la venganza pueden incubarse mucho tiempo. Hacía años que Louis no se topaba con un móvil tan estúpido y, a la vez, tan manifiesto.

Se volvió hacia Clément y le sonrió.

—Ahora puedes ir a dormir si quieres.

—No estoy cansado —dijo Clément inopinadamente.

Louis se dio cuenta, en el momento de irse, de que no había nadie en la casa para vigilar a Clément. Y mientras no estuviera seguro de nada, no podía arriesgarse a dejar que se escapara. Pensó en subir rápidamente hasta la buhardilla para ver si Vandoosler el Viejo estaba allí, pero no se atrevía a dejar a Clément solo tres minutos. Su mirada se topó con el mango de la escoba que Lucien había dejado apoyada en la pared después de llamar a Marc. Dudó. Utilizar ese chisme le parecía vagamente contagioso, como si corriera el peligro de dejar en ello parte de su integridad mental. Pero en esa casa no quedaba otro remedio.

Louis agarró el mango de la escoba y dio cuatro golpes en el techo. Luego aguzó el oído y oyó cerrarse una puerta. El viejo policía estaba bajando. Desde luego, el sistema funcionaba perfectamente.

Louis detuvo a Vandoosler el Viejo en el descansillo.

—¿Puedo confiarte la vigilancia de Clément hasta que vuelvan los demás?

—Claro. ¿Tienes alguna pista?

—Podría ser. Di a Marc que me voy mañana a Nevers. Le telefonearé esta noche. ¿Todavía se os puede llamar al café de la esquina?

—Sí, hasta las once.

Louis comprobó que llevaba el número encima y estrechó la mano al viejo policía.

—Hasta pronto. Vigiladlo bien.