XVI

Mientras se dirigía a toda prisa hacia el caserón cochambroso de la calle Chasle, Louis se preguntaba si por casualidad quedaría algún resto del gratén del día anterior. Vandoosler el Viejo parecía entender de cocina, y hacía siglos que no había comido gratén. Porque el gratén es necesariamente un plato colectivo. Y cuando uno vive solo no puede aspirar a comer cocina colectiva.

No cabía duda de que esos tres tipos de casi cuarenta años compartiendo casa con el viejo tío Vandoosler distaban mucho de constituir un modelo de realización existencial. Eso lo había hecho sonreír más de una vez. Pero, en el fondo, su vida de investigador solitario, traductor de Bismarck y guardador de zapatos tampoco tenía nada de modélica. Y ellos, al menos, tenían cada uno una planta, no estaban solos y, encima, comían gratén. Pensándolo bien, la cosa tenía su aquél. Y nadie había dicho que fuera definitivo. Louis tenía tendencia a pensar que el primero que se largaría del caserón con una mujer sería Mathias. Pero quién sabe, quizá fuera el Viejo.

Era más de la una cuando llamó a la puerta. Lucien lo hizo entrar con prisa. Era su día de servicio y se apresuraba a terminar de lavar los platos antes de ir a dar clase.

—¿Ya habéis comido todos? —le preguntó Louis.

—Tengo clase a las dos. Siempre comemos pronto los jueves.

—¿Está Marc?

—Ahora lo llamo.

Lucien cogió el mango de la escoba y dio dos golpes en el techo.

—¿Qué sistema es éste? —preguntó Louis algo extrañado.

—Es el sistema de radiocomunicación interior. Un golpe para Mathias, dos para Marc, tres para mí, cuatro para el Viejo, y siete es formación general antes de salir para el frente. Sería un coñazo tener que subir a los pisos cada dos por tres.

—Ah —dijo Louis—, no estaba al corriente.

Al mismo tiempo, examinaba en el techo toda una zona marcada con diminutas conchas.

—Eso sí, estropea el yeso —comentó Lucien—, ningún sistema es perfecto.

—¿Y Vauquer? ¿Qué tal ha ido? ¿No ha habido líos?

—En absoluto. ¿Has visto su retrato en el periódico? Lo han clavado, los tíos. A mediodía lo hemos traído a comer con nosotros, pero con las contraventanas cerradas. Con el calor que hace, a los vecinos les habrá extrañado. Ahora está descansando. Siesta personal, ha dicho.

—Es increíble lo que llega a dormir el tipo éste.

—Yo creo que es nervioso —dijo Lucien desatándose el delantal de lavar platos.

Se oyó a Marc bajar corriendo por la escalera.

—Os dejo —dijo Lucien apretándose el nudo de la corbata—. Me voy a enseñar a las jóvenes mentes los cataclismos de nuestro siglo veinte. Tanto polvo en una cabeza infantil… —añadió en un murmullo.

Salió como una exhalación, saludando a Marc de pasada. Louis se había sentado, pensativo. En esa casa, perdía un poco sus referencias habituales acerca de la normalidad.

—Está durmiendo —dijo Marc en voz baja señalando la puerta del pequeño cuarto.

—Ya lo sé —dijo Louis susurrando maquinalmente a su vez—. ¿No quedó nada anoche?

—¿No quedó qué? —preguntó Marc sorprendido.

—Gratén.

—Ah, gratén. Sí, queda una ración grande en la nevera. ¿Te la caliento?

—Por favor —dijo Louis con un suspiro de satisfacción.

—Y si quieres café… Ahora lo hago.

—Por favor —repitió Louis.

Miró a su alrededor. Es verdad que la sala, con sus tres ventanales de medio punto, tenía un aspecto un tanto monacal. Hoy todavía más, con la penumbra que creaban las contraventanas cerradas y el susurro de sus voces.

—La cosa está que arde —dijo Marc—. ¿Has visto el periódico?

—Sí, lo he visto.

—La pobre Marthe debe de estar preocupadísima por su muñeco. Pasaré a buscarla después de limpiar. También nos traeremos el acordeón.

—Ni hablar de que toque aquí, Marc.

—Ya lo sé. Sólo es para que se anime.

—Despiértalo. No tenemos tiempo que perder.

Marc entró con suavidad en el cuarto, pero Clément no dormía. Tumbado en la cama, con los brazos abiertos, miraba la ventana cerrada.

—Ven —le dijo Marc—. Vamos a hablar otra vez.

Clément se instaló enfrente de Louis, con las pantorrillas metidas debajo de la silla y los pies rodeando los barrotes.

Marc sirvió el café y pasó el gratén a Louis.

—Esta vez, Clément —empezó a decir Louis—, vas a tener que ayudarnos. Con esto —dijo señalándose la frente—. ¿Has visto tu cara en los periódicos? Tienes a todo París buscándote. Todo París, menos seis personas, una que te quiere y cinco que intentan creerte. ¿Me sigues?

Clément asintió.

—Si no me sigues, Clément, hazme una seña. No tengas miedo, no hay vergüenza en eso, como diría Marthe. El mundo está lleno de tipos tremendamente inteligentes que son unos auténticos cabrones. Si no entiendes, levanta la mano. Así.

Clément volvió a asentir, y Louis aprovechó para engullir un bocado de gratén.

—Escucha —prosiguió Louis con la boca llena—. Punto a, hay un tipo que te ha encargado un trabajo. Pero, punto b, era una gran maquinaria.

—Maquinación —dijo Clément.

—Maquinación —repitió Louis pensando que Clément aprendía más rápido de lo previsto—. Y, punto c, podrían condenarte en lugar de ese tipo. Ese tipo es el del teléfono en Nevers y es el del teléfono en el hotel. Piensa. ¿Conocías su voz?

Clément se apretó la nariz bajando la cabeza. Louis iba comiendo.

—No, no por mi parte.

—¿Era la voz de un desconocido?

—No lo sé. No lo he reconocido yo mismo, pero en cuanto a ser un desconocido, del cual no sé.

—Bueno, déjalo. Punto c…

—Ya has dicho el punto c —le sopló Marc—. Lo vas a liar.

—Mierda —dijo Louis—. Punto d, es posible que ese tipo te esté jorobando a propósito porque te odia.

—Sí —dijo Clément—, entiendo.

—Entonces, punto e: ¿quién te odia?

—Nadie —contestó inmediatamente Clément, con el dedo apoyado en la nariz—. También he pensado en esto toda la noche en cuanto a mí.

—¿Ah, sí? ¿Has pensado en eso?

—He pensado en la voz del teléfono y en saber quién me hacía daño.

—¿Y dices que nadie estaba resentido contigo?

Clément levantó la mano.

—¿Que nadie te odia?

—Nadie. O igual… si no… podría ser mi padre.

Louis se levantó y fue al fregadero a enjuagar el plato.

—¿Tu padre? Esto que dices no es ninguna idiotez. ¿Dónde está tu padre?

—Murió hace años.

—Bueno —dijo Louis volviendo a sentarse—. ¿Y tu madre?

—Está en España en el extranjero.

—¿Eso te lo dijo tu padre?

—Sí. Nos dejó cuando yo todavía no había nacido. Pero ella me quiere, lo contrario de mi padre. Está en España. La voz del teléfono es un hombre.

—Sí, lo sé.

Louis lanzó una mirada un poco descorazonada a Marc.

—Vamos a charlar de otra manera —propuso Louis—. Dime dónde viviste cuando dejaste a Marthe.

—Mi padre me metió en Nevers, en una escuela.

—¿Ningún problema, en esa escuela?

—Pos no, ningún problema. No iba.

—¿Recuerdas el nombre de esa escuela? —preguntó Louis sacando un bolígrafo.

—Sí, la escuela de Nevers.

—Ya —dijo Louis guardando el bolígrafo—. ¿Allí es donde aprendiste música?

—Fue después. Cumplí mis dieciséis años personales del cual dejé la escuela.

—¿Adónde fuiste?

—Fui a hacer de jardinero en el Instituto Merlin a lo largo de seis años.

—¿En Nevers?

—Muy cerca de Nevers.

—¿El Instituto Merlin, has dicho? ¿Un instituto de qué?

Clément levantó los brazos en señal de ignorancia.

—Es para lecciones —dijo—. Es un instituto de lecciones para alumnos, alumnos mayores, adultos. Y alrededor hay un parque, en cuanto al cual yo era el ayudante del jardinero.

—¿Y allí tampoco tuviste problemas?

—Pos no, no tuve problemas.

—Piensa bien. ¿Cómo eran los demás contigo? ¿Agradables?

—Agradables.

—¿Nunca hubo peleas?

Clément sacudió la cabeza un buen rato.

—No —dijo—. Odio las peleas personales. Allí estaba bien, muy bien. El señor Henri me enseñó acordeón.

—¿Quién era?

—El profesor de…

Clément dudó, se apretó la nariz.

—Economía —dijo—. Y yo también iba a las lecciones cuando hacía lluvia.

—¿Qué lecciones?

—Las lecciones de todas. Había sin parar. Yo entraba por la puerta de atrás.

Clément miró a Louis con atención.

—No entendía todas las palabras —dijo.

—Y allí, ¿ningún enemigo? ¿Nada?

—Pos no, nada de nada.

—¿Y luego, después del Instituto Merlin?

—Ya no era igual… Pregunté en todos los jardines de Nevers, pero ya tenían jardinero. Entonces hice acordeón. Es lo que hago desde mis tiempos de veintiún años.

—¿Por las calles?

—Por todos los sitios donde la gente da. Me conocen personalmente en Nevers, toco en los cafés que me alquilan sábados. Tengo dinero para mi habitación y para todo en cuanto a lo que un hombre debe tener para vivir.

—¿Peleas?

—No hay peleas. No me gustan las peleas, nunca tengo yo mismo. Vivo tranquilamente y el acordeón también. Está bien. Prefería jardinero en Merlin.

—Pero entonces, ¿por qué te fuiste?

—Pos por lo de la violación de esa chica en el parque.

Louis dio un respingo.

—¿La violación de una chica? ¿Has violado a una chica?

—Pos no.

—¿Hubo una pelea?

—Pos no, ni siquiera una pelea. Cogí la manguera de agua fría y regué a los tíos como del cual hacen a los perros que quieren separarlos. Eso los separó muy bien. El agua estaba helada.

—¿A quién hiciste eso?

—A unos tíos asquerosos que violaban a la mujer y los otros que la sujetaban. Lo hice con la manguera de jardinero. El agua estaba helada.

—Y… dime una cosa… ¿Estaban contentos, los tíos?

—¡Pos no! El agua estaba helada, y tenían los muslos desnudos, y el culo también. Hace mucho frío en cuanto a la temperatura sobre la piel. Además, eso los separó de la mujer. Había uno que quería matarme. Hasta dos.

Se hizo un silencio plúmbeo, que Louis alargó pasándose lentamente la mano por el pelo. Un rayo de sol pasaba entre las contraventanas y daba en la mesa de madera. Louis lo siguió con el dedo. Marc lo miró. Tenía los labios apretados, los rasgos algo tensos, pero el verde de los ojos era nítido y claro. Marc sabía, como Louis, que acababan de tocar tierra. Puede que fueran sólo lodo y escollos, pero por lo menos era tierra. Incluso Clément pareció darse cuenta de algo. Miró a uno y a otro y, de repente, bostezó.

—¿No estarás cansado? —preguntó Louis con inquietud, sacando de nuevo su bolígrafo y papel.

—No es nada —contestó Clément con gravedad, como si tuviera que recorrer a la fuerza veinte kilómetros antes del anochecer.

—Aguanta bien personalmente —dijo Louis con el mismo tono.

—Sí —dijo Clément enderezando la espalda.