XIV

A las once de la mañana siguiente, Kehlweiler se presentó en la comisaría del distrito 9. Por el camino se había comprado los periódicos de la mañana y pedido al cielo que los evangelistas, como los llamaba Vandoosler el Viejo, hubieran montado buena guardia: el retrato robot del presunto asesino aparecía en primera plana, con un parecido pasmoso.

Preocupado, Louis entró en la comisaría con paso lento. Esta vez lo hicieron esperar. Probablemente, a Loisel no le había hecho gracia verlo volver tan pronto al archivo. En cuestión de investigaciones, Louis Kehlweiler tenía una poco tranquilizadora fama de hurón decidido a explorar todos los túneles que se le presentaran. Debido a los desagradables efectos colaterales que podía acarrear un huroneo demasiado intenso, a nadie le gustaba demasiado encontrarlo estudiando un archivo sin habérselo pedido. Puede que Loisel lamentara ya su franqueza excesivamente espontánea del día anterior. Al fin y al cabo, Kehlweiler ya no estaba en el ministerio, Kehlweiler ya no era nada.

Louis pensaba en el modo eventual de conservar la iniciativa cuando Loisel abrió la puerta y lo hizo pasar.

—Hola, Alemán. ¿Qué te preocupa?

—Un detalle que me gustaría volver a ver y una idea que me gustaría transmitirte. Después, iré al 19 a enterarme.

—No te molestes —dijo Loisel sonriente—, ahora llevo yo los dos casos. Coordino toda la investigación.

—Excelente noticia. Me alegro de haber podido ayudarte.

—¿A qué te refieres?

—Me preocupaba que el archivo cayera en manos de tu colega —dijo Louis en tono evasivo—. Así que anoche me tomé la libertad de hacer unas cuantas llamadas al ministerio para hablar de ti. Me satisface ver que ha dado resultado.

Loisel se levantó y estrechó la mano a Louis.

—Es normal, hombre. No hables de esto, me joderías los contactos.

Loisel hizo un gesto de comprensión tácita y volvió a sentarse, risueño. Louis no estaba en absoluto avergonzado. Mentir a los policías formaba parte de la rutina, de la suya y de la de ellos. Todo eso lo hacía por Marthe.

—¿Qué querías volver a ver, Alemán? —preguntó Loisel, convirtiéndose de nuevo en el hombre amable y cooperador del día anterior.

—Las fotos de las víctimas in situ, un primer plano de la parte superior del cuerpo, por favor.

Loisel arrastró los pies hasta el armario metálico. Producía un chirrido de patinaje en el linóleo. Volvió rechinando hasta Louis y dejó las fotos en la mesa. Louis las examinó atentamente, con semblante tenso.

—Aquí —dijo a Loisel señalando en una de las fotos el espacio situado junto a la cabeza—. Aquí, en la alfombra, ¿no ves algo?

—Sí, un poco de sangre. Ya lo sé, ésta es mi víctima.

—Es una alfombra de pelo largo, ¿no?

—Sí, una especie de piel de cabra.

—¿Y no tienes la impresión de que, junto a la cabeza, una mano ha tirado de los pelos de la alfombra en todas las direcciones?

Loisel frunció las cejas rubias y fue hacia la ventana con la foto.

—¿Quieres decir que la alfombra parece más revuelta?

—Sí, eso es. Arrugada, enredada.

—Hombre, puede ser, sí. Pero una alfombra de piel de cabra se enreda muy fácilmente. No veo a dónde quieres ir a parar.

—Mira la otra foto —dijo Louis reuniéndose con él junto a la ventana—, la del primer asesinato. Mira, en el mismo sitio, cerca de la cabeza, de la oreja izquierda.

—Es moqueta. ¿Qué quieres que vea?

—Rastros de rascado, de frote, como si la mano del tipo hubiera arañado el suelo en el mismo sitio.

Loisel sacudió la cabeza.

—No. No veo nada. Francamente.

—Bueno. Puede que divague.

Louis se puso la chaqueta, recogió los periódicos y se dirigió hacia la puerta.

—Dime una cosa, antes de que me vaya. ¿Qué esperáis exactamente? ¿Un tercer asesinato?

—Seguramente, si antes no echamos el guante al tipo.

—¿Por qué seguramente?

—Porque no tiene por qué parar, por eso. Los maníacos sexuales, cuando empiezan, no paran. ¿Dónde? ¿Cuándo? No tenemos ninguna pista. Nuestra única posibilidad de salvar a la próxima mujer es esto —dijo señalando con el dedo el retrato robot del periódico—. Entre dos millones de parisinos, alguno habrá que nos diga dónde está. Con esa cara de cretino, no debe de pasar inadvertido. Aunque se tiñera de pelirrojo, lo reconocerían. Pero me sorprendería que se le ocurriera.

—Ya —dijo Louis, contento de haber desaconsejado el rojizo a Marthe—. ¿Y si se esconde al ver el periódico?

—En cualquier escondite hay gente. Y no veo quién va a ser tan panoli para defender a un cabrón así.

—Ya —repitió Louis.

—Aparte de su madre, claro… —suspiró Loisel—. Las madres nunca hacen las cosas como todo el mundo.

—Sí.

—Y eso que la suya buena pieza sería para que su hijo haya llegado a esto. En fin, no vamos a llorar por él, ¿no? Sólo faltaría. Lo mismo lo tenemos en este despacho esta misma noche. Así que ya ves, lo de la tercera víctima no me preocupa demasiado. Adiós, Alemán, y gracias por…

Loisel se llevó la mano al oído con dos dedos tiesos imitando un teléfono.

—No es nada —dijo Louis con sobriedad.

En la calle, Louis respiró tranquilo. Por unos instantes se figuró que Loisel había mandado seguirlo, y él, sin darse cuenta de nada, lo conducía directamente, renqueando, hasta el caserón cochambroso de la calle Chasle. Se imaginó el encuentro Loisel-Vauquer bajo el techo de un ex poli corrupto y de tres evangelistas dudosos, y pensó que no era lo mejor que podía pasarle a su carrera. Carrera que, como recordó de repente, había abandonado recientemente. Comprobó que tras sus talones no tenía a ningún hombre de Loisel. Sólo una vez en su vida se había visto sorprendido por alguien que lo seguía.

Volvió a pensar en las fotos, mientras andaba lentamente hacia la parada del autobús. No era el momento de perder horas atravesando París a pie, y le dolía la rodilla. Había huellas junto a la cabeza de las dos mujeres, no cabía duda. ¿Huellas de qué? Eran apenas visibles en la foto de la primera víctima, pero muy claras en la de la segunda.

En el autobús, inclinados sobre el periódico, algunos pasajeros escrutaban el rostro de Clément Vauquer rebuscando en su memoria. No les sería fácil descubrirlo en el cuarto interior de los evangelistas. De momento sólo seis personas conocían su nombre. No, ocho. Estaban las dos prostitutas de la calle Delambre. Louis apretó los dientes.