XIII

Una vez fuera, los dos hombres remontaron la calle en silencio.

—Entonces, ¿qué? —preguntó Louis—. ¿Sí o no?

—No —contestó Marc en tono abrupto—. No hay ninguna mujer en casa, ni la sombra de una, un auténtico desierto. Pero eso no te da derecho a escupir en la arena.

—¿Y los vestidos?

—Es la ropa de la señora Toussaint. Me traigo ropa para planchar en casa, ya te lo había dicho.

—Ah, es verdad. Tu trabajo.

—Pues sí, mi trabajo. ¿Algo que objetar?

—Pero ¿qué os pasa a todos últimamente? —preguntó Louis parándose—. ¡Os pasáis el día vociferando!

—Si hablas de la casa, es normal. Siempre gritamos, a Lucien le encanta. Y eso sacude a Mathias, así que nos beneficia a todos y nos distrae de nuestras preocupaciones, de nuestros problemas de dinero y de nuestras historias de vestidos sin mujer dentro.

Louis asintió.

—¿Crees que hay aunque sea una posibilidad de que el muñeco de Marthe no sea culpable?

—Creo que hay más de una. Espérame aquí, voy a la fuente y vuelvo. Voy a mojar a Bufo.

Marc se crispó.

—¿Te has traído al sapo? —dijo con voz chillona.

—Sí, he pasado antes a buscarlo. Se aburría en la cesta de los lápices, y si lo piensas un poco, es comprensible. Tengo que airearlo, al bicho. No te pido que lo cojas.

Hostil y asqueado, Marc miró a Louis humedecer a su grueso sapo grisáceo, hacerle algunas recomendaciones y metérselo de nuevo en el bolsillo derecho de la chaqueta.

—Qué asco —fue su único comentario.

—¿Quieres una cerveza?

Los dos hombres se instalaron en la terraza de un café casi desierto. Marc tomó la precaución de sentarse a la izquierda de Louis, por el bolsillo del sapo. Eran las once y media, y no hacía frío.

—Creo —dijo Louis— que el muñeco de Marthe es un auténtico imbécil.

—Opino lo mismo —dijo Marc levantando la mano para llamar al camarero.

—En ese caso, no sería capaz de imaginar él solo la historia del dueño del restaurante, ni siquiera para salvar el pellejo.

—Sí. El tipo existe.

—¿Qué tipo?

—Pues —dijo Marc, todavía con la mano levantada— el que manipula al muñeco. «El Otro». El asesino. Existe.

—Tu mano no funciona —observó Louis.

—Ya —dijo Marc volviéndola a poner sobre el muslo—. Nunca consigo hacer que venga el camarero.

—Falta de autoridad natural —sugirió Louis, que levantó la mano a su vez.

Pidió en seguida dos cervezas al camarero y se volvió hacia Marc.

—Me importa un carajo —dijo Marc—. No me impresiona. Decíamos que ese tipo existe.

—Probablemente. No podemos estar seguros. Si existe, sabemos dos o tres cosas de él: conoce a Clément Vauquer, lo odia, y no es un asesino en serie.

—Sigo sin entender.

Louis hizo una mueca y bebió un trago.

—Es porque ese tipo cuenta. Cuenta. La primera mujer, la segunda, la tercera… ¿Recuerdas lo que contó Vauquer? El tipo del teléfono hablaba así… «la primera chica»… «la segunda chica»… Las cuenta. Y si cuentas es que sabes adónde quieres llegar, es que esperas un total. Si no no vale la pena contar. Tiene un límite, un objetivo. Un tipo que emprende una masacre universal no se pone a contar. Uno no cuenta hacia el infinito, ¿para qué? Creo que el asesino se ha puesto un número preciso de mujeres que matar y que su lista tiene un fin. No es un asesino en serie. Es el asesino de una serie. ¿Captas la diferencia? Asesino de una serie.

—Sí —dijo Marc sin convicción—. Das importancia a tonterías.

—Los números nunca son tonterías. A eso hay que añadir que un asesino en serie no habría alquilado los servicios de un chivo expiatorio. El tipo que hizo eso tenía intención de utilizar a Vauquer para un número limitado de víctimas. Vauquer es el chivo de una operación bien organizada, pero no de una matanza perpetua. Si realmente hay un hombre detrás de él, es peligroso a más no poder y perfectamente dueño de su sistema. Eligió a su chivo y eligió a las mujeres. No al azar, eso seguro. Su serie, para tener un valor, debe tener un sentido. A sus ojos, claro.

—¿Qué valor?

—Un valor simbólico, un valor representativo. Matar a siete mujeres para matar a todas las mujeres del mundo, por ejemplo. Entonces comprenderás que esas siete mujeres no pueden elegirse así como así. Tienen que constituir un conjunto, formar un sentido, un universo.

Louis tamborileó en su vaso de cerveza.

—Creo que la cosa funciona así —prosiguió—; y si lo piensas, verás que hasta es un funcionario simple y banal. En todo caso, ten cuidado; hay que encerrar a Clément Vauquer como sea, sobre todo si es inocente. Si sobreviene el tercer asesinato, al menos sabremos que el responsable no es ese cretino. Será una prueba sólida.

—¿Crees de verdad que habrá un tercer asesinato?

—Sí. «El Otro» no ha hecho más que empezar. El problema es que no se conoce ni la magnitud de su serie, ni su sentido.

Louis volvió a su casa a pie, contando cosas a su sapo.