XII

Marc Vandoosler había acabado bastante tarde la limpieza de la casa de la señora Mallet, y los demás ya habían empezado a cenar cuando llegó al refectorio. Le tocaba al padrino cocinar, y había gratén. El padrino era un as del gratén.

—Come. Se va a enfriar —dijo Vandoosler el Viejo—. Por cierto, el Alemán ha venido a mediodía a llevarse trapos tuyos. Prefiero que lo sepas.

—Ya lo sabía —dijo Marc—, me lo encontré por la calle.

—¿Y para qué son?

—Para esconder a alguien a quien busca la policía.

—Típico de Kehlweiler —masculló el padrino—. ¿Y qué ha hecho el tipo en cuestión?

Marc miró uno tras otro a Mathias, a Lucien y al padrino, que se inflaban a gratén sin tener ni idea de lo que se les venía encima.

—Nada —dijo en tono mustio—. Sólo es el pirado que ha matado a esas dos mujeres en París, el asesino de las tijeras.

Los tres rostros se levantaron al mismo tiempo. Lucien lanzó un rugido, Mathias no dijo nada.

—Y también tengo que deciros —prosiguió Marc con la misma voz cansina— que esta noche viene a dormir a casa. Está invitado.

—¿Qué broma es ésta? —preguntó Vandoosler el Viejo en tono bastante jovial.

—Te lo resumo en un segundo.

Marc se levantó y fue a comprobar que las tres ventanas de la sala estaban cerradas.

—Célula de crisis —murmuró Lucien.

—Tú calla —dijo Mathias.

—El asesino de las tijeras —prosiguió Marc volviéndose a sentar—, el tipo del que hablan todos los periódicos, ha ido a refugiarse en casa de la vieja Marthe, que cuidó de él cuando era pequeño y desgraciado. Y Marthe se aferra a su muñeco como una leona, y clama su inocencia. Ha pedido a Louis que se encargue del asunto. Pero, si Louis entrega el muñeco a la pasma, entregará a Marthe con él. Es lo de tirar la fruta fresca con la pocha, así que vosotros veréis. Y Louis nos trae al hombre esta noche porque tiene miedo de que se cargue a Marthe; en cambio aquí no hay mujeres, estrictamente ninguna, y no felicito a nadie. Sólo hay cuatro tipos viriles con los que cree poder contar. Nos encargaremos de vigilarlo cada minuto de su vida. Eso es todo.

—Movilización general —dijo Lucien volviéndose a servir gratén—. Antes hay que pensar en alimentar a las tropas.

—A lo mejor te parece divertido —dijo Marc mirándolo con sequedad—, pero si vieras la cara de Marthe, que ha envejecido diez años, si vieras la del tarado ése, y sobre todo si vieras las de las dos mujeres que ya han muerto, no te haría tanta gracia.

—Ya lo sé. ¿Te crees que soy gilipollas?

—Perdona. He limpiado todos los cristales en casa de la señora Mallet y estoy molido. Ahora que ya os he resumido la historia, hago una pausa, como, y os doy los detalles con el café.

Marc no solía tomar café, le ponía nervioso, y todo el mundo estaba de acuerdo en que eso era algo prescindible, ya que de por sí tenía pinta de tomarse diez al día. En otro orden de cosas, el café tampoco iba a moderar la agitación vociferante de Lucien Devernois, pero como Lucien disfrutaba particularmente armando jaleo, nada en el mundo podía privarlo de excitantes. En cuanto a Mathias Delamarre, cuya placidez lo confinaba a veces en un impresionante mutismo, su anatomía era insensible a ese tipo de detalles. El padrino llenó pues tres tazas mientras Marc forcejeaba tratando de desplegar la tabla de planchar. Mathias le echó una mano. Marc enchufó la plancha, arrastró hacia sí una gran cresta repleta de ropa y extendió concienzudamente una camisa de manga corta sobre la tabla.

—Es mezcla de algodón y viscosa —dijo—, tengo que ir con mucho cuidado.

Y asintió, como para convencerse mejor de ese principio, bastante nuevo para él, antes de exponer los detalles del caso del muñeco de Marthe. De vez en cuando se interrumpía para humedecer la ropa con un vaporizador, porque Marc se había declarado hostil a la plancha de vapor. Mathias opinaba que lo hacía muy bien. En las tres semanas que llevaba trayendo ropa para planchar en casa, era frecuente que los cuatro hombres se entretuvieran abajo, reunidos alrededor de la plancha humeante mientras Marc oficiaba ante su pila de ropa. Marc había hecho sus cálculos: por cuatro horas de limpieza al día, y dos de plancha en casa, sacaría siete mil doscientos francos al mes. Eso le dejaría tiempo para trabajar en su Edad Media por las mañanas, y de momento se las arreglaba perfectamente para explorar los arriendos del siglo XIII por la mañana y correr a pasar el aspirador por la tarde. Fue una noche en que vio a Lucien dando lustre a la gran mesa de madera del refectorio con una gamuza mientras peroraba acerca de su pasión por el pulimento, cuando Marc Vandoosler, que no tenía ni idea en cuestión de artes domésticas, decidió hacerse profesional, tras doce años de desempleo en historia medieval. Había ido a pedir un cursillo acelerado a Marthe, y en menos de quince días había encontrado cuatro casas donde colocarse. Lucien, pesimista por vocación, había seguido con gran inquietud la conversión profesional de su amigo. Que la Edad Media corriera el riesgo de perder a un estudioso no lo preocupaba, porque a Lucien, como historiador dedicado exclusivamente a los tiempos contemporáneos y al cataclismo de 1914, le importaba un rábano la Edad Media. No, temía sobre todo que Marc no se adaptara a su nuevo trabajo y que acabara rompiéndose la crisma en el gran abismo que separa la idea de un acto de su puesta en práctica. Pero, por el contrario, Marc aguantaba, y ahora estaba claro que incluso se tomaba con auténtico interés la comparación entre los respectivos méritos de los productos de limpieza, por ejemplo, los jabones líquidos con ceras respecto a los jabones líquidos a secas —los primeros tenían un efecto más bien pringoso según Marc.

Marc había acabado con los detalles de la historia de Marthe y su asesino, y cada cual estaba tenso a su manera ante la idea de tener que esconder y vigilar a ese tipo.

—¿Dónde lo ponemos? —preguntó Mathias, práctico.

—Ahí —dijo Marc señalando con el dedo un cuarto contiguo a la sala—. ¿Dónde si no?

—Podríamos instalarlo en el trastero de fuera, echando el cerrojo —sugirió Lucien—. No hace frío.

—Eso, así todo el barrio nos vería ir y venir para llevarle la comida, y al cabo de dos días tendríamos a la policía de visita. ¿Y el váter, no se te ha ocurrido? ¿Te encargarías tú de vaciarle el cubo?

—No —dijo Lucien—. Lo que pasa es que no me apetece tener a ese pirado aquí. Uno no tiene vocación de encerrarse con asesinos.

—Decididamente, no pareces haber captado bien la situación —dijo Marc elevando la voz—. Es Marthe el problema. ¿Quieres mandarla a la cárcel, es eso?

—¡La plancha! —dijo Mathias.

—¿Lo ves, imbécil? Un poco más y quemo la falda de la señora Toussaint. Ya te he explicado que Marthe se cree toda la historia de su Clément, que cree en su inocencia, y que a nosotros no nos queda más remedio que creer lo que cree Marthe hasta que consigamos hacerle creer lo que creemos. Por lo menos, así está más claro —suspiró Lucien.

—En resumen —dijo Marc desenchufando la plancha—, lo alojaremos en el cuarto de abajo. Tiene ventanas que se cierran desde fuera. Para la guardia de esta noche propongo a Mathias.

—¿Por qué Mathias? —preguntó el padrino.

—Porque yo estoy molido; porque Lucien se opone a toda la operación, luego no es de fiar; en cambio Mathias es un hombre seguro, valiente y robusto. Es el único de nosotros que reúne esas condiciones. Mejor que sea él quien pague la novatada. Mañana lo relevamos.

—No me has pedido mi opinión —dijo Mathias—. Pero de acuerdo. Dormiré delante de la chimenea. Si…

Marc lo interrumpió con la mano.

—Aquí están. Están entrando por la verja. ¡Lucien, las tijeras de la pared! Descuélgalas y escóndelas. No hace falta tentar al diablo.

—Son mis tijeras para cortar el cebollino —dijo Lucien—, y están muy bien donde están.

—¡Que las descuelgues! —gritó Marc.

—Espero que te des cuenta —dijo Lucien cogiendo lentamente las tijeras— de que eres un cagueta compulsivo, Marc, y que habrías hecho un papel deplorable como soldado de trinchera. De hecho, ya te lo he dicho varias veces.

Con los nervios de punta, Vandoosler el Viejo se dirigió hacia Lucien y lo cogió por el cuello de la camisa.

—Métete en la cabeza de una vez por todas —dijo entre dientes— que en la época de tus putas trincheras, yo me habría quedado en la retaguardia haciendo poesía con cuatro mujeres en mi cama. En cuanto a tus tijeras para el cebollino, no tengo ganas de verlas clavadas en el vientre de una chica esta noche. Eso es todo.

—Bueno —dijo Lucien apartando los brazos—, si te lo tomas así…

Abrió el aparador y dejó caer las tijeras detrás de una pila de trapos.

—La tropa está nerviosa esta noche —murmuró—. Será el calor.

Vandoosler el Viejo abrió la puerta a Kehlweiler y al protegido de Marthe.

—Pasa —dijo a Louis—. Esta noche hay bronca, pero tú ni caso. La llegada del chico sacude el barco.

Vauquer estaba cabizbajo, y nadie se tomó la molestia de saludarle ni de presentarse. Louis lo hizo sentarse a la mesa guiándolo con una mano en la espalda, y Vandoosler fue a calentar café.

Sólo Marc se dirigió hacia Clément con interés, y tocó varias veces su pelo corto y castaño oscuro.

—Está bien —dijo—, está muy bien lo que te ha hecho Marthe. ¿A ver por detrás?

El joven inclinó la cabeza hacia delante y la volvió a levantar.

—Perfecto —concluyó Marc—. También te ha puesto algo de maquillaje… Queda bien. Ha hecho un trabajo estupendo.

—Más vale —dijo Louis—. Si hubieras visto el retrato robot…

—¿Logrado?

—Mucho. Mientras no tenga barba de diez días, este tío no sale de aquí. Sería prudente conseguirle unas gafas.

—Tengo —dijo Vandoosler el Viejo—. Unas gafas de sol bastante grandes. Son de temporada, tapan bien la cara y no le harán daño a los ojos.

Esperaron en silencio a que el padrino hubiera subido los cuatro pisos. Clément Vauquer removía ruidosamente su café, sin decir palabra. Marc tuvo la impresión de que tenía ganas de llorar, de que tenía miedo de encontrarse sin Marthe entre extraños.

El padrino trajo las gafas, que Marc probó con suavidad a Clément.

—Abre los ojos —le dijo—. ¿No se te caen?

—¿Caer qué? —preguntó Clément con voz vacilante.

—Las gafas.

Clément negó con la cabeza. Parecía extenuado.

—Acábate el café, voy a enseñarte tu cuarto —añadió Marc.

Llevó a Clément del brazo hasta el pequeño cuarto y cerró la puerta tras ellos.

—Es éste. De momento, ésta es tu casa. No trates de abrir las contraventanas, porque están cerradas por fuera. Mejor que la gente no te vea. Tampoco trates de escapar. ¿Quieres algo para leer?

—No.

—¿Quieres una radio?

—No.

—Entonces duerme.

—Lo intentaré.

—Oye… —dijo Marc bajando la voz.

Como Clément no le escuchaba, Marc lo cogió por el hombro.

—Oye —volvió a decir.

Esta vez, atrapó su mirada.

—Marthe vendrá a verte mañana. Te lo prometo. Así que ahora puedes dormir.

—¿Personalmente?

Marc no sabía si la pregunta se refería a Marthe o al sueño.

—Sí, personalmente —afirmó por si acaso.

Clément pareció aliviado y se acurrucó sobre la exigua cama. Marc volvió a la sala, incómodo. A fin de cuentas, no sabía qué pensar de ese tipo. Maquinalmente, subió a su habitación a buscarle una camiseta y un short para dormir. Cuando abrió de nuevo la puerta para dárselos, Clément ya dormía vestido. Marc le dejó la ropa sobre la silla y cerró la puerta sin hacer ruido.

—Ya está —dijo sentándose a la mesa—. Está durmiendo personalmente.

—Al parecer lo he agotado con mis preguntas —comentó Louis—. Marthe me acusa de desgastarle el cerebro como una pastilla de jabón. Esperaré a mañana para seguir.

—¿Qué más esperas averiguar? —dijo Marc—. Ya nos ha dicho todo.

—No si Marthe tiene razón.

Marc se levantó, volvió a enchufar la plancha y sacó un vestido floreado de la cesta.

—Explícate —dijo alisando aplicadamente la tela sobre la tabla.

—Si Marthe tiene razón, si Clément Vauquer sirve de cabeza de turco, ha sido elegido con mucho cuidado. Elegido por sus cualidades de imbécil, de eso no cabe duda, pero no sólo por eso. Porque imbéciles se encuentran a patadas en París, y es tomarse muchas molestias ir hasta Nevers a buscar uno y pagarle una habitación de hotel. Estas complicaciones sólo tienen sentido si el asesino quería precisamente a Clément, y sólo a él, entre todos los imbéciles del país. Eso significa que el Otro utiliza conscientemente sus talentos de cretino, pero que al mismo tiempo satisface un conflicto personal. Conoce a Clément Vauquer, y lo odia. Todo esto suponiendo que Marthe tenga razón.

—A propósito de Marthe, tiene que venir a verlo mañana.

—No es prudente —dijo Louis.

—Se lo he prometido, habrá que arreglárselas para cumplir. Si no, se largará de alguna manera. El chico no aguantará.

—¡Que no aguantará! —exclamó Louis—. Pero ¡si el tipo tiene casi treinta años!

—Te digo yo que no aguantará.

—¡Pues delante de las chicas que asesinó bien que aguantó, el muñeco!

—Acabamos de decir —enunció Marc doblando el vestidito de flores— que partíamos de la idea de Marthe, de la certeza de Marthe. Por lo menos durante un día, por lo menos para interrogarlo en ese sentido. Y tú no aguantas ni dos minutos.

—Tienes razón —dijo Louis—. Tenemos que aguantar un día. Vendré a verlo mañana hacia las dos.

—¿Tan tarde?

—Sí, por la mañana quiero volver a la comisaría del distrito 9. Quiero ver las fotos. ¿Quién monta guardia esta noche?

—Yo —dijo Mathias.

—Excelente elección —aprobó Louis—. Hasta mañana.

—Te acompaño —dijo Marc.

—Dime una cosa —preguntó Louis dubitativo—, veo que planchas vestidos. ¿Hay una mujer en la casa, o qué?

—¿Tan asombroso sería? —preguntó Lucien con arrogancia.

—No —contestó rápidamente Louis—. Pero es… es por él, por Vauquer.

—Creía que era presunto inocente —dijo Lucien—. Así que no hay de qué preocuparse.