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El comisario de división Loisel hizo pasar a Louis a su despacho sin hacerlo esperar. Parecía sinceramente contento de recibirlo. Loisel tenía aproximadamente la edad de Louis, unos cincuenta; era menudo y rubio, y fumaba cigarrillos finos como briznas de paja. En la policía y en el ministerio, Louis Kehlweiler era sobre todo conocido por el mote de «el Alemán», y así era como Loisel lo llamaba también. Louis no podía hacer gran cosa por evitarlo, y además le daba igual. Medio alemán, medio francés, hijo de la guerra, no sabía muy bien dónde fijar sus raíces y habría preferido llamarse el Rin, pero ése era un sueño presuntuoso del que no hablaba a nadie. Lo llamaban Ludwig, o Louis. Sólo Marc Vandoosler por no se sabe qué genialidad mental, decía a veces «el hijo del Rin».

—Hola, Alemán —dijo Loisel—. Me alegro de verte. Hacía años.

—¿Y tu hijo? —preguntó Louis mientras se sentaba.

Loisel levantó dos manos tranquilizadoras, y Louis respondió con un gesto de la cabeza.

—¿Y tú? —dijo el comisario.

—Me echaron del ministerio, hace cuatro años.

—Era previsible. ¿Y ahora? ¿Ya no te contratan?

—Vivo de la traducción.

—Pero en el caso Sevran[3] estabas tú, ¿no es así? En la red de neonazis de Dreux, también. ¿Y en el secuestro del viejo en la buhardilla?

—Estás bien informado. Tuve que tratar unos cuantos casos, en off. Mantenerse fuera de órbita cuando se tienen ficheros es más difícil de lo que parece. Te acosan. Te gritan su existencia al oído. En lugar de pasar de largo, el caso se pone a resonar en tus armarios. Y arma tal jaleo que no te deja dormir en paz, eso es lo que pasa.

—¿Y esta vez?

—Estaba traduciendo tan ricamente una vida de Bismarck cuando un tipo vino a París a asesinar a dos mujeres.

—¿El homicida de las tijeras?

—Sí.

—¿Y te resonó? —preguntó Loisel súbitamente interesado.

—No me dejó indiferente. Me recuerda algo, y no sabría decirte qué.

«¡Qué gilipollez!», pensó Louis.

—Me estás tomando el pelo —dijo Loisel—. Te recuerda algo, y no me quieres decir qué.

—Te aseguro que no. Es un eco sin nombre ni cara, y por eso vengo a verte. Necesito elementos más precisos. Si no te molesta que hablemos del tema, claro.

—No —dijo Loisel con voz vacilante.

—Si se confirma, te diré lo que me ronda por la cabeza.

—Pongamos que dices la verdad. Sé que eres un tío legal. No pasa nada por charlar un rato. No creo que vayas luego a largar a la prensa.

—Ya lo saben casi todo.

—Sí, más o menos. ¿Has ido a ver al colega del distrito 19, para el primer asesinato?

—No, he venido directamente aquí.

—¿Por qué?

—Porque me cae gordo el comisario del 19. Es un capullo.

—Ah… ¿De verdad te lo parece?

—Te lo aseguro.

El comisario de división encendió uno de sus cigarrillos-paja.

—A mí también.

Louis supo que acababan de sellar un pacto sólido: nada tiene mejor efecto de fusión que estar de acuerdo sobre la idiotez de un tercero.

Loisel se dirigió arrastrando los pies hacia la biblioteca metálica. Loisel siempre había arrastrado los pies, algo sorprendente en un hombre más bien dado a cultivar expresiones viriles. De una estantería, sacó un archivador bastante voluminoso que dejó caer con gesto teatral sobre la mesa.

—Aquí está —dijo suspirando—. El peor caso de homicidio maníaco que haya habido en la capital desde hace años. Huelga decir que el ministro nos anda metiendo prisa. Así que, si puedes ayudarme, y si yo puedo ayudar, toma y daca, a lo legal. Si enganchas al tío…

—Por supuesto —aseguró Louis, que pensaba que el tío en cuestión estaba sin duda alguna, en ese preciso momento, descansando hecho un ovillo sobre el edredón de Marthe mientras ésta le contaba un cuento para distraerlo de sus vacuos pensamientos.

—¿Qué quieres saber? —preguntó Loisel hojeando el dossier.

—Los asesinatos. ¿Hay más detalles que los que da la prensa?

—No muchos. Toma, mira las fotos. Como se suele decir, una imagen… Aquí tienes las fotos del primero, el del 21 de junio en la plaza de Aquitaine. ¡El comisario, flexible como un leño, no quería soltar su información! ¿Te imaginas? Hubo que subir hasta Interior para caerle encima.

Loisel señaló con el dedo una de las fotos.

—Ésta es la mujer de la plaza de Aquitaine. No era muy guapa, pero no lo verás, porque la estranguló. Entró no se sabe cómo en el apartamento, seguramente hacia la siete de la tarde. Le puso un trapo en la boca y la mató de un golpe violento, contra la pared al parecer.

—Decían «estrangulada».

—Pero primero golpeada. No es tan fácil estrangular de buenas a primeras, por así decirlo. Después, la arrastró hasta esta alfombra, en el centro de la sala. Se ven los rastros de los zapatos en la moqueta. Y allí la estranguló y le asestó una docena de cuchilladas en el torso, por todas partes, con una hoja pequeña, seguramente de unas tijeras. Una pesadilla, el tipo.

—¿Y violencia sexual?

Loisel alzó las manos y las dejó caer sobre la mesa, como perplejo.

—¡Ninguna!

—¿Te molesta?

—En un caso así, lo normal sería que la hubiera. Mírala: con la ropa intacta y el cuerpo en postura decente. No hay rastro de contacto.

—Y esta mujer… Recuérdame su nombre.

—Nadia Jolivet.

—¿Tenéis datos sobre Nadia Jolivet?

—Los buscó el colega, y no encontró nada del otro jueves. Aquí lo dice: treinta años, secretaria en una empresa comercial, iba a casarse. De lo más clásico y corriente. Cuando llegó el segundo asesinato diez días después, el colega dejó de interesarse por los asuntos personales de Nadia Jolivet. Yo habría hecho lo mismo, al enterarme de lo del cabrón que las espiaba desde fuera. En cuanto a mi víctima…

Loisel se interrumpió para hojear el archivo, de donde sacó otro juego de fotos que expuso delante de Louis.

—Aquí la tienes. Es Simone Lecourt. Lo mismo, ya lo ves, exactamente igual. También ella fue arrastrada, sin sentido, hasta el centro de la sala, con un trapo en la boca. Y allí la destrozó el asesino.

Loisel sacudió la cabeza aplastando su cigarrillo.

—Asqueroso —completó.

—¿Y el trapo?

—Nada que rascar.

—¿Alguna relación entre ambas mujeres?

—No. Lo hemos investigado muy por encima, porque casi tenemos al asesino, pero está claro que estas dos mujeres no habían coincidido nunca. No tienen ningún punto en común, salvo el tener unos treinta años, un empleo y estar solteras. Aparte de esto, no eran especialmente guapas, y eran muy diferentes, físicamente nada que ver. Una morena, la otra más bien rubia, una flacucha, la otra bastante cachas… Si se supone que al asesino le recordaban a su madre, su recuerdo está un pelín borroso.

Loisel soltó una risita y volvió a coger un cigarrillo.

—Pero encontraremos a ese tío —prosiguió con firmeza—, es cosa de unos días. Ya has leído los periódicos… Todos los testigos describen a un hombre al acecho en las calles donde vivían las víctimas. El tío tiene pinta de ser un cretino de tres pares de narices, así que lo tendremos en poco tiempo. Agárrate, tenemos a siete testigos fiables… ¡Siete! Ni más ni menos. El tipo era tan visible, ahí plantado delante de los edificios, que toda Francia habría podido verlo. También tenemos el testimonio de una compañera de oficina de Nadia, la primera víctima, que vio al mismo tío seguirla al salir de su trabajo, dos días seguidos. Y el del novio de Simone, que lo vio al acompañarla a su casa de noche, muy tarde. Así que, ya ves, será pan comido.

—Creo que hay huellas, ¿no?

—Tenemos sus diez dedos estampados en unas macetas. ¿Te das cuenta? ¡El muy imbécil! Un helecho en ambos casos, y con las mismas huellas en la maceta… Se supone que era el truco que utilizó para entrar en sus casas. Con un tipo que trae una planta, la chica ya no desconfía tanto. Aunque un helecho… podría haber escogido algo más resultón. Lo que te digo, un cretino, un subnormal peligroso.

—Hombre, los helechos huelen bien. ¿Dejó huellas en otros sitios?

—No, sólo en las macetas.

—¿Y cómo se explica eso? ¿Trae la maceta con las manos desnudas, pero no deja huellas en ningún otro sitio? Y, si se pone guantes para matar, ¿cómo es que no tiene la precaución de llevarse la maceta después?

—Sí, ya sé. Ya pensamos en eso.

—Me lo imagino.

—Pudo golpearla, estrangularla y coserla a cuchilladas sin dejar huellas. En el suelo había una alfombra, no parquet, ni linóleo. También puede que sea un cretino completo, como te he dicho, y que no se le haya ocurrido. Son cosas que pasan.

—Por qué no… —dijo Louis, cuyo pensamiento volvió inmediatamente al hombrecillo de ojos vacíos a quien Marthe protegía como una porcelana. En ese momento, era posible que hubieran acabado el cuento y que Marthe estuviera cortándole el pelo en el minúsculo cuarto de baño, disponiéndose a aplicarle un tinte compuesto por ella.

—¿Qué pinta tiene? —preguntó Louis bruscamente.

Loisel se dirigió de nuevo, arrastrando los pies, hacia el armario metálico, y sacó otro archivador.

—Esto es nuevo —dijo abriéndolo—. Acaba de salir de ordenador. Siete testigos fiables, ya te digo. Toma, míralo y dime si este cabrón no tiene una auténtica cara de imbécil.

Loisel deslizó el retrato sobre la mesa, y Louis se estremeció. Era tremendamente parecido.