Louis y Marc caminaron en silencio hasta la Bastille. De vez en cuando, Marc le llevaba la maleta, porque Louis cojeaba un poco, debido a que se había hecho polvo una rodilla en un incendio, y con ese calor y la maleta se cansaba. Marc habría tomado el metro de buena gana, pero Louis nunca parecía recordar que eso existía en la ciudad. Le gustaba circular a pie, como mucho en autobús; y como se ponía bastante pelma cuando se le llevaba la contraria, Marc cedía.
Hacia las dos, Louis se paró delante de la puerta de la pequeña vivienda de Marthe, en un corto callejón sin salida no muy lejos de Bastille. Miró a Marc, con el rostro crispado, los ojos muy verdes, muy fijos. Ponía, como decía Marthe, su cara de alemán, algo rígida e inquietante. La que Marc, por su parte, llamaba su cara de godo del bajo Danubio.
—¿Dudas? —preguntó Marc.
—Creo que estamos haciendo una gilipollez —dijo Louis en voz baja, apoyándose en la puerta—. Deberíamos haber avisado a la policía.
—No podemos —susurró Marc a su vez.
—¿Por?
—Por el muñeco —dijo Marc sin dejar de susurrar—. Lo has explicado muy bien hace un momento en el café. Para la policía, es el asesino; pero para Marthe, es su niño.
—Y para nosotros es un embolado descomunal.
—Eso es. Ahora, llama. No vamos a estar dudando horas delante de esta puerta.
Marthe abrió con prudencia y miró de hito en hito a Louis con la misma expresión obcecada del día anterior. Por primera vez en su vida, confiaba sólo a medias en Louis.
—No hace falta que pongas tu cara de alemán —dijo con un movimiento de hombros—. Ya ves que no me ha comido. Pasa.
Los condujo a la pequeña habitación y fue a sentarse sobre la cama, al lado de un chico flaco y cabizbajo, al que dio unas palmaditas en la mano.
—Es el hombre del que te he hablado —le dijo con suavidad—. Viene con un amigo.
El joven le echó una mirada velada, y Louis tuvo un shock. Todo o casi todo era poco grato en ese rostro: la forma alargada, los contornos blandos, la frente alta, la piel blanca, algo amoratada, los labios finos. Hasta las orejas, cuyo borde no estaba doblado, resultaban desagradables a la vista. Los ojos mejoraban un poco el conjunto, grandes, negros, pero totalmente inexpresivos; y el pelo claro, abundante y ensortijado. Louis estaba fascinado viendo a Marthe acariciar sin moderación la cabeza de ese tipo más bien repulsivo.
—Es el hombre del que te he hablado —repitió Marthe maquinalmente, sin dejar de frotarle la cabeza.
Clément hizo una especie de saludo silencioso. Luego volvió a hacerlo dirigiéndose a Marc.
Y Louis vio que el joven tenía cara de imbécil.
—Pues sí que estamos bien —murmuró dejando la maleta encima de una silla.
Marthe fue hacia él, recorriendo con cautela los tres metros que los separaban, echando miradas a la cama, como si ese alejamiento pusiera en peligro a su protegido.
—¿Por qué lo miras así? —dijo con voz baja y rabiosa—. No es una fiera salvaje.
—Ni un ángel —dijo Louis entre dientes.
—Nunca te he dicho que fuera guapo. Pero eso no es razón para mirarlo como lo miras.
—Lo miro por lo que es —contestó Louis con voz impaciente y casi inaudible—. Por el tipo que describía el periódico, acechando bajo las ventanas de las dos mujeres. Porque tienes razón, Marthe, es él, no hay duda. Esa cara de piojo y ese pantalón de militar, todo corresponde.
—No hables así de él —amenazó Marthe—. ¿Qué te pasa?
—Me pasa que encuentro que realmente no tiene nada a su favor.
—Me tiene a mí. Y si no quieres ayudar, le bastará. Puedes irte.
Marc observaba el enfrentamiento entre Louis y Marthe, sorprendido por la brutalidad de Kehlweiler. Normalmente, el Alemán era un tipo abierto y tranquilo, y no juzgaba de forma tan tajante. Contrario a la perfección, respetuoso con las deficiencias, maestro de la duda y del fárrago, sólo insultaba cuando de verdad valía la pena. Su rechazo desdeñoso hacia el pobre tipo sentado en el edredón era desconcertante. Pero a Louis no le gustaban los exterminadores, y en cambio le gustaban las mujeres. Estaba claro que la inocencia del joven no le saltaba a la vista. Clément, apretándose las rodillas con los dedos, no dejaba de mirar a Marthe y parecía esforzarse en comprender lo que se decía a su alrededor. Marc consideró que sobre todo tenía pinta de tarado, y eso lo entristeció. Vaya muñeco había ido a elegir Marthe.
Fue a beber al grifo, se enjugó los labios con la manga y dio una palmada en el hombro de Louis.
—Ni siquiera lo hemos escuchado —dijo con suavidad, señalando a Clément con la barbilla.
Louis tomó aire, y comprobó con sorpresa que Marc estaba perfectamente tranquilo y él casi fuera de sí, cuando por lo general sucedía todo lo contrario.
—Es lo que te he dicho antes —dijo calmándose—. Ese tipo le afloja los tornillos a cualquiera. Tráeme una cerveza, Marthe, vamos a intentar hablar.
Echó una mirada circunspecta hacia el joven con cara de cretino, que no se había movido de la cama, con los dedos pegados a las rodillas, y que lo observaba fijamente con sus bellos ojos vacíos en el rostro blanco.
Marthe, hostil, acercó una silla de madera a Louis. Marc cogió un grueso cojín y se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas. Louis le lanzó una fugaz mirada de envidia, se sentó en la silla, estiró sus largas piernas ante él. Respiró profundamente antes de empezar.
—¿Te llamas Clément? ¿Clément qué más?
El joven enderezó la espalda.
—Vauquer —contestó con la expresión aplicada de alguien decidido a dar plena satisfacción.
Luego echó una mirada a Marthe, que le hizo un ademán de aprobación.
—¿Por qué has venido a ver a Marthe?
El hombre frunció las cejas y agitó la mandíbula unos instantes, como si rumiara unas cuantas ideas. Luego volvió a Louis.
—Punto a, porque no conocía a nadie por mi parte; punto b, porque me había metido personalmente en una maquinaria horrible. La maquinaria, punto c, estaba en los periódicos. Del cual pude oírlo por mí mismo por la mañana.
Atónito, Louis miró a Marthe.
—¿Siempre habla así? —susurró.
—Es porque lo impresionas —dijo irritada—. Trata de hacer grandes frases y no lo consigue. Sé más sencillo.
—¿No vives en París? —prosiguió Louis.
—Nevers. Pero conozco París en mi infancia personal. Con Marthe.
—Pero ¿no habías venido por Marthe?
Clément Vauquer sacudió la cabeza.
—No, vine según la llamada telefónica.
—¿Qué haces en Nevers?
—Hago música de acordeón en las plazas durante el día y en los cafés por la noche.
—¿Eres músico?
—No. Sólo hago acordeón.
—¿No le crees? —interrumpió Marthe.
—Deja, Marthe, déjame hablar. Ya es suficientemente difícil, créeme. Siéntate, no te quedes ahí de pie, al acecho. Crispas a todo el mundo.
Louis había recuperado su voz pausada y tranquilizadora. Se concentraba en el joven flaco; y Marc, bebiendo una cerveza a tragos cortos, lo observaba. Le había sorprendido el tono de voz de Clément, que era bello y musical. Era agradable de escuchar, dentro del follón de su discurso.
—¿Y entonces? —reanudó Louis.
—¿Qué? —dijo Clément.
—¿Qué pasó con esa llamada telefónica?
—La recibí en un café donde trabajo, sobre todo los miércoles. El jefe dijo que el teléfono llamaba a Clément Vauquer, del cual se trataba de mí.
—Sí —dijo Louis.
—El teléfono preguntaba si quería un trabajo de acordeón en París, en un restaurante nuevo, muy bien pagado todas las noches. Me había oído tocar y tenía ese trabajo en cuanto a mí.
—¿Y luego?
—El jefe me dijo que tenía que decir que sí. Dije que sí.
—¿Cómo se llama ese café, el de Nevers?
—El Ojo de Lince de nombre.
—Entonces dices que sí. ¿Y después?
—Me dieron explicaciones: el día que llego, el hotel donde voy a vivir, el sobre que me darán, el nombre del restaurante donde trabajaré. Seguí todas las explicaciones, o sea que, punto a, llegué el jueves, y punto b, fui en seguida al hotel, y punto c, me dieron el sobre con el dinero adelantado.
—¿Qué hotel era?
Clément Vauquer masticó el aire unos instantes.
—Un hotel con bolas. Hotel de las Tres Bolas, o de las cuatro, o de las seis. Varias en todo caso. En la parada de metro Saint-Ambroise. Sabría encontrarlo. Hay mi nombre personal en el registro, Clément Vauquer, teléfono en la habitación, y cuarto de baño. Y llamó para decir que se atrasaba.
—Explícate.
—Se atrasaba. Yo tenía que empezar el sábado, pero el restaurante todavía no estaba a punto, por culpa del retraso de tres semanas en obras. El tipo dijo que iba a trabajar en otra cosa mientras tanto. Así es como acabé por mi parte ocupándome de las mujeres.
—Cuenta eso lo mejor que puedas —dijo Louis inclinándose hacia delante—. ¿Se te ocurrió a ti la idea de las mujeres?
—¿Qué idea de las mujeres?
—¡Habla con claridad, joder! —gruñó Marthe dirigiéndose a Louis—. Ya ves que el chico lo pasa mal. No es fácil su historia, trata de ponerte en su lugar.
—La idea de encontrar mujeres —prosiguió Louis.
—¿De encontrar mujeres para qué? —preguntó Clément.
Y se quedó con la boca abierta y las manos todavía en las rodillas perplejo.
—¿Qué querías hacerle a esas mujeres?
—Quería regalarles una maceta con una planta y vigilar su…
El joven frunció las cejas, moviendo los labios sin ruido.
—… su moralidad —prosiguió—. Es la palabra del teléfono. Yo tenía que vigilar su moralidad, para que el restaurante esté tranquilo de esa moral cuando esas mujeres iban a trabajar. Eran las camareras.
—¿Quieres decir —dijo Louis con calma— que el tipo te pidió que vigilaras a las futuras camareras y le hicieras un informe?
Clément sonrió.
—Eso es. Tenía los dos nombres y las direcciones por mi parte. Tenía que empezar por la primera y seguir con la segunda. Luego, vendría la tercera.
—Intenta recordar lo que te dijo el tipo exactamente.
Siguió un larguísimo silencio. Clément Vauquer agitaba sus mandíbulas y se presionaba el ala de la nariz con el índice. Marc tenía la impresión de que trataba de hacer salir las ideas de su cabeza apretándose la nariz. Y curiosamente, el sistema pareció funcionar.
—Lo repito con su voz —dijo Clément con las cejas fruncidas y el índice en la nariz—. Su voz es más grave que la mía. Lo digo más o menos como lo recuerdo personalmente: «La primera chica se llama tal y parece una chica seria, pero no se puede estar seguro de nada. Vive en la plaza de Aquitaine, número tal y vas a ir a darte cuenta. No es necesario ser discreto, y no es cansado. Ponte en su calle, a ver si lleva gente a casa, hombres, o si va a fumar a los cafés o qué, o a beber, o si se acuesta tarde o qué, mirando la luz de la ventana, o si se levanta temprano o tarde o qué. Lo haces cinco días: viernes, sábado, domingo, lunes, martes. Luego vas a comprar una maceta de plástico con una planta y vas a llevársela de parte del restaurante, para ver cómo es su casa. Te llamaré el miércoles para saber y luego harás lo mismo con la otra chica que te diga».
Clément lanzó un ruidoso suspiro y echó una mirada a Marthe.
—Habla mucho mejor —precisó—, pero eso es lo que quería decir de verdad. Era el trabajo que tenía que hacer hasta lo del restaurante. Pero habla mucho mejor. Entonces, punto a, fui a la plaza de Aquitaine e hice mi trabajo. Y por cierto, punto b, la chica era muy seria por lo que consideré personalmente, y el miércoles elegí un helecho muy bonito con maceta de plástico y llamé a su casa. Huelen muy bien los helechos. Ella estaba sorprendida, pero se quedó la planta sin hacerme pasar, era muy seria. No vi bien su casa, me quedé preocupado. Luego, punto b…
El joven se interrumpió, mostrando por primera vez una clara inquietud en la mirada. Se volvió hacia Marthe.
—¿No he hecho ya el punto b, Marthe? —susurró.
—Vas por el punto c —dijo Marthe.
—Punto c —prosiguió—, me ocupé de la otra chica a partir del lunes siguiente. Era menos seria, tenía su casa en la calle de la Tour-des-Dames, y no tenía pinta de estar a punto de ser camarera. No tenía hombres en su casa, pero tenía uno fuera, se iban en coche azul y volvía muy tarde. No era seria. Y punto d, de todos modos le llevé la maceta, pero elegí el helecho un poco más pequeño, por el tipo del coche azul, que no me gustaba. También se quedó la planta, pero estaba sorprendida igual y tampoco pude entrar igual. Y después había acabado mi trabajo. Por teléfono, el tipo del restaurante me felicitó mucho y me dijo que me moviera lo menos posible, que me diría pronto adónde para la tercera, que sobre todo no me moviera. Sobre todo.
—¿Y te quedaste en tu habitación?
—No. Me moví el día después del día siguiente. Fui a beber un café al café.
El joven se interrumpió, abrió los labios, miró a Marthe.
—No pasa nada —dijo Marthe—. Sigue.
—Allí —prosiguió Clément vacilante—… había gente y el periódico, y lo leían. Decían el nombre de la calle, y el nombre de la mujer muerta.
Súbitamente nervioso, el joven se levantó y se puso a andar por la pequeña habitación, entre el fregadero y la cama.
—Y ya está —dijo jadeante—, es el final de la historia.
—Pero en el café, ¿qué pensaste?
—¡Ya, mierda! —dijo bruscamente Clément—. ¡No puedo contar más, estoy harto, no me quedan palabras! ¡Ya he explicado todo por mi parte a Marthe, ella se lo puede decir! No quiero hablar más de eso, estoy cansado con esas mujeres. De tanto hablar personalmente, me entran ganas de una.
Marthe se acercó a Clément y le puso el brazo sobre los hombros.
—Tiene razón —dijo a Louis—, le vas a desgastar todo el cerebro a este chico, con tus preguntas. ¿Sabes qué, cielo? —dijo volviéndose hacia Clément—. Vas a tomar una buena ducha, una ducha de al menos cinco minutos, yo te diré cuándo tienes que parar. Y aclárate el pelo también.
Clément asintió.
—Por cierto —dijo Louis cogiendo la maleta—, pídele que se ponga esto. A cambio, que me pase sus pingajos para que los hagamos desaparecer de una vez por todas.
Marthe pasó la ropa negra a Clément y lo llevó al pequeño cuarto de baño. Luego miró a Louis con suspicacia.
—¿Pasarte sus pingajos? ¿Para que te los quedes por tu parte y vayas a entregárselos a la policía?
—Hablas como él —dijo Louis.
—¿Qué he dicho?
—«Por tu parte»
—¿Y qué? No molesta, ¿no?
—Sí, Marthe, es tu niño por tu parte.
—No me tomes el pelo.
—No te tomo el pelo. Trato de demostrarte que matarías a todos tus amigos por este hombre a quien no has visto desde hace dieciséis años.
Marthe se sentó de golpe sobre la cama.
—Soy la única que lo ayuda —dijo bajando la voz—, eso es lo que me desmoraliza, Ludwig. Soy la única que le cree, pero dice la verdad, porque sólo un chico como Clément aceptaría hacer ese puñetero trabajo con esas dos mujeres sin cuestionar nada, sin desconfiar, sin tratar de entender, sin leer los periódicos. Incluso regaló esas macetas con helechos llenas de huellas dactilares… Eso me desmoraliza… ¿Te das cuenta, esas huellas dactilares? ¡Está perdido, Ludwig, perdido! ¡Clément es demasiado pasmado, y el otro demasiado listo!
—¿Lo crees realmente pasmado?
—¿Qué te crees? ¿Que se hace el tonto?
—¿Por qué no?
—No, Ludwig, no… Ya era así de pequeño. Dios sabe lo que me tuve que esforzar, pero ya ves… Arruinado por su familia, así de simple, y contra eso, no puedes hacer gran cosa.
—¿De dónde sacó esa manera de hablar?
Marthe suspiró.
—Dice que es para hablar respetablemente… Ha debido tomar esas expresiones de aquí y de allí, y luego las coloca de cualquier manera… Pero para él suena serio, ¿entiendes? ¿Qué… qué piensas de él?
—No pienso demasiado bien, Marthe.
Marthe bajó la cabeza.
—Lo suponía. No causa buena impresión.
—No es sólo eso, Marthe. Es nervioso, quizá violento. Y es inestable cuando se habla de las mujeres. Eso lo altera.
—A mí también —dijo Marc.
Louis se volvió hacia Marc, que, sentado aún en el suelo con las piernas cruzadas, lo miraba sonriente.
—Y tú no has dicho esta boca es mía —dijo Marthe—. No es muy propio de ti.
—Lo escuchaba —dijo Marc señalando el cuarto de baño con la cabeza—. Tiene una voz bonita.
—¿Las mujeres? ¿Qué decías? —preguntó Louis cogiendo otra cerveza.
—Que también me altera oír hablar de ellas —dijo Marc articulando claramente cada sílaba—. Si este tipo tiene algo normal, debe de ser esto. Es desleal que Louis se agarre a eso para encasillarlo, cuando de por sí tiene todo en contra. Y su amor por Marthe, también lo entiendo.
Marc guiñó un ojo a la vieja Marthe. Louis reflexionaba, arrellanado en su silla, con las piernas estiradas.
—Quizá te estés dejando embaucar tú también —dijo con la mirada fija en la pared—. Por su tono de voz. Es músico, y con una buena música, serías capaz de irte a la guerra como un puto cretino.
Marc se encogió de hombros.
—Sólo pienso que el chico es una rareza —dijo—. Lo bastante atontado como para ejecutar punto por punto lo que le piden sin cuestionar nada, lo bastante ciego como para no ver el agujero que van cavando a su paso, un verdadero chollo para un manipulador. Y eso no se puede pasar por alto.
Clément salió en ese momento del cuarto de baño, con el pelo chorreando, vestido con la ropa negra de Marc y llevando en la mano el cinturón de hebilla plateada.
—¿También tengo que ponerme esto personalmente? —preguntó.
—Sí —dijo Louis—. Póntelo por tu parte.
Clément se aplicó en deslizar el cinturón por las trabillas del pantalón, y la operación fue laboriosa.
—Antes no me has contestado. ¿En qué pensaste en el café, cuando oíste la historia del asesinato?
Clément gruñó y fue a ocupar su sitio en la cama, descalzo, calcetines en mano. Se apretó la nariz, y emprendió la tarea de ponerse un calcetín.
—Punto a, que conocía a la mujer que estaba muerta del cual regalé el helecho. Punto b, que le había traído mala suerte, sobre todo teniendo que vigilarla. Y que hablaban de mí en el periódico. Al pensar personalmente en la coincidencia, se me ocurrió que estaba en el fondo de una trampa del cual busqué a Marthe.
Clément, calcetín en mano, acercó su rostro a Louis.
—Es una maquinaria —dijo.
—Una maquinación —corrigió Marthe.
—En del cual las salidas no existen —prosiguió con firmeza Clément—, y para que fui elegido aposta y traído de Nevers por teléfono.
—¿Y por qué ibas a ser tú, entre todos, el elegido?
—Porque soy, entre todos, un imbécil.
Se hizo un silencio. El joven se ponía el otro calcetín. Era muy cuidadoso en su manera de ajustar sus cosas.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Louis.
—Pues porque siempre me lo han dicho —respondió Clément encogiéndose de hombros—. Porque por mi parte no entiendo todo lo que pasa, ni en los periódicos, del cual me cuesta leerlos. Marthe es la única que no me lo decía nunca, pero Marthe es buena en cuanto a ella misma.
—Es verdad —dijo Marc.
Clément miró a Marc y le sonrió. Era una sonrisa contenida, que no descubría los dientes.
—¿Sabes cómo murieron las mujeres? —insistió Louis.
—No quiero hablar de eso, me altera.
Marc iba a decir sin duda «a mí también», pero Louis se lo impidió con una mirada.
—Bueno, Marc. Lo dejamos aquí —dijo levantándose.
Marthe le dirigió una mirada ansiosa.
—No —dijo Louis en tono de enfado—. No sé, Marthe. Pero de momento, haya hecho lo que haya hecho tu chico, estamos atrapados como gilipollas. Córtale el pelo bien corto y tíñeselo. Por favor, no le pongas un color demasiado chillón, ponle un castaño oscuro que esté bien. Sobre todo que no sea rojizo. Que se deje barba, ya se la teñiremos en los próximos días, si no está en chirona para entonces.
Marthe amagó un movimiento pero Louis le puso la mano sobre los labios.
—No, compañera, déjame seguir y haz exactamente lo que yo te diga: hoy no le dejes salir de aquí bajo ningún pretexto, aunque se ponga a berrear que quiere ir a tomar un café al café.
—Le leeré cuentos.
—Eso —dijo Louis irritado—. Y cierra la puerta con llave si tienes que salir. Su bolsa y todos sus bártulos me los das. Hay que deshacerse de todo eso.
—¿Quién me dice que no te los vas a quedar?
—Nadie. ¿Tienes un arma?
—No la quiero.
Marthe reunió todas las cosas de Clément y las metió en su pequeña mochila.
—¿Y su acordeón? —preguntó—. No se lo vas a quitar, ¿no?
—¿Lo llevaba cuando espiaba a las mujeres?
Marthe interrogó a Clément con la mirada. Pero Clément ya no escuchaba lo que sucedía. Alisaba el edredón rojo con la palma de la mano.
—Hijo —le dijo Marthe—, ¿te llevaste el acordeón para vigilar a las mujeres?
—Pues no, Marthe. Pesa mucho, y no sirve de nada para la vigilancia.
—¿Lo ves? —dijo Marthe volviendo hacia Louis—. Además, no lo mencionan en el periódico.
—Muy bien. Pero que no toque ni una sola nota, ten mucho cuidado con eso. Nadie tiene que saber que hay alguien en tu casa. Cuando anochezca, vendremos a buscarlo para llevarlo a otro sitio.
—¿A otro sitio?
—Sí, compañera. A un sitio donde no haya mujeres que matar y donde puede estar vigilado día y noche.
—¿A la cárcel? —exclamó Marthe.
—¡Para de gritar todo el rato! —gritó Louis, perdiendo bruscamente la paciencia por tercera vez esa mañana—. ¡Y confía en mí de una vez! ¡Se trata sólo de averiguar si tu niño es un monstruo o si no es más que un capullo! ¡Es la única manera de sacarlo de ésta! Entretanto, y mientras no averigüe nada, no lo entregaré a la policía, ¿de acuerdo?
—De acuerdo. Entonces, ¿adónde lo llevas?
—Al caserón cochambroso. A casa de Marc.
—¿Cómo dices? —inquirió Marc.
—No queda otro remedio, Marc, y no se me ocurre nada más. Hay que poner urgentemente a este imbécil a salvo de la policía y, al mismo tiempo, a salvo de sí mismo. En tu casa no hay mujeres, eso ya es una ventaja inmensa.
—Vaya —dijo Marc—, nunca había considerado la circunstancia desde este ángulo.
—Además, siempre habrá alguien para cuidar de él: Lucien, Mathias, tú o tu padrino.
—¿Cómo sabes que estarán de acuerdo?
—Vandoosler el Viejo lo estará. La gustan las situaciones putas.
—Es verdad —reconoció Marc.
Inquieto, Louis hizo varias recomendaciones más a Marthe, echó una última ojeada a Clément Vauquer, que seguía acariciando el edredón con semblante apagado, se echó la mochila al hombro y arrastró a Marc a la calle.
—Vamos a comer —dijo Marc—. Son casi las cuatro.