VII

Louis Kehlweiler no tuvo voluntad para levantarse a las diez como había previsto. Quería ir a ver a Marc Vandoosler antes de ir a casa de Marthe, e iba a llegar tarde. Imaginaba a Marthe esperándolo, crispada en su taburete de la cocina, sin apartar la mirada de una especie de bestia homicida e imbécil. Toda Francia buscaba a ese tipo, y a Marthe no se le ocurría nada mejor que esconderlo en su nido como si se tratara de una figurita de porcelana. Louis refunfuñó solo y volvió a servirse café. Tratar de arrancar a ese tipo de las garras protectoras de la vieja Marthe no iba a ser un juego de niños. Un juego sin duda largo, en el que habría que aportar mil pruebas de sus crímenes hasta que Marthe acabara estragada. Y tampoco estaba seguro de que ni siquiera entonces aceptara soltarlo.

Naturalmente, avisar a la policía lo arreglaría todo. En diez minutos, estarían en casa de Marthe, se llevarían al fulano y asunto concluido.

Sería una traición abominable, y Marthe palmaría del disgusto. No, por supuesto, ni hablar de avisar a un solo madero. Sobre todo porque además encerrarían también a Marthe. Louis lanzó un suspiro de exasperación. Se encontraba en un callejón sin salida, protegiendo a un asesino, arriesgando vidas, sin contar la de Marthe, que podía caer en cualquier momento si al tipo ése le daba la ventolera.

Se pasó varias veces la mano por el pelo, un poco tenso. El encuentro no iba a ser fácil en torno a ese Clément; a un lado estaba Marthe, que sólo veía en él al niño desamparado a quien tanto había querido, y al otro él, que veía a un hombre con la niñez hecha añicos que ha enfilado al vía atroz de los asesinos de mujeres. Donde Marthe sólo veía ternura, él sólo veía espanto. Y sin embargo, habría que encontrar la manera de arrancarle con suavidad a ese niño monstruoso.

Louis acabó de vestirse pensando en todos los que habían muerto tratando de quitar un osezno a su madre, incluso un osezno feo como un demonio. Buscó en el cajón de la cocina, sacó una navaja y se la metió en el bolsillo. Sólo Marthe no temía a los asesinos con tijeras.

Llamó a la puerta del caserón de Marc Vandoosler, en la calle Chasle, hacia las doce. En el barrio, lo llamaban el caserón cochambroso[2], a pesar de las mejoras acometidas por Marc y por los dos tipos que había reclutado para vivir con él. Parecía no haber nadie en casa, ni siquiera el padrino, Vandoosler el Viejo, que vivía en la buhardilla y que se asomaba al tragaluz en cuanto oía a alguien acercarse. Louis sólo había estado allí dos veces, y alzó la mirada para examinar la fachada. Ventanas cerradas en el tercer piso, es decir, si no recordaba mal el piso que ocupaba Lucien Devernois, el historiador contemporaneísta perpetuamente sumido en el estudio de los entresijos de la Primera Guerra Mundial. Tampoco había nadie en el segundo, donde se alojaba el medievalista Marc Vandoosler, ni en el piso de abajo, el del prehistoriador Mathias Delamarre. Louis sacudió la cabeza recorriendo con la mirada el exterior destartalado del edificio en que los tres investigadores del tiempo se habían apilado cuidadosamente por orden cronológico. A falta de estructura social y de perspectiva profesional, Marc Vandoosler había decretado que era vital mantener al menos el orden del Tiempo. Así se superponían los tres, atrapados entre la planta baja colectiva, que tenía vocación de leonera primigenia, y la buhardilla donde se alojaba Vandoosler el Viejo, un ex poli de carrera bastante turbia que se preocupaba fundamentalmente de su propio tiempo y de la mejor manera de ocuparlo. Y a fin de cuentas, observaba Louis, esa especie de conglomerado de personalidades poco conciliables, apresuradamente ideado dos años antes para paliar la debacle económica, aguantaba en pie mejor de lo que hubiera cabido esperar.

Louis empujó la verja vetusta, que nunca estaba cerrada, y cruzó una especie de jardincillo yermo que rodeaba el caserón. A través de las ventanas, examinó la gran sala de la planta baja, que Marc llamaba el refectorio. Todo estaba vacío, y la puerta de entrada cerrada.

—Hola, Alemán. ¿Buscas a los evangelistas?

Kehlweiler se volvió y saludó a Vandoosler el Viejo, que venía sonriendo, arrastrando un carrito repleto de comida. Vandoosler había tomado la costumbre de llamar a sus compañeros de vivienda San Marcos, San Mateo y San Lucas, o «los evangelistas» para abreviar, y todo el mundo había tenido que acostumbrarse dado que, de todos modos, al Viejo se le había metido entre ceja y ceja.

—Hola, Vandoosler.

—Hace tiempo que no te veíamos por aquí —dijo Vandoosler el Viejo, buscando las llaves—. ¿Te quedas a comer? A mediodía hago pollo; y esta noche, gratén.

—No, tengo prisa. Busco a Marc.

—¿Estás con algún caso? Dicen que te has retirado.

«Desde luego», pensó Louis irritado, «no hay manera de interesarse por las cajas de zapatos sin que se entere todo París y sin que todo el mundo meta las narices en el asunto».

Había reprobación en el tono del viejo policía.

—Mira, Vandoosler, no me vengas de madero, ¿quieres? Sabes tan bien como yo que uno no puede revolcarse en el crimen toda la vida.

—No te revolcabas, investigabas.

—Es lo mismo.

—Es posible —dijo el Viejo empujando la puerta—. ¿Qué haces ahora?

—Me ocupo de ordenar mis zapatos —dijo Louis con sequedad.

—¿Ah sí? Es un campo menos amplio.

—Pues sí, desde luego, es menos amplio. ¿Y qué? ¿No te dedicas tú a hacer gratén?

—Pero ¿sabes al menos por qué hago gratén? —dijo Vandoosler el Viejo mirándolo fijamente—. Ventilas el tema de un plumazo, sin saber, sin prestar atención, sin preguntarte siquiera: «¿Por qué Armand Vandoosler hace gratén?».

—Me importa una mierda tu gratén —dijo Louis un tanto exasperado—. Busco a Marc.

—Hago gratén —prosiguió Armand Vandoosler abriendo la puerta del refectorio—, porque soy un as en la preparación del gratén. Me veo, pues, abocado por mi talento, ¿qué digo?, mi genialidad, a gratinar. Y tú, Alemán, deberías haber seguido con tus investigaciones, contratado o no.

—Nadie tiene obligación de llevar a cabo lo que sabe hacer.

—No hablo de lo que uno sabe hacer, sino de aquello en lo que uno sobresale.

—Es el segundo, ¿no? —preguntó Louis dirigiéndose hacia la escalera—. ¿No han cambiado sus manías de cronología por pisos? ¿Magma en la planta baja, Prehistoria en el primero, Edad Media en el segundo y Primera Guerra Mundial en el tercero?

—Eso es. Y yo en la buhardilla.

—¿Qué simbolizas, allá arriba?

—La decadencia —dijo Vandoosler sonriendo.

—Es verdad —murmuró Louis—. Lo había olvidado.

Louis entró en la habitación de Marc y abrió la puerta del armario.

—¿Por qué me sigues? —preguntó a Vandoosler, que lo observaba.

—Me place saber por qué vienes a hurgar en las cosas de mi sobrino.

—¿Dónde está tu sobrino? No lo he visto desde hace semanas.

—Trabaja.

—¿Ah, sí? —dijo Louis volviéndose—. ¿A qué se dedica?

—Él te lo explicará.

Louis eligió dos camisetas, un pantalón negro, un jersey, una chaqueta y una sudadera. Lo desplegó todo sobre la cama, examinó el efecto del conjunto, añadió un cinturón con hebilla de plata y asintió con la cabeza.

—Vale así —murmuró—. Es una buena muestra del preciosismo inmaduro de Marc. ¿Tienes una maleta?

—Abajo, en el magma —dijo Vandoosler el Viejo señalando el suelo.

Louis eligió una vieja maleta, guardada en la recocina, metió la ropa bien doblada y saludó al Viejo. Se cruzó con Marc Vandoosler por la calle.

—Menos mal —dijo Louis—. Me estoy llevando tus cosas.

Apoyó la maleta en su rodilla y la abrió.

—¿Ves? Puedes hacer inventario si quieres. Te lo devuelvo en cuanto me sea posible.

—¿Qué demonios haces con mi ropa? —dijo Marc más bien molesto—. ¿Y adónde vas? ¿Te vienes a tomar algo?

—No tengo tiempo. Tengo una cita desagradable. ¿Quieres venir adónde va tu ropa?

—¿Es interesante? Porque dicen que te has retirado.

Louis suspiró.

—Sí —dijo—, me he retirado.

—¿A qué te dedicas?

—A las cajas para guardar zapatos.

—¿Ah, sí? —dijo Marc sinceramente sorprendido—. ¿Y vas a guardar mi ropa?

—Tu ropa es para vestir a una bestia parda que se ha cargado a dos mujeres —dijo Louis con dureza.

—¿Dos mujeres? ¿A quién te refieres? ¿Al tipo de las tijeras?

—Sí, al tipo de las tijeras —dijo Louis volviendo a cerrar la vieja maleta—. ¿Y qué? ¿Te molesta que le preste tu ropa?

—¡Mira, Louis, me estás hinchando las narices! ¡Llevo semanas sin verte, te llevas mi mejor chaqueta para vestir a un asesino y encima me echas la bronca!

—¡Cierra el pico, Marc! No querrás que te oiga toda la calle, ¿no?

—Me importa un carajo. No entiendo nada. Me voy a casa, tengo que planchar urgentemente. Llévate mi ropa si te apetece.

Louis lo agarró por el hombro.

—No me apetece, Marc. No queda otro remedio, y esta historia me da vértigo. No queda más remedio, te digo. Hay que esconder a ese tipo, hay que protegerlo, vestirlo, peinarlo, lavarlo.

—¿Como a un muñeco?

—Nunca mejor dicho.

Era casi la una. El calor apretaba.

—No eres claro —dijo Marc bajando el tono de voz.

—Lo sé. Parece que ese tipo siembra la confusión en todas las mentes a las que se acerca.

—¿Quién? ¿Él?

—Él, el muñeco.

—¿Por qué te tienes que ocupar de ese muñeco? —inquirió Marc con calma—. Creía que te habías retirado.

Louis dejó la maleta en la acera, se metió lentamente las manos en los bolsillos y miró al suelo.

—Ese tipo —articuló con voz pausada—, el tipo de las tijeras, ese asesino de mujeres, es el muñeco de la vieja Marthe. Si no me crees, ven. Ven conmigo, hombre. Ha ido a meterse bajo su edredón.

—¿Ese gordo y rojo?

—¿De qué estás hablando?

—Del edredón.

—¡Qué más da, Marc! Lo que cuenta es que vive allí. ¡Parece que te empeñas en no entender nada y a propósito! —añadió Louis levantando de nuevo la voz.

—Lo que no entiendo —dijo Marc con sequedad—, es por qué ese tipo es el muñeco de Marthe, ¡joder!

—¿Qué hora tienes?

Louis nunca llevaba reloj, se las arreglaba con la sensación del tiempo.

—La una menos diez.

—Llegaremos tarde, pero ven al café, te voy a explicar por qué Marthe tiene un muñeco. Yo tampoco lo he sabido hasta esta noche. Y te aseguro que la cosa no tiene ninguna gracia.