Marthe escuchó primero tras la puerta de Ludwig, para ver si dormía. Era de los que no se acuestan hasta las tres de la madrugada, o andan por ahí de noche, pero nunca se sabe. Dudaba, no lo había avisado, y llevaba casi tres meses sin verlo. Decían que a Ludwig ya no le interesaban los sucesos. Y Marthe, que, por razones un tanto confusas, se consideraba a sí misma un suceso, temía que la amistad con el Alemán se acabara al mismo tiempo que sus investigaciones criminales. Ludwig era uno de los pocos tipos que podían impresionar a la vieja Marthe.
—Ludwig —llamó tamborileando con los dedos—. Tengo que molestarte, es un caso urgente.
Con la oreja pegada a la puerta, oyó al Alemán echar atrás su silla y dirigirse hacia la entrada con paso tranquilo. Rara vez se apresuraba.
—Ludwig —repitió Marthe—, soy yo, la vieja Marthe.
—Pues claro que eres tú —dijo Louis abriendo—. ¿Quién sino va a ponerse a vociferar en la escalera a las dos de la madrugada? Vas a despertar a todo el edificio.
—Pero si he susurrado —dijo Marthe entrando.
Louis se encogió de hombros.
—Tú no sabes susurrar. Siéntate, acabo de hacer té. No me queda cerveza.
—¿Has leído el periódico, lo del segundo crimen?¿Qué dices de eso?
—¿Qué quieres que diga? Que tiene mala pinta, eso es todo lo que se puede decir. Siéntate.
—Entonces ¿es verdad lo que dicen? ¿Te has retirado?
Louis se cruzó de brazos y la miró.
—¿Ésa era tu urgencia? —preguntó.
—Me informo. No hay mal en eso.
—Pues es verdad, Marthe —dijo sentándose delante de ella, con los brazos cruzados y las piernas estiradas—. Antes me pagaban por ir a remover el fango. Sería claramente sospechoso seguir haciéndolo ahora.
—No lo entiendo —dijo Marthe frunciendo las cejas—. Siempre ha sido claramente sospechoso, me sorprende que no te hayas dado cuenta hasta ahora. Así que, total, para eso mejor que sigas con el trabajo, ya que se te da tan bien.
Louis meneó la cabeza.
—De momento —dijo—, sólo me interesan Bismarck y las cajas para guardar zapatos. Ya ves que así no llegaremos muy lejos.
—¿Qué es esa «C» que tienes en la mano?
—Es mi lista de la compra. Cerveza. Cajas para zapatos, Canciller Bismarck. ¿Por qué has venido?
—Pues ya te lo he dicho, Ludwig. Por lo del crimen. Bueno… por lo de los crímenes.
Ludwig sirvió el té y sonrió.
—¿Ah, sí, compañera? ¿Tienes miedo?
—No es eso —dijo Marthe encogiéndose de hombros—. Es el asesino.
—¿Qué le pasa al asesino? —dijo Louis sin impacientarse.
—Nada. Sólo que está en mi casa. Está durmiendo. Me pareció importante decírtelo, retirado o no.
Marthe se sirvió leche y removió el té aplicadamente, muy estirada, como si tal cosa.
Estupefacto, Louis respiró hondo y arrellanó en su sillón. Estaba indeciso, desconfiaba de las maniobras de Marthe.
—Marthe —articuló—, ¿qué coño hace al asesino en tu cuchitril?
—Pero si acabo de decírtelo: dormir.
Marthe levantó su taza y se cruzó con la mirada de Louis. Examinó el verde de esos ojos que conocía bien, y encontró escepticismo, inquietud, al mismo tiempo que un interés ardiente.
—Bajo mi edredón —añadió rápidamente—, en la cama plegable. No creas que te cuento ninguna trola, Ludwig, no es mi estilo hacerte perder el tiempo. Tampoco lo digo para que te reenganches, no vayas a creer. Si quieres retirarte, es asunto tuyo, aunque, en mi opinión, en tu caso es una lástima. Yo lo que digo es que está en mi casa y que no sé qué hacer. Me pareció que sólo tú podía sacarme de ésta; aunque no tengo ni la menor idea de cómo podrías arreglártelas para conseguirlo. De todos modos, no me crees.
Louis bajó la cabeza y permaneció unos instantes sin decir nada.
—¿Por qué dices que es el asesino? —preguntó con suavidad.
—Porque es el tipo que buscan los periódicos. Es el que vieron esperando delante de las casas de las dos mujeres.
—Si es así, Marthe, ¿por qué no llamas a la policía?
—¿Estás loco? ¿Para que lo detengan? Ese chaval es Clément, y Clément es como si fuera un niño.
—Ah —dijo Louis echándose hacia atrás—. Me faltan elementos, ya presentía yo algo así. No lo pones fácil esta noche, créeme. Cuentas las cosas de cualquier manera. Sé buena, haz que entienda algo en tu barullo de asesino y edredón.
—Será de haber estado hablando con Clément, se me habrá vuelto el cerebro del revés. A él se le mezcla todo en la cabeza, las ideas no hacen cola, y entonces se le precipitan en cualquier dirección.
Marthe hurgó en su enorme bolso de imitación de cuero, refunfuñando, sacó un purito y lo encendió concienzudamente arrugando los ojos.
—Recapitulo —dijo soplando el humo con brusquedad—. Hace de esto más de veinte años; yo trabajaba en Maubert-Mutualité. Ya te lo conté, tenía toda la plaza Maubert para mí sola, puede decirse que estaba en la cúspide de mi carrera.
—Ya sé todo eso, Marthe.
—Aun así, en la cúspide. Toda la plaza y el principio de la calle Monge, ni la sombra de otra se habría atrevido a robarme un sólo rectángulo. Podía permitirme rechazar a tantos clientes como me diera la gana. Una reina, vamos. Cuando hacía demasiado frío, trabajaba a domicilio, pero cuando hacía bueno, salía a la acera, porque allí es donde se hace la clientela de verdad y no por teléfono. Tendrías que haber visto dónde vivía yo en aquella época…
—Sí, Marthe. Pero avanza.
—Ya voy, no me atosigues. Tengo el hilo y lo sigo. Y mi hilo es una acera. Porque en mi acera había también un niño, un niñito así de pequeño —dijo Marthe levantando el meñique ante la nariz de Louis—. A partir de las cuatro y media, allí estaba él, solito. El cabrón de su padre vivía en un cuchitril de por ahí cerca; y el crío, pues esperaba que alguien se acordara de él, a veces durante horas, que le abrieran la puerta, que el padre volviera del hipódromo donde trabajaba. Que, dicho sea de paso, vaya un trabajito.
Louis sonrió. A veces, Marthe se volvía inexplicablemente rigorista, como si hubiera trabajado toda la vida de sacristana.
—Y el pequeño Clément se quedaba allí, esperando hasta la tarde, o hasta la noche, a que vinieran a buscarlo. Tenía ocho años, pero el cabrón de su padre no quería darle unas llaves, y todo por los dineros que tenía escondidos en casa. No se fiaba del chico, eso decía, y que su hijo era un cretino y un malhechor, eso decía también, si es que a eso se le puede llamar decir algo. Porque a mi entender, unas asquerosidades así no son palabras.
Marthe dio una violenta calada a su purito y sacudió la cabeza.
—Un saco de mierda, eso era el padre —dijo en voz alta.
—Habla más bajo —dijo Louis—. Pero sigue.
Marthe esgrimió de nuevo su meñique ante los ojos de Louis.
—Así era el crío, te lo digo yo. O sea que, claro, el pobrecito te partía el corazón. Al principio, charlábamos él y yo, así, sin más. Era huraño, una auténtica ratita. No sé si otra que no fuera yo le habría sacado más de tres palabras. Y de una cosa a otra, fuimos haciéndonos amigos. Yo le traía la merienda, porque ese crío yo no sé ni cuándo comía, aparte de en el comedor de la beneficencia. En fin, que cuando llegó el otoño, el niño esperaba, siempre igual, en la oscuridad, en el frío, bajo la lluvia, puedes creerme. Una tarde, me llevé al crío a mi casa. Así empezó todo.
—¿Qué es lo que empezó?
—Pues la educación, Ludwig. Clément no sabía leer ni apenas escribir su nombre. De todos modos, no sabía hacer nada. Sólo decir que sí o que no con la cabeza y soltar gilipolleces una tras otra. Para eso, era un campeón. Para todo lo demás, no se enteraba de nada; y al principio sólo sabía llorar en mi regazo, hecho un ovillo. Sólo de pensarlo se me saltan las lágrimas.
Marthe sacudió la cabeza y echó una calada con cierta arrogancia y los labios temblorosos.
—Vamos a tomar algo —dijo Louis con presteza, levantándose.
Sacó dos vasos, descorchó una botella de vino, vació el cenicero, encendió otra lámpara y pidió a Marthe que sirviera. Moverse le sentó bien.
—Activa tu historia, compañera. Son casi las tres de la madrugada.
—De acuerdo, Ludwig. Me ocupé del pequeño unos cinco años. Dejaba de trabajar a las cuatro y media y me encargaba de él hasta la noche: la lectura, la escritura, la recitación, el aseo, la cena… lo que es la educación, vamos. Al principio, me acuerdo, sólo le enseñaba a levantar la cabeza para mirar a la cara. Y a decir frases que le apetecieran. Te aseguro que tuve que tener paciencia. Después de año y medio, leía y escribía. No muy bien, pero lo hacía. A menudo se quedaba a dormir, y su padre ni siquiera se daba cuenta. Los domingos, se quedaba todo el día. Y te puedo decir una cosa, Ludwig: Clément y yo nos queríamos como madre e hijo.
—¿Y entonces, Marthe?
—Entonces tenía trece años, y una tarde no vino. No volví a verlo. Me enteré de que el cabrón de su padre se había ido de París sin decir nada. Así se acabó la cosa. Y de repente —añadió Marthe después de un silencio—, esta tarde, lo veo ahí delante, y lo buscan por los dos asesinatos. Así que yo lo he lavado, lo he tapado con el edredón, y está durmiendo. ¿Entiendes la historia ahora?
Louis se levantó y se puso a andar por el cuarto, con una mano en el pelo. Conocía a la vieja Marthe desde hacía años y ella nunca había mencionado a ese tipo.
—Nunca me habías hablado de ese chaval.
—¿Para qué? No sabía ni dónde estaba.
—Pues ahora ya lo sabes. Y a mí me gustaría saber qué cuentas hacer con un asesino en tu casa.
Marthe dejó bruscamente su vaso.
—Lo que cuento hacer es que nadie se le acerque y nadie le haga daño, ¿entiendes? Con eso basta.
Louis buscó encima de su mesa y encontró el periódico de la mañana. Lo plegó en la página seis y lo puso con un ademán un tanto seco sobre la mesa, ante los ojos de Marthe.
—Olvidas algo, Marthe.
La mirada de Marthe se posó sobre el titular, examinó los rostros de las dos mujeres muertas. El asesino deja su segunda víctima en París.
—Venga —dijo Louis—, vuelve a leértelo. Mujeres estranguladas con una media, rematadas a mano, decoradas con una docena de heridas de tijera en el torso, o de destornillador, o de buril, o de…
—No te enteras —dijo Marthe encogiéndose de hombros—. No fue Clément quien hizo esas salvajadas. ¿Cómo se te puede ocurrir una cosa así? Recuerda que di cinco años de educación a ese crío. Que se dice pronto. ¿Y tú crees que se habría vuelto a buscar a su Marthe si hubiera hecho esto?
—Me pregunto, Marthe, si te haces una idea de lo que puede pasar por la cabeza de un asesino.
—¿Tú sí?
—Más que tú.
—Y a Clément ¿también lo conoces mejor que yo?
—¿Y qué dice Clément?
—Que conocía a esas dos mujeres, que las vigiló, que les había llevado macetas con plantas. Es el tipo que describen en el periódico. Sobre eso no cabe ninguna duda.
—Pero a las mujeres no las tocó, claro.
—Es verdad, Ludwig.
—¿Y por qué las vigilaba?
—No lo sabe.
—¿Ah no?
—No. Dice que era un trabajo que le habían encargado.
—¿Quién?
—No lo sabe.
—Pero ¿el tío es cretino o qué?
Marthe se quedó callada unos segundos, con los labios apretados.
—Eso es, Ludwig —dijo ella agitándose—, ahí está la cosa. No es muy… vamos, que no es muy despierto.
Marthe bebió un trago de vino y lanzó un suspiro. Louis miró las tazas de té que ninguno de los dos había tocado. Se levantó lentamente y las dejó en el fregadero.
—Entonces —dijo aclarándolas—, si no hizo nada, ¿por qué se esconde bajo tus mantas?
—Porque Clément cree que es idiota, que la pasma se le echará encima en cuanto asome la nariz y que será incapaz de salir de la trampa.
—¿Y tú te crees todo lo que te ha dicho?
—Sí.
—¿No hay ninguna posibilidad de que matices?
Marthe dio una calada a su purito sin responder.
—¿Cuánto mide, ese retoño tuyo?
—Es mediano. Un metro setenta y cinco más o menos.
—¿Ancho?
—¡Tú dirás! —dijo Marthe levantando el meñique.
—Espérame mañana hacia las doce y no dejes que se largue.
Marthe sonrió.
—No, compañera —dijo Louis sacudiendo la cabeza—, no te hagas ilusiones. No tengo fe en ese tipo, ni mucho menos. Todo este asunto me parece caótico, dramático y un poco grotesco. Además, no tengo ni idea de qué podríamos hacer. Lo mío últimamente son las cajas para zapatos y nada más. Ya te lo he dicho.
—No es incompatible.
—¿Estás segura de que quieres volver a tu casa?
—Claro que sí.
—Si mañana te encuentro estrangulada y cosida a tijeretazos, ¿asumirás tú la responsabilidad?
—No temas. No ataca a las viejas.
—¿Lo ves? —murmuró Louis—. ¿Ves como no estás tan segura de él?