V

Eran más de las once cuando Marthe tocó el hombro a Gisèle, que dormitaba a medias, de pie en la esquina de su portal. Gisèle tenía la facultad de descansar de pie; como los caballos, decía. Eso le producía un orgullo de deportista, en cambio a Marthe siempre le había parecido un poco triste. Las dos mujeres se abrazaron, cuatro años llevaban sin verse.

—Gisèle —dijo Marthe—, no tengo mucho tiempo. Es por el hombre que ha preguntado por mí hace un momento.

—Lo imaginaba. ¿He metido la pata?

—Has hecho lo que debías. Pero si te hablan de él tú ni pío. Es posible incluso que lo veas en el periódico. Pero tú no digas ni pío.

—¿A la pasma?

—Por ejemplo. Es un chaval de los míos, yo me encargo de él. ¿Me entiendes, Gisèle?

—No hay nada que entender. No digo ni pío y punto. ¿Qué ha hecho?

—Nada. Que es un niño de los míos, te digo.

—Dime una cosa, ¿no será el crío de hace mucho tiempo? ¿El niño al que enseñabas a leer?

—Tienes demasiada cabeza, Gisèle.

—Es que, nada más verlo, me empezó a funcionar esto que no veas —dijo Gisèle risueña, haciendo molinetes con el dedo en la sien—. Dime una cosa, no es por nada, pero no parece que le haya quedado gran cosa aquí dentro a tu crío, que digamos, ¿no?

Marthe se encogió de hombros, incómoda.

—Nunca ha sabido lucirse.

—Es lo menos que se puede decir. Pero en fin, si es tu Clément, no hay nada que objetar, supongo. Son cosas que una no puede evitar.

Marthe sonrió.

—¿Te acuerdas de su nombre?

—Ya te lo he dicho, Marthe —dijo Gisèle llevándose de nuevo el dedo a la sien—, esto me funciona que no veas. Tú dirás, con la de horas que paso de pie sin hacer nada, es hasta normal, según cómo se mire. Tú de esto sabes bastante.

Marthe asintió, pensativa.

—Si echas cuenta —prosiguió Gisèle—, te has pasado unos treinta y cinco años pensando en las aceras. Eso al final va sumando.

—Y eso que en los últimos tiempos —dijo Marthe— trabajaba sobre todo desde el teléfono de mi habitación.

—¿Y qué? Es igual, también piensas cuando estás sin hacer nada en una habitación. En cambio, si tienes las manos ocupadas todo el rato, como en Correos, por ejemplo, ya me contarás cómo piensas.

—Es verdad que para pensar hay que tener las manos libres.

—Te lo digo yo.

—Pero lo de Clément, más vale que lo olvides. No digas ni pío, ¿entendido?

—No es por nada, pero ya me lo has dicho.

—No te ofendas. Es por estar segura.

—¿Se ha metido en líos, tu Clément?

—No ha hecho nada. Es que los demás le tienen manía.

—¿Los demás quiénes?

—Los gilipollas.

—Entiendo.

—Me voy pitando, Gisèle. Cuento contigo, como el diamante. Y sobre todo pasa la consigna a Line. Y besos a tus niños. Y a ver si duermes un poco.

Las dos mujeres se abrazaron de nuevo, y Marthe se alejó a pasitos rápidos. Gisèle no la preocupaba en absoluto. Incluso si, al ver el retrato robot en la prensa, comprendía que Clément era el asesino de las dos mujeres, no se iría de la lengua. Al menos, no sin haber avisado antes a Marthe. En cambio, convencer a Ludwig de que la ayudara no le parecía pan comido. El que Clément hubiera aprendido a leer gracias a ella no le parecería una prueba de su inocencia. ¿Cómo demonios se llamaba ese maldito libro de lectura? Era la repera no acodarse de eso. Veía muy bien la cubierta, con una granjita, un perro y un niño.

El perro de René.

Así se titulaba el libro.