IV

Marthe vivía en un bajo de una sola habitación cerca de la Bastille, en un callejón sin salida.

—Me lo consiguió un amigo —dijo con orgullo a Clément, mientras abría la puerta—. Si no fuera por el follón que tengo ahí dentro, no estaría nada mal. Lo de los muelles, también fue él. Ludwig, se llama. ¿Te imaginabas que algún día vendería libros? Entre una acera y otra, ya ves tú, todo es posible.

Clément la seguía a medias.

—¿Ludwig?

—Es el amigo que te he dicho. Un hombre como hay pocos. Y ya sabes que de hombres entiendo. Deja el acordeón, que me canso sólo de verte, Clément.

Clément agitó el periódico. Tenía ganas de hablar.

—No —dijo Marthe—. Primero deja tu acordeón, y siéntate, ¿no ves que no puedes con tu alma? Ya me explicarás lo del acordeón, no hay prisa. Escucha, hijo: vamos a cenar, nos tomamos una copa y después me cuentas tranquilamente lo que te trae por aquí. Las cosas hay que hacerlas de manera ordenada. Mientras lo preparo todo, ve a lavarte. Y deja el acordeón de una vez, puñeta.

Marthe arrastró a Clément a un rincón de la habitación y descorrió una cortina.

—Mira esto —dijo—, un cuarto de baño de los de verdad, ¡toma ya! Vas a tomar un baño caliente, porque siempre hay que tomar un baño caliente cuando las cosas van mal. Si tienes ropa limpia, cámbiate. Y pásame la sucia, la lavaré esta noche. Con este calor, se seca en seguida.

Marthe abrió el grifo, metió a Clément en el cuarto de baño y corrió la cortina.

Así, al menos, no olería a sudor. Marthe suspiró, estaba preocupada. Cogió el periódico sin hacer ruido y volvió a leer detenidamente el artículo de la página seis. La joven cuyo cuerpo había sido encontrado en la mañana del día anterior, en su domicilio de la calle Tour-des-Dames, había sido golpeada, estrangulada y cosida a cuchilladas, dieciocho, posiblemente de tijeras. Una carnicería. Se espera obtener abundante información de los testimonios de los vecinos, que señalaron la presencia de un hombre apostado delante del edificio donde vivía la víctima durante los días anteriores al asesinato. Un ruido de agua hizo sobresaltarse a Marthe; Clément vaciaba la bañera. Apartó con suavidad el periódico.

—Ponte cómodo, cielo. Ya casi está.

Clément se había cambiado y peinado. Nunca había sigo guapo, quizá debido a su nariz en forma de bola, a su tez lívida y, sobre todo, a ese vacío en la mirada —Marthe decía que era porque tenía los ojos tan negros que no se distinguía la pupila del iris—, pero que si uno se tomaba la molestia de fijarse bien, no estaba tan mal, y además, al fin y al cabo, eso qué coño importaba. Mientras removía la pasta, Marthe se recitaba el aviso de búsqueda que publicaba el periódico debajo del artículo: … La investigación se orienta hacia un joven de raza blanca, de entre veinticinco y treinta años de edad, baja estatura, flaco o muy delgado, cabello ondulado y claro, imberbe, modestamente vestido con pantalón gris o beige, calzado deportivo. La policía, al parecer, podría divulgar un retrato robot de aquí a dos días o menos.

Pantalón gris, corrigió Marthe echando una ojeada a Clément.

Llenó los platos de pasta y queso, y cascó por encima un huevo pasado por agua. Clément miró su plato sin decir nada.

—Come —dijo Marthe—. La pasta se enfría enseguida, a saber por qué. En cambio, la coliflor no. Pregúntalo a quien quieras, no encontrarás a nadie que sepa explicarte estas cosas.

Clément nunca había sabido hablar mientras comía, era incapaz de hacer dos cosas a la vez. Marthe había decidido, pues, esperar al final de la cena.

—No pienses en nada y come —repitió—. Un saco vacío no se aguanta de pie.

Clément asintió y obedeció.

—Y mientras cenamos, te contaré historias de mi vida, como cuando eras pequeño. ¿Eh, Clément? La del cliente que se ponía dos pantalones, uno encima del otro, estoy segura de que no la recuerdas en absoluto.

A Marthe no le resultaba complicado distraer a Clément. Tenía el don de poder encadenar anécdotas durante horas; incluso sucedía con frecuencia que hablara sola. Así que contó la historia del hombre con dos pantalones, la del incendio de la plaza Aligre, la del diputado que tenía dos familias que sólo ella conocía, la del gatito rojo que se había caído de pie desde un sexto piso.

—Esta noche no tienen gracia, mis historias —concluyó Marthe con un mohín—. No estoy a lo que digo. Traigo café y ahora charlamos. Tú tranquilo, no tengas prisa.

Clément se preguntaba ansiosamente por dónde empezar. Ya no sabía dónde estaba el «punto a». Esta mañana en el café, sin duda.

—Esta mañana, Marthe, estaba tomando café en el café.

Clément se interrumpió, con los dedos en los labios. Eso era ser imbécil. ¿Cómo hacían los demás para no decir «un café en el café»?

—Sigue —dijo Marthe—. No te dejes impresionar, son tonterías y da lo mismo.

—Estaba tomando un café en el café —repitió Clément—. Un hombre leyó el periódico en voz alta. Oí el nombre «calle de la Tour-des-Dames» y escuché personalmente; luego describían al asesino, del cual era yo, Marthe. Nada más que yo. Así que después estaba jodido. No entiendo cómo se han enterado. Tuve mucho miedo, del cual volví a mi hotel, del que cogí mis cosas, y después lo único del cual pensé eras tú, para que no me cojan.

—¿Y qué te había hecho esa chica, Clément?

—¿Qué chica, Marthe?

—La chica muerta, Clément. ¿La conocías?

—No. Sólo la espiaba desde hacía cinco días. Pero ella no me había hecho nada, te lo aseguro.

—¿Y por qué la espiabas?

Clément se apretó el ala de la nariz y frunció el entrecejo. Era muy difícil poner en orden.

—Para saber si tenía novio. Era para eso. Y la planta en la maceta, la había comprado yo, y se la había llevado yo. La encontraron con ella, caída toda la tierra en el suelo, sale en el periódico.

Marthe se levantó y buscó un cigarrillo. De niño, Clément no era muy despabilado, pero no estaba loco ni era cruel. Y ese joven que tenía en su mesa, en su habitación, de repente, le dio miedo. Por un instante, pensó en bajar y llamar a la policía. Su pequeño Clément, no podía ser verdad. ¿Qué había esperado? ¿Que la hubiera matado por casualidad? ¿Sin darse cuenta? Ni siquiera. Había esperado que no fuera verdad.

—Pero ¿qué te pasó, Clément? —murmuró.

—¿Por lo de la planta en la maceta?

—¡No, Clément! ¿Por qué la mataste? —gritó Marthe.

Su grito acabó en sollozo. Azorado, Clément dio la vuelta a la mesa y se arrodilló junto a ella.

—Pero Marthe —balbuceó—, pero Marthe, ¡tú sabes que soy buen chico! ¡Tú, tú lo decías siempre! ¿No era la verdad personal? ¿Marthe?

—¡Yo lo creía! —gritó Marthe—. ¡Te di toda la educación! Y ahora, ¿ves lo que has hecho? ¿Te parece bonito?

—Pero Marthe, ella no me había hecho nada…

—¡Cállate! ¡No quiero oírte!

Clément se cogió la cabeza con las manos. ¿En qué se había equivocado? ¿Qué había olvidado decir? Se había equivocado de «punto a», como de costumbre, como siempre, no había empezado por donde debía y había dado un disgusto tremendo a Marthe.

—¡No he contado el principio, Marthe! —dijo Clément sacudiéndola—. ¡Y no maté a la mujer!

—Y si no fuiste tú, ¿quién fue? ¿Dios?

—Tienes que ayudarme —musitó Clément, agarrando los hombros de Marthe—, ¡porque me van a coger!

—Mientes.

—No sé mentir, ¡también lo decías tú! Decías: hacen falta demasiadas ideas para mentir.

Sí, lo recordaba. Clément no sabía inventar nada, ni siquiera un chiste, ni una broma, menos aún una mentira. Marthe recordó a ese cerdo de Simón, que no paraba de escupir al suelo insultando al niño: «Mala hierba… Madera de asesino…». Las lágrimas le escocieron en los ojos. Soltó las manos de Clément de sus hombros, se sonó con ruido en la servilleta de papel, inspiró profundamente. Ella y Clément tendrían razón, no podía ser de otra manera. Ellos o el viejo Simón, había que elegir.

—Bueno —dijo con un hipido—. Vuelve a empezar.

—Punto a, Marthe —prosiguió Clément sin resuello—, yo vigilaba a la chica. Era por el trabajo que me habían pedido. Y lo demás es sólo una… una…

—¿Coincidencia?

—Coincidencia. Me buscan porque me han visto en su calle, en cuanto a mí. Estaba trabajando. Poco antes, había vigilado a otra chica. Lo mismo, por el trabajo.

—¿Otra chica? —preguntó Marthe alarmada—. ¿Recuerdas dónde?

—Espera —dijo Clément apretándose el ala de la nariz con el dedo—. Que pienso.

Marthe se levantó bruscamente y fue a buscar entre un montón de periódicos debajo del fregadero. Sacó uno y lo recorrió a toda prisa.

—¿No sería en la plaza de Aquitaine, Clément?

—Eso es —dijo Clément sonriendo aliviado—. La primera chica vivía allí. Una calle muy pequeñita, al borde del todo de París.

Marthe se desplomó sobre la silla.

—Pobrecito mío —murmuró ella—. Pobrecito mío, ¿no estás enterado?

Clément, todavía de rodillas, miraba a Marthe con la boca abierta.

—No es una coincidencia —dijo Marthe en voz baja—. Mataron a una mujer hace diez días en la plaza de Aquitaine.

—¿Había una planta en la maceta? —preguntó Clément susurrando de nuevo.

Marthe se encogió de hombros.

—Un helecho muy bonito —prosiguió Clément en un murmullo—. Lo había elegido yo, personalmente. Era lo que me habían pedido que hiciera.

—¿De quién hablas?

—El que me llamó a Nevers para ser acordeonista en París, en su restaurante. Pero resulta que el restaurante todavía no estaba acabado. Me pidió que vigilara a dos camareras de las cuales pensaba contratar, pero antes había que ver si eran serias.

—Mi pobre Clément…

—¿Crees que también me han visto en la calle de Aquitaine?

—Pues claro que te han visto. Para eso te pusieron allí, para que te vieran. Maldita sea, ¿cómo no te diste cuenta de que era un trabajo raro?

Clément miró fijamente a Marthe con los ojos muy abiertos.

—Soy un imbécil, Marthe. Vamos, eso tú lo sabes muy bien.

—¡No, hombre, Clément, no eres ningún imbécil! Y del primer asesinato, ¿no te enteraste por las noticias?

—Estaba en el hotel, no tenía radio.

—¿Y el periódico?

Clément bajó un poco la cabeza.

—Es por la lectura, he olvidado trozos.

—¿Ya no sabes leer? —exclamó Marthe.

—No muy bien. La letra es muy pequeña en el periódico.

—Pues sí que estamos bien —suspiró Marthe agitada—. Ya ves lo que pasa cuando no acabas la instrucción.

—Estoy atrapado en una maquinaria, en una maquinaria horrible.

—En una maquinación horrible, Clément. Tienes razón. Y créeme, es demasiado para nosotros.

—¿Estamos jodidos?

—No estamos jodidos. Porque, ¿sabes, hijo?, la vieja Marthe tiene sus conocidos. Y conocidos competentes. Eso es lo que te da la instrucción, ¿entiendes?

Clément asintió.

—Antes de nada, una cosa —prosiguió Marthe levantándose—. ¿Has dicho a alguien que venías aquí?

—No.

—¿Estás seguro? Piensa bien. ¿No has hablado de mí?

—Pues sí, a las chicas. He preguntado a cuarenta chicas por la calle para encontrarte. No leo la guía de teléfonos, la letra es demasiado pequeña.

—¿Las chicas podrían reconocerte por la descripción del periódico? ¿Les has hablado mucho rato?

—No, todas me rechazaban enseguida personalmente. Menos una, la señora Gisèle y su amiga, de las cuales han sido muy amables. Me ha dicho que te dé recuerdos de Gisèle, de la calle…

—Delambre.

—Sí. Ellas me reconocerían. Pero igual no saben leer.

—Sí. Todo el mundo sabe leer, mi niño. Eres un caso.

—No soy un caso. Soy imbécil.

—Quien dice que es un imbécil no es un imbécil —dijo Marthe con autoridad, sujetando a Clément por el hombro—. Escúchame, hijo. Ahora vas a acostarte; voy a ponerte una cama detrás del biombo. Yo me voy a ver a Gisèle, a decirle que cierre el pico, y que su amiga lo mismo. ¿Sabes cómo se llama la amiga? ¿No será la joven Line que ahora está en la calle Delambre?

—Eso es. Eres increíble.

—No es más que instrucción, ya ves.

Clément se llevó de repente las manos a las mejillas.

—Al contrario, tú te quedas aquí. Gisèle y Line no hablarán porque yo se lo pediré. Es cuestión de oficio, no le des más vueltas. Pero tengo que darme prisa, tengo que ir a verlas ahora. Y tú no salgas, bajo ningún pretexto. Y no abras. Volveré tarde. Duerme.