II

Clément empezaba a sentir pánico. En ese preciso momento le habría venido bien ser listo, pero Clément era un imbécil, todo el mundo se lo decía desde hacía más de veinte años. «Clément, eres un imbécil, haz un esfuerzo».

Ese viejo profe del reformatorio se había esforzado mucho. «Clément, trata de pensar en más de una cosa a la vez; por ejemplo, en dos cosas a la vez, ¿entiendes? Por ejemplo, el pájaro y la rama. Piensa en el pájaro que se posa en la rama. Punto a, el pájaro; punto b, el gusano; punto c, el nido; punto d, el árbol; punto e, clasifica las ideas, las relaciones, imaginas. ¿Capturas el truco, Clément?».

Clément suspiró. Le llevó días entender qué pintaba el gusano en todo eso.

Deja de pensar en el pájaro, piensa en hoy. Punto a, París; punto b, la mujer asesinada. Clément se limpió la nariz con el dorso de la mano. Le temblaba el brazo. Punto c, encontrar a Marthe en París. Llevaba horas buscándola, preguntando por ella en todas partes, a todas las prostitutas que había encontrado. Lo menos veinte, o cuarenta; en fin, muchas. Era imposible que nadie se acordara de Marthe Gardel. Punto c, encontrar a Marthe. Clément reanudó su camino, sudando en ese calor de principios de julio, con su acordeón azul bien sujeto bajo el brazo. Igual se había ido de París, su Marthe, en esos quince años que él había pasado fuera. O igual estaba muerta.

Se paró en seco, en medio del bulevar Montparnasse. Si se había ido, si estaba muerta, entonces para él se jodió todo. Se jodió todo, se jodió todo. Sólo Marthe podía ayudarlo; sólo Marthe podía esconderlo. La única mujer que nunca lo había llamado cretino, la única que le acariciaba el pelo. Pero ¿de qué sirve París, si aquí no se encuentra a nadie?

Clément se colgó el acordeón al hombro, tenía las manos demasiado húmedas para llevarlo bajo el brazo, tenía miedo de que se le resbalara. Sin su acordeón y sin Marthe, y con la mujer asesinada, se jodió todo. Paseó la mirada por el cruce. Localizó a dos prostitutas en una callecita diagonal, y eso le dio ánimo.

Apostada en la calle Delambre, la joven vio dirigirse hacia ella a un individuo feo y mal vestido, con una camisa demasiado corta que le dejaba las muñecas al aire, una bolsa a la espalda, de unos treinta años y pinta de tarado. Se crispó; había tipos que convenía evitar.

—Yo no —dijo sacudiendo la cabeza cuando Clément se detuvo delante de ella—. Prueba con Gisèle.

La joven le señaló con el pulgar a una compañera situada tres edificios más allá. Gisèle llevaba treinta años en el oficio, estaba curada de espanto.

Clément abrió mucho los ojos. No le apenaba verse rechazado antes de haber pedido nada. Ya estaba acostumbrado.

—Busco a una amiga —dijo con dificultad— que se llama Marthe. Marthe Gardel. No sale en la guía.

—¿Una amiga? —preguntó la joven con desconfianza—. ¿Y no sabes dónde trabaja?

—Ya no trabaja. Pero antes era la más guapa, en Mutualité. Marthe Gardel, todo el mundo la conocía.

—Yo no soy todo el mundo, ni soy el listín. ¿Para qué la buscas?

Clément retrocedió. No le gustaba que le hablaran demasiado fuerte.

—¿Para qué la busco? —repitió.

No tenía que hablar demasiado, ni llamar la atención. Sólo Marthe podría comprenderlo.

La joven meneó la cabeza. Ese tipo era realmente un tarado, y hablaba como un tarado. Había que mantenerlo a raya. Al mismo tiempo, daba un poco de pena. Lo miró dejar su acordeón en el suelo, con sumo cuidado.

—Esa Marthe, si no he entendido mal, ¿era del oficio?

Clément asintió.

—Bueno. No te muevas.

La joven se dirigió hacia Gisèle arrastrando los pies.

—Ahí hay un fulano que busca a una amiga suya, una jubilada de Maubert-Mutualité. Marthe Gardel, ¿te suena? En cualquier caso, en la guía ya no sale.

Gisèle levantó a barbilla. Sabía muchas cosas, cosas que hasta la mismísima guía telefónica ignoraba, y eso le hacía sentirse importante.

—Mira, Line, chata —dijo Gisèle—, quien no ha conocido a Marthe puede decirse que no ha conocido nada. ¿Es el artista ése? Dile que venga, ya sabes que no me gusta dejar mi portal.

Desde lejos, la joven Line hizo una seña. Clément sintió palpitar su corazón. Recogió su instrumento y corrió hacia la gorda Gisèle. Corría mal.

—Pinta panoli —diagnosticó Gisèle en voz baja dando una calada. Levantando la cabeza, con el pitillo en las últimas.

Clément repitió la maniobra del acordeón a los pies de Gisèle y levantó la mirada.

—¿Preguntas por la vieja Marthe? ¿Qué quieres de ella? Porque no va a verla cualquiera así por las buenas, por si no lo sabes. Es monumento nacional, hay que llevar autorización. Y tú tienes una pinta un poco especial, no es por nada. No quiero que le pase ninguna desgracia. ¿Qué quieres de ella?

—¿La vieja Marthe? —repitió Clément.

—¿Qué pasa? Tiene más de setenta años, ¿no lo sabías? ¿La conoces, sí o no?

—Sí —dijo Clément retrocediendo medio paso.

—¿Y yo cómo lo sé?

—La conozco, me lo enseñó todo.

—Es su trabajo.

—No. Me enseñó a leer.

Line se echó a reír. Gisèle se volvió hacia ella con expresión severa.

—No te rías, idiota. No sabes nada de la vida.

—¿Te enseñó a leer? —preguntó con más suavidad a Clément.

—Cuando era pequeño.

—Ahora que lo dices, le pega. ¿Qué quieres de ella? ¿Cómo te llamas?

Clément hizo un esfuerzo. Estaba lo del asesinato, la mujer muerta. Tenía que mentir, inventar. «Punto e, imagina». Eso era lo más difícil de todo.

—Quiero devolverle un dinero.

—Eso —dijo Gisèle— se puede arreglar. Siempre anda apurada, la vieja Marthe. ¿Cuánto?

—Cuatro mil —dijo Clément al buen tuntún.

Esta conversación lo cansaba. Era un poco rápida para él, tenía un miedo tremendo de decir lo que no debía.

Gisèle reflexionó. El tipo era extraño, no cabía duda, pero Marthe sabía defenderse. Y cuatro mil son cuatro mil.

—Bueno, te creo —dijo—. ¿Sabes los libreros de viejo de los muelles?

—¿Los muelles? ¿Los muelles del Sena?

—Pues claro que del Sena, so manta, los muelles. Ni que hubiera cuatrocientos en el mundo. O sea, los muelles, en la orilla izquierda, a la altura de la calle de Nevers, no tienes pérdida. Tiene un puestecillo de libros, se lo consiguió un amigo suyo. Es que a la vieja Marthe no le gusta estar tocándose las narices. ¿Te acordarás? Porque pinta de lumbrera no tienes, no es por nada.

Clément la miró fijamente sin contestar. No se atrevía a preguntar de nuevo. Y eso que el corazón le aporreaba el pecho; había que encontrar a Marthe, todo dependía de eso.

—Ya veo —suspiró Gisèle—. Voy a apuntártelo.

—Eres demasiado buena —dijo Line encogiéndose de hombros.

—Cállate —volvió a decirle Gisèle—. No tienes ni idea.

Hurgó en su bolso, sacó un sobre vacío y un resto de lápiz. Escribió con claridad, con letra grande, tenía la impresión de que el chaval no era muy listo.

—Con esto la encontrarás. Dale recuerdos de Gisèle, de la calle Delambre. Y nada de tonterías. Me puedo fiar de ti, ¿no?

Clément asintió. Se metió rápidamente el sobre en el bolsillo y recogió el acordeón.

—Mira —dijo Gisèle—, tócame una canción, que vea yo que no es trola. Así me quedo más tranquila, no es por nada.

Clément se colgó su instrumento y desplegó concienzudamente el fuelle, sacando un poco la lengua. Y se puso a tocar, mirando al suelo.

«Ya ves», pensó Gisèle mientras lo escuchaba, «ríete tú de los lelos. Éste era un músico de verdad. Un auténtico lelómano».