Capítulo 21

Durante los dos días anteriores había soplado un fuerte viento. Un viento incansable y molesto que parecía empeñado en desnudar de golpe a todos los árboles y que sólo se detenía de cuando en cuando para contemplar los efectos de su soplo en las ramas peladas y en el suelo cubierto de hojas. Pero esa mañana parecía haberse agotado y una paz fresca y limpia inundaba el éter, las últimas nubes huyendo cielo arriba y torrentes de sol bajando entre sus huecos. Por fin podría salir a correr.

Siempre que terminaba uno de aquellos complicados asuntos le gustaba dedicar el día siguiente a una larga y agotadora excursión en bicicleta. Por la mañana se vestía con la culotte, llenaba un bidón de agua y otro de glucosa y atiborraba los bolsillos posteriores de la camiseta con pequeños bocadillos y galletas energéticas. Así preparado, salía a recorrer una ruta minuciosamente programada la noche anterior —pero que luego no siempre seguía, dejándose llevar por un vagabundeo improvisado—, con la sensación de que durante siete horas y ciento treinta kilómetros el esfuerzo, el sudor y el viento que rompía en su cara y en su pecho lo iban limpiando de las palabras y mentiras acumuladas durante la investigación. Con aquellas excursiones finales le parecía que —como la tortuga que hunde la cabeza en la concha, atraviesa un pozo negro, se sacude un poco y logra salir limpia— dejaba definitivamente atrás un nuevo episodio de desdicha y maldad; le parecía que él mismo volvía a la sombra y al anonimato de donde había salido. Si tuviera que contarle a alguien —boca a boca o por escrito, en una carta o en una novela de cien mil palabras— lo que había hecho en las últimas cuatro semanas, sabía que él no importaría apenas en el resumen final, que Larrey y Moisés y Rita y Julián y Alba Monasterio tendrían más peso en su relato, porque siempre son más interesantes y humanos y creíbles los culpables y sus víctimas que los héroes; siempre más sus clientes que él, al fin y al cabo un oscuro y solitario detective privado; siempre más los sentimientos, las emociones y las zozobras del alma que una más o menos rutinaria intriga policial. A la manera de un reactivo necesario para desencadenar un proceso químico, cuyo papel queda en el olvido tan pronto como ha cumplido su función, así era su oficio, y hubiera rechazado con una mueca de ironía cualquier sugerencia ajena para concederse más protagonismo.

De hecho, desde el mismo momento en que dedujo que había sido Moisés quien se había llevado a Alba, llamó al teniente para dejar en sus manos una operación que a él ya no le correspondía, de modo que todos los laureles y el prestigio de la liberación de la niña y del esclarecimiento de la muerte de Larrey recayeron sobre Gallardo y sobre sus dos ayudantes, en particular sobre el agente que «arriesgando su integridad física —según la manoseada prosa de la prensa provincial— abatió de dos disparos al raptor». Porque aquel tipo de acciones violentas a Cupido ya no le interesaban. No le daban miedo, pero no le interesaban.

Bastante esfuerzo tenía que hacer para salir indemne y no cubrirse de asco cada vez que entraba en contacto con la sordidez y el odio. De nuevo había comprobado que para hacer daño o matar no era necesaria la intervención de una guerra, ni de las mafias, ni de cualquier otro tipo de delincuencia surgida alrededor de motivos económicos o de poder. De nuevo había comprobado que los sentimientos contrariados que se pudren en el alma causan más víctimas que cualquier otro móvil. En la Europa occidental en la que vivía, tan pertrechada contra las plagas, las catástrofes y las incertidumbres, donde ni había guerras ni eran previsibles en un futuro cercano —con lo que parecía cumplirse aquella increíble utopía de que una generación entera de hombres y mujeres pasaran toda su vida sin oír estallar una bomba—, el servicio militar había dejado de ser obligatorio. Y sin embargo era contradictorio e inquietante que alguien que oficialmente había optado ante la sociedad por no tocar un arma hubiera alimentado el odio suficiente para apretar el gatillo.

Estaba terminando los preparativos cuando sonó el teléfono. Era el teniente Gallardo.

—Ayer pasé a ver a tu cliente. Julián Monasterio. En su tienda A decirle que debía habernos entregado la pistola desde el primer día, pero que ya todo había pasado y no tenía que preocuparse más. Nadie sabrá nunca dónde la había conseguido el objetor. ¡Precisamente un objetor! —exclamó.

—Gracias —dijo Cupido mientras comprendía que era eso, el no haber eliminado de su trabajo diario la compasión, lo que mantenía aquella extraña amistad entre un oficial de la Guardia Civil y un detective privado.

—Con él estaba ya su hija. La niña. Parece un buen padre. Y un buen hombre —añadió con voz más baja, consciente de que aquellas palabras no le correspondían ni a él ni a su oficio.

—Lo es. Y creo que nunca más querrá saber nada de pistolas.

—Eso espero. A propósito, cuando quieras puedes pasarte por aquí a recoger la documentación de tu licencia. Concedida. Confío en que tampoco tú tengas que utilizarla nunca —dijo al despedirse.

Raras veces había llegado a sentir por un cliente un deseo de protección tan claro como con Julián Monasterio; pocas veces había tenido tanta seguridad en la inocencia de quien lo contrataba. Por eso se alegraba de contribuir a su bienestar. El día anterior lo había visto paseando con la profesora del colegio y con su hija, y en la cadencia y lentitud de sus pasos, como cuando no se huye de nadie ni se quiere llegar pronto a ningún sitio, había una serenidad interior que también a él lo reconfortaba, como si ambos, sin saberlo, le estuvieran ofreciendo un acto de fe, la certidumbre de que, a pesar de todo, también era posible encontrar algo agradable y benéfico en aquella profesión donde el pesimismo y la primacía del mal eran casi absolutos.

Se estaba retrasando en la salida. Terminó de vestirse y bajó al garaje donde guardaba la bicicleta. Montó, pedaleó sin prisas y no tardó en dejar atrás la villa que iba abandonando su viejo apelativo para sustituirlo por el de ciudad, como si en aquél se contuviera algo arcaico y poco prestigioso.

Se sentía muy bien físicamente. No hacía apenas viento y en el cielo el sol utilizaba sus rayos como cuñas para abrir las nubes y penetrar luego entre ellas con un esplendor inesperado. Puso el plato pequeño y comenzó a pedalear con ganas hacia la sierra, que, al fondo, parecía un decorado con el Yunque y el Volcán como principales bambalinas. Apenas cruzaban coches por la carretera y no se oía nada. Cuando en algún tramo de descenso contenía la respiración y dejaba de pedalear, sólo percibía el fino susurro del caucho de las ruedas al deslizarse sobre el asfalto.

Toda la tierra brillaba vestida con un traje hecho con los púrpuras remiendos del otoño. A medida que iba subiendo, la roja cabellera de las viñas daba paso al bosque lindante con El Paternóster. Allí, antes de la compacta, oscura e inquietante muralla de clorofila de la Reserva, las hojas rojas y naranjas movidas por una suave brisa sin malicia hacían pensar que robles y castaños estaban ardiendo. Ahora que iba cumpliendo años, aquellos cambios en la faz de la naturaleza comenzaban a tener la misma capacidad de emocionarlo que una mujer al cambiarse de vestido.

* * *

Terminó de cavar los arriates del jardín que unos días antes había abandonado. Ahora ya todo estaba dispuesto para plantar las nuevas flores: removido y abonado el suelo, propicio a la lombriz y a la semilla, aplastados los terrones y extirpadas las raíces muertas. Pero eso ya no lo haría él.

Se echó la azada al hombro y se dirigió hacia la casa, sintiendo al andar el dolor manso y conocido, replegado en las articulaciones de la rodilla. Estaba solo en mitad de la mañana. Como cada día, su mujer había ido a trabajar a la ciudad y a llevar a su hijo pequeño al colegio, de modo que aún no volvería en varias horas. Estaba solo, vacío y cansado de rehuir la tentación del lazo. Necesitaba un reposo prolongado durante tanto tiempo que al despertar no hubiera ya a su alrededor ningún motivo de pesadumbre. Sentía que había sufrido más en los cuatro últimos años que en los cuarenta y ocho de su vida anterior.

De un seco tirón arrancó el cable del pararrayos que se había soltado de la tierra y que llevaba ya algún tiempo golpeando la pared y reclamando su atención. Ahora ya sabía lo que quería decirle. La otra punta del cable cayó desde lo alto ondulándose como una serpiente y le golpeó ligeramente el rostro. Comprobó la facilidad con que se deslizaba, la resistencia que le daba la conjunción del plástico y el cobre. Soportaría su peso sin problemas.

Entró en la casa y, sin dirigir una sola mirada al salón, a las fotografías de la chimenea y a todo lo que dejaba atrás, bajó la escalera de la bodega. De las vigas del techo colgaban todas las frutas que había ido recogiendo en el último mes: melones sujetos con un lazo hecho con cuatro juncos, judías verdes ensartadas en hilos, ajos, uvas, pimientos, guindillas, ramas de laurel. En el suelo, extendidas en parvas diferentes sobre una lona, higos pasos, manzanas, patatas y membrillos. La mezcla de los aromas de los diferentes frutos madurando llenaba la bodega de un olor denso y dulzón.

Antes, cuando en aquella casa todos sus ocupantes vivían y todos tenían apetito, recogían muchas de las frutas que colgaban de los árboles, brillantes sin necesidad de barnices, gordas como bombillas de colores, toda la finca iluminada por el resplandor de peras, melocotones, cerezas y manzanas. Aquellas reservas de alimentos llegaban hasta la Navidad. Pero en los últimos años, aunque las cosechas habían disminuido y guardaban poco para su consumo, al final tenían que tirar una buena parte que ellos dos y su hijo pequeño no habían agotado. Los frutos secos se les hacían una bola imposible de tragar; sentían que todas las peras y membrillos se habían vuelto amargos, que las uvas negras les dejaban el paladar teñido de humo y las cerezas la boca llena de huesos. Cuando vivía su hijo mayor aquello no ocurría. Cuando estaba su hijo mayor todo lo recogido durante la temporada parecía poco. Antes de comenzar a morir llegaba a casa lleno de energía, siempre con hambre, y si la comida tardaba, bajaba a la bodega y se servía los frutos que le apetecían. Pero en los últimos años tanta previsión ya no tenía sentido.

Muy despacio, casi con mimo, hizo el nudo corredizo y comprobó varias veces que el cable se deslizaba bien antes de sujetarlo a una de las vigas del techo.

* * *

—En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

—Amén —respondieron todos los niños después de hacer el signo de la cruz con que invariablemente terminaban sus clases.

Sabía que no debía rezar fuera del horario de religión, y menos aún si, como era su caso, había tres niños que no daban la asignatura. Aquel gesto, el persignarse al comienzo y al final de sus clases, era una imposición que incumplía las normas, pero al que no estaba dispuesta a renunciar, porque al hacerlo tenía la seguridad de levantar barreras para proteger su trabajo de la maldad exterior. Todos —profesores y padres— sabían aquella única exigencia suya, y ni Nelson le había dicho nada al asumir la dirección ni los padres de sus tres alumnos ateos habían venido a protestar.

Sin embargo, aquel silencio la inquietaba tanto como una protesta formal. Comenzaba a sospechar que había en él algo de la indiferencia con que el hombre sereno y seguro de sus creencias ignora los argumentos del fanático y renuncia a entrar con él en discusión, algo de la condescendencia con que se les da la razón a los idiotas o se transige con las manías de los ancianos. Porque los tres alumnos que no asistían a religión no pertenecían precisamente a esas familias gritonas, sucias, incultas y marginales que desprecian cualquier gesto que huela a sacristía, sino que —como había ocurrido con Marta— eran alumnos excelentes, limpios, aplicados, inteligentes, cuya deserción la irritaba más que si hubieran sido niños mediocres. Podía soportar que algunos soldados rasos se pasaran al enemigo; no podía soportar que lo hicieran sus más brillantes generales. ¿Qué estaba ocurriendo en el mundo para que precisamente los mejores, los más laboriosos y educados, los menos violentos, prescindieran de la doctrina con tanta indiferencia, no con odio ni desprecio ni rabia, sólo con indiferencia? Esa era la terrible consecuencia de haber permitido la voluntariedad de la asignatura.

Pensando en todo eso, en el frecuente desajuste entre religión y comportamiento, a veces llegaba a admitir que hay gente que, sin aceptar ninguna guía espiritual, es más digna, más bondadosa y más justa que muchos de sus más píos correligionarios. Se decía entonces que no importa la religión que se tenga, sino la forma en que se cumplen los preceptos de esa religión.

Pero aquellos periodos de tolerancia no duraban mucho tiempo y pronto reconstruía una línea recta entre el Sinaí y Breda. Se consideraba ya demasiado vieja para dudar de lo que siempre había tenido como cierto, para cambiar de criterios y creencias sin provocar una hecatombe en su cabeza, y volvía, recalcitrante, a regir su conducta por la inflexible taxonomía del catecismo. Entonces se imaginaba a sí misma como una antigua vestal que mantiene encendida la llama sagrada de la devoción mientras afuera se emborrachan, fornican y blasfeman los bárbaros.

Los niños fueron saliendo en fila de la clase y ella se dirigió al despacho a tramitar algunos documentos pendientes. No estaba Nelson y le resultó un poco extraña la presencia de De Molinos, porque desde su relevo evitaba aparecer por allí. Estaba inmóvil, mirando por la ventana, con las manos cruzadas en la espalda, en un gesto que hacía muy a menudo, un gesto de origen seminarista que no podía evitar ni siquiera cuando hablaba con alguien, como si guardara algo o quisiera ocultar un muñón. Incluso al amonestar a los alumnos mantenía las manos allí atrás, aunque entonces no parecían esconder nada: entonces a Julita Guzmán le hacían recordar a otros maestros de su infancia que en esa postura expresaban una intensa sensación de amenaza, como si en cualquier momento fueran a extender una de ellas para golpear el rostro sin que el alumno pudiera adivinar por qué lado llegaría el golpe.

Desprovisto de su jerarquía anterior, ahora le pareció viejo y débil, y tuvo que contener un impulso de lástima. Hizo ruido con la silla para advertirle de su presencia.

—Ah, eres tú.

—Sí —respondió con la cabeza agachada, temerosa de transparentar el sentimiento de vergüenza y traición que, desde que aceptó continuar en la secretaría, la embargaba cuando estaba junto a él.

—¿Y Nelson?

—En el Ayuntamiento. Esta tarde tenían una reunión en la concejalía sobre el desarrollo de las actividades extraescolares. Quieren ampliarlas —explicó, pensando que a él le gustaría aquella deferencia de recibir información antes que los demás.

—Entonces díselo tú cuando venga. Mañana llegaré un poco tarde y faltaré un par de horas. Tengo una cita con el médico —dijo.

—¿Algo grave? —le preguntó con amabilidad.

—Nada. Rutina —respondió secamente.

Una intensa sensación de soledad la inundó cuando De Molinos abandonó el despacho. Por mucho que a veces renegara del trabajo, el colegio la mantenía viva y despierta, era todo su mundo, el único lugar de contacto con sus semejantes. Y si bien con el principal protagonista, el niño, tenía una evidente incapacidad para comunicarse —como esos pintores cortesanos de segunda fila que en todos sus cuadros comprendieron y pintaron mejor a los lebreles y a los caballos que a los monarcas que los protegían—, no estaba impedida para establecer vínculos amistosos con algunos de sus colegas. De Molinos y su mujer, Matilde Cuaresma, habían sido durante años sus más cordiales compañeros, aquéllos con quienes comentaba recuerdos y anécdotas, achaques físicos e intrigas, confidencias sobre padres de alumnos o conocidos. Sin marido, sin hijos, sin familia, ahora también se había quedado sin ellos.

* * *

Era terrible: ni uno solo de sus mejores pensamientos había surgido de un diálogo con alguien que estuviera cerca de él; ni uno solo de sus proyectos era fruto de la colaboración. Si en algún momento había llegado a creer que ser director del colegio le posibilitaría un trato, amistad y relaciones más profundas con los otros, se había equivocado. Al contrario. Aunque el cargo había satisfecho su vanidad al elevarlo a un pequeño escalón por encima de sus compañeros, a cambio lo había dejado más solo. En apenas un mes había comprobado que la solidaridad y el compañerismo son frutos delicados y agrestes que sólo crecen alejados de la contaminación del poder.

Los nuevos modos que había intentado introducir, más dialogantes, su amabilidad en el trato y sus deseos de tomar decisiones, si no consensuadas, sí consultadas con todos, de nada le habían servido para impedir el distanciamiento. Había abolido la vieja rigidez de De Molinos, a quien siempre se le acusaba de dirigir el colegio como si fuera un cuartel, pero nadie parecía agradecérselo. Ni siquiera había logrado evitar el desdén de aquélla a quien más apreciaba. De hecho, no había vuelto a hablar a solas con Rita y sabía que ya no habría otra ocasión. Había visto al padre de la niña esperándola una tarde a la salida y los tres se habían ido juntos paseando.

Como al principio, sólo le quedaba Mozart. Fue al estudio y cerró la puerta, temiendo que su mujer viniera a molestarlo; hablaba tanto en el colegio, se esforzaba tanto por ser amable con la gente que al menos en su casa podía permitirse una hora de soledad y silencio.

Pero esa tarde no tenía ganas de tocar y ni siquiera sacó el clarinete de la funda. Lleno de humildad, convencido de su propia insignificancia, se limitó a colocar el disco y a admirar la trascendencia que su creador lograba darles a compases aparentemente frívolos. Recostado en la chaise longue, cerró los ojos para que nada lo distrajera, convencido de que aquella música era un regalo que se le daba al hombre sin haberlo merecido.

* * *

—Vamos, pasa.

Le abrió la puerta y tiró ligeramente de la correa. El perrito se resistió a entrar, asustado por los olores medicinales de la casa y por el largo pasillo en penumbra que veía ante él. Lo empujó suavemente con el pie y cerró la puerta. El cachorro avanzó un poco, se detuvo de nuevo y, como si hubiera estado esperando llegar a la casa para hacerlo, soltó un chorro de orina antes de que pudiera impedírselo.

—No seas cochino —le riñó, pero sin severidad. Ya habría tiempo para enseñarle su lugar de dormir, su plato de comer y las cosas que estaba prohibido hacer dentro de la casa.

—¿Viene alguien contigo? —preguntó su padre desde el salón.

—Sí.

Llegó hasta la puerta y le mostró el cachorro. Aún no le había puesto nombre. Como había ocurrido con Bruno, no quería precipitarse hasta encontrar el adecuado.

—¿Otro perro?

—¿Por qué no?

Después de la sórdida muerte de Bruno había creído que nunca más acogería a otro animal. Pero unos días antes el conserje del colegio había aparecido con dos cachorros de cocker de un familiar suyo que no había encontrado compradores. Ni quería criarlos ni se atrevía a abandonarlos. Las últimas —y persistentes— noticias de furiosos ataques de perros a niños habían retraído a mucha gente. El propio conserje iba a quedarse con uno y ofrecía el otro a quien lo quisiera.

Lo había dudado un día, pero a la mañana siguiente se decidió. Desde que se había aclarado la muerte de Larrey —y también desde el suicidio de quien le había golpeado el rostro—, le parecía que todos aquellos dolorosos episodios quedaban muy atrás y cerraban de modo definitivo una etapa de su vida. De repente le parecía que comenzaban a ser muy antiguas y dejaban de tener tanta importancia las razones por las que hasta entonces había sido desdichado.

Ahora tendría que acostumbrarse a vivir sin más proyectos ni esperanzas que continuar vivo, sin posibilidad de mudar de oficio, sin otro cambio que alternar cada quince días la visita a la peluquería y al prostíbulo. Y aquel cachorro de color canela que se estaba frotando contra sus zapatos no sería un mal compañero de espera.

—Petra ha vuelto a romper un plato.

—Se le habrá caído.

—No. Yo creo que los rompe a propósito. Pronto no tendremos dónde comer.

—No te preocupes por los platos, papá. Ya compraré otros —respondió, conciliador.

—Como somos dos hombres, cree que puede hacer con nosotros lo que quiera. Si tu madre viviera no le permitiría tantas libertades —insistió.

—Que no, papá, que no.

Ahora que en la vida de fuera todo parecía pacificado, le resultaba muy molesto que en su propia casa persistiera aquella tensión creada por motivos tan tontos. Las quejas de su padre se hacían cada día más obsesivas. Todo le parecía mal, se enfadaba por cualquier detalle o demora y hasta el Nembutal iba perdiendo con él su eficacia sedante, por lo que no se preocupaba si alguna noche se excedía y dejaba caer en su vaso dos o tres gotas más de las prescritas. Cierto que era su padre y que seguía estremeciéndose de piedad al ver que el cáncer lo iba devorando con la misma furia con que el fuego devora un leño seco, al ver su rostro, donde los ojos se escondían en el brocal de las cuencas como si algo tirara de ellos hacia adentro, o su cabeza, tan hundida entre los hombros que parecían faltarle algunas vértebras. Pero cada día le resultaba más difícil sobrellevar sus exigencias. A veces se decía que un enfermo atrapado en un malestar permanente, aunque sea un padre, no tiene derecho a zaherir a los demás, como si ellos fueran los culpables de su malestar.

Y por eso a veces también imaginaba su muerte, una muerte dulce como las que había visto en el cine, en la que se le caía un libro o una fotografía de las manos y se quedaba inmóvil en el sillón como si estuviera dormido.

* * *

Se despertó sobresaltado en el sillón donde se había quedado dormido. Le ocurría con demasiada frecuencia: reclinar la cabeza un instante al volver del colegio y perder la conciencia durante unos minutos de sueños turbulentos.

Contrajo los párpados y bostezó profundamente. Luego abrió los ojos, aún aturdido por los filamentos de una pesadilla en la que alguien lo conminaba a ir a talar un bosque inmenso con unas tijeras de podar. En la pared, frente a él, estaban colgados un retrato suyo y otro de su mujer. Enfocó la mirada en el año, 1978, y en la firma del pintor, Alcántara. Los cuadros habían sido su regalo de aniversario tras diez años de matrimonio, pero también un intento de igualarse a las tradiciones y privilegios de los Cuaresma. Porque en su familia nunca hubo un pintor que los inmortalizara. El sólo conservaba algunas monótonas fotografías en blanco y negro, sin sellos ni fechas ni indicación de quién era la persona retratada. Pero los Cuaresma llevaban varias generaciones poniéndose delante del caballete con ese gesto arrogante que dan el abolengo y la riqueza. Sin embargo, le parecía que sus retratos tenían ese brillo falsario de las monedas de dudoso curso, ese brillo excesivo que contrastaba dolorosamente con el esmalte agrietado de los antiguos. Al ver su rostro sospechaba que no estaría durante mucho tiempo en la pared y que, en cuanto muriera, alguien lo arrinconaría discretamente en el desván.

Su mujer apareció en la puerta y le dijo:

—Voy a casa de mi hermana. Hace unos días que no la veo.

—De acuerdo. No hace falta que cojas las llaves. No voy a salir.

Le sobraba tiempo desde que había dejado la dirección y estaba libre de reuniones, pero no sabía en qué ocuparlo. Al terminar las clases, se ponía la chaqueta y salía casi sin despedirse de nadie. Aunque muchas veces había maldecido del trabajo y había deseado que llegara el momento de la jubilación, últimamente se preguntaba si entonces no lo echaría de menos. Había conocido a gente que se pasó cuarenta años deseando descansar y alejarse de los niños, y cuando al fin lo conseguían se sentían paralizados, sin apenas poder mover los brazos, como si tuvieran rotas las clavículas. De pronto descubrían que aquello de lo que tanto habían renegado es lo que les había hecho ser más o menos felices. A pesar del anhelado descanso, ese día comenzaban a morir, incapaces de adaptarse a una situación de inactividad y olvido en la que nadie escuchaba ni obedecía a alguien cuyo oficio consistió precisamente en ser obedecido y escuchado.

¡Claro que él no sufriría tan intensos arrebatos de nostalgia profesional! Pero sospechaba que de alguna forma más suave, pero igualmente pertinaz, echaría de menos aquella tarea a la que había entregado cuatro décadas de su vida y en la que, a pesar de todas las dificultades, aún era posible mantener la disciplina, la lógica y el orden frente al asalto generalizado del caos.

* * *

—¿A las ocho?

—Sí.

—¿Te espero en casa?

—Me gustaría que vinieras a la mía.

Sonrió, aunque era consciente de que él, al otro lado del teléfono, no podía ver su sonrisa. Se alegraba mucho de que la invitara a su casa; lo llevaba esperando algún tiempo y le parecía que con aquella invitación todo terminaba por hacerse claro y transparente.

—¿Te apetece venir? —le oyó preguntar, porque había prolongado el silencio. Pero los silencios ya sólo traían una mayor confianza entre ellos.

—Mucho.

—Entonces, a las ocho. Luego nos vamos desde aquí al cine.

Algunas veces había sentido miedo de llegar a ser una de esas mujeres que tienen muchos amores precisamente porque no tienen ninguno verdadero. Sin embargo, no se consideraba casquivana, por más que en el curso anterior hubiera estado con dos hombres muy distintos entre sí, y uno de ellos casado. No era de esas mujeres tan predispuestas a las aventuras que cualquier hombre les vale. Lo que ocurría es que todas sus relaciones, no sabía bien por qué motivo, solían terminar siendo de una u otra manera conflictivas. No tenía esa capacidad de algunas amigas suyas de acostarse con diez hombres distintos sin que nadie —al menos ninguno de ellos— se enterara y sin que dejaran en su vida y en su cuerpo otra señal que un borroso recuerdo del placer. No. Por su carácter, a ella ninguna relación sentimental se le hundía en el olvido ni la dejaba indiferente a los cinco minutos de haberse separado.

Ahora se sentía extrañamente segura de que todo iría bien con él. No imaginaba ningún lugar del mundo donde uno de ellos no fuera capaz de seguir al otro, ni ningún motivo para la desesperación o el cinismo. Desde la primera cita había comprobado hasta qué punto se simplificaban todos los problemas cuando estaban juntos. Claro que alguna vez aparecerían dificultades que habría que superar, pero ¿con qué hombre no las habría?, ¿qué pareja eran tan perfecta como para no haberse herido alguna vez, o no haber sentido que no se recibía tanto como se estaba dando, o no haber deseado huir en algún instante del ambiente coercitivo que aparece en toda relación?

* * *

—No soy capaz de atraparlo con ningún programa —dijo Ernesto—. No encuentro dónde se esconde.

—Déjame intentarlo.

Julián Monasterio se sentó frente al ordenador y comenzó a teclear códigos mientras su ayudante, inclinado sobre la mesa, seguía con atención sus pasos. Por la pantalla desfilaban largas columnas de claves, cifras y signos incomprensibles para quien no fuera muy experto en el misterioso contenido de sus entrañas.

De vez en cuando se paraba a reflexionar, leía los datos y borraba o introducía uno nuevo para volver a esperar, como el cazador que persigue una pieza por un bosque y se detiene a observar su reacción a cada uno de sus movimientos.

Odiaba a la gente que creaba los virus. Y no tanto por las molestias y contratiempos que les acarreaba en el trabajo cuanto por la forma alevosa de introducir el caos y el conflicto en el mundo de los demás desde la lejanía y el anonimato. También por la maldad gratuita que conllevaba aquel mecanismo de daño y confusión: sus autores no conseguían ningún beneficio al hacer que los ordenadores comenzaran a enloquecer y que las palabras que antes eran claras y sencillas, capaces de comunicar ideas, deseos y sentimientos, se volvieran un jeroglífico indescifrable de signos babilónicos.

—¡Ahí está! —exclamó, señalando con el ratón una línea de letras y números que aparentemente no se diferenciaba en nada de los demás apartados—. Nuestro amiguito se le ha colado dentro de la barriga.

Introdujo en la torre un cederrón y volvió a teclear varias veces, asintiendo con la cabeza a cada uno de los mensajes que le devolvía la pantalla.

—Se acabó. No volverá a molestar —dijo al fin, levantándose para dejarle el sitio a su empleado.

—Debías decirme cómo lo has hecho. Ha habido un momento en que me he perdido.

—Mañana. Ahora tengo un poco de prisa. Ya casi llego tarde. Cierra tú —dijo poniéndose la chaqueta para salir.

Había quedado con Rita para llevar a Alba al cine y no quería retrasarse con ninguna de las dos ni quería que las prisas turbaran la tranquilidad que lo rodeaba desde unos días antes. Ahora, por fin, todo estaba resuelto y el futuro no se presentaba como una de esas paredes que hay que escalar y en cuya cima han clavado astillas de cristal. Ya no tenía deudas con nadie. La tragedia de la pistola, una vez desencadenada, había terminado para él de la manera menos mala. Además de Cupido y del teniente, nadie más sabía dónde había conseguido el arma el objetor. Por supuesto, también lo ignoraba Rita, y seguiría ignorándolo, porque sabía cuánto cariño le tenía a Larrey y temía que al contárselo pusiera una sombra entre ellos para siempre. Se decía a sí mismo que a esa edad que ambos tenían, un hombre y una mujer que se encuentran y deciden seguir juntos llevan ya en su pasado secretos que no pueden revelar sin que su relación se resienta. Siempre había desconfiado de las mujeres que llegaban a la madurez sin haber cometido algún error, y, en justa medida, podía permitirse a sí mismo una igual indulgencia. En todo lo demás, si el amor exige una dosis de empeño y de voluntad de querer, él estaba dispuesto a empeñarse por entero. Sabía cuánto podía llegar a hacer por una mujer a quien amara.

En cuanto a Alba, tenía la esperanza de que aquella tarde no la hubiera marcado de un modo definitivo e irremediable. Había indicios de que aquel episodio tan cercano al terror podía terminar actuando sobre ella como un resorte que, después de obligarla a bajar hasta lo más profundo, la elevara hacia la luz. Ahora comprendía que no era la violencia física lo que más miedo podía causarle a su hija, sino la infelicidad y el desasosiego de haberse sentido en algún momento sin ellos. Ante aquel temor, ningún otro podía golpearla con demasiada virulencia.

Llegó a casa y abrió la puerta con su llave. Rocío estaba esperándolo y se despidió hasta el día siguiente.

Alba vino corriendo por el pasillo y él se agachó a darle un beso. Al sonreír, vio en sus encías el reflejo fugaz de una manchita blanca. Sorprendido y esperanzado, se arrodilló ante a ella, le cogió la cara con las manos y la levantó un poco para recibir mejor la luz. Con los pulgares, suavemente, le bajó el labio inferior para comprobar que no era una pizca de pan ni un resto de leche o de yogur. Allí estaba. Había comenzado a asomar el incisivo que habían esperado tantos meses. Lo tocó con el índice y notó en la yema el pequeño filo dentado.

—Muerde un poquito —le pidió.

La niña apretó las mandíbulas y Julián Monasterio dio un grito y se dejó caer hacia atrás exagerando el dolor en su dedo.

—¡Te ha salido otro diente! —exclamó abrazándola—. Ya no puedes morder a nadie. Ya eres una niña mayor.

Tenían los rostros mejilla contra mejilla y sintió la risa de su hija. Mantuvo aquella posición, invadido por una fragante sensación de felicidad y alivio. Luego se puso en pie y le dijo:

—Vamos a vestirnos. Rita va a llegar muy pronto.

Mientras le abrochaba los cordones de las deportivas recordó una antigua adivinanza que treinta años antes le había contado su padre.

—¿Tú sabes cuál es el animal que tiene más dientes? —le preguntó muy serio.

—El león.

—No.

—El cocodrilo.

—No.

—El tiburón.

—No.

—El lobo.

—No.

—¡Los perros! —exclamó, comenzando a impacientarse.

—No.

—¡Venga, dímelo!

—¡El ratoncito Pérez!

Alba frunció las cejas unos instantes, desconcertada, y luego, de pronto, soltó una risa ancha y feliz que a Julián Monasterio le pareció un prodigio.