A las cinco, Cupido estaba esperando de nuevo junto a Julián Monasterio la salida de Alba. En unos minutos, posiblemente la niña identificaría al hombre que, acompañado de una mujer, había entrado en el búnker al salir su padre. Esperaban discretamente, tras los grupos de madres, conteniendo la impaciencia. Julián Monasterio fumaba con movimientos nerviosos, el dedo índice golpeando repetidamente el cigarrillo, la ceniza corta, sin duda temeroso de ese momento que tanto había tratado de evitar en que su hija tendría que levantar el índice para señalar a un hombre. El detective le había dicho, en un intento de tranquilizarlo, que no había por qué temer nada, que eran ellos los que llevaban la iniciativa. Pero no podía evitar sentir miedo. No lograba mantener quietos sus pies, como si el suelo estuviera ardiendo y un calor insoportable atravesara sus zapatos.
Ya habían salido todos los niños y sólo aparecía algún rezagado que venía corriendo, pero aún no habían visto a Alba. Se acercaron hasta la puerta y se dirigió al conserje:
—No hemos visto salir a Alba Monasterio. De primer curso.
—Un momento.
Lo vieron marcharse por el pasillo y regresar —pero sin Alba, y eso era lo terrible— al cabo de un minuto acompañado de su tutora, Matilde Cuaresma, con la que sólo había hablado una vez para escuchar de sus labios que su hija era una alumna complicada.
—Estábamos llamando ahora mismo a su casa para ver si había llegado. Una voz de mujer nos ha dicho que no ha ido allí, pero que tal vez estaría con usted, con su padre.
—¿Qué quiere decir?
—Creemos que su hija se ha escapado de nuevo. Ha debido de aprovechar un momento en que toda la clase sale al cuarto de baño. Pensamos que habrá intentado ir a su casa, como la otra vez. ¿No ha aparecido?
—No. ¿Pero es que ha ocurrido algo extraño en clase?
—Al contrario. Está empezando a encontrarse a gusto con los demás niños.
—Alba no se ha escapado —respondió, con tanta tensión en la voz que Cupido le puso una mano en el brazo para calmarlo.
—Pueden haberse cruzado en el camino. Acompáñeme, por favor, vamos a llamar de nuevo por teléfono.
Fueron al despacho de dirección y el detective se quedó junto a la puerta. Dentro sólo estaba Julita Guzmán, sellando unos papeles y archivándolos en carpetas. Julián Monasterio marcó el número de su casa, habló brevemente con Rocío y colgó enseguida.
—Mi hija no se ha escapado del colegio —repitió, pero ya la ansiedad había dejado su lugar al miedo—. ¿Dónde está el director?
Ante aquellas palabras reaccionó la secretaria; pulsó en el interfono el número del conserje y le pidió que él y Moisés buscaran a Nelson. Por el auricular oyeron la voz del portero explicando que tendría que buscarlo él solo, porque el objetor no estaba esa tarde. La había cambiado por el turno de mañana.
—¿Hoy ha faltado alguien al trabajo? —preguntó Cupido. Había estado en silencio hasta ese momento, pero ahora comprendía que era el único que sabía lo que había que hacer.
—Hoy no hemos tenido ninguna baja —le respondió la secretaria con un tono apropiado para la lectura de un parte de guerra—. Todos hemos estado aquí.
—Llamen por teléfono a Moisés.
—Pero Moisés no es profesor —dijo. Miró al detective y todavía dudó unos segundos, antes de comprender por qué estaba él allí, antes de saber que su petición no aludía únicamente a Alba, que la desaparición de la niña estaba ligada de algún modo oscuro y terrible al disparo en la nuca de Larrey. Se acercó entonces al teléfono, consultó una lista de números pinchada con chinchetas en un panel de corcho y marcó cuidadosamente con un dedo que no podía evitar el temblor.
—No contestan —dijo al cabo de muchos segundos.
—¿Dónde vive? —preguntó Julián Monasterio. No podían solucionar nada desde el despacho y sentía que se ahogaba allí dentro mientras su hija estaba retenida en algún lugar, hundida en el terror, esperando a que él fuera a buscarla, a rescatarla de un paraje aislado y desierto, de una cueva que imaginó llena de huesos de animales. Con un estremecimiento de pavor, no pudo evitar pensar que en Breda todavía se mataba en el campo, que la barbarie aún evitaba el centro de la ciudad.
—Creo que… habría que consultar todo esto con el director —intervino Matilde Cuaresma.
—Claro que sí. Pero ahora no tenemos tiempo para esperarlo. ¿Dónde vive Moisés?
La secretaria buscó una agenda y les dio la dirección. Cuando salían por la puerta los detuvo:
—Si no lo encuentran allí, creo que deberían buscarlo en la finca de la chica con la que sale. Muy cerca de El Paternóster.
Con la precisión a la que estaba acostumbrada, les dibujó en un folio las indicaciones para llegar.
* * *
Al menos no había gritado. No era de esas niñas cuyos histéricos alaridos al ver un insecto o al recibir en el patio un pequeño golpe le habían resultado insoportables durante todos aquellos meses. Tampoco lo había hecho cuando la obligó a salir con él por la puerta de las calderas del colegio, apenas resistiéndose al decirle que iban a ver a su padre, que la estaba esperando, aunque era posible que no lo creyera.
Ahora estaba en el fondo del refugio, con las manos atadas a la espalda, no porque temiera su huida, sino para que no se arrancara de la boca la cinta con que la había amordazado. Sólo quedaban libres los grandes ojos asustados que, sin embargo, no estaban llorando.
Una buena parte de su vida había vivido solo y se había visto obligado a tomar decisiones sin recibir ayuda ni consejo. En esa soledad y secreto había comprendido la inevitabilidad de ciertos actos crueles que no pudo eludir, puesto que no había a su alrededor nadie en quien delegarlos. Lo que ahora tenía que hacer —borrar de aquellos dos ojos la mirada insoportable— tampoco le agradaba, pero era inevitable. Si el intento de matar a Nelson fue un duelo voluntario con el riesgo, ahora se trataba solamente de defenderse y sobrevivir. Cuando la niña desapareciera, nadie más sería capaz de identificarlo. Comenzaba a estar cansado de todo aquel conflicto en el que se había metido por una mujer que había dejado de importarle. Todo lo que había hecho por ella no había servido para nada. El día en que le propuso ir otra vez a su apartamento, Rita había contestado gritándole, humillándolo, negándose a darle ninguna explicación convincente de su desdén, ese odioso privilegio de silencio que creían tener sobre él todas las mujeres que lo superaban en edad. Ahora necesitaba reposo, dejar atrás el ruido y la furia de los últimos meses. En pocas semanas terminaría su prestación social en el colegio y quedaría libre de cualquier obligación con todos aquellos profesores que no podían vivir sin dar órdenes, con los seiscientos niños que nunca dejaban de chillar y de mover alocadamente los brazos y las piernas. Quería olvidarlos a todos y considerar que aquel año había sido como un curso escolar más que le hubieran obligado a repetir. Cuando terminara, se dedicaría durante unos meses a estar solo con Mari Ángeles, quizá a hacerla feliz en ocasiones, porque sabía qué poco necesitaba para lograrlo. Puede que incluso se dejara convencer para ayudar a sus futuros suegros en la carnicería e ir aprendiendo el oficio: cómo trucar sus mágicas balanzas, cómo afilar aquellas temibles hachas y cuchillos, cómo cortar chuletas y filetes, cómo separar las vísceras sin que sus agrios jugos mancharan el resto de la carne. Y quizá también aceptara casarse con ella, a pesar de que sabía que nunca llegaría a parecerle hermosa. En ocasiones, al verla desnuda, no podía evitar pensar que ella misma era como uno de los productos de su padre: el peso generoso y opulento, la abundancia de sangre cuando se hacía una herida, el tono rosado de su piel, las mismas vetas de magro y grasa que las piezas colocadas en bandejas de plástico bajo la dura luz de los expositores, la sensación al tocarla de que tocaba carne cruda. Pero una prudencia demasiado intensa como para no escucharla le decía que camuflarse tras ella era lo más inteligente que podía hacer ahora. Con excesiva rapidez había llegado el momento de acabar con la diversión. Hacerse viejo es agarrarse para siempre a una herramienta, pensaba, y después de todo a él le había correspondido el cuchillo de carnicero.
Se limpió las manos llenas de tierra en el pañuelo y comprobó que se le había pasado el agarrotamiento de cavar el hoyo. Desde el final del verano el terreno estaba endurecido, limpio de vegetación. Aun así, había buscado entre dos grandes rocas un lugar donde hacer un profundo hoyo que luego cubriría también con piedras para evitar todo imprevisto. Nadie podría encontrarla nunca, las ovejas y cerdos confundirían cualquier resto de olor, cualquier pista, y él quedaría al margen para siempre.
Con las manos limpias sacó la pistola de su cintura. No quería que la niña sufriera más, de modo que, de espaldas a ella, para que no viera nada, comenzó a enroscar cuidadosamente el silenciador. Todo sería corto y limpio. Entonces, antes de volverse hacia las sombras, oyó el ruido del motor de un coche que comenzaba a acercarse.