Capítulo 19

Sabía de memoria todo el proceso que hace que un trozo de plomo se convierta en una bala: el recorrido exacto del gatillo y el punto de tensión a que podía someterlo sin que saltara el percutor; la pulsación en el centro del ánima, que en aquella pistola no daba lugar a la posibilidad de un fallo mecánico; la inmediata deflagración de la pólvora, esa mezcla de celulosas y nitratos que se comprime dentro del casquillo durante dos milésimas de segundo para producir al fin una brutal expansión de gases que empujan a una velocidad de cuatrocientos metros por segundo el trozo de metal.

Sabía de memoria su número de serie y, sin mirarlo, lo acarició suavemente con la yema del índice mientras susurraba satisfecho:

—Efe ene cero cinco cinco tres siete.

Sabía de memoria y con los ojos vendados montarla y desmontarla, identificar cada una de sus treinta y dos piezas y reconocer cualquier tornillo o muelle intruso que alguien pusiera entre ellas, por muy grande que fuera su parecido.

Sabía de memoria su peso, su color, su textura pavonada para impedir la oxidación, la temperatura que adquiría al ser disparada, las formas en que se habían concretado su equilibrio y su belleza.

Bien. Ahora que de nuevo tendría que utilizarla, era necesario engrasarla y reponer los cartuchos que faltaban en el cargador. El domingo anterior —para confundir sus disparos con los de los cazadores— había vuelto a practicar con ella en la finca de Mari Ángeles, en una zona aislada donde nadie podría sorprenderlo. Desde la muerte de Larrey no había vuelto a tocarla hasta ese día y luego no había tenido ocasión de estar a solas para recargarla. Ahora sería la última vez antes de perderla para siempre bajo las aguas del Lebrón.

Extendió un paño limpio sobre la mesa de la cocina y puso encima la pistola, el silenciador y la cajita con los cartuchos. Luego trajo el bote de aceite, la feminela y un trozo de tela. Lo miró todo antes de sentarse, comprobando que no faltaba nada con la misma atención con que los cirujanos repasan el estado de sus herramientas antes de comenzar una operación.

Era la una y media de la tarde y disponía de más de dos horas. Sin prisas, abrió una botella de cerveza y bebió la mitad de un solo trago. Siempre comía solo. Durante algunos años esa soledad le había resultado dolorosa: o perdía el apetito para ingerir lo que su madre le dejaba apartado en un recipiente —la misma comida que llevaba para las tapas y los aperitivos del bar—, o bien lo devoraba con ansia, con las manos, sin respetar ninguna norma de higiene o de decoro, limpiándose la boca con las mangas con movimientos parecidos a como se limpian las moscas con las patas. Al cabo, había terminado acostumbrándose, y ahora, a veces, le resultaba difícil comer con los demás, adaptarse a su ritmo, usar la servilleta antes de beber y utilizar correctamente los cubiertos, no olvidar en ningún momento unas reglas de urbanidad en la mesa que hacía mucho tiempo que nadie le recordaba. Porque desde los diez años, en muy pocas ocasiones —una enfermedad, alguna celebración, un día de vacaciones— había compartido el mantel con alguien de su familia. A los diez años lo habían dejado solo. Sus padres habían comprado un bar y se habían olvidado de todo lo demás, él en la barra llenando vasos de vino y de cerveza con unos gestos profesionales cuya precisión siempre había admirado —el giro de la botella en el último segundo para evitar la pérdida de una sola gota, el subir y bajar la caña inclinada hasta el grifo del barril para batir y ajustar la cantidad adecuada de la espuma—, con una sonrisa hipócrita, fingiendo esa diligencia, griterío y buen humor —¡dos cañitas por aquí!, ¡marchando una de callos!— que tanto parecían agradecer los clientes habituales. Mientras tanto, su madre, en la cocina, se ocupaba de tapas y aperitivos con similar entusiasmo, de cuando en cuando asomando por la ventanilla la cabeza tocada con un limpio gorro, para comprobar la alegría de fuera, o el nivel de consumo de las bandejas, para añadir una fuente humeante de patatas fritas, de carnes o de vísceras.

Cuando en alguna ocasión, hacía años, se había atrevido a hacerles algún reproche por aquel abandono en que lo dejaban, sus respuestas siempre habían sido idénticas y al unísono, de modo que al oír en ambos un mismo discurso sin fisuras fue comprobando la inutilidad de sus débiles protestas: en esas horas no podían ocuparse de él; precisamente el mediodía es el momento cumbre del trabajo en un bar, el periodo de tiempo en que se llenaba la caja con la que pagaban sus ropas, su comida, su dinero de bolsillo, cuando los clientes salían del trabajo hambrientos, sedientos y cansados y no reparaban en gastos siempre que se les sirviera con rapidez, limpieza, eficacia y buen humor, sin hacerles esperar, sin ponerles caliente la cerveza ni las tapas rancias o miserables, sin permitir que se mancharan los codos en una barra sucia y pringosa.

Pero ese periodo no era sólo el de mayor crecimiento de la caja. También en esa franja de tiempo del aperitivo se fraguaba el prestigio o la ruina del bar para todo el resto del horario. En España no ocurría como en el extranjero donde a él lo habían nacido y donde vivieron aquellos duros años de emigrantes. En otros países había cafeterías y pubs que sustentaban su prestigio en los desayunos continentales, o en la sabiduría de sus cócteles, o en los artistas y escritores que los visitaban, o en las mujeres que frecuentaban su barra. Aquí, un bar —le decían los dos, cada uno a su lado, rodeándolo—, se enriquece o se hunde en las horas que van del mediodía a la siesta: el tramo de tiempo en que se puede brindar con una caña con tapa para renegar del trabajo que acaba y brindar enseguida con otra para bendecir el descanso que empieza. Ese es el momento que mejor lo define. En España, un bar puede servir el mejor café y tener la mejor decoración, la más profunda limpieza y la más apropiada música ambiental, pero sin un buen servicio en las tapas nunca llegará a nada.

De modo que siempre terminaban callándolo y él aceptó como irremediable aquella soledad. Fue por entonces cuando comprendió que todo cuanto necesitara tendría que conseguirlo solo, sin ayuda. Cuando tenía doce años ya había aprendido a mentir con eficacia, a ocultar lo que pensaba, a engañar. Convencido de la inutilidad de las lágrimas, nunca volvió a llorar.

Luego, con el paso de los años, la situación se había invertido. Ya era él quien quería quedarse solo y renegaba de las ocasiones en que una enfermedad o una indisposición de sus padres los retenía en el domicilio. Había descubierto las ventajas de la independencia y el privilegio que representaba tener unas paredes y un techo a su entera disposición cinco años antes de lo que hubiera sido cumplir una ley natural. Invitaba a veces a sus compañeros —no amigos, amigos no tenía ninguno verdadero—, que le manifestaban su envidia por tanta libertad. Entraba y salía sin que nadie le marcara límites ni horarios, no tenía conflictos al elegir un canal de violencia en el televisor o al aumentar el volumen de los clips musicales. Había hurgado a fondo en los cajones de los armarios y conocía todos los pequeños secretos de sus padres, la cantidad de sus ahorros y las miserias de sus años de emigración, sus achaques corporales, sus vulgaridades y sus caprichos. En casa podía hacer todo lo que quisiera. Había perdido su virginidad en la misma cama donde dormía cada noche, con una ocasional vecina de su mismo edificio, una mujer casada de la que guardaba un recuerdo maravilloso, sólo velado por su sospecha de que todas las mujeres mayores que había conocido en la intimidad lo habían utilizado, delicada y cariñosamente, sí, pero sin tomarlo nunca en serio. Más tarde habían llegado otras muchachas que lo habían amado o habían fingido amarlo, y nadie lo había sorprendido nunca.

Todos los actos que repudiaba una ciudad provinciana como Breda —donde cualquier infracción de las reglas de buen comportamiento se convertía en una mancha que siempre alguien terminaría recordando— los había llevado a cabo con discreción y clandestinidad dentro de su casa. Y sabía que la fama de buen chico de la que, en general, gozaba en el barrio provenía de aquella circunstancia. Que sus padres siguieran en el bar para siempre, llenando la caja y acumulando billetes manchados de cerveza con su culto al aperitivo. Además de los beneficios en la herencia, aún le quedarían unos cuantos años para seguir disfrutando aquella gozosa autonomía de movimientos.

Ya tenía todas las piezas sueltas encima del paño y comenzó su revisión, limpiando, engrasando, sintiendo cómo los dedos resbalaban sobre el metal. Le gustaba aquel olor a taller mecánico que surgía en la mesa de la cocina. Le hacía sentirse como un especialista que maneja piezas de sofisticada precisión cuya utilidad y funcionamiento ignoran todos los demás.

Con todas las partes separadas daba la impresión de que, al montarla, resultaría un arma muy grande, casi imposible de camuflar debajo de una camisa. Pero no era cierto. El conjunto final era una pistola mediana, aunque muy potente, cuyo tamaño no guardaba una exacta relación con su calibre y que, al ser disparada, resultaba mortal sin necesidad de acercarse demasiado a la víctima. Al recibir el impacto, Larrey, con toda su estatura y fortaleza, se había derrumbado como un muñeco de trapo. Sólo al caer al suelo y oír su gemido había sospechado su error. Entonces, apretando el interruptor con el codo, había encendido la luz del despacho y había comprobado su equivocación, sin sentir, sin embargo, una excesiva ansiedad ni aturdimiento. Por fortuna, tuvo luego la suficiente lucidez para dejarla encendida y bajar las persianas —un kleenex en la mano—, de modo que todo el mundo buscara en una dirección equivocada al suprimir las circunstancias que podrían hacer pensar en un accidente o un error. Porque claro que no era a él a quien había ido a buscar. Larrey era el único profesor a quien apreciaba, un tipo que no le daba órdenes —tráeme del almacén un paquete de folios, limpia ese vómito de las escaleras, haz estas fotocopias, ordena ese armario, vete al estanco a comprar unos sellos— y que cuando se cruzaba con él lo saludaba llamándolo por su nombre y no por el de cualquiera de los anteriores objetores. Durante algunas clases en la pista le había ayudado sin pereza a colocar el listón del salto de altura, a medir la longitud en el foso de arena, a trasladar el plinto o el caballo y las colchonetas. A veces incluso pensaba que le habría gustado ser alumno suyo.

Aunque él hubiera disparado, no se sentía culpable de su muerte y achacaba toda la responsabilidad a Nelson. En todas las conversaciones que había escuchado la tarde de la elección, la mayor parte de los profesores aseguraban que él sería el nuevo director y, por tanto, quien unas horas después tenía que haber estado en el despacho. ¿Qué hacía allí Larrey, en la penumbra, qué había ido a buscar? Y, además, vestido con traje de calle. Siempre, siempre lo había visto enfundado en un chándal, y excepcionalmente esa tarde había ido a ponerse unas ropas que, en la oscuridad del despacho y con su parecida corpulencia, había provocado su equivocación.

* * *

Si tenía ocasión, pocas veces se resistía al íntimo placer de escuchar a los demás cuando los demás ignoran que están siendo escuchados. Por el interfono había oído tantas cosas en el colegio que, si fuera necesario, podría sacar a la luz tantas suciedades y secretos y miserias de sus ocupantes que podría llenar de mierda todas las pizarras de las aulas. Le bastaba estar solo en el despacho —cuando le encargaban pasar alguna lista al ordenador o cuando lo dejaban allí para atender las llamadas de teléfono— y apretar el botón correspondiente a cada clase para oír lo que ocurría en ellas, el ruido de los niños o una conversación privada, de modo que aquel artilugio inicialmente pensado para avisar a alguien y ahorrar tiempo y carreras por los pasillos en un edificio tan grande, podía convertirse en un eficaz medio de control del quehacer de los profesores y, en cualquier caso, de espionaje.

Y por el interfono había escuchado una vez, en el curso anterior, al pulsar el botón con la pegatina Logopedia, las palabras amables, el turbador silencio que imaginaba lleno de caricias y el chasquido de un beso, mientras una ola de sangre le inundaba el rostro de rabia y de un odio que apuntaba también hacia ella, pero sobre todo hacia Nelson, a quien no podía dejar de ver como el rival experto, hábil y suficiente, tan pagado de sí mismo que no dedicaba ni un segundo de su tiempo a preocuparse por alguien a quien debía de considerar como a un niño. Lo había odiado. ¡Claro que lo había odiado! El odio era lo que le generaba aquel exceso de energía, el odio era lo que lo mantenía en forma, sin irse arrugando como todos ellos.

En las semanas siguientes los espiaba desde lejos, hablando en el patio, o saludándose al llegar por la mañana como si no hubieran vuelto a verse desde que salieron del colegio el día anterior, o subiendo la escalera entre las dos filas de niños, con una sintonía en sus pasos tan sugerente que se preguntaba cómo los demás podían no verlo. Sentía una rabia difícil de contener al comprobar lo seguros que estaban de su clandestinidad. Y él, que pese a sus pocos años podría haberles dado lecciones de ocultamiento y disimulo, tenía a veces deseos de gritar lo que ocurría, de señalar con el dedo los indicios que los demás no sabían ver.

Creía haber estado muy enamorado de Rita. La había echado de menos de una manera insoportable cuando se marchó de Breda durante el verano. En esos meses de calor se veía a sí mismo como el tercero en discordia a quien los otros dos habían abandonado mientras daban una gloriosa vuelta al mundo. Pero al comenzar el curso y verla de nuevo y desearla se había jurado que no permitiría que otra vez lo trataran como a un niño.

La situación, sin embargo, no había mejorado: desde el primer día de septiembre supo que Nelson había presentado su candidatura a la dirección. Si ganaba, y todos lo daban por ganador frente a la ciega y pasiva confianza de De Molinos, el poder y el prestigio agrandarían más su figura frente a la de un simple objetor de conciencia cuya única credencial era su juventud. En aquellos primeros días de septiembre, con el curso ya comenzado para los profesores, pero aún sin los niños, fue cuando decidió en qué iba a usar una de las balas de la pistola.

Ahora sabía que sin la previa posesión del arma no hubiera pensado en matar. Ahora sabía que un arma en las manos induce a su manejo y que lo que sólo hubiera sido una fantasía, con una pistola pasa fácilmente de lo fabulado a lo posible. Al sopesar un cartucho había comenzado a descubrir la enorme fragilidad de un cuerpo humano, la gran cantidad de huesos, vísceras, glándulas, arterias y órganos en los que el impacto de una bala es mortal. ¡Qué fácil sería acertar en ese tercio de la superficie factible de muerte! ¡Qué delgada la piel! La piel que se acaricia, se besa, se lame y se muerde y es tan tenue que no puede defender la vida si la atraviesa una pequeña astilla de plomo y antimonio.

Terminó de ajustar todas las piezas y encajó el cargador relleno en la culata. Entonces extendió el brazo armado y apuntó a la botella de cerveza que había bebido y estaba sobre la encimera. El pulso no le temblaba: estaba tranquilo y la tranquilidad sería una aliada imprescindible dos horas después. Incluso aunque tuviera una sola mano y un solo ojo y le faltara la mitad de los órganos del cuerpo, estaba seguro de que podría acertar en un blanco del tamaño de un hombre situado a treinta metros. ¡Qué agradable era estar armado! Se sentía poderoso con ella y, aún más, sentía que nadie podría herirlo, que, al empuñarla, su cuerpo era invulnerable y sus brazos se llenaban de vigor, como si de la pistola emanara una energía que recargaba la fuerza de sus músculos. Son las armas las que conquistan y dominan el mundo —se dijo—. Una rosa nunca podrá ganar una batalla; en cambio, con una pistola un hombre decidido puede llegar a conseguirlo todo.

La guardó bajo el jersey con la impresión de poder que había sentido desde el primer momento en que la empuñó, poco después de salir del banco. Aquella mañana había accedido a la petición de Mari Ángeles para que la acompañara a sacar de la caja de seguridad de sus padres unas joyas que ella y su madre iban a lucir en una fiesta de bautizo. En el búnker había varias cajas sin contratar, con las puertas entornadas. Al curiosear en una de ellas se había encontrado con una sorpresa que a cualquiera le parecería increíble: una cartera con dinero, un saquito con monedas y algunas joyas masculinas pasadas de moda que no le decían nada, un disquete de ordenador, un cuaderno con un nombre y un extraño apellido, Monasterio, y un libro viejo y demasiado pesado. Al ver la caja abierta, Mari Ángeles le rogó que no tocara nada, nerviosa por la cámara del techo, pero él la tranquilizó asegurándole que estaba apagada. Mientras ella abría la suya, él había curioseado el libro y, al levantar la tapa, vio su contenido: una pistola, un silenciador y una pequeña caja cuadrada con la munición. Sin que su noria lo advirtiera, lo cerró, lo introdujo bajo el pantalón y la camisa y se dispuso a escucharla. Estaba tan emocionada viendo cómo por vez primera él mostraba entusiasmo por el collar de perlas, los pendientes a juego y el broche de zafiros que se pondría el día que se casaran —como si él hubiera decidido ya aceptar un trabajo en la nueva carnicería que sus hipotéticos suegros les habían sugerido como regalo de bodas— que no se dio cuenta de lo que se llevaba pegado al ombligo. ¡Qué fácil le había resultado coger el libro con la pistola, ese objeto con el que había soñado tantas veces!

Hasta más tarde, cuando pasaron los días y en la prensa local —que publicaba puntualmente una exhaustiva relación de los delitos denunciados— no apareció ninguna referencia al robo, no sintió curiosidad por ver el rostro del dueño. Sólo había visto fugazmente su espalda y su nuca al salir del búnker, no su rostro. Entonces comenzó a preguntarse por qué escondía la pistola, por qué no había denunciado su hurto, a qué se dedicaba, quién era. En la guía de teléfonos encontró varios números pertenecientes al apellido Monasterio, el mismo que figuraba en la tapa del cuaderno. Pero no fue más allá en sus averiguaciones hasta que uno de los primeros días de septiembre en que estaba solo en el despacho de dirección, pasando al ordenador una lista de nombres de alumnos que le había encargado Julita Guzmán, la vieja cotilla, había vuelto a ver el apellido: Monasterio Pina, Alba.

De nuevo se había sorprendido de lo fácil que le resultaba moverse en el colegio, en esa ocasión para buscar en el registro escolar de matrículas una información que era confidencial. El padre de la niña se llamaba Julián, el nombre que entonces, al verlo, recordó perfectamente. También figuraba el nombre de la madre, las edades de ambos, las profesiones, la dirección y el teléfono. Y sobre todo la fotografía de la alumna.

Una foto pequeña, de tamaño carné, que sin embargo le hizo recordar con un estremecimiento dónde la había visto: la niña también estaba en el banco aquella mañana, sin eluda esperando a su padre, sentada en uno de los sillones del vestíbulo. Le había llamado la atención verla allí sola, tan pequeña, casi hundida en el cuero negro del asiento, mirando a todos lados con ojos de alerta, como si de un momento a otro temiera un atraco. Desde que la reconoció en la foto había procurado evitar el contacto con su clase, el encuentro en los pasillos, porque sospechaba que, del mismo modo, la niña podría recordarlo a él esperando para entrar en el búnker.

A pesar de todas sus precauciones, había sido inevitable cruzarse alguna vez cuando ella salía por la tarde. Y nunca había mostrado el mínimo indicio de que lo identificara, nunca lo había mirado con curiosidad o sobresalto. Para ella debía de ser uno más de los adultos que frecuentaban el colegio por motivos que una niña de seis años no aspiraba a comprender. De modo que, hasta esa mañana, había llegado a creer que también ese peligro había caducado.

Hasta concurrir las circunstancias que provocaron la confusión de Larrey con Nelson, siempre había tenido la seguridad de que el azar era su aliado. Y por azar entendía no esa suerte aleatoria entre un millón de probabilidades con que se rigen los juegos, sino una concepción más íntima y más drástica, el tipo de azar que cabe en una moneda: cara o cruz, ahora o nunca, blanco o negro, arriba o abajo, izquierda o derecha; el tipo de azar que no admite vuelta atrás ni deja margen para acabar en tablas ni para otra alternativa que no sea la victoria total o la derrota total. Lo había llamado muchas veces en años anteriores, había forzado su concurso y siempre lo había tenido de su parte: cara, ahora, blanco, arriba, derecha. Esa tarde lo reconfortaba encontrarlo de nuevo codo a codo con él: no era sino el azar lo que había permitido que unas horas antes viera desde una ventana al detective alto y al padre de la niña esperándola juntos.

A primeros de octubre, Nelson le había asignado otra vez el horario de tarde, de modo que pudiera ayudar en el traslado y control de todo el material necesario en las actividades extraescolares: deportes, idiomas, música, pintura, teatro… Sin embargo, a veces tenía que cambiar el turno, cuando su concurso era más necesario por la mañana. Y ese día había tenido que acompañar a un profesor que salía del colegio con su clase para ir a ver una exposición de olores y perfumes, con lo que le había quedado libre el resto de la jornada. Si se ocupaba de que nadie lo viera, y había conseguido una copia de la llave del cuarto de calderas, nadie podría decir que esa tarde había estado en el colegio.