Capítulo 18

Hasta Ernesto, que siempre parecía mantenerse al margen de las anécdotas, comentarios, sucesos y calumnias que circulaban en Breda, lo saludó aquella mañana comentando la noticia que había alterado la ciudad: la tarde anterior, un tal Saldaña había sido detenido como autor de la muerte del maestro.

—¿Tú lo conocías? —le preguntó. Desde que el detective le había telefoneado para decirle que Saldaña era la única persona vinculada al colegio que también tenía contratada una caja de seguridad en el banco, había repetido tantas veces su nombre que ya casi le parecía familiar. Sin embargo, no sabía nada más de él.

—No.

—¿Por qué lo haría?

—Es el padre de un antiguo alumno del colegio. Cuentan que lo expulsaron y que el muchacho terminó suicidándose. Cuentan historias de drogas. Hablan de venganza.

—¿Y cómo han averiguado que fue él? —insistió, porque quería saber si había trascendido algo sobre la pistola y su dueño, si el teniente había mantenido el silencio pactado con Cupido.

—Cuentan tantas versiones diferentes que ninguna debe de ser cierta. Que ha ido a entregarse voluntariamente. Que lo ha denunciado su mujer. Que le han encontrado encima la pistola.

Julián Monasterio se sentó ante su mesa, sin concentrarse en el trabajo, esperando una llamada del detective que confirmara o negara los rumores. Había tomado tanta confianza en él que hasta que no escuchara de sus labios los detalles de lo ocurrido —el arresto, los interrogatorios, la posible confesión— no se sentiría seguro de nada. Pero no quería llamarlo delante de su empleado. Incapaz de seguir sentado, salió para comprar la prensa y leer las noticias tomando un café. Buscó las páginas de sucesos esperando una amplia información a cuatro columnas. Sin embargo, sólo aparecían unas breves líneas comunicando la detención y remitiendo a futuras ediciones para conocer más datos. El asesinato de Larrey volvía a estar de actualidad después de haber sido devorado por otras noticias que también murieron de forma efímera, sin que antes se hubiera podido extraer de ellas una lección útil, algo que le sirviera a alguien para no volver a equivocarse.

Dos hombres jóvenes, sentados en taburetes junto a la barra, hablaban con el camarero de los últimos rumores, de un arma enterrada entre los rosales, de un muchacho muerto por sobredosis.

—¿Se sabe algo nuevo? —les preguntó fingiendo ignorancia, precisamente él, que hubiera podido contarles todo sobre el origen de la pistola, sobre su peso y su equilibrio, sobre la sensación que provocaba tenerla en las manos.

—Claro. Cada hora que pasa se sabe algo más.

—¿Y?

—Lo han soltado. Yo mismo lo he visto salir hace una hora del cuartel. Sin afeitar; calzado con unas botas de campo sucias de barro y con aspecto de estar muy cansado. Fue andando hasta la plaza y cogió un taxi. No ha faltado quien esperara su regreso para preguntarle al taxista el itinerario. Ha vuelto a su casa.

—Pero entonces, ¿por qué lo detuvieron?

—Nadie parece saberlo. Alguien dijo que le habían encontrado encima la pistola.

Julián Monasterio fue hasta el teléfono y marcó el número del detective, que ya había memorizado sin pretenderlo. Hacía unos minutos que Cupido había hablado con el teniente y le confirmó lo que había dicho el hombre de la barra: la inocencia de Saldaña y su consiguiente puesta en libertad.

—¿Entonces?

—Hay que volver al principio —le oyó suspirar, sin duda tan desconcertado como él. Después de un silencio, como si le debiera una explicación, añadió—: No se preocupe por el dinero. Eso ahora no cuenta. Lo único importante es aclarar quién cogió la pistola.

Parecía haber adivinado lo que estaba pensando, como si entre ambos —un vendedor de realidades virtuales y un investigador privado aferrado únicamente a la realidad más tangible— hubiera una subterránea corriente de inteligencia que trascendía la primera relación comercial —mi dinero a cambio de tu trabajo— que los había unido.

—Tendré que volver a hablar con el teniente y estudiar otra vez la lista de clientes del banco. Quizá nos precipitamos al ver un apellido conocido. Lo llamaré yo en cuanto haya algo nuevo.

Se despidieron y, si bien en un principio colgó tranquilizado por las palabras del detective, al regresar a la tienda lo embargaba una nueva preocupación en la que antes no había pensado: si el verdadero ladrón de la pistola llegaba a saber que habían apresado a Saldaña porque era cliente del banco, deduciría de inmediato que la Guardia Civil se hallaba por fin tras el rastro verdadero de la pistola y que, por tanto, también se estaban acercando a él. ¿Qué reacción tendría entonces? Probablemente, en el momento del robo habría mirado los papeles de la caja, el cuaderno de la doble contabilidad con su nombre en la portada. Si llegaba a sentirse amenazado, ¿lo implicaría a él de algún modo que ni siquiera podía imaginar?

De nuevo volvía a renacer el miedo a verse involucrado en un conflicto cuya primera víctima sería su hija. Y, con un egoísmo del que era consciente, pero por el que no sentía ningún remordimiento, se dio cuenta de que, frente a su propia angustia, le resultaba casi indiferente el hecho de que un hombre hubiera muerto asesinado.

* * *

Por la noche, Julián Monasterio dejó a Alba en casa de María y fue al apartamento de Rita, tal como habían acordado por teléfono, pero sin haber decidido lo que harían. En muy poco tiempo habían llegado a un punto de confianza en que no necesitaban programar distracciones ni excusas para verse, porque su mutua compañía comenzaba a bastarles.

La encontró vestida con ropas de estar en casa —un jersey y un gastado pantalón vaquero— y no parecía tener muchas ganas de cambiarse y salir. Afuera, el otoño seguía enviando ráfagas de frío y el interior del apartamento se volvía un lugar cálido y confortable que imitaba a la pereza.

Rita sacó un folio de la carpeta que siempre llevaba al colegio y le mostró un dibujo.

—¿Sabes quién lo ha hecho?

Julián Monasterio nunca había prestado atención a los dibujos de su hija, pero desde el primer vistazo lo reconoció como suyo. La piscina en el centro del folio y ella bañándose con el biquini rojo eran inconfundibles.

—Claro —respondió.

—Te ha sacado muy favorecido —dijo señalando su figura alta y erguida en primer plano. Pero no añadió nada sobre el exagerado lacrimal en los rincones de los ojos.

Se sentó junto a él en el sofá y apoyó una mano en su hombro para contemplar juntos el dibujo. Julián Monasterio sintió el olor que le llegaba de ella, que ahora no venía impregnado de su perfume habitual ni de los ecos del trabajo. Era una fragancia más peculiar e íntima, el olor que emanaba únicamente de su piel y que le quedaba cuando todos los demás olores habían sido eliminados. Prescindiendo del dibujo —intuía que Rita quería decirle algo a propósito, algo de lo que sería inevitable hablar, pero que podría esperar otro momento—, se apoyó hacia atrás en el sofá y, al mirar desde allí la habitación, tuvo por primera vez en su casa la sensación de que no era ajeno a aquel lugar. Se sentía en armonía con todos los detalles de la decoración, adaptado de pronto al mundo y al tiempo de ella, donde todo era un poco más lento que el rápido ajetreo de su vida. Recostado en el sofá, se dejó embargar por un sentimiento de felicidad apacible y sencilla que no estaba reñido con la exigente intensidad del deseo que notaba crecer en su vientre, porque aquella caricia de la mano de Rita en su hombro, llena de espontaneidad, le transmitía una corriente erótica insospechada. Con la mirada perdida en los detalles del dibujo, comprendió que para inflamarse de deseo no eran necesarias ni las palabras arrebatadoras, ni las situaciones de riesgo o de aventuras, ni descender torrentes peligrosos, ni acercarse a animales salvajes, ni contemplar crepúsculos inmortales en ciudades lejanas, como había creído en algún momento pensando en Dulce. La pasión más intensa también estaba allí, en el bienestar de un apartamento donde no había nada clandestino, recostados en un sofá de courtisane mientras en el compacto sonaba un disco de Schubert. Una historia de amor es una empresa tan osada que no necesita a su alrededor otros riesgos tributarios, se dijo.

—Pero si no me estás escuchando —reclamó Rita su atención fingiéndose enfadada.

Si su vida en los últimos tiempos se había caracterizado por la ausencia de paz y por el poco estímulo que necesitaban sus peores recuerdos para saltarle al rostro, ahora parecían quedarse a ras de tierra mientras él los miraba desde arriba, como un niño en un balcón miraría al perro rabioso que le ladra desde el suelo. Esa noche hicieron el amor de una forma más profunda, más lenta y voluptuosa, porque ya tenían un sosiego en el que no necesitaban ser heroicos. Les bastaba con ser normales y felices. El bienestar que los rodeaba volvía sus diálogos intrascendentes y ligeros y sólo cuando en su conversación aparecieron espontáneamente las referencias a Saldaña, a su detención y posterior puesta en libertad, un tono de pesadumbre tiñó sus palabras. Ambos estaban unidos de forma muy distinta, pero igualmente indisoluble, a la muerte de Gustavo Larrey, y ninguno podía pensar en él sin sentir aún dolor o culpa.

—A veces creo que ya no se sabrá nunca quién lo hizo. Ni por qué —dijo Rita—. ¡Fue tan incomprensible!

—¿Lo conocías mucho?

—Mucho. Aunque creo que él me conocía mejor a mí. ¿Y tú? —le preguntó de repente.

—¿Quieres decir si lo conocía?

—Sí.

—No. Creo que no lo vi nunca.

—Era uno de esos hombres buenos que de cuando en cuando aún genera este país con tanta gente dañina: sin envidia, sin ganas de herir a quien está a su lado —explicó. Sus palabras hubieran resultado exageradamente dramáticas si no estuvieran atenuadas por la firmeza y sinceridad de su tono, de un modo que incluso a alguien sarcástico le hubiera sido difícil hacerlas objeto de burla.

Estaban en la cama, Rita cubierta hasta las axilas con la sábana, con ese gesto de pudor que muchas mujeres no pueden evitar incluso después de haber abierto y ofrecido unos minutos antes lo más íntimo de su cuerpo. Encendieron un cigarrillo y mientras le iba contando detalles de cómo era Larrey, mostraba un gesto de pesadumbre que nunca antes le había visto. Balbuceaba al intentar reproducir con exactitud fiases suyas, sonreía tristemente al recordar alguna anécdota y tuvo que retener las lágrimas que humedecieron sus ojos.

Julián Monasterio permanecía callado escuchándola. Se sentía incómodo porque él —el dueño legítimo de la pistola— era en parte responsable de su dolor. Una responsabilidad que lo dejaba en una situación ambigua, a medio camino entre la culpa y la inocencia. Las palabras de Rita, hacían germinar una vergüenza que empujaba su espalda hacia atrás, contra las almohadas del cabecero. Hasta entonces, cuando había oído hablar de Larrey, siempre fue a gente —el detective, los dos guardias civiles, su empleado— que no lo había conocido, o por las noticias de prensa que se limitaban a los habituales términos de elogio sobre todo inocente que muere de forma violenta y prematura. Pero hasta ese momento no lo había visto encarnado individualmente.

Se había ido deslizando hacia él y ahora tenía la cabeza apoyada en su pecho, de modo que no le veía el rostro. Estaban en silencio, aguardando a que pasaran las sombras. Por un segundo le cruzó por la cabeza la tentación de decirle todo lo que sabía, de confesarle su involuntaria participación en la desgracia, pero enseguida le pareció demasiado cruel y gratuito para llevarlo a los labios. Nada podía ya corregirse, todo estaba fuera de su alcance. De modo que a aquel efímero impulso de sinceridad le siguió uno mucho más intenso de prudencia. ¿Para qué iba a decírselo? ¿Cómo contarle que las manos que ahora la acariciaban habían acariciado unas semanas antes la pistola, seducidas por la belleza de su forma, por la temperatura del metal, por el equilibrio de su peso? ¿Cómo desvincular luego la caricia del momento de empuñarla, cómo no imaginar en los dedos que recorrían sus muslos el lejano olor de los cartuchos?

Claro que no podía decírselo, y temía que su silencio se convirtiera en un bloque de hielo entre los dos que nunca terminara de derretirse. Temía mucho ese callado punto de fricción que latía escondido en su mutuo bienestar, del mismo modo que algunos alimentos esconden bajo un sabor agradable un olor casi nauseabundo que sólo es descubierto casualmente un día al abrir un azucarero mucho tiempo cerrado.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Rita, irguiéndose como si, al tener el oído junto a su corazón, hubiera notado un súbito cambio de latidos.

—Nada —forzó una sonrisa que supo poco convincente.

—No debí hablarte de todo esto.

—Al contrario —protestó—. Saber lo que te preocupa también me acerca a ti.

Pero en el resto de la noche cualquier otra conversación que iniciaban venía lastrada y moría rápidamente, sin adquirir esa ligereza que la felicidad daba otras veces a las palabras más intrascendentes.

* * *

Había hecho la declaración trimestral del tercer periodo y, como siempre, tenía que poner también al día el cuaderno de la doble contabilidad que guardaba en la caja fuerte del banco. Desde la pérdida de la pistola no había vuelto por allí. Lo había evitado temiendo un recrudecimiento de sus preocupaciones y había solucionado todas las gestiones bancarias por teléfono, por Internet o bien enviando a Ernesto a solventarlas. Pero ahora ya no podía eludirlo.

Copió en un disquete la parte del balance cuyos beneficios no declaraba, la borró del disco duro y, guardando un fajo de billetes, se dirigió a la sucursal con su llave de seguridad.

El director lo saludó con su habitual cordialidad, sin hacer ningún comentario o gesto que indicara que también pensó en él cuando desde los juzgados le pidieron una lista de los clientes con cajas contratadas.

Lo acompañó hasta la puerta del búnker, le dio la llave del banco necesaria para abrir la caja y se marchó dejándolo solo. Al entrar, Julián Monasterio volvió a sentir la misma sensación de claustrofobia y de estar en una cueva llena de trampas, secretos y tesoros ocultos. En la caja todo estaba como la última vez, el disquete y el cuaderno de contabilidad, el saquito con las arras y las joyas de su padre y la pequeña cartera de cuero con los dos millones. Como la última vez, sólo faltaba el libro con la pistola. Cerró los ojos y se quedó inmóvil unos segundos, recordando cada uno de los gestos que hizo aquel día. Después de tanto tiempo, aún esperaba una luz que lo orientara con algún detalle olvidado. Estaba en tensión, como alguien encerrado vivo en una cueva que intenta adivinar de dónde viene una levísima ráfaga de aire que ha notado en su nuca. Pero la ráfaga que tan fugazmente había percibido no volvió a repetirse. Entonces extrajo de su cartera el disquete con la última declaración trimestral y el nuevo fajo de billetes. No resistió la tentación de acariciar el oro frío de las arras y de observar de nuevo las pequeñas joyas de su padre. Pensó en Rita y eligió un alfiler de corbata que siempre le había gustado paira lucirlo ante ella en la próxima ocasión.

Luego cerró la caja, primero con su llave, después con la del banco, y comprobó dos veces que todo estaba en su sitio y que no había ninguna posibilidad de error ni de olvido. Salió y se despidió del director. Estaba llegando a la puerta de la calle cuando de nuevo tuvo la sensación —un leve soplo de aire en su nuca— de que, a pesar de toda su previsión y todos sus esfuerzos, olvidaba algo, de que había un detalle diferente de la última vez que se resistía a aparecer ante sus ojos.

De pronto, recorrido por una revelación dolorosa, se detuvo con los dedos aferrados a la manilla de acero inoxidable. Claro que no olvidaba nada material, ningún objeto. Al contrario, para evitar un nuevo error había tenido tan presentes todos los movimientos de aquel día que ahora, al salir, casi había mirado hacia atrás como si fuera a darle la mano a su hija, que se había quedado esperándolo fuera del búnker. Pero ahora Alba no lo había acompañado. Su hija estaba en el colegio, posiblemente con Rita, en aquella agradable habitación que no parecía formar parte del áspero edificio. Y ese recuerdo acarreaba tantas consecuencias, lo zarandeaba de tal modo que antes que ninguna otra impresión había sentido un intenso estremecimiento de dolor. Porque sólo ahora advertía que su hija —que todo lo miraba con sus grandes ojos asustados, que sabía quedarse inmóvil y callada entre los adultos hasta hacerse casi invisible— tenía que haber visto desde el hondo sillón donde estuvo sentada quién era —un hombre, o una mujer, o un hombre y una mujer— quien esperaba junto a la puerta del búnker mientras él estaba dentro. Y si lo había visto, Julián Monasterio estaba seguro de que podría reconocerlo.

Caminó apresurado por la calle preguntándose por qué no había pensado antes en la presencia de su hija cuando tantas veces había pensado en todo lo ocurrido aquella mañana. Y se respondió que con su tajante decisión de mantenerla alejada desde el principio de todos sus problemas había levantado una barrera donde cualquier vínculo entre ella y sus conflictos quedaba sistemáticamente cortado. Siempre había procurado que no llegaran a ojos y oídos de la niña noticias de los destrozos de su vida. Podría soportar que lo acusaran de ser un padre imprudente por haberla llevado con él al banco, pero no de ser un padre infame.

Ahora le asaltaban las dudas sobre lo que debía hacer. Si contaba lo que acababa de recordar, Alba terminaría viéndose implicada en aquel desagradable asunto. Aunque se lo ocultaran al teniente, sin duda el detective querría hablar con ella, acaso le pediría que reconociera a alguien. No iba a ser nada agradable.

Estaba pasando junto a una cabina y en ese momento tomó la decisión. Ya bastaba de dudas. Continuar con aquella ocultación que contaminaba cada uno de sus actos, desde la relación con su hija hasta los mejores momentos con Rita, posiblemente le era a Alba más contraproducente que enfrentarla radicalmente de una vez. Quería darle a su hija toda la seguridad y el mejor refugio, pero no podría hacerlo mientras él mismo se sintiera débil y desprotegido. Sacó unas monedas del bolsillo, marcó el número y esperó a oír la voz de Cupido.

* * *

Cupido y Julián Monasterio llegaron juntos a la puerta del colegio unos minutos antes de la salida de las clases de la mañana.

El detective se sintió un poco desconcertado entre los grupos de madres que esperaban. Para él, que no tenía ni tendría hijos, aquél era un mundo que le resultaba singularmente extraño, en el que las mujeres tenían una función distinta de la que siempre les había otorgado: al entrar por la puerta de la valla, parecían desprenderse de toda sugerencia sexual, de toda coquetería; casi ninguna llevaba un maquillaje que pudiera considerarse un arma de seducción, ni vestía de forma provocativa, ni expandía un perfume que le hiciera volver la cabeza. Al contrario, el patio del colegio parecía una extensión del ámbito doméstico y familiar. El sentimiento de maternidad —que él desconocía y cuya intensidad no podía imaginar— prevalecía borrando todos los demás.

El timbre anunciando la salida resonó con fuerza y hubo unos segundos de expectación, con todas las miradas dirigidas hacia la ancha puerta, hasta que comenzaron a aparecer los primeros niños que, al localizar a sus madres, se lanzaban corriendo hacia sus brazos.

No tardaron en ver a Alba. Traía en las manos una mariposa que habían hecho en clase recortando cartulinas y se la enseñó a su padre, llena de orgullo por su trabajo. No preguntó por qué había ido él a recogerla en lugar de Rocío —últimamente lo hacía con alguna frecuencia—, pero miró a Cupido con ojos interrogantes, casi desconfiados.

—Es un amigo mío. Se llama Ricardo —le explicó—. ¿No le das un beso?

Cupido se inclinó hacia ella, la besó primero y puso la mejilla hasta sentir el contacto breve y húmedo de sus labios y un olor a colonia infantil, a pegamento y goma de borrar.

Julián Monasterio decidió que lo mejor era ir a un sitio neutro, una cafetería o el banco de un parque, donde lo que iban a preguntarle no tuviera la apariencia de algo oficial o demasiado serio. Cuando, unos minutos después, se sentaron en la mesa de un bar y Cupido se levantó para pedir en la barra las consumiciones, Alba le preguntó en voz baja:

—¿Ese señor trabaja contigo?

—No —respondió—. Es un amigo mío y lo he llamado para que me ayude a encontrar una cosa muy importante que se me ha perdido.

—¿Una cosa muy importante?

—Sí.

—¿Qué cosa?

—Un libro —contestó. Sin mirarlo, vio cómo Cupido volvía con las bebidas, se sentaba en silencio a su lado y los escuchaba con atención.

—¿De cuentos? —preguntó. Parecía que antes de iniciar cualquier frase necesitara comprender bien la anterior.

—Un libro de cuentos muy bonitos. Tú también tienes que ayudarnos. Si lo encontramos, te iré leyendo uno todas las noches.

—Vale —aceptó.

—Yo creo que lo dejé olvidado en el banco, una mañana que fuimos juntos. ¿Te acuerdas?

—El día que me perdí en la escalera del supermercado.

—Sí, ese día. ¿Te acuerdas de que yo entré en una habitación a guardar unas cosas?

—Sí —respondió, la ese silbando suavemente en las encías sin dientes.

—Y tú te quedaste fuera, esperándome, sentada en un sillón muy grande —explicó facilitándole el recuerdo, ahorrándole las palabras aún innecesarias, conduciéndola suavemente, sin apremiarla, hacia las últimas preguntas.

—Sí.

—¿Te acuerdas si cuando yo estaba dentro llegó alguien que también quería entrar y se quedó esperando a que yo saliera?

La niña miró a su padre y luego a Cupido, en silencio. Pero no parecía dudar, sino calibrar la necesidad de contar algo que su propio padre debía saber mejor que ella.

—¿Te acuerdas si había alguien esperando? —insistió.

—Sí.

—¿Quién? ¿Un hombre, una mujer?

—Un hombre y una mujer.

Cupido sacó del bolsillo de su chaqueta las fotos de Saldaña que habían aparecido ese día en los periódicos regionales.

—El hombre, ¿era éste?

Alba miró los recortes y respondió rápidamente:

—No. No es viejo.

—¿Lo conoces?

—Sí.

—¿Sabes cómo se llama?

—No.

—Pero has vuelto a verlo —dijo Cupido.

—Sí.

—¿Dónde?

—Algunas tardes. Cuando salimos del colegio.

—¿Trabaja allí? —preguntó Cupido con voz tranquila, paciente.

—Creo que no. Pero está allí algunas veces.

—Y si lo vieras esta tarde, cuando yo vaya a recogerte, ¿serías capaz de señalármelo? —le preguntó su padre.

—Claro.

Los dos hombres se miraron, seguros y esperanzados en lo que estaban oyendo, porque la niña estaba en esa edad en que ya se es lo suficientemente mayor para discernir la realidad de la fantasía, y demasiado pequeña aún para mentir intencionadamente, con malicia o con la intención de agradar a los mayores.