¿Qué podía hacer la ley contra él si ya estaba muerto? Había mentido sobre lo que pasó aquella noche y ahora ya no estaba muy seguro de que no pudieran averiguarlo. Pero, si lo hacían, ¿qué daño mayor podían causarle? Levantó la cabeza del arriate que estaba cavando y una vez más miró hacia la carretera, esperando la aparición del coche. Lo que sucediera entonces no iba a ser mucho peor que lo que ya había sucedido. La paz no le llegaría de ningún modo.
Durante los cuatro años transcurridos desde la muerte de su hijo hubo algunos momentos en que creyó que podría olvidarlo todo: alguna mañana en la que —después de girar cien veces sobre el barbecho, arando con el tractor, seguido por una bandada de garcillas blancas que se posaban en los surcos para devorar las suculentas lombrices que iba levantando— el cansancio, las vueltas siempre iguales y el ruido del motor le provocaban una sensación de aturdimiento que difuminaba el mundo exterior; algún atardecer entre los árboles, envuelto en el perfume de las frutas maduras bajo un cielo de nubes enrojecidas como si la cumbre del Volcán les hubiera prendido fuego. Pero el dolor volvía pronto. Un dolor que no lograba reducir a pensamiento y, por tanto, renuente a ser combatido con ideas, con palabras o con el consuelo de los otros. Calculaba que aún viviría veinticinco o treinta años y estaba convencido de que permanecería allí, con él, hasta el último minuto, dispuesto a alimentarse de los más extraños estímulos. La última reunión del Consejo Escolar y el repaso de la gestión de aquel periodo lo habían renovado al hacerle recordar con una nitidez insoportable todos los detalles de la muerte de su hijo.
Y entonces, cómo iba a volver directamente a casa aquella noche y despreciar aquella oportunidad, solos los dos, sin testigos que interfirieran para aplacar la intensidad del odio y del desprecio. Cómo iba a regresar al campo —donde a todos ellos les gustaba tenerlo apartado— en silencio, si en aquella reunión se había producido un cambio de director que seguramente acarrearía otros cambios y acaso Corona ya no permanecería en aquel cargo desde donde había orquestado el expediente de expulsión.
Había visto que el jefe de estudios y De Molinos se demoraban unos instantes en el bar y él salió con los otros profesores, dejando al grupo de padres junto a la barra perfeccionando su inagotable capacidad para criticar en vano, para censurar la gestión del colegio, el exceso de vacaciones de los maestros, su tendencia a eludir responsabilidades: el eterno repertorio de quejas que nunca se decidían a expresar en voz alta y clara ni a exponer públicamente en un documento. Sabía bien dónde vivía Corona. En una ocasión lo había seguido. De modo que llegó antes que él y lo esperó en el vestíbulo del edificio, repitiendo en la oscuridad las palabras que tantas veces había pospuesto. Y cuando unos minutos más tarde vio su silueta grande y obesa recortada en la puerta sobre la claridad de las farolas de la calle, despegó la espalda de la pared donde se había apoyado y estiró el brazo para encender la luz. Comprobó con agrado su sorpresa, el susto encharcándole los ojos. «Usted, ¿qué ocurre?», dijo. Y él no contestó al principio, se quedó allí mirándolo sin hablar, quizá durante un minuto, dejando que sintiera la inquietud y también el miedo de que algo irremediable iba a ocurrir y nadie podría impedirlo. La luz se apagó sola y de nuevo estiró el brazo para pulsar el interruptor. Al volver, Corona había dado un paso atrás, hacia la puerta, y se estaba frotando las manos blancas y gordas como si tuviera algo en ellas, suciedad o sudor. «¿Pero qué ocurre?», volvió a preguntar, y había ya súplica en sus palabras, pero también un miedo tan nítido que casi se podía ver, como si estuvieran subrayadas con ese intenso color rojo con que a ellos les gustaba corregir ferozmente los errores en los cuadernos de los alumnos. Lo observó en silencio. No tenía ninguna prisa en contestarle y acabar con su temor. Unos pasos enérgicos, de tacón masculino, se oyeron en la calle, acercándose por la acera. Corona giró un poco la cabeza, con la esperanza de que se detuvieran en la puerta y alguien entrara a romper aquella situación. Lo vio tan deseoso de huir que parecía que él era el dueño de la casa y Corona un intruso sorprendido dentro. Pero los pasos siguieron adelante, y cuando ya no se oían él había murmurado: «Todos los días me acuerdo de mi hijo. Esta tarde, en el colegio, lo recordé con más intensidad que nunca». De nuevo se quedó callado, pensando en lo extraño que era haberle dicho precisamente a él, a quien tenía más responsabilidad en su muerte, lo que a nadie le decía. «Nadie tuvo la culpa. Aquello fue una desgracia, nadie tuvo la culpa», le oyó replicar. La luz volvió a apagarse, pero esta vez se demoró un poco en encenderla, porque también él quería que ocurriera algo, que algo se moviera y le facilitara el momento de comenzar a hacerle daño. «Todos en el colegio sentimos cómo terminó aquello», insistió desde las tinieblas, como si no pudiera soportar al mismo tiempo la oscuridad y el silencio y hablara para que le respondiera y saber así que no se había acercado. O quizá sólo intentaba difuminar en el colectivo su responsabilidad individual. Y si bien era cierto, pensó entonces, que Corona no era el único culpable, que fueron muchos quienes en todos aquellos años tuvieron a su entera disposición a su hijo durante cinco horas al día para enseñarle lo que hubiera debido aprender y no aprendió, tantas horas que formaban tantos días y semanas y meses y tantos años para nada, sin embargo él no podía dejar que al menos uno de ellos, el más directamente implicado, sufriera un poco de dolor y humillación en nombre de todos los demás, los que siempre habían creído que por ser un campesino cuyo destino era alimentar a la ciudad, tener las manos sucias y el cuerpo endurecido por el esfuerzo podría soportar cualquier dolor. Sabía que ésa era la imagen que esperaban que diera: la de un labriego vestido de pana cuya máxima aspiración en la vida es ser fotografiado junto a un gran cerdo cebado o un enorme semental vacuno por cuya crianza le han dado el primer premio en una feria ganadera.
Otra vez encendió la luz y aún esperó unos instantes. Estaba convencido de que, si se lo ordenaba, Corona no vacilaría en ponerse de rodillas y permitir que él le pasara por encima. Avanzó unos pasos y vio cómo extendía los brazos para protegerse. Cuando la luz volvió a apagarse lo golpeó con la mano abierta, un solo golpe humillante, no demasiado fuerte ni violento, sólo humillante. Luego se quedó un momento inmóvil, oyéndolo respirar aterrorizado a un metro de su mano, apoyado en la pared y esperando un nuevo golpe.
De pronto, sin embargo, todo aquello le pareció grotesco. El remedio a su dolor tampoco estaba allí. La venganza y sus extraños camaradas —la violencia, el daño, la sordidez, la vergüenza, la sangre a veces— eran un plato, si no amargo, sí insípido, y en todo caso nada placentero. En la oscuridad, tanteó la manilla de la puerta, la abrió y salió a la calle sin mirar atrás.
Y Corona había ocultado todo aquello, porque unos días después ni el teniente ni aquel detective alto se lo habían preguntado para confirmarlo. Nadie hizo ninguna referencia a aquel encuentro en el vestíbulo, y también él se calló. Desde ese momento comprendió que Corona prefería ocultar la humillación aun a riesgo de ser incluido en la lista de posibles implicados. Bien, que lo hiciera y prolongara así la angustia de sentirse vigilado y sospechoso, al menos hasta que todo se aclarara, si llegaba a aclararse.
Al agacharse de nuevo y clavar la azada en la tierra volvió a sentir el doloroso tirón en la parte posterior de sus muslos, como si desde la espalda se le tensara una cuerda que terminaba en un garfio pinchado en sus rodillas. Habían comenzado a inflamarse y en algunos momentos parecían negarse a sostenerlo en pie. Además, ahora que regresaba el frío —en la pared de la casa, a sus espaldas, sonaban de cuando en cuando los golpes del cable suelto del pararrayos movido por el viento— las molestias se intensificaban. Prescindió del dolor y volvió a cavar, porque desde unos días antes sentía de nuevo un extraño impulso de recuperar la parte ajardinada de la finca. Tras la muerte de su hijo había abandonado su cuidado, como si fuera algo obsceno e irreverente mantener el esplendor y el colorido de las rosas, los macizos de hortensias y los arriates con glicinas, lilos y geranios cuando el corazón estaba lleno de luto. La parte donde había estado el jardín, desde la verja a la casa, se había ido llenando de tantos hierbajos, matas y restos de flores muertas que un día estuvo a punto de hundir allí las rejas del tractor y arrasarlo todo, convirtiendo en polvo el trabajo de varias temporadas. Ahora, sin embargo, volvía a sentir el deseo de rehabilitarlo y se avergonzaba de aquellos arrebatos de destrucción. Las flores nunca habían sido incompatibles con los muertos; más aún, parecían su mejor compañía, el mejor signo de respeto. La mayor o menor cantidad de cosecha comenzaba a resultarle indiferente y a veces se sorprendía pensando que una rosa siempre olerá mejor que una manzana, que un ramo de lilas siempre será más bello que una mazorca, que una amapola siempre brillará más luminosa que una espiga. Algo lo inclinaba a vincularse con lo frágil y efímero de las flores frente a la dureza del cereal. Se decía que, incluso al ser cortadas o al morir, las primeras entregan lo mejor de sí mismas, su perfume más delicado, mientras que todos los cultivos contables —el grano, las verduras, las frutas, las legumbres— se descomponen con una explosión de moho, de polvo, de podredumbre, de gusanos y ratones. ¡Cuántas horas le había costado entonces, robando tiempo a otras labores, tener un jardín esplendoroso que, sin embargo, al abandonarlo, había muerto de un modo fulgurante! En cambio, las jaras, los cenizos, los hierbajos, la grama y los juncos crecían solos, resistían con la misma indiferencia el frío y el calor, desarrollaban sin ayuda varas robustas como lanzas o afiladas como espinas. El mundo, se decía, no está hecho para seres sensibles; sólo los rudos soportan la dolorosa broca de la pulga, la mancha de la roya, la lapidación de los granizos, el abandono de sus dueños, las aguas negras.
Al levantar la azada en uno de los golpes vio una lombriz aterrorizada que intentaba esconderse de nuevo bajo la tierra con una lentitud lastimosa. La cogió y la puso en la palma de su mano. Entonces recordó la marca venenosa de las garras en el muslo frío y descarnado, y él mismo sintió como si le quemaran el suyo con un hierro candente. Acarició su dorso frió, bruñido y frágil y luego se agachó para dejarla con cuidado junto a la tierra removida.
—Ahora, haz tu trabajo —le dijo, observando cómo el pequeño cuerpo amarronado iba penetrando en el suelo con una obstinación espoleada por el miedo.
¿Por qué su hijo había hecho aquello? ¿Qué rencor lo había impulsado a llevarse de casa las tijeras de esquilar, cortándole al perro algunos trozos de piel por su inexperiencia al manejarlas? El porqué de aquel salvaje ensañamiento seguía siendo una pregunta a la que nunca respondió. Le había enseñado a no maltratar en vano a ningún ser vivo, a respetar todo lo que latía a su alrededor, convencido de que todo aquél que intencionadamente hace daño a un animal indefenso está muy cerca de hacerle daño a un semejante. Y creía que lo había aprendido y aceptado, porque nunca lo vio ejerciendo una crueldad con ninguno. Creía que su hijo había conseguido establecer con ellos una sana relación natural, sin miedo, pero con prevención cuando era necesario, sin desprecio, pero también sin idolatría. Desde pequeño había ido inculcándole la obligación de evitar los sacrificios inútiles —no pisar un caracol, no tocar las alas de las mariposas ni cortar el rabo a los lagartos, no aplastar el diminuto cráneo de los pájaros—, porque en cada animal sacrificado en vano se estaba perdiendo a un aliado para cuando llegaran los animales verdaderamente dañinos. Y su hijo parecía haberlo aprendido y en ocasiones incluso le había reprochado a él algún descuido. Entonces, ¿por qué aquel odio hacia el perro de Corona, por qué tanta saña? A menos que el odio no se dirigiera hacia el perro y el animal no fuera sino la víctima vicaria de otro odio hacia alguien para él invulnerable.
Oyó el ruido de un motor más allá de la curva y otra vez levantó la cabeza, esperando. Primero fue el capó verdoso, luego ya el parabrisas brillante tras el que no se distinguía nada y al fin todo el automóvil con la barra de luces apagadas en el techo y las bandas blancas alternándose con el color verde. Le pareció que circulaba con demasiada lentitud o cautela, brillando al sol, como si viniera flotando, sin comprender que era su propia impaciencia lo que ralentizaba aquel minuto de un modo insoportable y lo congelaba en una especie de espejismo al que no era ajeno el grasiento reverbero del asfalto.
El coche se abrió un poco para enfrentar la entrada a la finca, se detuvo ante la cancela y de él bajaron el teniente que lo interrogó tres semanas antes y dos números, uno de ellos una mujer.
Arqueó hacia atrás la espalda para olvidar la molestia de los huesos y dejó la azada en el suelo. La lombriz ya se había escondido bajo la tierra.
Al tiempo que el teniente abría la verja y avanzaba seguido por los otros dos, oyó a sus espaldas el ruido de la puerta de la casa. Giró la cabeza y vio a su mujer mirándolo con aquellos ojos que no habían vuelto a perder el miedo y cuyos párpados comenzaban a temblar en cuanto un desconocido llegaba a la finca. Junto a ella también asomaba su hijo pequeño. Su único hijo.
—Métete adentro. Y llévate al niño.
—¿A qué vienen ahora? —preguntó aún.
—Métete adentro. Con el niño.
Oyó confusamente lo que el teniente le decía de forma rápida e impaciente, como si hubiera esperado durante mucho tiempo el momento adecuado para hacerlo, pero comprendió su intención por las palabras sueltas de fórmulas legales que había oído a veces en las películas del televisor —detención, abogado, permanecer en silencio—. En todo caso, no hubiera sido necesario decir nada para que comprendiera a qué venían. También advirtió que el teniente le impedía al otro hombre que le pusiera en las muñecas unas esposas que parecían haber aparecido de pronto en sus manos mediante un truco de magia. Le permitieron que fuera a hablar unos segundos con su mujer —que había vuelto a aparecer en el porche—, pero rechazó el ofrecimiento y, caminando entre los dos guardias, se dirigió hacia el automóvil.
* * *
No sentía ningún miedo. ¿Qué podía hacer la ley contra él si ya estaba muerto? ¿Qué daño mayor podían causarle? Acostumbrado a estar solo y a esa paciencia campesina forjada en la calma con que se espera la eclosión de una semilla o la sazón de un fruto, ni siquiera se impacientaba por llevar tres horas encerrado en aquella habitación sin ventanas ni espejos, solamente con una rejilla en la puerta por la que aún no había visto asomarse a nadie. Una mesa de hierro y tres sillas eran el único mobiliario. Bajo la que él ocupaba se había formado un círculo negruzco con la tierra que, al secase, se había ido desprendiendo de sus botas. De vez en cuando escuchaba algún ruido de fuera, el motor de un coche, el eco de unos pasos que no sabía si se acercaban o alejaban, el gorgoteo de una cisterna y, una vez, el pensativo graznido de un cuervo. Pero no se impacientaba ni temía nada. Sólo sentía alguna curiosidad por saber qué es lo que ellos conocían y por qué habían tardado tanto en ir a buscarlo.
Se abrió la puerta y entraron los dos guardias que habían acompañado al teniente. La mujer tenía unos papeles en las manos y se sentó frente a él, pero el hombre se quedó apoyado en el quicio, observándolo de la cabeza a los pies. Parecía buscar junto a las manchas de tierra una hoz o una azada. Llevaba el cuello de la camisa desabrochado, como si tuviera mucho calor, y se había subido las mangas mostrando unos antebrazos fortalecidos por el ejercicio. Se separó de la puerta y arrastró una silla hasta un rincón. Tenía la apariencia de un boxeador dispuesto a comenzar un combate.
—¿Dónde está la pistola? —fue el primero en hablar desde allí, con una voz demasiado fuerte para una habitación tan reducida.
—¿Qué pistola? —replicó sin comprender a qué se refería.
El guardia movió la cabeza con resignación.
—No vas a salir de esta habitación hasta que nos digas dónde está o hasta que nosotros la encontremos. De modo que elige tú mismo. O nos lo cuentas y acabamos pronto o mandamos unas excavadoras a arrancar todo lo que tienes plantado en esa mierda de finca hasta dejarla convertida en un desierto. Seguro que la has enterrado debajo de cualquier frutal.
La amenaza lo dejó indiferente y miró al guardia con una frialdad que ni siquiera era desdén. No le importaba la finca porque nada le importaba. Desde hacía tiempo se levantaba cada mañana con la sensación de que todo era una tragedia irremediable y que, por tanto, cualquier movimiento que hiciera para eludirla en realidad lo acercaría al desenlace. No sentía cariño por nadie, ni por su mujer ni por el hijo que aún vivía. Tenía muerto el corazón y la imagen de sus cultivos y sus árboles arrasados no era lo suficientemente dura como para despertarlo de aquella indiferencia emocional. Sólo un leve y efímero chispazo de malestar brilló en su cabeza al pensar en los arriates del jardín que había estado cavando esa misma tarde.
—¿Dónde está la pistola? —seguía insistiendo el guardia.
—No tengo ninguna pistola. Nunca la he tenido —negó. Era una idea absurda, porque para cualquier cosa que hubiera querido hacer, una pistola le hubiera sido innecesaria.
—Vamos a comenzar desde el principio —intervino la mujer.
Leyó en silencio unas líneas de los papeles que tenía en la mesa, muy rápidamente, como si los hubiera estado estudiando en esas tres horas y al hallar un error quisiera que él la ayudara a corregirlo.
—En su primera declaración nos dijo que regresó directamente a su casa, sin detenerse en ningún sitio.
—Sí.
—Pero no es cierto. Al salir del bar no fue a su casa —dijo muy despacio.
—Mentí —replicó. A pesar de la apatía con que asistía a su propio interrogatorio, advirtió la tensión de la mujer y la inquieta mirada que le dirigía el hombre desde su rincón.
—Está bien. Nos mintió. Ahora vamos a olvidarlo, como si no se hubiera dicho. Y después todo quedará arreglado —le explicó. Con los papeles ante ella y un sencillo bolígrafo azul, tenía cierto aspecto de estudiante tomando apuntes. Ni siquiera la camisa verdosa del uniforme la privaba de aquel aire juvenil e inofensivo. Como si fuera un abogado, pensó recordando la propuesta que el teniente le había hecho desde el primer momento en la finca, alguien que por un puñado de billetes se pusiera incondicionalmente de su lado.
—¿Adónde fue al salir del bar?
—Fui andando hasta su casa y esperé en el portal a que llegara. Sé bien dónde vive. Lo había seguido otra vez —respondió con cansancio. Si habían ido a buscarlo, es que ya sabían la respuesta.
—¿A quién? —ahora también la mujer parecía desconcertada.
—¿A quién? A Corona.
—Querrá decir a Larrey —corrigió el hombre desde el rincón.
—¿A Larrey? No. ¿Para qué? Si en la reunión de aquella tarde había alguien que merecía respeto, ése era Larrey.
El guardia hizo ademán de levantarse de la silla, pero la mujer lo retuvo con un gesto de su mano.
—De acuerdo. Esperó en el portal a que llegara Corona. ¿Qué pasó después?
—¿No se lo ha contado él? ¿No han ido a buscarme por eso?
—Queremos que nos lo cuente usted.
Detectó el apresuramiento con que le había replicado, la avidez por saber, y el recuerdo de las primeras preguntas del hombre insistiendo sobre una pistola le trajo la sospecha de una trampa escondida en su amabilidad.
—Lo golpeé.
Los dos guardias se quedaron en silencio, demasiado sorprendidos para reaccionar, y en el silencio creyó oír un leve frufrú de ropas al rozarse al otro lado de la puerta entreabierta. Sin alzar la voz, continuó:
—Una sola vez. En la cara. Con la mano abierta —dijo, y luego, con la seguridad de que no le faltaban recuerdos y podría citarlos, añadió—: Como ellos golpean a los niños.
—¿Quiénes?
—Los maestros.
—Los maestros en este país ya no pegan. Tampoco nosotros. Eso era hace mucho tiempo —replicó la mujer sin demasiada firmeza, mirando al número que seguía en su rincón, con las mangas de la camisa levantadas hasta los codos, las piernas separadas y la pechera un poco abierta.
—Sí golpearon a mi hijo. Aunque no lo hicieran en el rostro, lo golpearon muy fuerte —dijo.
La mujer volvió a mirarlo, sin esforzarse ya por disimular su desconcierto por aquellos sorprendentes giros en la conversación, esperando que en cualquier momento completara sus frases con palabras que incluyeran la palabra matar, la declaración definitiva que al fin lo explicara todo. Había repasado muchas veces el expediente de aquel primer caso en el que el teniente les había dejado participar a ella y a su compañero, aunque sabía que de Ortega no podía esperar mucho más que una ayuda rápida y eficaz en caso de acción o de violencia. Había repasado una y otra vez las declaraciones intentando hallar una contradicción, los posibles móviles y los datos públicos y privados de cada una de las personas relacionadas con Larrey, datos a veces tan exhaustivos que los propios protagonistas se hubieran extrañado de que la Guardia Civil los conociera. Y recordaba perfectamente lo leído sobre la expulsión del colegio del hijo mayor de Saldaña y el trágico final al que acaso aquel primer castigo lo había conducido. Aunque habían valorado toda aquella historia y en ningún momento la habían descartado, ni el teniente ni ella creyeron que fuera el móvil principal, puesto que Larrey nunca estuvo implicado en aquel viejo conflicto. Si es que lo era, dudó, porque sentía que aquel hombre de manos campesinas y botas embarradas que tenía frente a ella estaba diciendo toda la verdad. Tras la muerte, habían ido a interrogarlo y en ningún momento ocultó su odio contra el colegio y sus inquilinos, un rencor viejo y enconado y un poco sórdido, más proclive a la violencia rural, primaria y directa con que ese tipo de gente responde a las ofensas que al ocultamiento, el disimulo y la dilación en la venganza que parecían haber empleado con Larrey.
—Golpeó a Corona en el portal de su casa —repitió con la insistencia que le habían enseñado en la academia, repetir varias veces cada pregunta para impedir que ningún matiz, ningún hilo quedara suelto o enredado en el enigma. Insistir, sí, pero sin llegar demasiado pronto al acoso, recordando que tanto yerra la flecha que no llega al blanco como la que lo supera.
—Un solo golpe. En la cara. Con la mano abierta. Como ellos golpean a los niños —repitió sin desafío ni remordimiento—. Un solo golpe para que sintiera el miedo.
—¿Y qué hizo Corona?
—Se quedó allí, respirando con ruido en la oscuridad, apoyado en la pared. Como un animal asustado.
Se dio cuenta de que se habían quedado de nuevo en silencio, sin saber qué decir. La mujer lo miraba ahora como una mujer mira a un anciano, o a un niño pequeño, no como a alguien de quien se teme un arrebato de violencia, y de pronto tuvo la certeza de la imagen que le ofrecía: la de un hombre reducido a todas las limitaciones del campesino. Un ser opaco, taciturno, sucio, con una esperanza de vida superior a la media y una capacidad de hacer daño físico difícil de controlar, pero anulada dentro de aquella habitación: precisamente la imagen de agricultor de la que tanto había huido. Cuando se marchó a vivir al campo era consciente de los riesgos, pero estaba seguro de conseguir que el aislamiento no lo privara de los privilegios de vivir en la ciudad. Se había imaginado un futuro de equilibrio donde él manejaba con igual pericia la segadora que el ordenador, la pluma que la azada. Había intentado armonizar los dos mundos, sin estridencias, sin pasarse al extremo de esos jefes tribales africanos que se hacen retratar descalzos, con la túnica y los collares de hueso de la tribu, pero también con un sombrero hongo en la cabeza y en la muñeca un Rolex de oro. Vivir en el campo podía ser duro, pero se convertía en un lujo si se llevaba allí todo lo que la codiciosa ciudad se reservaba para el interior de sus murallas.
—Y después, ¿qué hizo esa noche? —le preguntó de nuevo la mujer.
—Después volví a casa.
—¿Volvió? No, no volvió a casa —habló el hombre. Había apoyado los codos en las rodillas y lo observaba atentamente, con la cabeza adelantada, calculando su capacidad para mentir.
—¿Qué hizo cuando dejó a Corona? —repitió la mujer.
Se sintió un poco decepcionado de que también ella insistiera en la misma pregunta, pero aún tuvo la lucidez suficiente para pensar que el suyo era un oficio que empuja a la incredulidad.
—Volví a casa. Era tarde.
—Sí. Claro que volvió a casa. Pero antes pasó de nuevo por el colegio. Todavía no había terminado aquella noche su ronda y ya que había comenzado a saldar deudas, no era momento para detenerse. Vio abierto el colegio, entró y le disparó a Larrey. ¿Dónde está la pistola? —repitió el hombre.
Lo miró un momento antes de volver los ojos hacia la mujer, negándose a aceptar como interlocutor a alguien que no parecía escuchar lo que le decían: había estado observando todo el tiempo y, sin embargo, no había aprendido nada.
—¿La guardó al día siguiente en la caja de seguridad del banco?
Ahora ya no sabía de qué le estaba hablando. Tampoco le importaba, porque todo lo que quedaba fuera del círculo negro de su dolor y sus recuerdos le era indiferente y a veces incomprensible. Se sentía como un hombre derribado por un rayo: a partir del momento en que estaba abrasado en el suelo, ¿qué importancia podía tener de qué nube procedía? Hizo un esfuerzo para responderle:
—No sé a qué se refiere.
—¡No sabe a qué me refiero! ¿Tampoco sabe que tiene contratada una caja de seguridad en un banco? ¿Qué guarda dentro? ¿La pistola? ¿O va a decirme que allí se conservan mejor las semillas para la próxima cosecha?
El guardia había salido del rincón, se había puesto tras él y oía sus voces rebotando en su espalda, pero no se giró para mirarlo. Las horas de espera, el interrogatorio, la insistencia, las amenazas no lo habían hecho más vulnerable. Ni siquiera la amabilidad de la mujer, que de nuevo lo estaba observando como se observa a un niño o a un anciano.
—Vamos a comenzar desde el principio —oyó que decía uno de ellos, pero ya le era indiferente quién había hablado.
Luego, de pronto, la mujer se levantó de la silla sin decir nada, recogió sus papeles y salió dejándolo solo con el hombre.
* * *
El teniente estaba sentado en el pasillo, en un banco colocado cerca de la puerta entreabierta. Al verla aparecer, se levantó y dejó que ella lo siguiera hasta su despacho.
—No fue él —dijo la mujer al quedarse solos.
—¡Campesinos! —susurró el teniente—. Siempre así de complicados. Prefiero a un chorizo curtido en mil interrogatorios que a uno de estos labriegos testarudos y huraños. Con ellos son tan inútiles las amenazas como las promesas de olvido. Se callan durante horas, o repiten una y otra vez lo mismo, sin importarles si se les cree o no, sin apenas defenderse, como si les fuera indiferente la libertad o la condena.
—Creo que no fue él —matizó por respeto a la jerarquía del teniente, pero sin abandonar su tono de seguridad—. Cuando le preguntamos por la pistola nos mira extrañado, como si no supiera de qué estamos hablando. Como miraría una vaca que contempla el paso de un tren.
—¡Claro que no fue él! Seguro que Corona confirma que lo estaba esperando en el portal aquella noche. Un tipo así no inventa una historia de la que ni siquiera puede estar seguro de que le servirá de coartada.
—¿Quiere que llame a Corona? —se atrevió a sugerir ahora que su compañero no estaba allí con ella. Sentía que toda la investigación la había acercado al teniente. Pensar en las mismas incógnitas durante aquellas semanas había establecido una corriente invisible entre ellos, una camaradería como la de dos soldados que sin conocerse velan juntos en un mismo frente de batalla.
—Ya he mandado a buscarlo. No tardarán en llegar.
—¿Y si confirma que es cierto?
—Entonces estaremos como al principio. Habremos perdido el tiempo buscando por un camino equivocado.
Comprendió que su propia decepción, aun siendo intensa y descorazonadora, era inferior a la del teniente, porque en su oficio siempre había una proporción directa entre el fracaso y la jerarquía. Al fin y al cabo, ella no había hecho más que obedecer órdenes y, por tanto, si había sido disciplinada, nadie le exigiría, además, otras virtudes. Pero ese pensamiento no le servía de consuelo. En los momentos de mayor optimismo había imaginado que sólo el teniente y ella llegaban a desvelar un enigma que los demás —incluido Ortega— eran demasiado torpes para descifrar. Y ahora, tras la enmienda a la totalidad que Saldaña había hecho a sus hipótesis, la vuelta al comienzo no podía ser considerada como una pérdida únicamente de tiempo.
—¿Le digo a Ortega que pare? —preguntó.
—No. Que siga un poco más. A ver si Saldaña espabila un poco y aprende que no puede ir por ahí golpeando a la gente cuando le dé la gana.